Foto: Nacho Armentera
El Financial Times ha publicado un artículo en el que explica el extraordinario éxito que ha tenido Spotify en América Latina. Empezando por México que se ha convertido en su mayor mercado por número de suscriptores (que pagan sólo 5 dólares al mes, menos de la mitad de lo que pagamos en España) y acabando en Chile. Y lo ha hecho, presumiblemente, con grandes beneficios económicos. La razón es doble. Por un lado, Spotify no necesita realizar nuevas inversiones en personal e instalaciones para atender a más suscriptores. Es lo del coste marginal tendente a cero de servir a un nuevo cliente que caracteriza a muchos de los negocios digitales. En la medida en que Spotify emplea básicamente software para prestar el servicio de escucha musical, las economías de escala se agotan sólo cuando la empresa alcance a cubrir a toda la población mundial. Pero, por otro, Spotify ha conseguido, en Méjico y otros países de América, contratos muy ventajosos con las discográficas que siguen controlando la producción y edición musical. Las mismas discográficas que en Europa o en EE.UU. ejercen poder de mercado frente a Spotify reteniendo la parte del león de los pagos que realizamos los que consumimos música en streaming (Spotify apenas tiene beneficios, aunque ya ha salido a bolsa) han corrido a licenciar sus canciones a Spotify en Sudamérica y, probablemente, hagan lo propio en la India y otras partes de Asia. ¿La razón? La piratería más la división por fronteras nacionales de los derechos de propiedad intelectual.
En efecto, la piratería en América Latina es tan elevada que prácticamente nadie paga por la música que escucha. Los más “anticuados” oyen simplemente la radio y los digitales se la bajan de internet sin pagar nada. Es más, algunas de las empresas del sector están controladas por mafiosos. En consecuencia, los ingresos de las discográficas son muy inferiores a los que tendrían en un mercado en el que la piratería no fuera rampante. Pero la piratería es una bendición para los consumidores en mercados en los que los oferentes tienen poder de mercado. Dice el FT que, para Spotify,
la concesión de licencias fue fácil porque América Latina todavía estaba comida por la piratería, lo que significaba que las discográficas estaban felices de llegar a acuerdos con Spotify. En los EE. UU., iTunes había ayudado a reducir la piratería, pero en México un negocio de piratería administrado por la mafia seguía prosperando. Los ejecutivos de la industria musical en lugares como Canadá y Japón dudaron en confiar en Spotify, lo que resultó en años de negociaciones minuciosas para lanzar en esos países. Sin embargo, en México, “nos limitamos a coger el dinero que nos ofrecía Spotify” dice un ejecutivo mexicano de una de las discográficas que participó en las negociaciones de las licencias. “Tal como estaba el mercado, nos dábamos con un canto en los dientes si conseguíamos 50 mil dólares a cambio de una licencia. Y, de repente, aparece Spotify que nos ofrece 2 millones…, aceptamos sin dudarlo un momento”
Lo que ha pasado con la industria musical es semejante a lo que ha pasado con la cinematográfica. En ambos casos, las innovaciones tecnológicas han provocado, por un lado, un “abaratamiento” espectacular de la piratería y la aparición de nuevas formas de distribución de los productos. Ambos cambios han generado un aumento extraordinario de la demanda de música y de productos audiovisuales. Estos cambios no podían dejar a la industria en el mismo estado en que se encontraba antes de la revolución digital. Antes de ésta, los consumidores pagábamos cantidades estratosféricas por una canción o por ver una película (¿recuerdan cuando cada canción en itunes costaba 1 euro y alquilar una película de video costaba 6 euros?). Tales precios eran inevitables si se tiene en cuenta que eran industrias oligopólicas con, al menos, “conductas conscientemente paralelas” por parte de las majors de Hollywood y los grandes sellos discográficos. Las autoridades de competencia trataron de reducir el poder de mercado de estas empresas pero con poco éxito ya que estaban bien protegidas por las leyes sobre propiedad intelectual y por el lobby correspondiente ante el legislador norteamericano (los cárteles para distribuir las producciones de Hollywood fuera de Estados Unidos no eran ilegales). Tras los primeros intentos de disrupción – que acabaron con sus “emprendedores” en la cárcel – a base de programas para descargar películas o música peer-to-peer, la aparición del streaming y la revolución en la capacidad de las redes para transportar datos hicieron posible a Spotify y a Netflix.
De Spotify dije alguna vez que sólo tenía dos vías de triunfar: o integrarse verticalmente convirtiéndose en productor musical y sustituyendo progresivamente a las compañías discográficas o encomendarse a las autoridades de competencia para imponer a éstas unos contratos que le permitieran obtener beneficios. En otro caso, las discográficas tendrían los incentivos y la posibilidad de retener para sí todos los beneficios del streaming.
Hoy se me ocurre que hay un tercer cambio en el mercado que puede afectar al poder de mercado de las discográficas y majors cinematográficas: el aumento de la variación en los gustos y preferencias de los consumidores. Si hace cincuenta años, tener a los Beatles, a los Rolling o a Simon y Garfunkel eran un must para cualquier distribuidor de música (piensen en una emisora de radio musical), hoy cualquiera puede sobrevivir sin buena parte de los cantantes de moda. Basta con tener algunos de los cantantes de moda. Digamos que la globalización de los mercados está transformando hasta la “economía de las superestrellas”. No hay superestrellas que se acomoden a las preferencias de todos los habitante del mundo con la misma intensidad, de modo que la “cola” (tail) de cantantes como de autores y de productores, directores y actores de cine se hace más larga. Al tiempo, basta con tener algunas de las “superestrellas” para poder establecerse en el mercado y competir con los dominantes. Eso contribuye, igualmente, a reducir el poder de mercado de las discográficas y majors cinematográficas.
En todo caso, Netflix tomó la primera ruta y hoy produce buena parte de las series que emite en su plataforma, es decir, Netflix ha optado por convertirse en una empresa integrada verticalmente, de forma que los grandes productores/distribuidores de productos audiovisuales no pueden chantajearla. El poder de mercado de las majors ha desaparecido. Hay mucho más. Como predicen los estudiosos de la competencia dinámica, la entrada se ha producido desde las series de televisión, un mercado mucho más abierto que el de las películas de cine y hoy, – supongo – las cifras que mueve aquél son muy superiores a las del cine.
Spotify no ha recurrido a la integración vertical (aunque, según el FT, es hoy el origen de muchos “nuevos” cantantes de éxito) e ignoro por qué. Quizá no tiene el músculo intelectual, tecnológico o financiero para intentarlo. Es posible que las discográficas sean realmente buenas en la promoción y desarrollo de nuevos cantantes y que esa tarea requiera de capital humano específico del que no dispone Spotify. Por el contrario, la producción de series de televisión puede subcontratarse fácilmente porque hay un mercado muy desarrollado – gracias a las cadenas de televisión – de empresas dedicadas a producir series.
Volvamos a la piratería. Hace nueve años, titulaba una entrada con el proverbio inglés “Please, sell songs for a song”. Y decía que
Los que culpan a la piratería de todos los males de la industria deberían explicar cómo es posible que una canción siga costando un euro (aunque el compositor lleve muerto 200 años porque entonces todo lo que se hubiera llevado él se lo lleva el intérprete, el productor del disco…); que una película cueste 30 o 50 y que un videojuego cueste hasta 60 o 100 y un libro 25 euros. Es obvio que, a precios monopolísticos, se maximizan los ingresos del monopolista pero se reduce la oferta disponible. ¿cuántas canciones se venderían legalmente si costase un céntimo de euro bajarse una canción?
Pues bien, la innovación tecnológica, el streaming – que ha convertido a la “barra libre” en la forma preferida de adquirir productos digitales por los consumidores (¿cuánto tardará en aparecer un agregador de textos premium? Sospecho que mucho)– y los límites del Derecho para imponerse, especialmente, cuando las normas jurídicas son “contestadas” por los consumidores (la piratería es un signo de rebelión de los consumidores ante precios que consideran “injustos” como lo prueba el hecho de que se haya reducido extraordinariamente cuando la música está disponible a precios razonables – y, aún más con las series de televisión: ¡Netflix cuesta 10 euros al mes cuando la basura de canales de pago de mi televisión de pago cuesta 12 euros! ¿quién va a piratear Fox o AXN?) han hecho más por acabar con el poder de mercado de las majors y las discográficas que los legisladores y las autoridades de competencia. Tiene razón Posner: el antitrust está kaputt. Confiemos en las innovaciones tecnológicas y en los emprendedores para evitar que las empresas poderosas nos estafen. Entretanto, los gobiernos deberían dedicarse a no ayudar a esas empresas creando barreras jurídicas (tales como los derechos de propiedad intelectual) y a exigirles que paguen todos los impuestos que deben pagar. Digan esto cada vez que escuchen a un portavoz gubernamental o de la industria equiparar la piratería al robo en una librería. Y piensen en que, quizá, el futuro es que seamos los consumidores los dueños de todas estas empresas.
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