En varias entradas anteriores hemos explicado que las relaciones entre los miembros de un grupo son relaciones de cooperación porque los grupos más cooperativos son más exitosos, es decir, incrementan las posibilidades de supervivencia y reproducción de sus miembros. También hemos explicado que la cooperación, en grupos pequeños, no se articula a través de intercambios bilaterales entre los miembros del grupo porque los intercambios bilaterales exigen especialización y, en grupos pequeños, no hay especialización. Decíamos también que, por esta razón, el contrato de sociedad y el de préstamo (en realidad, donación o regalo con esperanza y cierta seguridad de reciprocidad) preceden a la compraventa entre los instrumentos utilizados por los grupos humanos para articular la cooperación. Por último, también hemos explicado que las ventajas de la cooperación en estos grupos son las que derivan del trabajo en equipo, esto es, básicamente, las economías de escala en la producción de bienes o servicios.
En los grupos humanos primitivos, la caza y la recolección podían hacerse de forma más eficiente en grupo que individualmente. No solo porque perseguir y matar a un animal grande se puede lograr con mayor probabilidad y menos riesgo de ser la víctima del animal cuando es un grupo el cazador con cualidades diferentes (habilidad para rastrear, habilidad para lanzar la jabalina), sino porque se diversifican los riesgos si el grupo es suficientemente grande como para organizar varias partidas de caza y, aleatoriamente, uno de los grupos caza y otro, no. Lo mismo con la recolección aunque, probablemente, en menor medida. Por tanto, concluíamos, mientras los contratos de intercambio bilaterales permiten obtener los beneficios de la especialización y la división del trabajo, los contratos de sociedad y préstamo permitían obtener las ventajas del trabajo en equipo y de la diversificación de riesgos. En un entorno muy arriesgado, este último beneficio de la cooperación es especialmente llamativo. Del lenguaje no nos ocupamos ahora.
Heath dijo algunas cosas parecidas en este trabajo. Su interés consiste en mostrar que los elementos que constituye la red de seguridad social en una comunidad tales como la existencia de un sistema de pensiones, seguro de desempleo, asistencia sanitaria más o menos universal no son instrumentos de redistribución de rentas, sino principal y fundamentalmente mecanismos de cobertura colectiva de los riesgos a los que están sometidos los miembros del grupo. Que el grupo – a través del Estado – colectivice la cobertura de los riesgos es una consecuencia evidente de los principios que justifican, en primer lugar, la eficiencia del mecanismo de seguro. Si los riesgos a los que se ve sometido un grupo son estadísticamente independientes entre sí (el riesgo de que yo no encuentre nada que comer no indica nada acerca de la probabilidad de que tú tampoco lo encuentres o el riesgo de que nuestra partida no cace es independiente del riesgo de que la tuya no lo haga), la colectivización del riesgo es eficiente, es decir, es eficiente mutualizarlo (en el caso, repartiendo contigo lo que yo he cazado cuando tú no has cazado y viceversa). No en vano, históricamente, el seguro se organiza en forma de mutuas y no a través de contratos de intercambio – contratos de seguro – bilaterales entre el individuo y una compañía de seguros. La mutua es la forma más natural de proporcionar cobertura frente a un riesgo a un colectivo y, para que funcione, exige imponer a todos los miembros del grupo la pertenencia a la “mutua”. De ahí que se expulse del grupo al que no coopera en esa sociedad de socorros mutuos que es cualquier sociedad humana de pequeño tamaño.
El préstamo tiene también una función de seguro si se produce de acuerdo con las pautas que ya hemos explicado: se pide prestado cuando se necesita y se presta cuando se dispone de excedentes. Pero este préstamo no es una relación obligatoria, sino – diríamos – de favor. Lo interesante de lo que afirma Heath es que, en un entorno peligroso, la función de cobertura de riesgos es, probablemente, central en la justificación de la existencia de cooperación dentro de un grupo y explicativo de la forma en que se articula tal cooperación (constitución de “mutuas” de seguros). Su conclusión es que, detrás del llamado Estado Social, lo que hay es, sobre todo, razones de eficiencia, no de redistribución. Y, sobre todo, que esta función del Estado en el sostenimiento de la cooperación y la cobertura colectiva de los riesgos a los que están sometidos los miembros del grupo no puede ser meramente residual. Es central y de la mayor importancia.
Continúa Heath señalando que los beneficios de la cooperación no pueden derivar solo de no meterse en los asuntos del otro. Al no hacerlo, los individuos, simplemente, evitan externalidades negativas (pelearse por la misma pieza de caza). Esta era la relación entre dos grupos de cazadores-recolectores que se movieran por territorios suficientemente distantes. La cooperación implica que se producen externalidades positivas como consecuencia de la interactuación (construir una barca para pescar conjuntamente aportando uno la madera de su isla y el otro el tejido para hacer la red porque en su isla no hay árboles pero hay un arbusto cuyas hojas sirven para ese fin).
Sobre esta base, Heath ordena los beneficios de la cooperación en torno a cinco categorías:
1. Economías de escala, el más obvio. Piénsese en el ejemplo de la caza de animales grandes o en la construcción de una cabaña que requiere que varias personas participen simultáneamente en el levantamiento de las vigas porque su peso es excesivo para las fuerzas de un individuo. En grupos pequeños donde el esfuerzo de cada uno es observable por los demás (unido a la potentísima eficacia del “cotilleo” para transmitir información al respecto y suscitar el castigo altruista de los miembros cooperadores respecto del que racanea, es decir, las economías de escala en el enforcement de la cooperación).
2. Especialización: los intercambios entre los miembros del grupo permiten obtener las ganancias de la especialización en la producción y de la satisfacción individual cuando los gustos son diferentes (el especialista en “encontrar” un tipo de fruto silvestre puede concentrarse en la “producción” de ese fruto y obtener los demás mediante el intercambio de su producción con la de los otros miembros y puede dedicarse a lo que sabe hacer mejor aunque el resultado de su trabajo no sea el producto “que más le gusta”. Su apetito por eso que más le gusta lo puede satisfacer intercambiando lo que produce por aquello que más le gusta. La ganancia común se encuentra aquí, no en un aumento de la producción derivado del trabajo en común en comparación con la suma de la producción individual, sino en el hecho de que la suma de las producciones individuales cuando los individuos se han especializado es mayor que la suma de las producciones individuales sin especialización. La razón se encuentra en que, ceteris paribus, el especialista produce una cantidad mayor del producto en cuya producción se ha especializado que el no especialista. Recuérdese: la competencia es un mecanismo que nos permite descubrir quién puede producir un bien a menor coste. Sin embargo, si no hay intercambio, no hay especialización.
3. Cobertura colectiva de riesgos, tal como se ha explicado más arriba. Sin embargo, no se trata analíticamente de algo distinto de las economías de escala. Lo que sucede es que éstas se refieren, normalmente, a la producción de bienes mientras que la cobertura colectiva de riesgos se refiere a la reducción del coste de los daños que sufren los miembros de un grupo. De acuerdo con la teoría de las probabilidades y la técnica del seguro, cuanto mayor y más diverso sea el grupo, mayores las posibilidades de cobertura colectiva porque mayor será el volumen de riesgos estadísticamente independientes entre sí. Piénsese en los agricultores de una zona y el riesgo de granizo. Si el granizo no cae al mismo tiempo en una superficie mayor de 100 kilómetros cuadrados, los agricultores de una zona de 1000 kilómetros cuadrados pueden asegurarse formando una mutua. Los agricultores de una zona inferior a los 100 kilómetros cuadrados no pueden hacerlo porque cuando se produzca el “siniestro”, todos se verán afectados (para resolver el problema los humanos hemos inventado el reaseguro). A diferencia de la especialización, dice Heath, la cobertura colectiva de riesgos no exige que los miembros del grupo tengan diversos gustos o habilidades. El mecanismo que articula la cobertura es, primariamente, el contrato de sociedad (entre los sometidos al riesgo) porque los asegurados no intercambian riesgos unos con otros, sino que los transfieren al común. No es raro, por esta razón, que las compañías de seguros fueran, muy a menudo, mutuas de seguros. Cuando el seguro se articula a través de un contrato de intercambio – el contrato de seguro – es porque hemos personificado al grupo – la compañía aseguradora – completamente, hemos hecho fungibles a los miembros de la persona jurídica y, por tanto, los asegurados pueden celebrar un contrato bilateral con la persona jurídica que es la que “coordina” a todos los asegurados. En estos grupos, y como hemos explicado más arriba, junto al seguro, el préstamo no obligatorio (sharing) o la donación con la esperanza de reciprocidad es el mecanismo de cobertura de riesgos.
“regalar - o prestar – solo es altruista cuando se compara con un intercambio bilateral en el mercado. Su función primaria es la de reducir la variabilidad de los ingresos. En otras palabras, sirve simplemente para obtener otro tipo de beneficio derivado de la cooperación y que es de la máxima importancia en una economía de subsistencia… Una Economía del regalo o la donación ofrece un versión más flexible del mismo mecanismo: en tiempos de abundancia, un individuo puede donar lo que le sobra y, en tiempos de escasez, pedir que le devuelvan el favor”.
4. Autovinculación. (lo de Ulises y las sirenas) Este beneficio de la cooperación es más sutil y menos conocido y explicado. Dice Heath que si los seres humanos no hacemos “bien” las comparaciones intertemporales y, por tanto, nuestras preferencias no son estables en el tiempo (recuérdese el descuento hiperbólico y el riesgo de que otros nos desplumen aprovechando que nuestras preferencias no son estables, esto ya lo explicaré otro día pero lo cuenta muy bien Heath en su libro Enlightenment 2.0), cooperar con otros puede servirnos para reducir el problema en cuanto, al igual que Ulises, podemos pedir a otros que nos aten al mástil. Si Ulises hubiera viajado solo, hubiera tenido que encerrarse en la bodega para no oír las llamadas de las sirenas a pesar de su intenso deseo por oírlas. Vamos, una forma más de controlar nuestras pasiones, cuestión que como hemos explicado en otras entradas, era una de las favoritas de los ilustrados en la visión de Hirschman. El problema es que las autovinculaciones nos colocan en una posición muy vulnerable, por lo que las instituciones correspondientes
“tienden a aparecer sólo en contextos y relaciones de elevada confianza entre los individuos, siendo la familia el lugar natural para su aparición. Fuera de la familia, se trata de relaciones fiduciarias”.
Instituciones como el dinero o las constituciones sirven para obtener las ventajas del autocontrol y para reducir los efectos negativos de nuestra reducida capacidad para realizar cálculos en términos probabilísticos. Curiosamente, las innovaciones financieras – incluso la más indiscutiblemente benéfica como el cajero automático o el dinero de plástico “This sort of “easy money” is a mixed blessing to consumers, in the same way that a 24-hour beer store is a mixed blessing to the alcoholic” – nos incitan a “caer en la tentación” en lugar de ayudarnos a reforzar nuestro autocontrol frente al riesgo de gastar en exceso y de endeudarnos al poner a nuestra disposición medios económicos sin el menor esfuerzo. Si tenemos una tendencia innata a sobreendeudarnos, estaríamos ante una confirmación más de los enormes fallos de mercado que existen en el sector financiero.
5. Transmisión de información. Si metemos el lenguaje en la escena, se comprende que la cooperación con los demás nos beneficia, sobre todo, al incrementar mucho nuestras posibilidades de aprendizaje no solo a través de la imitación sino a través de la enseñanza/aprendizaje explícitos. Recuérdese para qué razonamos y la gran capacidad de los humanos para castigar altruistamente al que no coopera en la transmisión de información (miente y engaña) y se comprende fácilmente por qué los seres humanos son seres culturales y por qué la posibilidad de transmitir lo aprendido a las siguientes generaciones permitió el desarrollo de las sociedades humanas.
En términos de instituciones modernas,
“las organizaciones – las corporaciones señaladamente – sirven para obtener las ventajas del trabajo en equipo, esto es, las economías de escala; la propiedad individual permite obtener las ventajas de los intercambios bilaterales; el seguro permite la cobertura colectiva – y eficiente – de los riesgos; las profesiones proporcionan ayuda a los individuos para aumentar su capacidad de autocontrol y los medios de comunicación y las editoriales facilitan la transmisión de información”.
Obsérvese la estrecha relación de estas consideraciones con la llamada psicología económica y financiera. Los sesgos cognitivos y las limitaciones de la racionalidad humana plantean dificultades a la cooperación. Las instituciones antiguas y modernas permiten resolver o mitigar estas dificultades y, por tanto, aumentar el volumen y los beneficios de la cooperación. Mantener el paradigma del homo oeconomicus es saludable, desde este punto de vista, porque nos proporciona un término de comparación para ver si lo que observamos es un nivel óptimo o insuficiente de cooperación. En esa medida, no tiene razón Heath cuando afirma que el modelo de la competencia perfecta no es útil.
Naturalmente, la obtención de los beneficios de la cooperación es siempre costosa. Las economías de escala en la producción de una gran empresa se logran a costa de incrementar los costes de agencia y de coordinación entre los que contribuyen a la producción, costes que se minimizan en el caso de que los productores sean individuos – y no equipos – que, por definición, no necesitan coordinarse con nadie ni utilizar agentes. Lo propio respecto de la cobertura de riesgos mediante mecanismos colectivos (selección adversa y azar moral) o respecto de los mecanismos para incrementar el autocontrol (el cambio de circunstancias puede justificar que reneguemos de nuestra “autopromesa”) o de los medios de transmisión de información (el engaño). Las instituciones resuelven comparativamente mejor o peor los sesgos cognitivos y los límites a la racionalidad y a la capacidad de previsión de los seres humanos.
Es interesante examinar la historia de la lucha de clases durante los siglos XIX y XX desde esta perspectiva. Lo que la revolución industrial produjo fue una masiva reconcentración de los riesgos en los individuos. Logró una mayor producción, una mejor asignación de los recursos y una mejor distribución de los productos, pero los miembros de la clase trabajadora quedaron expuestos a niveles de riesgo sin precedentes (desempleo, enfermedad, vejez)
porque, al trabajar en las fábricas, concentraron todos sus “activos” – su fuerza de trabajo – en el puesto de trabajo, en la suerte de la empresa y en su propia capacidad para seguir trabajando. Y, frente a esos riesgos,
las instituciones de la sociedad rural tradicional les ofrecían cierta protección. (Por ejemplo, en lugar del subempleo generalizado y extendido en el campo, la industrialización produjo concentraciones enormes de desempleo completo en las zonas urbanas)
Esto es interesante porque explicaría las diferencias en la tasa de desempleo entre regiones españolas. Por ejemplo, estamos bastante seguros de que en zonas como el País Vasco, Navarra y la Rioja, es muy frecuente que los trabajadores tengan dos fuentes de ingresos. Una, su trabajo en el sector industrial o de servicios y otra ligada, a menudo, a la agricultura o la ganadería (producción de conservas, vino, quesos, productos agrícolas de agricultura intensiva). Cuando el paro azota al sector industrial y de servicios, la población de esas regiones – más dispersa en el norte de España que en las grandes urbes y el sur – sufre una pérdida menor de ingresos, porque sus ingresos están más diversificados. Sería interesante comprobar si así ocurre.
No está claro hasta qué grado lo atroz de las condiciones de la vida laboral de los trabajadores, documentado por tantos observadores contemporáneos, se debieron a las consecuencias distributivas de los mecanismos del mercado, y en qué grado fueron causadas por ineficiencias causadas por el mercado, a través de la desaparición de los mecanismos que articulaban la dispersión del riesgo individual a través de su cobertura mediante mecanismos colectivos.
Piénsese que, frente al riesgo del desempleo – no así la enfermedad – los mecanismos colectivos de cobertura – seguro de desempleo financiado por los que trabajan – son muy poco eficientes porque, normalmente, cuando un trabajador pierde su empleo por razones del ciclo económico, lo pierden muchos de sus colegas. De ahí que los seguros de desempleo deban financiarse incluyendo entre los asegurados a toda la población de un país de manera que pueda lograrse una mínima diversificación del riesgo. No es casual que, en francés y español, al Estado social se le haya denominado L’état providence y que se designe como providenciales a las instituciones que prestan servicios de salud y asistencia económica en el infortunio a los pobres.
Heath concluye que
“las economías de mercado lo hacen muy bien cuando se trata de obtener las ganancias derivadas del intercambio, pero es a menudo ineficiente y obstruye la provisión de los otros beneficios de la cooperación de la lista, beneficios que se logran a través de organizaciones y no a través de transacciones de mercado”
Si aceptamos una visión tan reduccionista de las economías de mercado, Heath tiene razón. Pero si entre las instituciones de una economía de mercado incluimos las empresas, los seguros o incluimos un sistema de propiedad intelectual e industrial o todas las instituciones del sector financiero desde los bancos a las bolsas etc, su argumento pierde mucho peso. Todas esas son instituciones de una economía de mercado, aunque no sean instituciones que sirven estrictamente al intercambio entre dos sujetos y no son creación estatal aunque su impulso por el Estado es indudable. Es más, conforme los mercados en sentido estrecho se desarrollan, se multiplican los intercambios que permiten lograr los beneficios de la cooperación distintos de la especialización.
Por ejemplo, el seguro se organiza inicialmente a través de mutuas en las que los miembros del grupo se protegen recíprocamente frente a un riesgo mediante la “derrama”. Más adelante, se sustituye la derrama por la “prima fija” y, finalmente, se desmutualiza la protección que se sustituye por un contrato de intercambio con la cobertura del riesgo como prestación por parte de la compañía aseguradora y el pago de la prima como prestación por parte del asegurado. Lo propio se puede decir de las economías de escala en la medida en que se automatiza la producción o, en el caso de los servicios, cuando se descentraliza la empresa en relación con aquellas actividades cuya producción centralizada genera diseconomías de escala (como ocurre con la franquicia). La reducción de los costes de comunicación y coordinación entre los trabajadores – derivados, precisamente, de las mismas circunstancias que concentran los riesgos que soportan los trabajadores – permite que se desarrollen mecanismos de mercado para “renegociar” la asignación de los riesgos entre el dueño de la fábrica y los trabajadores y, en el largo plazo, asignar al primero la cobertura de los riesgos de enfermedad, vejez o desempleo mediante la contratación de seguros por parte del empleador en beneficio de los trabajadores.
No hay duda de que, en la corrección de esos fallos del mercado “the most important actor is, and has always been, the state”. Pero eso supone tener una visión muy optimista de la capacidad y voluntad del Estado para corregirlos. Heath está pensando, sin duda, en los Estados europeos del siglo XIX, es decir, los que existían en y cuando se produjo la Revolución Industrial. Pero esos Estados eran relativamente eficientes y capaces, capacidad demostrada en las etapas anteriores en forma de proporcionar a sus ciudadanos seguridad física y jurídica. Incluso, en algunos casos, capacidad para proporcionar servicios públicos más complejos como una extensa red de centros de educación y de asistencia social. El advenimiento de la democracia generó los incentivos necesarios en los órganos estatales para corregir los fallos del mercado de forma decidida y completa. Pero la inmensa mayoría de los Estados de la época y, aún hoy, de los países en vías de desarrollo carecen de la capacidad y de la voluntad de asumir ese protagonismo. No son capaces de prestar los servicios públicos más elementales y carecen de incentivos para hacerlo por la ausencia de accountability de los que controlan el aparato estatal.
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