lunes, 4 de mayo de 2015

La importancia del lenguaje moral en las normas jurídicas

Observaciones a propósito de la nueva redacción del art. 227.1 LSC


La distinción o separación entre la moral y el Derecho ha ocupado a algunas de las mentes más brillantes de la historia occidental. Los abundantes casos de corrupción aparecidos recientemente en nuestro país han puesto de actualidad la posible división entre conductas reprochables por parte de cargos públicos que, a pesar de considerarse poco éticas, se entienden, sin embargo, legales. Esta confusión crece si, dentro ya de la calificación jurídica, examinamos la conducta, no desde el punto de vista del supuesto de hecho de la norma (que describe la conducta que se considera contraria a Derecho), sino desde el punto de vista de la consecuencia jurídica (qué sanciones lleva aparejada la conducta antijurídica). El Derecho, como cualquier mecanismo sofisticado de control social, evoluciona, de manera que estas consecuencias jurídicas incrementan su diferenciación. Así, se distingue una responsabilidad “política” de los que realizan conductas inmorales y antijurídicas pero que carecen de una sanción jurídica más específica (como cuando un consejero descubre que su director general es un delincuente o el presidente de un partido político descubre que el tesorero nombrado por él ha captado donaciones ilegalmente para el partido y para sí mismo); una responsabilidad “civil” frente a la organización o frente a terceros que se han visto dañados por la conducta inmoral y una responsabilidad penal cuando la gravedad de la inmoralidad o de la lesión del bien jurídico protegido por la norma superan una determinada barrera.

Paz-Ares explica esta cuestión en una próxima publicación titulada “Anatomía del deber de lealtad” (destinada al Libro Homenaje a Emilio Beltrán) en relación con la nueva formulación de este deber en el art. 227.1 LSC tras la reforma de esta Ley operada a finales de 2014. Dicho precepto dice ahora que “los administradores deberán desempeñar el cargo con la lealtad de un fiel representante, obrando de buena fe y en el mejor interés de la sociedad”.


El autor considera el lenguaje moral especialmente apropiado cuando “pretende disciplinarse una actividad esencialmente discrecional”. En primer lugar, porque permite que el Derecho desarrolle su función promocional o expresiva de una forma más eficaz. Los destinatarios de una norma semejante se ven “invitados” a enjuiciar moralmente – y no solo formalmente – su propia conducta para determinar si están cumpliendo la norma. La operación que el administrador ha diseñado puede ser formalmente lícita, pero eso no es suficiente. El administrador ha de examinar si, llevarla a cabo, le permite concluir que se ha comportado como un representante fiel de los accionistas de la sociedad; si la operación va en el mejor interés de la sociedad y si el examen “mental” que ha realizado ha sido lo suficientemente profundo y completo como para que pueda decirse en el tribunal de su conciencia, que al proponer la operación y al ejecutarla está actuando “de buena fe”. 

Este efecto no se limita a los propios destinatarios de la norma. Si  así fuera, los críticos podrían decir que moralizar el lenguaje jurídico sirve para poco, sino que alcanza, sobre todo, a los que han de verificar si los destinatarios la cumplen o no. Estos verificadores pueden actuar ex ante (los abogados que asesoran a los administradores sociales tanto internamente – el secretario general o el asesor jurídico interno de la compañía – como externamente, esto es, los abogados externos contratados para llevar a cabo la operación) o ex post. Ex post actúan, sobre todo, los jueces cuando revisan la conducta del administrador bien en el marco de un proceso de impugnación de los acuerdos sociales, bien en el proceso que articula la exigencia de responsabilidad del administrador.

En relación con los jueces, dice Paz-Ares que
“el lenguaje moral, por su propia naturaleza abierta y expansiva, lleva implícita una invitación a los aplicadores del derecho a abandonar o moderar el formalismo (y aquí). El juez se siente interpelado a efectuar un juicio moral de la conducta –no un juicio formal de subsunción–, y esto seguramente propiciará que desplace la atención hacía el fact finding para determinar si verdaderamente los administradores –en caso de conflicto de interés– han actuado en el “mejor” e incluso en el “único” interés de la sociedad dejando totalmente de lado el suyo propio y el de sus allegados”. 
Y en esa valoración, la redacción de la norma indica al juez que está actuando como “legislador delegado” porque éste le ha proporcionado un standard o cláusula general y no una norma con un supuesto de hecho determinado que pueda aplicar mediante el mecanismo de la subsunción. Es una clara advertencia al juez acerca de cuál es el cometido que se le encarga para que tome las precauciones correspondientes, es decir, para que trate de enmarcar el caso sobre el que ha decidir en alguno de los grupos de casos que concretan la cláusula general en la experiencia anterior de los jueces y los estudios de la doctrina. Y la formación de esos grupos de casos se habrá realizado distinguiendo las conductas sobre la base de un juicio moral más concreto. Pero la “orden” del legislador es que, entre la seguridad jurídica y la previsibilidad que proporcionan las normas con supuesto de hecho determinado y la justicia o fairness que permiten las normas con forma de cláusula general, el juez, al analizar la conducta discrecional de los administradores sociales, ha de optar por la segunda. Por buenas razones: el riesgo de error judicial es muy inferior al que existe en otros ámbitos donde los jueces carecen de la información y de la formación para decidir si el administrador ha cumplido o no con el Derecho. La comparación con la business judgment rule es suficientemente esclarecedora de la conclusión: un juez no puede ni sabe si adquirir una compañía o vender un activo es bueno o malo para maximizar el valor de la empresa a largo plazo. Pero un juez puede decidir y sabe si el administrador que adquirió la compañía o vendió el activo lo hizo para apropiarse de valor que pertenecía a los accionistas de la sociedad que administra porque el administrador actuó en conflicto de interés.

La formulación de la norma, haciendo expresas las valoraciones morales que hay detrás del mandato legal, es así de la mayor importancia. Si la norma está formulada, como acaecía en nuestro Derecho hasta la reforma de 2014 indicando, simplemente, que el administrador de una sociedad de capitales ha de actuar como un “representante leal”, es mucho más probable que su contenido moral pase inadvertido tanto al propio administrador como a los que han de verificar su cumplimiento. El legislador, al decir que el administrador ha de actuar “de buena fe” y en el “mejor interés de la sociedad” le advierte de que la norma no es una fórmula vacía que carece de contenido y, sobre todo, de que el hecho de que la decisión sea discrecional exige un “autoexamen” mucho más intenso que en el caso de decisiones regladas porque la decisión puede tener consecuencias distributivas de valor relevantes.

En función de la sofisticación de los jueces y de las empresas de un país, una cláusula general (“actuación como un fiel representante”) con alguna concreción genérica (“mejor interés de la compañía”; “de buena fe”) pueden ser suficientes para que la norma desate la reacción esperada de los destinatarios. Pero, en un entorno como el del Derecho continental, donde los deberes de lealtad apenas ocupan un epígrafe de los manuales de Derecho de Sociedades y unas pocas sentencias de nuestros tribunales superiores, el legislador ha de proceder a concretar más y ha de elaborar los principales grupos de casos en los que las decisiones discrecionales de los administradores deben considerarse desleales por haber sido tomadas en conflicto de interés, orientando y, sobre todo, facilitando, la labor de los verificadores. Esta tarea se hace más fácil porque les proporciona “puertos seguros” en un mar de incertidumbres y porque les suministra ejemplos, lo que es especialmente valioso para estos verificadores que están acostumbrados a pensar en términos analógicos. Si los grupos de casos descritos en la Ley están dotados de coherencia valorativa, esto es, si pueden reconducirse limpiamente a la cláusula general, la norma pone en marcha una “dinámica propia” que refuerza la eficacia práctica del deber de lealtad y reduce así los costes de agencia de la administración de sociedades, la apropiación de valor por parte de los insiders y aumenta el valor de todas las empresas y la eficiencia de los mercados de capitales.

En fin, formular en lenguaje moral los deberes jurídicos de los que están en posición de decidir discrecionalmente tiene una ventaja añadida dice Paz-Ares: "neutralizar la causa de justificación basada en la adecuación social de la conducta". En un país en el que nos lamentamos, a menudo, de las tragaderas que tenemos, como Sociedad, frente a conductas inaceptables, tragaderas que han reducido mucho nuestra capacidad para resolver eficazmente problemas de acción colectiva y evitar la proliferación de gorrones, está bien que el legislador aclare que no considera legítimo ni aceptable jurídicamente ninguna actuación del que puede decidir discrecionalmente que suponga situarse en una situación de conflicto de interés.

Lo que venía a decir Martínez Pujalte es que su inética conducta estaba justificada por la "adecuación social" de la misma, adecuación que provenía de haber cumplido formalmente con las normas aplicables (las que le obligaban a solicitar una autorización para ejercer actividades privadas y las que le obligaban a declarar los ingresos ante el fisco) aunque hubiera incumplido - como su amigo Trillo - con la norma de contenido moral que le prohibía asesorar a ninguna empresa que pudiera obtener beneficios de sus relaciones con el sector público. Sin olvidar que, según el artículo 190.3 LSC, "corresponderá... al socio o socios afectados por el conflicto la carga de la prueba de la conformidad del acuerdo al interés social"

4 comentarios:

Jorge dijo...


Rescato dos notas a pie que escribí en su dia

Críticas a la célebre Meinhard v. Salmon:

MITCHELL, op. cit., p. 1695, critica la decisión del juez porque es "amplia, moralizadora y va más allá de lo necesario para encontrar una simple infracción de la obligación de revelar la información". En el mismo sentido se pronuncian VESTAL, "Ask Me No Questions and I'll Tell You No Lies": Statutory and Common-Law Disclosure Requirements within High-Tech Joint Ventures, op. cit., pp. 773 y 774, y WEISSBURG, op. cit., p. 493, que también incide en que Cardozo fue más lejos de lo que era necesario. Se ha señalado que los tribunales, aún mencionando las palabras de Cardozo, cada vez se alejan más de aplicar los principios que allí se propugnan (MITCHELL, op. cit., p. 1680).

Sobre el uso de la expresión "Treupflicht":

"Ya había manifestado su oposición a la terminología HUECK, Der Treuegedanken im modernen Privatrecht, p. 14. Especialmente crítico con el empleo de la expresión, LUTTER, Theorie der Mitgliedschaft, p. 103, que la considera desafortunada porque además de remitir en exceso a la buena fe (Treu und Glauben), existe el "peligro de una inflación de conceptos éticos", y propone el empleo de otras expresiones más concretas que abarquen los distintos supuestos que comprende: deber de promoción del fin social (Forderpflicht), deber de consideración o respeto (Rücksichtspflicht), o deber de lealtad (Loyalitätspflicht). En sentido similar, WIEDEMANN, Gesellschaftsrecht, cit., p. 432, advierte que solamente es posible hablar en sentido estricto de deber de fidelidad en las sociedades personalistas. KÜBLER, Gesellschaftsrecht, 4ª ed., Heidelberg, 1994, pp. 28 y 62, critica las connotaciones feudales de la expresión. WINTER, op. cit., p. 6, se refiere a la cuestión y se decanta por mantener la expresión por mantener la coherencia con el lenguaje jurisprudencial y porque tampoco están claras las ventajas de emplear otras alternativas.

Andrés dijo...

"un juez no puede ni sabe si adquirir una compañía o vender un activo es bueno o malo para maximizar el valor de la empresa a largo plazo". Y, sin embargo, nadie discute de que pueda entrar a juzgar sobre la lex artis desempeñada en una colonoscopia.
La pretensión de que sobrela diligencia en la gestión no entren los jueces si se cumple un standard protocolizado (busness judgement rule) ¿se debe a que los conocimientos médicos son más simples -y asequibles a los jueces- que los de la gestión de una empresa? ¿o realmente porque se quiere crear un ámbito de potenciales daños fuera de cualquier enjuiciamiento o control?

JESÚS ALFARO AGUILA-REAL dijo...

Jorge, hazme una entrada con esa idea. Pero Cándido limita el lenguaje moral al enjuiciamiento de las decisiones discrecionales que deben tomarse libres de conflictos de interés y, por esa razón, es imprescindible el juicio moral, porque los juicios sobre si alguien actuó en conflicto de interés son juicios morales. Andrés, cuando el juez determina si se ha cumplido la lex artis, se vale de un experto que le auxilia. Cuando decide si un administrador ha actuado inmoralmente, o sea, en conflicto de interés, "él" es el experto. No se trae un profe de ética para que se lo explique.

Jorge dijo...

Sí a todo Jesús. Ahora estoy cumpliendo a 60 días, pero cumpliré. En realidad puse el comentario más por el título que por el contenido y la referencia específica que haces de la discrecionalidad.

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