«Disposición adicional vigesimotercera (Estatuto de los trabajadores). Presunción de laboralidad en el ámbito de las plataformas digitales de reparto. Por aplicación de lo establecido en el artículo 8.1, se presume incluida en el ámbito de esta ley la actividad de las personas que presten servicios retribuidos consistentes en el reparto o distribución de cualquier producto de consumo o mercancía, por parte de empleadoras que ejercen las facultades empresariales de organización, dirección y control de forma directa, indirecta o implícita, mediante la gestión algorítmica del servicio o de las condiciones de trabajo, a través de una plataforma digital
Es una norma sorprendente. Establece una presunción de laboralidad de una relación laboral según otra presunción de laboralidad contenida en el art. 8.1. Si el legislador no se ha vuelto loco, la única forma de entender esta norma pasa por interpretarla en el sentido de que prohíbe trabajar como rider o repartidor urbano de mercancías adhiriéndose a una plataforma si no es bajo un contrato de trabajo. O sea que la norma contiene una restricción injustificada y desproporcionada del derecho al trabajo (art. 35 CE).
La pulsión de los laboralistas – da igual quién esté en el gobierno – por regular hasta el último detalle las relaciones entre particulares cuando tienen que ver con ganarse la vida mediante el trabajo está arruinándonos. ¿Por qué no dictó el Parlamento una norma que hubiera promovido la cooperación entre los jóvenes que trabajan repartiendo comida etc y las empresas que los contratan? Se me ocurren muchas normas de ese tipo. Por ejemplo, las empresas podrían hacerse “certificar” por un tercero independiente la “calidad” del contrato que ofertan a sus riders. La evaluación de ese tercero debería basarse en una comparación entre la posición del rider bajo la oferta que le hace una plataforma determinada y su posición si la plataforma le hubiera ofrecido un contrato de trabajo que cumpliera con los mínimos legales de protección que ofrece el estatuto de los trabajadores. Cuando saltó el tema de la “laboralidad” de los abogados, la reacción del gobierno fue dictar un real decreto y establecer una relación laboral especial. En esta ocasión, el gobierno ha eliminado cualquier posibilidad de facilitar la cooperación y ha impuesto la calificación como relación laboral ordinaria y ¡ha creado un delito en el código penal para sancionar a las empresas que discrepen!
Hoy he sabido que la Audiencia Nacional ha decidido que los empleadores que “llamen” a sus trabajadores fijos discontinuos tienen que hacerlo por escrito y con dos días de antelación respecto de su fecha de incorporación. Y que, según el Supremo, no pueden llamar aleatoriamente a cualquiera de su plantilla de fijos discontinuos sino que tienen que seguir algún criterio, naturalmente, no discriminatorio. La AN y el Supremo se han olvidado de las reglas del código civil sobre recepción de las comunicaciones y los deberes de buena fe de ambas partes de un contrato cuando se realizan comunicaciones recíprocas.
Y ¿por qué digo que todo esto nos está arruinando? Porque al fijar a las partes las reglas a las que deben atenerse en sus relaciones cooperativas (y no hay nada más cooperativo que un contrato, esto es, un acuerdo voluntario que genera ganancias para ambas partes – juego de suma positiva –) se reducen los incentivos de las partes para cooperar. El empleador, en el ejemplo de los fijos discontinuos avisará al trabajador justo dos días antes de la fecha de incorporación (a pesar de que podría haberlo hecho una semana antes, lo que habría beneficiado a ambos) y el trabajador (al que viene mal incorporarse) se negará a hacerlo si le han avisado el día anterior en lugar de negociar con el empleador para retrasar su incorporación o alcanzar cualquier otro acuerdo (renegociación) beneficioso para ambos.
No es extraño que en la izquierda española, cualquier versión del anarquismo fuera liquidada por los comunistas en la guerra civil. Ojalá tuviéramos más gente de izquierdas con tendencias anarquistas en lugar de tendencias comunistas. James C. Scott, que es muy, muy listo, se refiere a este problema en su “Elogio del anarquismo” en los párrafos que reproduzco a continuación:
lo que Pierre-Joseph Proudhon tenía en mente cuando utilizó por primera vez el término «anarquismo», es decir, mutualismo, o cooperación sin jerarquía o sin el gobierno del estado. Otra es la tolerancia del anarquismo a la confusión y a la improvisación que acompañan al aprendizaje social, y su confianza en la cooperación espontánea y la reciprocidad. En este punto, que Rosa Luxemburgo prefiriera, a largo plazo, los errores honestos de la clase obrera en lugar de la sabiduría de las decisiones ejecutivas de unos pocos miembros de las élites vanguardistas constituye un indicio de esta postura…
Y pone el ejemplo de la sustitución de los semáforos:
En mi opinión, la eliminación de los semáforos puede ser vista como un modesto ejercicio de entrenamiento en conducción responsable y cortesía cívica. Monderman no se oponía por principio a los semáforos, simplemente no le parecía que en Drachten fueran útiles de verdad en cuanto a la seguridad, a la mejora de la circulación del tráfico rodado y a la disminución de la contaminación. La rotonda parece peligrosa, y ésta es precisamente la cuestión. Monderman sostenía que cuando «se fuerza a los conductores a ser más precavidos en su manera de conducir, se comportan con más prudencia», y las estadísticas de los accidentes «posteriores a la eliminación del semáforo» confirman su teoría.
Al tener que compartir la carretera con otros usuarios y no contar con la coordinación obligatoria impuesta por los semáforos, el contexto exige que se le preste atención, una atención inducida por la ley que, en caso de accidentes en los que la culpa resulta difícil de determinar, declara presunto culpable al «más fuerte» (es decir, culpa al conductor de un automóvil y no al ciclista, y al ciclista en lugar de al peatón).
El concepto de espacio compartido en la gestión del tráfico depende de la inteligencia, del sentido común y de la observación atenta de los conductores, motoristas, ciclistas y peatones. Al mismo tiempo, podría decirse que, a su modo, desarrolla las aptitudes y la capacidad de conductores, motoristas, ciclistas y peatones de circular entre el tráfico sin ser tratados como autómatas por montones de imperiosas señales de tráfico (solo en Alemania, existen 648 señales de tráfico reglamentarias; que se van acumulando según uno se acerca a una ciudad). Monderman creía que cuanto más numerosas eran las prescripciones, tanto más se incitaba a los conductores a buscar la máxima ventaja en el marco de las reglas: exceso de velocidad entre señales, acelerar para pasar en ámbar, evitar todas las cortesías no prescritas. Los conductores habían aprendido a circular sorteando la maraña de ordenanzas para sacar el máximo provecho. Sin querer exagerar su importancia respecto a su capacidad de agitar el mundo, lo cierto es que la innovación de Monderman sí realiza una contribución palpable al producto humano bruto.
El efecto de lo que significaba un cambio de paradigma en la gestión del tráfico fue la euforia. Las pequeñas ciudades holandesas colocaron carteles anunciando que estaban «libres de señales de tráfico» (Verkeersbordvrij), y un congreso en el que se debatía la nueva filosofía proclamó que «lo inseguro es seguro ».
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