Observaciones a propósito de la nueva redacción del art. 227.1 LSC
La distinción o separación entre la moral y el Derecho ha ocupado a algunas de las mentes más brillantes de la historia occidental. Los abundantes casos de corrupción aparecidos recientemente en nuestro país han puesto de actualidad la posible división entre conductas reprochables por parte de cargos públicos que, a pesar de considerarse poco éticas, se entienden, sin embargo, legales. Esta confusión crece si, dentro ya de la calificación jurídica, examinamos la conducta, no desde el punto de vista del supuesto de hecho de la norma (que describe la conducta que se considera contraria a Derecho), sino desde el punto de vista de la consecuencia jurídica (qué sanciones lleva aparejada la conducta antijurídica). El Derecho, como cualquier mecanismo sofisticado de control social, evoluciona, de manera que estas consecuencias jurídicas incrementan su diferenciación. Así, se distingue una responsabilidad “política” de los que realizan conductas inmorales y antijurídicas pero que carecen de una sanción jurídica más específica (como cuando un consejero descubre que su director general es un delincuente o el presidente de un partido político descubre que el tesorero nombrado por él ha captado donaciones ilegalmente para el partido y para sí mismo); una responsabilidad “civil” frente a la organización o frente a terceros que se han visto dañados por la conducta inmoral y una responsabilidad penal cuando la gravedad de la inmoralidad o de la lesión del bien jurídico protegido por la norma superan una determinada barrera.
