viernes, 20 de noviembre de 2015

Un libro necesario

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El retorno de los chamanes de Victor Lapuente

Lo es – necesario – porque se avecinan cambios políticos muy importantes en España y entre los nuevos partidos hay alguno que parece lleno de chamanes y otro que tiene alguna oportunidad de constituir un grupo de “exploradores”. Chamanes y Exploradores son los dos tipos ideales que utiliza el autor para explicarnos de qué modo se pueden llevar a cabo las reformas necesarias en un país para construir sociedades más libres, productivas, dinámicas e igualitarias. Frente a los planteamientos populistas – de los chamanes – Lapuente nos propone “convertirnos” a la nueva gestión pública, al incrementalismo y a una mezcla de conservadurismo, individualismo, experimentación y delegación.
Los chamanes son los populistas, los que creen necesario cambiarlo todo y los que creen en la urgencia de cambios radicales. Sus propuestas no son tales. Son objetivos vagos. Y sus medios para lograrlos son “mágicos” (de ahí lo adecuado de su designación como chamanes). Basta cambiar a los que gobiernan y “escuchar a la gente” para que las soluciones a los problemas se nos revelen con claridad meridiana. Su obsesión es aumentar la redistribución aunque no siempre a favor de los más pobres. Sus grandes carencias son dos:


1. No perciben el coste de oportunidad de las medidas que quieren implementar es decir, no sólo cuánto cuestan en términos de presupuesto público y de dejar de hacer otras cosas, sino también qué efectos tienen las medidas sobre los más pobres.

En el primer sentido, consideran una traición al pueblo que se asegure a los acreedores del Estado, mediante una norma constitucional, que la deuda pública se pagará pero, al mismo tiempo, son firmes partidarios de recurrir al endeudamiento para financiar, no ya inversiones, sino el gasto corriente del Estado. En su cabeza, nunca falta dinero.

En el segundo sentido, no aprecian que medidas de cobertura pública de servicios tienen efectos redistributivos hacia los grupos que están mejor. Así, por ejemplo, hacer gratuita la universidad redistribuye renta a favor de los que están mejor, no a favor de los más pobres. Aplicar un IVA superreducido al cine y al teatro tampoco favorece a los más pobres), televisiones públicas generan grupos de presión y posibilidades de manipulación por parte de los políticos etc.

Son profundamente anticonservadores en el sentido de que no valoran “el saber acumulado”. Y

2. Desprecian a los técnicos y a los expertos. Dado que la democracia (estrictamente entendida como regla de la mayoría) es el valor supremo, ha de hacerse lo que quiera “el pueblo” (representando por los políticos) y la Administración Pública (engordada con las correspondientes nacionalizaciones) ha de ponerse al servicio de las directrices políticas. La supremacía de la democracia así entendida facilita la polarización de la sociedad (“los de arriba”, “los de abajo”; “el miedo ha cambiado de bando”…)

La gestión de las expectativas y la responsabilidad de los clérigos

Tras describirnos a los “chamanes” y a las “exploradoras”, Lapuente aborda dos cuestiones: la gestión de las expectativas del público por parte de los políticos y la responsabilidad de los intelectuales. Para mi gusto, los capítulos correspondientes son lo mejor del libro.

La primera cuestión puede resumirse diciendo que si un político promete el paraíso en la tierra ¿cómo podrá cumplir tal promesa? Se dirá que ningún político lo hace, pero algunos se aproximan. Y este tipo de promesas – todo es posible – incrementan las expectativas de la gente y generan, lógicamente, frustración. Y, lo que es peor, atrincheran a los elegidos sobre la base de tales expectativas (mantenella y no enmendalla) lo que, unido a que estos líderes llaman a la gente a “participar” directamente en la discusión política, conduce a la polarización social y, en casos extremos, a la guerra civil. Ningún resultado será suficiente y todos los proyectos se consideran fracasados, a menudo, no porque se queden “cortos en los resultados” sino porque eran “largos en las expectativas” generadas. Generar expectativas incolmables convierte a los políticos en demagogos.

Así, comparando un campesino – pobre – sueco y un campesino – pobre – español en las primeras décadas del pasado siglo, nos dice
“La diferencia entre ambos campesinos eran sus expectativas políticas. El español tenía grandes expectativas, esperaba que la política, de un día para otro, solucionase todo tipo de problemas: hambre, desigualdad, opresión moral por parte de la Iglesia y un largo etcétera. El sueco tenía menos expectativas: la responsabilidad última de proveer para su familia recaía en él”. No esperaba que la política resolviera su día a día”
¿Y qué hicieron los intelectuales? Ante una política que se estructuraba
“como una contienda entre grandes chamanes: caudillos salvadores, por un lado, y proyectos colectivistas, por el otro… pocos intelectuales han apelado al consenso, a la moderación”
Los intelectuales españoles avivaron el enfrentamiento apelando a que había que hacer una España “de faz completamente nueva”, justo en una época en que por primera vez en siglos, España crecía económicamente y se recuperaba del atraso histórico que padecía. Acabamos en una guerra civil y una dictadura de cuarenta años.
“La involucración, oportunista en ocasiones y alocada casi siempre de las gentes de letras en la política es toda una tradición en los países de habla hispana”.
Dado que carecen de cualquier conocimiento empírico sobre la bondad o maldad de las políticas, plantean los debates en términos de “metáforas rimbombantes como <<penetrar en el fondo del alma colectiva>> o <<romper los candados con los que las burocracias políticas han sellado nuestra capacidad de atrevernos>>”. Hablan de que hay que ir a la “raíz” de los problemas y no quedarse en las ramas. Los problemas nunca son problemas concretos. Son grandes problemas, tan grandes como el país: “España es el problema”".

En el peor de los casos, muchos de nuestros intelectuales han pecado por acción “por arrojar combustible al fuego” y, en el mejor “por omisión, por quedarse callados en un rincón en lugar de echar agua al fuego”. “Ir a la raíz de los problemas políticos es intelectualmente loable pero, en términos prácticos, resulta nefasto”. Y lo es porque convierte el problema en intratable, tanto desde el punto de vista técnico como ¡político! Las transformaciones “globales” nunca logran consensos suficientes. Mucho mejor – nos dice Lapuente - “el método-rama, donde se compara la situación actual con alternativas factibles, no con escenarios abstractos”. Y para tener alternativas factibles, hay que mirar al extranjero y, sobre todo, experimentar en la propia casa. Ensayo y error lo que, para limitar los riesgos, exige hacer cambios incrementales, no revolucionarios.

No hay que recordar que, encuesta tras encuesta, los españoles aparecen como los ciudadanos de países desarrollados más de acuerdo con la idea de que el Estado tiene que resolver los problemas particulares. Que tiene que proveer al sostén y al desarrollo personal de cada individuo. Que cada uno de nosotros tenemos un derecho de crédito contra el “común” a que nos mantengan, es decir, mucho más allá de los servicios (seguridad física y jurídica) que proporciona un Estado liberal.

La democracia –nos dice – no es hacer lo que quiera el pueblo (recuerden aquello de Henry Ford sobre que si él hubiera preguntado a los potenciales clientes qué es lo que querían, le habrían contestado: “coches de caballo más rápidos”). La “gente”, el “pueblo” no tiene ni incentivos ni información para seleccionar las políticas públicas ni las formas en que éstas han de ejecutarse. El pueblo decide, a posteriori, manteniendo en el gobierno al que ha acertado y expulsando del mismo al que se ha equivocado, no diciéndole a los políticos y los administradores de la cosa pública qué tienen que hacer y cómo hacerlo:
La grandeza de la democracia no es la existencia de ese gran poder para el pueblo, sino la inexistencia de gran poder alguno”.
No es que se pongan las farolas donde quiera la mayoría (aunque nada alumbren) ni que se nombre juez del Tribunal supremo a quien quiera la mayoría. Es que nadie pueda imponerse sobre nadie:
“la grandeza democrática es que nadie tiene todo el poder, ningún individuo o grupo tiene un cien por cien del poder”.
Los chamanes, pues, ignoran que los problemas políticos nunca se resuelven definitivamente y que los consensos solo se pueden crear ex post respecto de las políticas concretas que han funcionado, de manera que el deber moral de los políticos es el de orientar la actuación de los administradores públicos en torno a unos objetivos, no gestionar ellos mismos la prestación de los servicios públicos ni dar órdenes concretas para el logro de los objetivos. Deben ser los directores de los colegios los que decidan, con conocimiento local y expertise de qué modo se ofrecen los mejores resultados escolares para sus alumnos o los gerentes y el personal directivo de los hospitales los que, dentro de los límites de la legislación general, tomen las decisiones que puedan conducir a la mejor prestación del servicio al público. Deben ser los expertos en planificación del transporte los que decidan sobre el plan de carreteras, no el lugar de nacimiento del político. Y, para que los técnicos-expertos nos sirvan bien hay que elegirlos meritocráticamente, incentivarlos adecuadamente y dotarles de autonomía y capacidad de resistencia a la intervención ad hoc del político.

Qué podemos aprender de los nórdicos

Lapuente está de acuerdo en que las sociedades nórdicas tienen mucho que envidiar. En pocas palabras, si se me permite, son envidiables porque han logrado una “sabia combinación de respeto a la libertad individual en las relaciones económicas y sociales (trabajo y empresa) con elevada protección socialDe las páginas que dedica Lapuente a explicar por qué son sociedades igualitarias y libres, destacaría tres reflexiones. La primera, y más breve, es que el “Estado sueco es reactivo, más que activo”.
“Suecia (no) aspira a transformar la sociedad de forma activa; no pretende resolver el número máximo de problemas sociales, sino el mínimo. La retórica dominante es que los ciudadanos deben tratar de solucionar sus problemas, en primera instancia, por su cuenta… en Gotenburgo… la iluminación urbana es escasa… hay un tráfico denso en las horas punta… y los conductores tienen dificultades para ver a los peatones… especialmente… en invierno, cuando las calles permanecen en una constante semioscuridad. Los residentes responden a la visibilidad deficiente usando chalecos y objetos reflectantes, no piden al gobierno local que ponga más farolas”
La moraleja de esta historia es que hay que elegir entre farolas (AVE) y educación y sanidad. Y si los políticos creen que ganan más votos con lo primero, atenderán a esas demandas ciudadanas en lugar de mejorar la educación y la sanidad. En sentido contrario, los ciudadanos debemos resistir las ganas de pedir farolas y ponernos más a menudo el chaleco reflectante (apúntenselo los que piden que se supriman las tasas judiciales).

La segunda reflexión se refiere a la importancia de que las clases medias y altas utilicen los servicios públicos
“más importante que la bolsa de los ricos es su vida. la pregunta clave no es cuántos impuestos pagan, sino si, en su vida cotidiana, usan las escuelas y hospitales de la red pública y se benefician de otros programas sociales. Por muchos impuestos que les exijamos, si no los involucramos como usuarios de los servicios públicos, no vamos a sacar lo mejor de ellos, que no es su dinero… (sino su) sentimiento de pertenencia a un proyecto común”
En efecto, las clases medias-altas y altas son los verdaderos “clientes exigentes” que hacen de cualquier proveedor un magnífico proveedor. No cualquier madre se enfrenta a la “comunidad escolar” porque cree que su hijo está aprendiendo muy poco. Si los hijos de los ricos van a sus colegios y los ricos son atendidos en hospitales privados, acabaremos como en los países subdesarrollados, donde a nadie que “cuente” le importa un bledo la calidad de las escuelas públicas y de los hospitales públicos porque no es ahí donde envían a sus hijos ni donde van cuando están enfermos.

En el mercado, los clientes votan con los pies (en la terminología de Hirschman, practican la “salida”) y, en relación con los servicios públicos, los ciudadanos que se lo puedan permitir harán lo propio ante la degradación de los servicios públicos. Si queremos mantener la calidad y mejorarla, hay que inducir a los clientes más exigentes (a los que están dispuestos a invertir más en la salud y educación de sus hijos que son, naturalmente, los que más dinero ganan) para que actúen como controladores de la calidad en beneficio de todos, para que ejerciten su “voz” y muestren “lealtad”. Si permitimos que se encierren en urbanizaciones privadas, que vayan a colegios privados y a hospitales privados, convertiremos a España en la sociedad dual que se observa en países como Argentina y, en menor medida, EE.UU. Pero, naturalmente, poca “lealtad” generaremos en aquellos que sienten que, no solo sufren impuestos comparables a los que pagan los daneses, sino que son percibidos por los chamanes y clérigos como “casta” o explotadores de la mayoría de los de abajo. Dijo Elster que el acto de altruismo más puro que se le ocurría era mandar a sus hijos (los hijos de un catedrático y escritor que gana bastante más que la media y tiene los mejores contactos sociales posibles) a una escuela pública. Si los padres eligen la escuela para sus hijos en función de quién se sentará en el pupitre a su lado, deberíamos asegurarnos de que nuestros hijos están suficientemente mezclados.

Si los impuestos se destinan a financiar los servicios públicos, su captura por parte de grupos de interés será menos probable. Dice Lapuente que las políticas impositivas de los países nórdicos son “relativamente regresivas porque dependen mucho de los impuestos al consumo”, pero “benefician a todos los ciudadanos” con independencia de su situación económica porque se destinan a pagar esos servicios que se consumen igualitariamente por todos ellos.

La última, se refiere a la importancia de gravar el consumo en lugar de gravar la generación de riqueza. Por qué, se lo dejo para los que disfruten de la lectura del libro (“spaguetti welfare”). Esperemos que Pablo Iglesias y Errejón lo lean. Que lo lea Ada Colau, ni siquiera lo espero.



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