Por Juan Damián Moreno. Catedrático de Derecho Procesal (UAM).
Entre las modificaciones que el gobierno pretende impulsar en la reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal que acaba de dar a conocer se encuentra una que tiene por finalidad rebajar el efecto corrosivo que la imputación provoca en el sujeto que es objeto de estas actuaciones, sustituyendo el término imputado por investigado y reservando el término encausado a quien, tras la instrucción, es objeto del acto formal de acusación, es decir, acusado. Se trata de una modificación que es pues coherente con el reforzamiento del sistema de garantías procesales que pretende promover.
Es evidente que la ley no quiere que nadie se siente en el banquillo de los acusados sin haber comprobado previamente el contenido de los cargos que se dirigen en su contra. Si fuera así, bastaría una simple delación para llevar a juicio a una persona sin que el denunciado pudiese hacer nada por evitarlo. En los países como el nuestro donde el enjuiciamiento penal viene precedido de una fase de instrucción judicial, se ha articulado el medio para que el sujeto sobre quien recae la sospecha de la comisión de un delito pueda explicarse ante el juez, que es a quien le corresponde analizar los hechos que se le presentan. Como garante de los derechos fundamentales de los ciudadanos (particularmente del derecho a la presunción de inocencia), tiene la obligación de verificar la solidez de la acusación y determinar si los hechos tienen entidad suficiente como para seguir con la investigación.
En este sentido, la imputación no es ni más ni menos que la confirmación de una sospecha; no nace sin más de la interposición de la denuncia ni de la admisión de la querella, aunque de todas estas circunstancias sí nace el derecho del denunciado o del querellado a conocer los hechos que se le imputan. Teniendo en cuenta que la imputación es el resultado de una operación mental, que es el que verdaderamente debería llevar al juez al convencimiento de la existencia de indicios que confirmen la verosimilitud de las sospechas que existen contra el sujeto investigado, se exige que aquél venga acompañada de una mínima actividad procesal.
Dado que los jueces tienen el deber de llamar a declarar a todas aquellas personas sobre las que recae una sospecha razonable de delito, no existe legalmente otra forma de que puedan ser citados si no es en calidad de imputados, lo cual, como hemos dicho, no quiere decir que lo sean. Así pues, la citación es una condición necesaria pero no suficiente de la imputación. Uno puede salir de este trance habiendo logrado eliminar las sospechas que hicieron recaer sobre él. De ahí que cuando a un sujeto se le cita para que comparezca en calidad de imputado, no es porque lo sea en realidad, sino porque pueda llegar a serlo tras la declaración y, por lo tanto, su comparecencia debe venir revestida de las máximas garantías procesales pues en multitud de ocasiones es la antesala de la imputación.
Por lo tanto, imputado es aquel estado procesal en que se encuentra una persona a quien un juez de instrucción, a la vista de lo que lleva investigado, le atribuye provisionalmente la comisión de un delito, al tiempo que le manifiesta su determinación de continuar con la instrucción hasta que decida si las sospechas que dieron lugar a la incoación del procedimiento tienen o no algún fundamento; eso no quiere decir que sean ciertas, pero sí quiere decir que existe un alto grado de probabilidad de que lo sean.
Enseñamos a los estudiantes que la pena no puede imponerse al margen del proceso y sin una previa declaración de la responsabilidad criminal extraída de un juicio («nulla poena sine iudicio»), entre otras razones porque el proceso penal no es sólo un instrumento para la persecución sino una garantía frente a ella. Pero es razonable también que tanto al ciudadano como a la opinión pública, y actualmente a los integrantes de las distintas formaciones políticas, les baste y les sobre con la imputación para sacar consecuencias de esta circunstancia.
Pero es verdad que el mero hecho de ser citado ante un juez de instrucción para responder a una imputación tiene una gran incidencia, debido al efecto tan negativo que este acto proyecta en la consideración moral, personal y profesional del sujeto investigado («the process is the punishment»); es comprensible que la opinión pública vea en el acto mismo de la citación y, por supuesto, en la imputación posterior, la ratificación judicial de la existencia del delito.
Es una lástima que esta reforma se haya planteado justo en el momento en que la mayor parte de la clase política está expuesta al riesgo de una imputación y cuando arrecian con más intensidad los casos de corrupción, por lo que estoy convencido de que, al menos en este aspecto, muchos diputados y cargos públicos, independientemente de la formación política a la que pertenezcan, recibirán esta reforma haciendo la ola.
Pero se engañan si piensan que cuando no nos gusta llamar a las cosas por su nombre todo se arregla con cambiar las cosas de nombre. Porque más allá de esta cuestión terminológica, lo verdaderamente importante son las consecuencias que cada partido político quiera extraer de este tipo de situaciones, y mucho más las que nosotros, los ciudadanos, queramos extraer de las consecuencias que cada partido haga de ellas; ¡así de claro y así de sencillo!
3 comentarios:
Magnífico artículo del Prof. Juan Damián, una de las mentes más claras de panorama procesal español.
Prof. Damián: he leído hoy la entrevista a Felipe González en El País y me preocupa que la decisión de los jueces no sea, como usted dice, fruto de una reflexión contratada judicialmente.
Me ha gustado su artículo.
Muy bien!
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