martes, 14 de marzo de 2017

El desenlace del asunto Central Lechera Asturiana

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De este asunto, nos hemos ocupado en varias ocasiones (v., entradas relacionadas) y nos parece que será un “leading case” en el estudio de los deberes de lealtad de los administradores dominicales en particular y de los administradores de sociedades filiales designados por la matriz en general.

Como se recordará, los consejeros designados por la matriz participaron en el acuerdo del consejo de administración de la filial por el que éste aprobaba los términos de un acuerdo de licencia de marca entre la matriz y la filial. El socio minoritario de la filial, que tenía varios consejeros, impugnó el acuerdo porque consideraba que los términos del nuevo contrato de licencia de marca eran contrarios al interés social de la filial (el canon “pactado” era mucho más elevado). La mejor solución técnica pasa por afirmar que los administradores designados por la matriz sufrían un conflicto de interés “por cuenta ajena” puesto que se veían sometidos a dos deberes contradictorios entre sí: su deber hacia la matriz que les había nombrado (y de la cual eran, también, socios) y su deber hacia la filial (maximizar el valor de la filial). El asunto acabó judicialmente con la anulación del acuerdo del consejo de administración y, por tanto, con la falta de firma de un nuevo contrato de licencia

Rodríguez Villa nos cuenta el desenlace empresarial: el socio mayoritario – la SAT de ganaderos – y matriz de la filial – CAPSA, la empresa operativa que explota la marca Central Lechera Asturiana – ha comprado su participación en la filial al socio minoritario y, una vez sin la presencia de éste, el nuevo contrato de licencia de marca se ha celebrado sin problemas.

De una parte, parece que estamos ante un ejemplo más que demuestra el empleo que los minoritarios suelen hacer de los procesos de impugnación de acuerdos sociales como instrumentos para forzar a la mayoría a que compre su participación social. Tal riesgo, como vemos, se acentúa en el seno de los
grupos de sociedades, a menos que se tomen las medidas oportunas para evitar esta tiranía de la minoría, que conduciría a inhabilitar prácticamente
las decisiones de la mayoría. En este caso, la sociedad de capital francesa obtuvo que, al fin y a la postre, los ganaderos asturianos comprasen dicha participación accionarial minoritaria. Y de otro lado, que, teniendo en cuenta
que los otros dos socios minoritarios que permanecieron en CAPSA son entidades financieras y las cifras económicas que se derivan del segundo contrato, convendría reflexionar sobre si hubo o no razones de peso para estimar la impugnación del acuerdo del Consejo por el que se aprobó el primer contrato.

Con todo el respeto para Rodríguez Villa, creo que le pierde su “asturianía”. Que los minoritarios utilicen la impugnación de acuerdos sociales para convencer al mayoritario de que compre su participación no habla ni para bien ni para mal de los méritos de la impugnación. Aunque el único objetivo perseguido por los minoritarios fuera forzar la compra de su participación a buen precio, la impugnación es legítima si, como era el caso, los términos del nuevo contrato de licencia de marca eran claramente peores para la filial que los del contrato precedente. Y los jueces hicieron lo que debían: decidir sobre la validez o nulidad del acuerdo del consejo de la filial según su leal saber y entender y con independencia de las presiones locales. Es más, la sentencia del Tribunal Supremo que cita Rodríguez Villa en su trabajo y que ha recogido la doctrina de las “ventajas compensatorias” (aunque no como ratio decidendi) para los grupos de sociedades, no merece consolidarse. Supone alterar la causa del contrato de sociedad sin consentimiento de los socios minoritarios al poner a las filiales “al servicio” del interés del grupo. De nuevo, el art. 190.3 LSC marca la pauta para resolver estos conflictos: exigir a la matriz que vota como administrador o como socio en la filial que pruebe que el acuerdo social – de la junta o del consejo – adoptados en la filial se corresponden con el interés social de la filial.

Al parecer (gracias NC), el problema está en la estructura de precios de la matriz. Para favorecer a los ganaderos, la matriz compra la leche a éstos a un precio superior al de mercado pero la revende a la filial a precio de mercado, de forma que sufre pérdidas que pretende compensar con los ingresos de la filial por la cesión de la marca. Estas subvenciones cruzadas son incompatibles con la presencia de minoritarios en la filial que no sean, a su vez, los ganaderos que reciben “dividendos” de su participación en la matriz en forma de precios supracompetitivos por la leche. La única solución a los conflictos de interés que se generan por las subvenciones cruzadas pasa por eliminar la presencia de minoritarios en la filial. Una vez que coinciden los accionistas de la filial con los socios de la SAT que funge como matriz, desaparece el típico conflicto propio de los grupos de sociedades.

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La prohibición de voto del accionista. A propósito de Sánchez Ruiz en Lex Mercatoria

foto: jjbose

En el artículo 190 LSC se prevén dos supuestos en los que el socio de una limitada ha de abstenerse en la votación de la junta pero el accionista de una sociedad anónima no ha de hacerlo salvo que la prohibición de votar esté recogida en los estatutos. La lógica del precepto salta a la vista con su simple lectura:

1. El socio no podrá ejercitar el derecho de voto correspondiente a sus acciones o participaciones cuando se trate de adoptar un acuerdo que tenga por objeto:

a) autorizarle a transmitir acciones o participaciones sujetas a una restricción legal o estatutaria,

b) excluirle de la sociedad…

En las sociedades anónimas, la prohibición de ejercitar el derecho de voto en los supuestos contemplados en las letras a) y b) anteriores solo será de aplicación cuando dicha prohibición esté expresamente prevista en las correspondientes cláusulas estatutarias reguladoras de la restricción a la libre transmisión o la exclusión.

Es decir, el legislador, consciente de que en la sociedad anónima las acciones son, a falta de pacto estatutario, libremente transmisibles y que no hay causas legales de exclusión del accionista, exige, para que el accionista se vea privado del derecho a votar, dos condiciones.

  1. que los estatutos sociales prevean una cláusula de autorización como restricción a la transmisibilidad de las acciones o una cláusula de exclusión de accionistas (lo que es una “prueba” de la licitud de las cláusulas estatutarias de exclusión de socios en las sociedades anónimas) y
  2. que en la cláusula estatutaria correspondiente se prevea que, en los correspondientes acuerdos de la junta por los que se autoriza la transmisión o se excluye a un socio, se establezca que el accionista afectado no vota.

De modo que, a falta de la expresa previsión estatutaria, el accionista podrá votar, tanto en uno como en otro acuerdo. Pero si lo hace, será de aplicación el párrafo 3º del precepto que, como es sabido, pone la carga de la prueba de la conformidad del acuerdo con el interés social a cargo de la sociedad o del accionista que votó cuando su voto hubiera sido decisivo del sentido del acuerdo.

La regulación legal – nos dice Sánchez – no parece haber dejado sin vigencia la doctrina de la Sentencia del Tribunal Supremo de 12 de noviembre de 2014, a tenor de la cual, son válidas las cláusulas estatuarias (incluso establecidas por acuerdo mayoritario de la junta, esto es, sin consentimiento de todos los socios) que prohíben a los socios votar cuando se encuentren en un conflicto de interés “siempre que se refieran a supuestos concretos” y siempre que se describan auténticos conflictos de interés. En efecto, a pesar del aparentemente duro tenor literal del art. 190.1 1ª frase (“no podrá ejercitar el derecho de voto” y del art. 190.1 II (“la prohibición de ejercitar el derecho de voto en los supuestos contemplados en las letras a) y b) anteriores solo será de aplicación”) y el art. 190.3 (“En los casos de conflicto de interés distintos de los previstos en el apartado 1, los socios no estarán privados de su derecho de voto”) no hay ninguna razón para considerar la norma imperativa y limitativa de la libertad estatutaria. Si acaso, dudas acerca de si es necesario el consentimiento de todos los accionistas dado que se les está privando de un derecho individual. Pero, a la vista de las limitaciones que se derivan de la propia sentencia para la validez de estas cláusulas, no puede decirse que estemos ante una cláusula estatutaria que priva a los accionistas de un derecho individual ya que no les priva de la titularidad del derecho de voto sino que les impide su ejercicio en circunstancias concretas. Tampoco el art. 190.3 – nos dice Sánchez – es un obstáculo a esta interpretación del precepto ya que su sentido no es limitar la libertad estatutaria sino aclarar la inversión de la carga de la argumentación que se contiene en el mismo.

Sánchez se pregunta, además, por qué el legislador no estableció que la prohibición de voto del accionista se aplicara automáticamente una vez que en los estatutos se recoge la limitación a la transmisibilidad de las acciones o la causa de exclusión del accionista. En su opinión, el requisito legal favorece a los mayoritarios, que verán así facilitada la concesión de la autorización para transmitir y dificultada su exclusión de la sociedad gracias a que participarán en las votaciones correspondientes y no es previsible, naturalmente, que voten en contra de la autorización o a favor de la exclusión cuando son ellos los afectados.

“Además, salvo disposición en contrario, el órgano competente para otorgar la autorización (para transmitir) no es la junta sino el órgano de administración, lo que reduce mucho el alcance del supuesto que nos ocupa”

Y, en relación con la exclusión, hace prácticamente imposible la exclusión del socio mayoritario o de control. Y añade que

Contraviene claramente el principio de igualdad de trato que, en presencia de una misma causa de exclusión, prevista como tal en los estatutos, pueda haber accionistas que sean inmunes a la exclusión y, al mismo tiempo, estén dotados del poder de excluir a los restantes.

Aunque admiramos sinceramente el trabajo de Sánchez Ruiz (siempre se sabe lo que sostiene, no rellena páginas por rellenarlas y se aprende al leerla) creemos que su crítica del art. 190 es exagerada.

La primera razón es que la institución de la exclusión de socios es una institución “sesgada” en su propia configuración dogmática y legal. Así como el derecho de separación es un instrumento de protección del socio minoritario, la exclusión es una institución que sirve a la mayoría para terminar su relación con el socio minoritario cuando la presencia de éste en la sociedad pone en peligro la consecución del fin común. Eso lo hemos defendido desde nuestros primeros trabajos sobre la exclusión de socios. La mayoría siempre puede disolver la sociedad aún contra la voluntad del socio minoritario. Pero el recurso a la disolución es una solución más costosa para el mayoritario que la exclusión ya que si disuelve, el mayoritario ha de proceder a liquidar la sociedad y reconstituirla ya sin la presencia del minoritario. La exclusión, pues, es un mecanismo eficiente para deshacer la relación entre mayoría y minoría sin tener que liquidar la sociedad. Reduce los costes de transacción, por así decirlo. Pero, para garantizar que el mayoritario no expropia al minoritario, la Ley exige que exista justa causa (legal, estatutaria o justos motivos, en mi opinión) de exclusión. Además, el “sesgo” legal de la exclusión se aprecia en la regulación del art. 352 LSC que requiere de una sentencia para que se pueda excluir a un socio que ostenta un 25 % del capital.

De manera que la regulación del art. 190 LSC es coherente con la figura de la exclusión: no se puede mayorizar al socio minoritario que es lo que ocurre cuando, en la exclusión, el socio mayoritario es el excluido y no puede participar en la votación. Si acaso, lo criticable es que, el legislador de la sociedad limitada incluyera la prohibición de voto en el antiguo artículo 52 LSRL. Al prohibirse al socio mayoritario votar en el acuerdo sobre su exclusión se puede poner en manos de un socio que tenga sólo un 10 % tal decisión (si el capital está repartido entre dos socios al 90/10 %). Es lo que sucede cuando se ponen “límites rígidos” al derecho de voto en lugar de “límites flexibles” como el del art. 190.3 LSC.

La regla del art. 190.3 LSC constituye una solución equilibrada, conforme valorativamente con los derechos individuales del socio y con el derecho de la mayoría a gestionar la sociedad y, sobre todo, constituye la regla central de solución de los conflictos de interés de los socios (y, en alguna medida, de los administradores cuando nos encontremos en casos de conflictos de interés de éstos “por cuenta ajena”). Si en el acuerdo de autorización de la transmisión de las acciones o de exclusión de un socio, participa el interesado y, con su voto decisivo, la sociedad adopta un acuerdo contrario al interés social, el socio que impugne el acuerdo tiene una posición cómoda ya que habrá de ser la sociedad o el socio afectado el que demuestre que la decisión de autorizar o de no excluir era la conforme con el interés social.

No es tan difícil imaginar cómo podría proporcionarse tal prueba. Por ejemplo, supongamos que se autoriza a un accionista a transmitir sus acciones a un delincuente como lo era Ruiz-Mateos (este señor se dedicó, algunos años, a prestar servicios de este tipo a socios descontentos) o supongamos que el socio mayoritario está expropiando sistemáticamente a la sociedad y a los demás socios con sus actividades desleales. No creemos que sea difícil para un juez anular el acuerdo y declarar adoptado el acuerdo contrario (como ha demostrado que puede hacer en su trabajo de próxima publicación en la Revista de Derecho Mercantil el profesor Iribarren).

Mercedes Sánchez Ruiz, Voto y conflicto de intereses del accionista, Lex Mercatoria, 4(2016)

Hamilton sobre los cizañeros

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La verdad es, sin duda, que el único camino para la subversión del sistema republicano de nuestro país es el de halagar los prejuicios de la gente, sus emociones, celos y temores, para crear confusión y provocar conmoción civil de forma que, finalmente cansada de la anarquía o falta de gobierno, la gente se refugie en los brazos de la dictadura que proporciona reposo y seguridad.

Alexander Hamilton

Buenas instituciones hacen ciudadanos generosos

 

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Biblioteca Estocolmo

La tesis del trabajo puede condensarse en este párrafo del mismo

Las instituciones formales que aumentan la responsabilidad y la aplicación crean incentivos de arriba hacia abajo para cooperar, llevando a la gente a adoptar una heurística prescribiendo cooperación que se aplica incluso en entornos de cooperación puramente ajenos al alcance de cualquier institución; Y que la variación transcultural en la calidad de estas instituciones formales, por lo tanto, ayuda a explicar la variación transcultural en los niveles de pura cooperación.

Recuérdese que el concepto de “institución” es uno de los más ambiguos de los utilizados por las ciencias sociales incluido el Derecho. S. R. Waldman tiene una buena definición de institución aquí. Básicamente, dice que, aunque técnicamente, las instituciones son “pautas de conducta social con roles estereotipados” (patterns-of-social-behavior-with-stereotyped-roles): rol de madre, de administrador de una compañía, de patrono de una fundación, de policía, de prostituta, de chapero…, una definición más expresiva y sencilla es la que rezaría que

las instituciones son a los grupos de personas lo que los hábitos o las costumbres son a los individuos.

La sociedad anónima es una institución, la prostitución es una institución, la maternidad es una institución, la seguridad social es una institución, la bolsa de valores es una institución, la banca es una institución, el Obispado es una institución. El kiosko de prensa es una institución.

Y, lo que dicen los autores de este trabajo es que las pautas de conducta que nos han servido bien en el pasado, tienden a interiorizarse y a adoptarse en el futuro también en contextos en los que no se dan todas las circunstancias de hecho que justificaron la adopción de esa pauta de conducta en el pasado. Es la forma heurística de razonar de los seres humanos.Y, si esa pauta de conducta ha generado beneficios para el individuo (a través de su participación en los beneficios que la conducta social ha generado para el grupo en el que se inserta ese individuo, beneficios de la cooperación que se reparten entre los miembros del grupo) y se internaliza, de forma que el individuo no se pregunta en cada ocasión usando grandes dosis de computación cerebral y prescindiendo de buena parte de la información disponible, si debe o no seguir la pauta de conducta que le ha servido bien, es lógico que observemos que los individuos cooperan incluso en contextos en los que no están presentes los incentivos – beneficio individual – para cooperar.

Si las sociedades se diferencian entre sí en la extensión y “calidad” de las instituciones que favorecen la cooperación, es lógico que asistamos a diferencias en la disposición a la cooperación, en general, entre los individuos que pertenecen a unos grupos y otros definidos cultural y geográficamente. Los individuos, “acostumbrados” a cooperar, a responder cooperativamente de forma intuitiva, cooperarán también en contextos en los que la respuesta racional – la que resulta de la deliberación “perfecta” – sería no cooperar.

De modo que, “cuando las instituciones son fuertes”, en el sentido de que generan comportamientos muy cooperativos en los individuos afectados por la institución en “situaciones típicas” en las que cooperar beneficia individualmente al sujeto (repetimos, porque participa en los beneficios que la cooperación genera para el grupo y que se reparten entre los miembros de ese grupo), es natural que los miembros de ese grupo dotado de instituciones fuertes desarrollen heurísticas que les llevan a cooperar intuitivamente y, por tanto, a hacerlo aun cuando no estén presentes las circunstancias que garantizarían la obtención del beneficio individual.

Lo que el trabajo añade es la dirección causal: son las instituciones fuertes las que producen un incremento de la sociabilidad o prosocialidad de los individuos afectados por tales instituciones y que ésta sea mayor en los grupos que disfrutan de buenas instituciones en comparación con los individuos que pertenecen a grupos que sufren malas instituciones.

Los autores advierten que los incentivos psicológicos para cooperar y para castigar al que no coopera o, simplemente, al incumplidor son diferentes, porque, por ejemplo, se castigue, simplemente, para expresar el desprecio hacia el otro. De modo que si cooperamos más – desplegamos más conductas prosociales – simplemente porque hemos internalizado esas conductas y las desplegamos sin deliberación alguna ni análisis “coste-beneficio”, eso no significa que también castiguemos más a otros (que es una conducta costosa) si el castigo no es altruista sino expresivo, por ejemplo. Es decir, que si la razón por la que observamos más cooperación bajo instituciones fuertes o buenas es la internalización de una heurística (“coopera, que es bueno para tí”) que se utiliza en contextos en los que cooperar no beneficia necesariamente al individuo, no deberíamos ver más “castigo” (prosocial o expresivo) pero

si los efectos externos (más cooperación) se deben a cambios en el entendimiento de las normas sociales aplicables en esa situación y no a la heurística, es decir, a que, al ver que otros participantes cooperan bajo instituciones fuertes, se fortalece la creencia de uno de que ser prosocial es la conducta debida en el contexto actual (y ver a otros no cooperar bajo instituciones débiles socava esta creencia), en la medida en que las personas castiguen comportamientos que ven como violaciones de normas, debemos esperar ver más castigo cuando los individuos están expuestos a instituciones más fuertes. Por lo tanto, examinar si los incentivos para cooperar para influir en el castigo ayudan a distinguir entre la SHH y las cuentas basadas en normas de los spillovers.

Por tanto, el aumento de los castigos a los incumplidores nos permite distinguir si los comportamientos prosociales son causados por la internalización del razonamiento heurístico o por la mera existencia de normas sociales.

A través de dos experimentos, los autores concluyen que “vivir bajo instituciones fuertes aumenta la prosocialidad”, es decir, que los comportamientos prosociales y las instituciones fuertes están correlacionados. Y que “una institución que sanciona los comportamientos egoístas, afecta positivamente al nivel de prosocialidad de las conductas en un contexto distinto a aquel donde se ha impuesto la sanción al egoista. Por tanto, conductas prosociales en un contexto refuerzan las conductas prosociales en otro contexto y esas conductas prosociales derivan de la existencia de instituciones fuertes que incentivan a la cooperación. Pero no se observa “un efecto directo de la calidad institucional sobre el nivel de castigo” por los individuos a los individuos que se comportan egoistamente, lo que indicaría que la “calidad institucional no impacta sobre la prosocialidad vía un cambio en las normas sociales que se perciben como aplicables”, esto es, en la percepción de qué conductas son las apropiadas en cada contexto y qué conductas no son aceptables, de modo que “las instituciones que incentivan los comportamientos prosociales deberían generar más prosocialidad (en otros momentos y en otros contextos) pero no deberían influir el nivel de castigo futuro”. Debemos, pues, garantizar el nivel de castigo óptimo, cuando éste sea mayor que el observado, a los que no cooperan, a los que hacen trampas, recurriendo a una institución formal, centralizada porque no podemos esperar que las tendencias y heurísticas cooperativas aumenten el nivel de castigo que infligen los propios individuos.

El planteamiento es muy intuitivo. Piensen sólo en la limpieza de un bar y la decisión de tirar al suelo del bar los restos de las gambas que nos acabamos de comer. 

Stagnaro, Michael N and Arechar, Antonio A. and Rand, David G., From Good Institutions to Generous Citizens: Top-Down Incentives to Cooperate Promote Subsequent Prosociality But Not Norm Enforcement (February 17, 2017) publicado en Cognition

El deber de recato de las personas que profesan una religión

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Es el asunto C‑157/15 (Achbita). Las Conclusiones de la Abogado General están aquí. La sentencia del TJUE está aquí. El otro asunto es el asunto C-188/15. Las Conclusiones de la Abogado General están aquí. La sentencia del TJUE está aquí.

Veamos el primero de ellos (Achbita)

El 12 de febrero de 2003, Samira Achbita, de confesión musulmana, fue contratada como recepcionista por la empresa G4S. Esta empresa privada presta, en particular, servicios de recepción y acogida a clientes tanto del sector público como del sector privado. En el momento de la contratación de la Sra. Achbita, regía en el seno de G4S una norma no escrita que prohibía a los trabajadores llevar signos visibles de sus convicciones políticas, filosóficas o religiosas en el lugar de trabajo.

Pues bien, parece que la señora Achbita se convirtió o devino más piadosa porque “en la época de su contratación ya profesaba la religión musulmana, llevó durante más de tres años un velo exclusivamente fuera de las horas de trabajo”

En abril de 2006, la Sra. Achbita comunicó a su empleador que tenía la intención de llevar un pañuelo islámico durante las horas de trabajo. Como respuesta, la Dirección de G4S le informó de que no se toleraría el uso de tal pañuelo porque ostentar signos políticos, filosóficos o religiosos era contrario a la neutralidad que la empresa se había impuesto seguir en las relaciones con sus clientes.

¡Qué casualidad!, Achbita se pone enferma y la empresa convierte la regla no escrita en una regla escrita de neutralidad indumentaria

El 12 de mayo de 2006, tras un período de baja por enfermedad, la Sra. Achbita comunicó a su empleador que reanudaría su actividad laboral el 15 de mayo y que a partir de entonces llevaría un pañuelo islámico. El 29 de mayo de 2006, el comité de empresa de G4S aprobó una modificación del reglamento interno, que entró en vigor el 13 de junio de 2006, con el siguiente tenor: «Se prohíbe a los trabajadores llevar signos visibles de sus convicciones políticas, filosóficas o religiosas u observar cualquier rito derivado de éstas en el lugar de trabajo».

La fe mueve montañas y hace que te despidan

El 12 de junio de 2006, en razón de la persistente voluntad de la Sra. Achbita de llevar el pañuelo islámico en su lugar de trabajo, ésta fue despedida.

y recibió la correspondiente indemnización

La Sra. Achbita impugnó el despido ante los órganos jurisdiccionales belgas. El Hof van Cassatie (Tribunal de Casación, Bélgica), que conoce del asunto, alberga dudas en cuanto a la interpretación de la Directiva de la Unión relativa a la igualdad de trato en el empleo y la ocupación.

Dirán Uds cómo llega un asunto tan nimio al TJUE. Intervino UNIA

El Tribunal supremo belga pregunta

si la prohibición de llevar un pañuelo islámico dimanante de una norma interna general de una empresa privada constituye una discriminación directa.

en el sentido de la Directiva 2000/78/CE del Consejo, de 27 de noviembre de 2000, relativa al establecimiento de un marco general para la igualdad de trato en el empleo y la ocupación

La Abogado General Kokkot comienza distinguiendo entre discriminación directa e indirecta

Existe una discriminación religiosa directa a efectos de la Directiva 2000/78 cuando una persona sea, haya sido o pudiera ser tratada de manera menos favorable que otra en situación comparable por razón de la religión [artículo 2, apartado 2, letra a), en relación con el artículo 1], de modo que la diferencia de trato que subyace se vincula directamente con la religión. En cambio, existe una discriminación religiosa indirecta cuando una disposición, criterio o práctica aparentemente neutros pueda ocasionar una desventaja particular a personas de una determinada religión respecto de otras personas [artículo 2, apartado 2, letra b)].

Un ejemplo claro de la primera sería cualquier regla que estuviera basada en “características físicas invariables o propiedades personales de las personas (como el sexo, la edad o la orientación sexual). Un ejemplo claro de la segunda sería: es obligatorio comer cerdo en el comedor de la empresa.

El Tribunal de Justicia – siguiendo a la AG - contesta que no hay discriminación directa

(el) concepto de «religión» cubre tanto el hecho de tener convicciones religiosas como la libertad de las personas de manifestar públicamente dichas convicciones. El Tribunal de Justicia observa que la norma interna de G4S tiene por objeto el uso de signos visibles de convicciones políticas, filosóficas o religiosas y, por ende, atañe indistintamente a cualquier manifestación de tales convicciones. Por consiguiente, dicha norma trata por igual a todos los trabajadores de la empresa, ya que les impone en particular, de forma general e indiferenciada, una neutralidad indumentaria.

De los autos que obran en poder del Tribunal de Justicia no se desprende que esta norma interna se haya aplicado a la Sra. Achbita de forma diferente a los demás trabajadores de G4S.

En consecuencia, tal norma interna no establece una diferencia de trato basada directamente en la religión o las convicciones en el sentido de la Directiva.

La Abogado General es más explícita:

la prohibición afecta por igual a todos los símbolos religiosos visibles. Por lo tanto, no existe ninguna discriminación entre religiones. … no se trata de una medida dirigida especialmente a los trabajadores de confesión musulmana, ni siquiera específicamente a las trabajadoras de dicha comunidad religiosa, pues… puede afectar de igual manera a los trabajadores hombres de religión judía que se presenten en el trabajo con una kipá, o a un sij que desee desarrollar su trabajo con un dastar (turbante), o incluso a las trabajadoras y los trabajadores de instituciones religiosas cristianas que lleven colgada una cruz en lugar visible o quieran ir al trabajo con una camiseta con la leyenda «Jesús te ama»…

Este principio de neutralidad afecta a un trabajador religioso exactamente igual que a un ateo convencido que quiera expresar su postura antirreligiosa en su vestimenta, o que a un trabajador políticamente activo que manifieste su predilección por un partido o determinados planteamientos políticos mediante elementos de la indumentaria (por ejemplo, símbolos, insignias o eslóganes impresos en su camisa, camiseta, gorra o sombrero).

Pero que puede haber discriminación indirecta

…no puede descartarse que el juez nacional llegue a la conclusión de que la norma interna establece una diferencia de trato basada indirectamente en la religión o las convicciones si se acredita que la obligación aparentemente neutra que contiene dicha norma ocasiona, de hecho, una desventaja particular a aquellas personas que profesan una religión o tienen unas convicciones determinadas.

El Tribunal de justicia indica al tribunal belga que, incluso en el caso de que se pueda apreciar que una prohibición afecta negativamente de forma particular a los practicantes de una religión, no hay discriminación ni directa ni indirecta si el objetivo del empresario con la regla es ofrecer una imagen neutra ante sus clientes y, además, necesaria y proporcionada para los trabajadores que trabajan en contacto con los clientes. Más discutible si también se impone a los trabajadores que no trabajan cara al público (aunque, como veremos, se puede justificar fácilmente la necesidad de una medida general de prohibición de ostentación de la religión en el centro de trabajo para proteger la paz laboral y las buenas relaciones entre la plantilla cuando en ella puede haber personas profundamente antirreligiosas y practicantes de religiones que llevan miles de años matándose recíprocamente). A este respecto, corresponderá al juez nacional comprobar

  • si G4S había establecido, con anterioridad al despido de la Sra. Achbita, un régimen general e indiferenciado en la materia.
  • si la prohibición atañe únicamente a los trabajadores de G4S que están en contacto con los clientes.

En tal caso, la prohibición deberá considerarse estrictamente necesaria para alcanzar la meta perseguida. También cabrá comprobar si, teniendo en cuenta las limitaciones propias de la empresa y sin que ello representara una carga adicional para ésta, G4S tenía la posibilidad de ofrecer a la Sra. Achbita un puesto de trabajo que no conllevara un contacto visual con los clientes en lugar de proceder a su despido.

 

La legitimidad de las políticas de neutralidad religiosa

La Abogado General es, de nuevo, más explícita

Puede ser que haya empresas que (quieran)…  hacer de (la)… diversidad… su imagen de marca. Pero, con igual legitimidad, una empresa (como G4S) puede optar por una política de estricta neutralidad religiosa y de convicciones y, con vistas a la realización de esa imagen, exigir a sus trabajadores como requisito profesional la correspondiente presencia neutral en el puesto de trabajo.

… el derecho fundamental a la libre empresa (artículo 16 de la Carta de los Derechos Fundamentales… comprende… decidir la forma y las condiciones en que se han de organizar y desempeñar las labores correspondientes a la empresa y en qué forma se han de ofrecer sus productos y servicios…. puede prescribir a sus trabajadores, dentro de una política empresarial por él definida, que se comporten y vistan de una determinada manera en su puesto de trabajo… Con mayor motivo… cuando el trabajador… ha de mantener frecuentemente contacto cara a cara con los clientes…

… tal política de neutralidad no excede los límites (de la libertad de empresa)… (y… resulta especialmente oportuna una política de neutralidad… por(que)… las actividades desarrolladas por… G4S… se caracterizan por un contacto permanente cara a cara con terceras personas y que determinan la propia imagen de G4S, pero sobre todo también la imagen pública de sus clientes.

Como ha señalado acertadamente Francia a este respecto, se trata de evitar, en particular, que las convicciones políticas, filosóficas o religiosas manifestadas públicamente por una trabajadora con su vestimenta puedan ser relacionadas, o incluso atribuidas por los terceros a la empresa G4S o a los clientes a quienes G4S presta sus servicios.

Añade la Abogado General que la medida de la empresa era proporcionada (veremos que no debería exigirse tal requisito cuando se trata de una relación entre particulares y no de una relación entre un particular y un poder público)

cuando un símbolo religioso forma parte del uniforme, el empresario está abandonando incluso el sendero de la neutralidad por él mismo elegido.

y que emplear a la Sra Achbita en actividades no cara al público no es una solución porque, precisamente, supondría que la empresa deba renunciar a su política de neutralidad permitiendo a los empleados que no están de acuerdo con la misma, saltársela y obligando a la empresa a tener en cuenta criterios no racionales para asignar a los empleados cometidos de uno u otro tipo. “A la musulmana no la podemos poner cara al público porque puede, cualquier día, aparecernos con un burka”. Dice la Abogado General que

la búsqueda concreta de funciones alternativas para cada trabajadora supone un gran esfuerzo organizativo añadido para el empresario, que no toda empresa puede asumir sin más.

Y hace referencia a las personas con discapacidad. Por ellas si que puede imponerse al empresario este esfuerzo organizativo ¿pero por llevar el velo islámico? La AG añade que si estuviéramos en el ámbito del fuero interno (la religión como sentimiento, creencia que permanece en el ámbito interno de cada persona), cualquier intromisión del empleador debería ser reprimida. Pero no así en el fuero externo. Al respecto, dice la AG con bastante expresividad que las personas religiosas

 

las personas religiosas tienen un deber de recato

Mientras que un trabajador no puede «dejar en el guardarropa» su sexo, su color de piel, su origen étnico, su orientación sexual, su edad ni su discapacidad al acceder a las instalaciones de su empresario, sí se le puede exigir un cierto recato en el trabajo con respecto al ejercicio de su religión, ya sea en relación con sus prácticas religiosas, sus comportamientos motivados por la religión o (como aquí sucede) su forma de vestir…  dependerá de lo visibles y llamativos que sean los elementos … Y para los trabajadores obligados a llevar una ropa de trabajo… pueden aplicárseles exigencias aún más estrictas … los trabajadores que ocupen puestos destacados o a las personas con autoridad se espera un mayor recato que de los trabajadores que desempeñan actividades subordinadas. Y a un trabajador que en su actividad profesional esté expuesto a contactos numerosos y frecuentes con terceros, se le puede exigir un mayor recato que a un trabajador que opera exclusivamente en el ámbito interno y no tiene contacto con los clientes.

¿Por qué está justificado imponer un deber de recato? Tiene que ver con la conversión de las religiones – hace muchos siglos – en “holísticas” o reguladoras de todos los aspectos de la vida de la gente. Una religión ritual como las previas a la religiones moralizantes no se ocupa de toda la vida de los individuos. El cristianismo, el islam o el judaismo regulan toda la vida de sus fieles. Pues bien, en una Sociedad en la que hay ateos, los ateos tienen cierto derecho a que no se les “imponga” la presencia de costumbres o reglas en la vida social y laboral por parte de los creyentes. 

Hay un derecho a que los religiosos, que adoptan conductas irracionales, que creen sin justificación empírica o racional en toda clase de supercherías o cosas sobrenaturales, no recuerden constantemente a los ateos sus creencias. Se explican así los criterios avanzados por la Abogado General (visibilidad de los símbolos religiosos, contacto frecuente con terceros, posición jerárquica en la organización…). Pero imponer el deber de recato está especialmente justificado cuando la religión ha sido una de las principales causas o excusas para los conflictos sociales desde que aparecieron las religiones moralizantes. No en vano, las dos sentencias y las Conclusiones y las referencias que contienen a la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos están llenos de apelaciones a la paz y a la armonía sociales y la AG dedica algunas reflexiones, precisamente, a los efectos de las manifestaciones de sentimientos religiosos sobre los demás y a los derechos de los demás – libertad de empresa singularmente – a no soportar la carga de las creencias irracionales y sobrenaturales de los empleados, incluyendo a otros empleados y a los clientes. 

Como dice muy bien la AG Kokkot, los símbolos religiosos en la vestimenta no son neutrales y no dejan de tener efectos “externos”, efectos sobre los terceros que conviven con la persona religiosa que hace ostentación de su religión. Imaginen que el jefe es un devoto musulmán que no saluda con un apretón de manos a las mujeres o un judío ortodoxo que lleva esos tirabuzones en el pelo y no se afeita la barba. Sus subordinados ateos como este, se sentirán cohibidos a la hora de hacer cualquier manifestación de sus opiniones sobre religión ya que temerán, con razón, no ser ascendidos o evaluados positivamente por este jefe. La libertad religiosa, ejercida en el fuero externo, induce a los que se relacionan con las personas religiosas, a reprimirse. Hay un cierto derecho a no vivir rodeado de símbolos religiosos. Cuando voy a ver a mi abogado, no quiero saber nada de lo que piensa sobre los transgénicos, la paz en el mundo o la vida después de la muerte. Voy a ver a mi abogado y lo único que quiero saber de él es lo competente que es. Si mi abogado aparece con una gran cruz colgándole del cuello, me está suministrando una información “litigiosa”, una información que yo no le he solicitado y sobre la que, normalmente, mantendremos opiniones divergentes.

No hagan ustedes ostentación de su religión, por favor, que eso facilita que acaben ustedes a tortas y nos pillen en medio

 

En otro resuelto el mismo día, el caso de la Sra. Bougnaoui

Los hechos (en Francia) eran los siguientes: Asma Bougnaoui entró en contacto con una empresa en una feria de estudiantes. El representante de Micropole le dijo que llevar pañuelo islámico sería un problema. Bougnaoui hizo prácticas en Micropole, al final de las cuales, la contrataron. Durante las prácticas, llevaba un pañuelo al cuello. Cuando ya era trabajadora indefinida, empezó a usar el pañuelo cubriéndole la cabeza. Micropole no le dijo nada hasta que recibió una queja de un cliente. La despidió tras pedirle que dejara de llevar el pañuelo.

La Abogado General, en este caso, se explaya y nos resume la doctrina constitucional de varios Estados y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre estos temas. Como el resumen es muy claro, nos remitimos a él (a partir del párrafo 28 de sus Conclusiones). Luego hace algunas disquisiciones entre la protección de la libertad religiosa en el CEDH y la protección frente a la discriminación – por razones de religión – en la Directiva y el Derecho europeo en general e insinúa que la ponderación juega en el primer caso, mientras que no lo hace en el segundo. Cuando aborda el asunto objeto de sus Conclusiones, la AG lo plantea en los siguientes términos:

conciliar la libertad de una persona de manifestar su religión con la libertad de empresa requerirá un difícil ejercicio de equilibrio entre dos derechos en conflicto.

Creemos que la AG no centra bien la cuestión. Si se trata de aplicar la excepción del art. 4.1 de la Directiva, que dice lo siguiente

No obstante lo dispuesto en los apartados 1 y 2 del artículo 2, los Estados miembros podrán disponer que una diferencia de trato basada en una característica relacionada con cualquiera de los motivos mencionados en el artículo 1 no tendrá carácter discriminatorio cuando, debido a la naturaleza de la actividad profesional concreta de que se trate o al contexto en que se lleve a cabo, dicha característica constituya un requisito profesional esencial y determinante, siempre y cuando el objetivo sea legítimo y el requisito, proporcionado.

primero habrá que demostrar que la regla ¡establecida por el empresario, no por el Estado miembro! es discriminatoria, antes de examinar si concurre la excepción. Y la AG considera que

Una regla establecida en la normativa de régimen interno de una empresa por la que se prohíbe a los trabajadores de la empresa llevar signos o vestimenta religiosos cuando están en contacto con los clientes de dicha empresa implica una discriminación directa por motivos de religión o convicciones,

Obsérvese la contradicción con el caso Achbita. ¿Bastaría con que la empresa dijera que están prohibidos los signos o vestimentas religiosos pero también los que reflejen convicciones políticas o filosóficas en el lugar de trabajo para que la regla empresarial dejara de ser discriminatoria? A nuestro juicio la AG Sharpston cae en la trampa de considerar la libertad religiosa como una “superlibertad” y no como una expresión de la libertad ideológica, de conciencia y de creencias. ¿El hecho de que la normativa interna de la empresa no se refiriera a signos o vestimentas que reflejen convicciones políticas o filosóficas daña al empresario? No debería si, como es normalmente, el caso, los que tienen convicciones políticas o filosóficas fuertes se recatan y no las reflejan en su vestimenta y, en el caso de las religiosas, la mitad de la población musulmana (mujeres) o sij (turbante masculino) o judía (kipa) siente el deber de llevar una vestimenta religiosa. En definitiva, la AG debería preguntarse si la empresa habría despedido igual al que se hubiera empeñado en llevar una camiseta con propaganda electoral de un determinado partido impresa en ella. Porque las reglas de conducta empresariales no están siempre – como demuestra el otro caso – “escritas” y no lo están porque es ineficiente regular una cuestión que sólo se plantea muy de cuando en cuando. De nuevo, tratar a las empresas – que son particulares – como si fueran poderes públicos no está justificado aunque se extienda la prohibición de discriminación a los particulares.

No sorprende, pues, que el Tribunal de Justicia – es una Gran Sala – se limite a decir algo bastante obvio

El artículo 4, apartado 1, de la Directiva 2000/78/CE del Consejo, de 27 de noviembre de 2000, relativa al establecimiento de un marco general para la igualdad de trato en el empleo y la ocupación, debe interpretarse en el sentido de que la voluntad de un empresario de tener en cuenta los deseos de un cliente de que los servicios de dicho empresario no sigan siendo prestados por una trabajadora que lleva un pañuelo islámico no puede considerarse un requisito profesional esencial y determinante en el sentido de esta disposición.

Decimos obvio porque si esa es la causa del despido, el despido es improcedente y discriminatorio. Lo importante es si Micropole tenía derecho a exigir a su empleada que no se pusiera el pañuelo en ningún momento en sus horas de trabajo y si tenía derecho a tal cosa (que es lo que se deduce de la otra sentencia), debería tenerlo a exigirle que no lo llevara cuando trabajara con clientes. Naturalmente, si Micropole no tenía política alguna al respecto, que la despidan porque un cliente se ha quejado de eso parece discriminatorio. Pero si la política de Micropole era la de neutralidad o si la aplicaba sólo en la medida en que sus empleados se presentaran ante sus clientes (el que puede lo más, puede lo menos), el despido está justificado y no es, en absoluto discriminatorio porque la causa del despido es que llevaba el pañuelo islámico en sus contactos con clientes, no que el cliente se hubiera quejado. Que esa era la política de la empresa se deduce de la advertencia que se hizo a la Sra Bougnaoui cuando hizo las prácticas en la empresa.

El Tribunal de Justicia dice que la información facilitada por el tribunal francés, no le permiten pronunciarse acerca de si existió discriminación directa o indirecta. Que se atiene a lo que ha dicho en la otra sentencia del día y que esa que hemos reproducido es su interpretación del art. 4.2 de la Directiva de igualdad.

 

Cualquier regla de conducta se convierte en una regla religiosa si la religión correspondiente ordena toda la vida de sus fieles

Observen que, a partir de ahora, todas las empresas que contraten mujeres musulmanas para atender al público, deberán poner en marcha una política interna en la que introduzcan la regla de la neutralidad indumentaria si no quieren tener incidentes como este. La cuestión es si debemos organizar nuestras empresas para garantizar que cualquier conducta irracional promovida por una religión pueda ser llevada a la práctica por los creyentes en esa religión. Téngase en cuenta que, históricamente, las religiones establecían reglas de conducta que afectaban a toda la vida de los miembros de la secta o iglesia. Desde cómo educar a los hijos hasta cómo enterrar a los muertos, desde cómo vestir a cómo comer o no comer (ayuno), lavarse o cómo tratar al cónyuge, desde cómo celebrar contratos de préstamo a cómo sancionar a los que infringen las reglas, desde cómo enseñar Historia a como trabajar

¿Qué ocurriría si alguien inventa una religión en la que ir vestido es un pecado y  la señora Achbita decide que su religión le obliga a estar desnuda durante las horas de trabajo? ¿o a llevar burka? ¿o a no lavarse? ¿o saludar a varones? ¿o si un varón musulmán se niega a saludar a las mujeres dándoles la mano? ¿diríamos que si se tratara del Sr. Achbita que comunica a su empresa que no saludará a las clientes – mujeres dándoles la mano (lo que no tiene inconveniente en hacer si el cliente es un varón), en tal caso, el despido estaría justificado? Calificar de religiosa una creencia o el fundamento de una conducta no puede generar una protección de derecho fundamental ni imponer obligaciones a terceros. Si queremos hacer tal cosa, debemos, en primer lugar, distinguir entre las reglas de comportamiento que las personas basan en su religión, aquellas que sean puramente religiosas de aquellas que sean culturales pero cuyo cumplimiento se ha reforzado con un mandato religioso.

Es por esta razón que la libertad religiosa se ha convertido en una “superlibertad” y es extremadamente peligroso que lo sea porque protege la realización de conductas irracionales y obliga a los demás ciudadanos (en el caso de normas como la que prohíbe a un particular discriminar a otro particular por sus creencias religiosas) a organizar sus actividades para permitir que tales conductas irracionales tengan lugar al incluir en la libertad religiosa no solo el fuero interno sino también el fuero externo, es decir, no solo la libertad de creer lo que uno quiera sino la libertad de manifestar en las relaciones sociales esas creencias por muy irracionales que sean.

Es una 'superlibertad' probablemente por la razón que explica Neil Van Leeuwen y que tomo de Neil Levy (Bad Beliefs, pp 13-14)

Van Leeuwen... sostiene que las creencias religiosas no son creencias fácticas... Desempeñan un papel constitutivo de la propia identidad... las creencias religiosas no dirigen la conducta... son constitutivas de la identidad, no orientadoras de la acción... Las creencias religiosas son muy parecidas (quizás incluso idénticas) a las imaginaciones. La imaginación, además, sólo guía nuestro comportamiento en determinados contextos (sólo cuando Wendy está jugando a los coches de bomberos se tapa los oídos en respuesta al ruido de la sirena que imagina; fuera del juego, actúa como corresponde al silencio del camión), mientras que la creencia guía nuestro comportamiento todo el tiempo (incluso mientras está jugando a los coches de bomberos, Wendy no se preocupa de que su casa del árbol se incendie, y sigue teniendo cuidado de mantenerse alejada del borde).

(recuérdese que Achbita sólo empezó a ponerse el pañuelo a partir de una cierta fecha)

Y sólo se libra de esta obligación el particular, en este caso, el empresario si, como dice el TJUE, el particular demuestra “una finalidad legítima y si los medios para la consecución de esta finalidad son adecuados y necesarios”, es decir, se le impone una carga semejante a la que se impone a los poderes públicos. Se equiparan los particulares – que es, a su vez, titular de derechos fundamentales – a un poder público. Se trata de una ponderación, a nuestro juicio, desequilibrada. Un particular no puede ser obligado a organizar su actividad de tal forma que garantice los derechos de otro particular porque tiene derecho – fundamental – a organizar sus actividades como le venga en gana. Estos casos no pueden tratarse igual que las prohibiciones que imponen los Estados a sus funcionarios en relación con los símbolos religiosos. Porque el Estado no es titular de derechos fundamentales y los demás particulares, sí.

Francia alegó, en el primer caso, que forma parte de su ordenamiento constitucional el principio de “laicidad”. Es una buena idea incluir en la Constitución tal principio para evitar cargar a los ciudadanos con obligaciones desproporcionadas – como a los empresarios en el caso de las Directivas y leyes antidiscriminación – para proteger el derecho de cada cual a sostener en privado y en público las creencias y comportamientos más irracionales. Sobre todo cuando, como en el caso del pañuelo islámico, tenemos argumentos de lo más serios para considerar que esa indumentaria exigida por la religión es expresión, a su vez, de la discriminación que esa religión practica con las mujeres a las que somete a los varones, reconoce menos derechos que a los varones y expulsa de la vida social (la AG Sharpston rechaza explícitamente este argumento). El Derecho no puede garantizar el cumplimiento de estas reglas sociales o religiosas sin comprometer la vigencia social del principio de igualdad de sexos. Deberíamos realizar una revisión de la regla religiosa a la luz de los principios constitucionales antes de asegurar su enforcement a través de las normas antidiscriminación y antes de imponer a otros particulares obligaciones de organización de su actividad.

Actualización: v., esta entrada El TJUE contra la libertad de empresa pero a favor de la “obligación de neutralidad”

Y la STJUE de 13 de octubre de 2022 que ha confirmado la jurisprudencia reseñada: 

El artículo 2, apartado 2, letra a), de la Directiva 2000/78 debe interpretarse en el sentido de que una disposición de un reglamento laboral de una empresa que prohíbe a los trabajadores manifestar, verbalmente, a través de la forma de vestir o de cualquier otra forma, sus convicciones religiosas o filosóficas, del tipo que sean, no constituye, respecto de los trabajadores que pretendan ejercer su libertad de religión y de conciencia mediante el uso visible de un signo o de una prenda de vestir con connotaciones religiosas, una discriminación directa «por motivos de religión o convicciones» en el sentido de dicha Directiva, siempre que esa disposición se aplique de forma general e indiferenciada.

lunes, 13 de marzo de 2017

Heurística para gente inteligente

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Resumimos un post de Jason Collins y le añadimos algunos comentarios

Jason Collins ha publicado un post en su blog con este título en el que comenta el libro de Gigerenzer y Todd Simple Heuristics That Make Us Smart que comentamos a continuación porque en este blog las cosas de la Economía del comportamiento o de la Psicología económica, como traduce Conthe, nos interesan. Sobre todo porque esta tendencia metodológica tiene un gran interés para el Derecho, con carácter general sobre la función del Derecho en la Sociedad como en particular cuando se analizan instituciones jurídicas concretas. Comienza Collins resumiendo el núcleo del planteamiento de Gigerenzer/Todd: buena parte de las decisiones humanas se basan en reglas heurísticas “rápidas y sobrias” (o frugales). Rápidas significa que no requieren que hagamos muchos cálculos y frugales que utilizamos sólo una parte de la información disponible. Pero lo interesante es que recurrir a reglas heurísticas para tomar decisiones no es sólo “económico” (y, como tal, favorecido por la evolución) sino eficiente, es decir, produce decisiones inteligentes porque no estamos sacrificando precisión – corrección – en las decisiones a cambio de una mayor rapidez. Es que conseguimos adoptar las decisiones más correctas disponibles cuando se han de tomar con rapidez. Para hacerlo, renunciamos, no a la precisión, sino a la “especificidad”:

“la simplicidad de las decisiones heurísticas permite que sean robustas en caso de un cambio en el entorno y que sean generalizables sin pérdida de efectividad para aplicarlas a nuevas situaciones, lo que conduce a que podamos hacer predicciones más acertadas sobre la base de los nuevos datos que una estrategia alternativa más compleja y que exigiría consumir grandes cantidades de información”

Se evita el riesgo de que los árboles no te dejen ver el bosque (overfitting) y el despiste que ocasiona el “ruido”, es decir, los datos que son irrelevantes para la precisión de la decisión. La lógica de la decisión – su coherencia – no es un valor en sí mismo, lo que es una crítica central a los planteamientos de la Economía del comportamiento. Lo relevante es si “funciona”. No si decidimos de acuerdo con reglas de la lógica (coherencia, no contradicción). “La función de las reglas de decisión heurísticas no es ser coherentes. Es hacer inferencias adaptativas razonables con información y tiempo limitados”. Es la funcionalidad lo que importa, no la lógica porque es la primera es lo que las selecciona evolutivamente. Los juristas habrán oído este tipo de informaciones cuando se compara la aplicación del Derecho atendiendo a la interpretación lógica de las normas o atendiendo a las consecuencias de entenderlas en uno u otro sentido.

En otro lugar hemos dicho que, en los modelos de comportamiento de la Economía neoclásica, la dificultad de recurrir al individuo real, producto de la Evolución, llevó a los economistas, con buen criterio, a suponer que los individuos se comportaban como las empresas. La única diferencia estaría en que los primeros maximizan su utilidad mientras que las segundas maximizan los beneficios. Y, a partir de ahí, era fácil deducir que ambos perseguirían ese objetivo de forma racional. Pero asumir que los individuos maximizan su utilidad y utilizan los recursos escasos de los que disponen para lograr tal maximización está bien cuando se analizan transacciones concretas de mercado. No cuando se pretende explicar cómo funcionan los procesos de decisión y sus bases anatómicas y fisiológicas. Los procesos de decisión de los individuos sólo pueden explicarse como si maximizasen las posibilidades de supervivencia de los individuos, no la utilidad.

Y si es erróneo concebir el razonamiento que los humanos utilizan para tomar decisiones como un proceso racional (lógico, coherente, no contradictorio) también lo es apuntalar ese modelo diciendo que sus fundamentos son correctos pero que la racionalidad de los individuos es “limitada” (bounded rationality) porque ni podemos prever ni podemos acceder a toda la información. Ambas actividades tienen coste y tomaremos las decisiones con información limitada y sin prever todos los estados del mundo posibles y todas las posibles consecuencias de nuestra decisión. Gigerenzer y Todd nos recuerda Collins con el recurso a la famosa lista de Darwin sobre los pros y contras de casarse, se mofan de este modelo del comportamiento humano que se basa en la estúpida idea según la cual, siempre hay un número de tabletas de chocolate suficientemente grande que compensa por la pérdida de dos horas de tiempo de calidad con nuestra abuela. Para optimizar hay que convertir en fungibles entre sí todos los objetivos del individuo, poder convertir cantidades de unos en cantidades de otros. Y hay uno, por lo menos, que es inintercambiable: la muerte, el cero. En este entorno, Gigerenzer propone como criterio de la bondad de las decisiones su adaptación al entorno en el que se adoptan: racionalidad ecológica. El problema, como veremos, es que el entorno ecológico en el que se formó nuestra mente es muy diferente del entorno contemporáneo. Pero reconocer tal cosa no debe llevarnos a “inventarnos” un modelo racional en sentido estrecho de decisión humana. Para empezar, no hay por qué concluir que el hecho de que sea distinto significa que nuestro sistema de decisión no esté adaptado a dicho entorno. Pero, sobre todo, es que la evolución cultural y el desarrollo económico e institucional (creación de mercados y de organizaciones) han podido resolver los problemas que resultan del cambio medioambiental. Es decir, en un mercado competitivo como el de muchos productos de consumo, el consumidor obtiene “valor a cambio de dinero” con independencia de que se haya esforzado en seleccionar la mejor oferta disponible en el mercado, esto es, sin necesidad de hacer ningún cálculo que optimice el uso de su dinero en aras de maximizar su utilidad. En una Economía que ha salido hace mucho de la subsistencia, la mayor parte de los límites de nuestra racionalidad (en el sentido, de la insuficiencia de información y de previsión de escenarios posibles) no nos dañan. No nos matarán y no nos obligan a renunciar a nada (a hacer ningún trade-off).

 

Algunas reglas heurísticas: la heurística del reconocimiento

La regla dice: “Si reconoces uno de los dos objetos y el otro no, supón que el que conoces es más valioso que el otro”. . Así escoge la gente, dicen Gigerenzer y Goldstein. O sea, ceteris paribus, ¿más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer? Más bien es que el “conocimiento” no es algo discreto. Tenemos más o menos conocimiento de una cosa y tener más conocimiento no significa que tengamos mejor conocimiento, esto es, basado en información más fiable. De manera que es preferible fiarnos sólo de la información fiable que, en el caso, viene representada por la que tenemos sobre el primer objeto. Si nos dicen que comparemos el tamaño de dos ciudades españolas y sabemos la población de una de ellas pero no la de la otra, acertaremos en más medida que si sabemos eso y, además, tenemos alguna idea vaga – fácilmente errónea – del tamaño de la otra. Háganse variaciones con la “calidad” de la información acerca del tamaño de una u otra ciudad. Por ejemplo, si no me suena el nombre de la ciudad, tenderé a pensar que es de pequeño tamaño. Y es una conclusión razonable, de manera que acertaré más veces si digo que es más grande la ciudad cuyo nombre conozco.

 

“Elige al mejor”

Lo que los distintos experimentos de Gigerenzer y compañía indican – nos cuenta Collins – es que la heurística no sólo es un “second best”. Proporciona mejores resultados, en muchos contextos, que los que proporciona el “sistema 2” de Kahnemann cuando se trata de elegir entre dos opciones, la de mayor valor. Por ejemplo contestar a preguntas como ¿en qué centro educativo hay más fracaso escolar? ¿qué tramos de una autopista tienen la tasa más elevada de accidentes? ¿quién es más obeso?

Para tomar este tipo de decisiones, Collins nos relata el siguiente ejemplo: Imaginemos que se trata de decidir cuál entre dos ciudades alemanas es más grande. El mejor predictor de <<mayor tamaño>, es decir, el rasgo asociado al tamaño que mejor predice cuál es más grande es el carácter de capital. Por tanto, si una de las dos ciudades a comparar es Berlín, lo lógico es considerar que Berlín es la de mayor tamaño de las dos. Si ninguna de las dos ciudades a comparar es Berlín, entonces hay que usar otra “pista” o indicio del tamaño (que tenga un equipo de fútbol en primera división) y así sucesivamente. Esta forma de razonar proporciona resultados semejantes a los de hacer regresiones con esos mismos indicios. Incluso eligiendo aleatoriamente el indicio, los resultados no eran malos lo que permite concluir que esta forma de decidir no sacrifica acierto en el altar de la frugalidad, especialmente si el número de ejemplos es bajo, es decir, si la pista o indicio proporciona pocos ejemplos (capitales en un país sólo hay una, por ejemplo).

La conclusión: “los resultados sugieren que cada planteamiento tiene su lugar. Úsese una técnica rápida y frugal cuando hay que actuar con rapidez y con números bajos en los ejemplos y utilícese un criterio bayesiano cuando se disponga de tiempo, de poder computacional y de conocimiento”.

Pero, obsérvese, que los mercados y las instituciones – las organizaciones sociales – sustituyen a los individuos en la toma de decisiones que requieren tiempo, poder computacional y conocimiento. El sistema de precios traslada la decisión sobre si lo que se me ofrece vale lo que me piden por ello del consumidor al “mercado”. No puedo decidir que quiero ese producto pero por un precio inferior al de mercado. Y el vendedor no puede decidir que quiere un precio superior al de mercado. Por tanto, gracias a las instituciones, muchas de las limitaciones del razonamiento heurístico desaparecen porque son “tercerizadas”, es decir, las toma, no el individuo sino una institución creada por la evolución cultural. Pretender reforzar la racionalidad de las decisiones individuales no es, pues, una buena estrategia para mejorar el bienestar de todos. Dados los límites físicos y biológicos de nuestro cerebro, traspasar esas decisiones a mecanismos institucionales es la mejor opción.

 

Jason Collins, Simple Heuristics That Make Us Smart,

 

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viernes, 10 de marzo de 2017

Las cláusulas suelo pueden ser introducidas de forma transparente en el contrato y, en tal caso, probablemente, son indistinguibles de una cláusula negociada individualmente

thefromthetree3

@thetreefromthetree

 

El Supremo continúa con el overruling de la sentencia de 9 de mayo de 2013

Dice el Supremo en la Sentencia de 9 de marzo de 2017 que la cláusula-suelo, en el caso, era válida y desestima el recurso de casación y le impone las costas al consumidor. El Supremo comienza definiendo en qué consiste el control de las cláusulas predispuestas que regulan el objeto principal del contrato:
Conforme a esta jurisprudencia, el control de transparencia tiene su justificación en el art. 4.2 de la Directiva 93/13, según el cual el control de contenido no puede referirse «a la definición del objeto principal del contrato ni a la adecuación entre precio y retribución, por una parte, ni a los servicios o bienes que hayan de proporcionarse como contrapartida, por otra, siempre que dichas cláusulas se redacten de manera clara y comprensible». Esto es, cabe el control de abusividad de una cláusula relativa al precio y a la contraprestación si no es transparente.
No sé si debemos llamar a este control un control de “abusividad” pero, en el caso, no daña. Explica entonces el Supremo la relación entre el control de transparencia y los vicios del consentimiento (no es lo mismo, a mi juicio, porque el hecho de que la cláusula sea predispuesta – igual que el incumplimiento de los deberes de información bajo la MiFiD – pone sobre el empresario la carga de la prueba de que el consumidor comprendió
con sencillez tanto la ‘carga económica’ que realmente supone para él el contrato celebrado, esto es, la onerosidad o sacrificio patrimonial realizada a cambio de la prestación económica que se quiere obtener,
La “carga jurídica” no es objeto del control de transparencia, sino del control del contenido:
como la ‘carga jurídica’ del mismo, es decir, la definición clara de su posición jurídica tanto en los presupuestos o elementos típicos que configuran el contrato celebrado, como en la asignación o distribución de los riesgos de la ejecución o desarrollo del mismo» (sentencias 406/2012, de 18 de junio, y 241/2013, de 9 de mayo).
pero quizá lo que el Supremo quiere decir que se trata de que el cliente sepa qué contrato está celebrando y, en consecuencia, cuáles son sus principales obligaciones y derechos que derivan de la calificación (¿un préstamo a interés variable o un préstamo a interés fijo? ¿un depósito o una inversión en un producto sometido al riesgo de mercado? ¿un leasing o una compraventa con el pago aplazado?). 

Tras reproducir las últimas sentencias del TJUE sobre la materia, el Supremo resume – con muchas mejoras – el sentido de su sentencia de 9 de mayo de 2013 y es, hasta la fecha, la mejor expresión del sentido del control sobre las cláusulas que regulan el objeto principal del contrato. Dice el Supremo
la ausencia de una información suficiente por parte del banco de la existencia de la cláusula suelo y de sus consecuencias en el caso en que bajara el tipo de referencia más allá de aquel límite, y la inclusión de tal cláusula en el contrato de forma sorpresiva, oculta entre una profusión de cláusulas financieras, provoca una alteración subrepticia del precio del crédito, sobre el que los prestatarios creían haber dado su consentimiento a partir de la información proporcionada por el banco en la fase precontractual. 
De tal forma que un consumidor, con la información suministrada, entendería que el precio del crédito estaría constituido por el tipo de referencia variable más el diferencial pactados. Si partimos de la base de que, incluso en los contratos de adhesión con consumidores, rige la autonomía de la voluntad de los contratantes respecto del precio y la contraprestación, esto presupone la plena capacidad de elección entre las diferentes ofertas existentes en el mercado, para lo cual es preciso que el consumidor tenga un conocimiento cabal y completo del precio y de las condiciones de la contraprestación antes de la celebración del contrato. Como explica la doctrina, la regla de la irrelevancia del equilibrio económico del contrato sufre un cambio de perspectiva cuando esta parte del contrato no puede ser suficientemente conocida por el consumidor.  
En caso de que por un defecto de transparencia las cláusulas relativas al objeto principal del contrato no pudieran ser conocidas y valoradas antes de su celebración, faltaría la base para la exclusión del control de contenido, que es la existencia de consentimiento. Por eso, el control de transparencia a la postre supone la valoración de cómo una cláusula contractual ha podido afectar al precio y a su relación con la contraprestación de una manera que pase inadvertida al consumidor en el momento de prestar su consentimiento, alterando de este modo el acuerdo económico que creía haber alcanzado con el empresario, a partir de la información que aquel le proporcionó.
A continuación explica que, para hacer el juicio de transparencia hay que tener en cuenta las circunstancias que rodearon la celebración del contrato
el juicio sobre la transparencia de la cláusula no tiene por qué atender exclusivamente al documento en el cual está inserta o a los documentos relacionados, como la previa oferta vinculante, sino que pueden tenerse en consideración otros medios a través de los cuales se pudo cumplir con la exigencia de que la cláusula en cuestión no pasara inadvertida para el consumidor y que este estuviera en condiciones de percatarse de la carga económica y jurídica que implicaba. 
En este sentido, en la contratación de préstamos hipotecarios, puede ser un elemento a valorar la labor del notario que autoriza la operación, en cuanto que puede cerciorarse de la transparencia de este tipo de cláusulas (con toda la exigencia de claridad en la información que lleva consigo) y acabar de cumplir con las exigencias de información que subyacen al deber de transparencia.
(Compárese con lo que dijo en la Sentencia de 9 de mayo de 2013 sobre la intervención del notario)
… Los hechos acreditados en la instancia ponen en evidencia que la cláusula está introducida y ubicada dentro del contrato de tal forma que no aparece enmascarada ni se diluye la atención del contratante entre otras cláusulas, «sino que se muestra como una cláusula principal del contrato que expresa con meridiana claridad el contenido de la misma que no es otro que los límites al tipo de interés, señalando como límite inferior el 3% nominal anual, que aparecía resaltado en negrilla».
La Audiencia concluyó – de estos hechos y otros como la declaración de la notario – que estábamos en presencia de una cláusula negociada individualmente, por tanto, de una cláusula no predispuesta y que cae fuera de cualquier control ni de transparencia ni de contenido. Pero el Supremo, en lugar de corregir a la Audiencia, lo que difícilmente podría hacer sin convertirse en una tercera instancia, argumenta que, sea como fuere, y aunque la calificación como cláusula negociada individualmente por parte de la Audiencia no fuera correcta y, por tanto, se tratase de una cláusula predispuesta, los requisitos de transparencia se habían cumplido y, con ello, el art. 4.2 de la Directiva y la jurisprudencia del propio Tribunal Supremo. Lo dice muy bien el Supremo
No cabe variar la valoración jurídica realizada por la Audiencia sin alterar los hechos probados de los que parte, que muestran claramente que el prestatario conocía la existencia y el alcance de la cláusula suelo litigiosa, incluso se afirma que fue negociada individualmente. La cláusula cumple los requisitos de transparencia exigidos por la sala, … Esto es, a la postre, lo verdaderamente relevante.
Y, de nuevo, revoca la doctrina de la Sentencia de 9 de mayo de 2013 del siguiente modo
No (es relevante) que en el análisis del control de transparencia la Audiencia tenga que mencionar todos y cada uno de los parámetros empleados por la sentencia 241/2013, de 9 de mayo, para poder concluir, en aquel caso, que las cláusulas enjuiciadas superan el control de transparencia. En cada caso pueden concurrir unas circunstancias propias cuya acreditación, en su conjunto, ponga de relieve con claridad el cumplimiento o incumplimiento de la exigencia de transparencia.
… No se trata de una relación exhaustiva de circunstancias a tener en cuenta con exclusión de cualquier otra. Tampoco determina que la presencia aislada de alguna, o algunas, sea suficiente para que pueda considerarse no transparente la cláusula a efectos de control de su carácter eventualmente abusivo».
Se remite a un Auto del TS de 21 de septiembre de 2016 (RC 2456/2914)

Y concluye con una afirmación verdaderamente llamativa:

… ninguna de las partes ha cuestionado que la cláusula suelo hubiera sido predispuesta por el banco y por lo tanto no negociada. Bajo esta premisa, en la instancia se llevó a cabo el juicio de transparencia y ahora en casación lo que se ha cuestionado es que ese enjuiciamiento respetara la jurisprudencia sobre esta materia. Hemos resuelto, en los apartados anteriores, que el juicio realizado en la instancia sobre la transparencia de la cláusula suelo controvertida se adecúa a nuestra jurisprudencia. 
Pero al revisar el razonamiento de la sentencia recurrida no podemos dejar de realizar una aclaración complementaria, para evitar equívocos. La Audiencia, para remarcar el conocimiento que el cliente tenía de la cláusula suelo antes de la firma del contrato, llega a afirmar que «existe(n) en el procedimiento elementos probatorios que revelan que el establecimiento de dicha cláusula fue negociado individualmente entre los actores y la entidad demandada, hasta el punto de que la misma aplicó un "suelo", inferior al tipo usual aplicado por dicha entidad (…)». 
Si no fuera por el respeto debido a lo que ha sido objeto de debate entre las partes, este hecho declarado probado por la Audiencia hubiera permitido que

nos cuestionáramos en qué medida en este contrato la cláusula suelo no había sido predispuesta por el banco, al haber sido negociada,

y si por ello no resultaba de aplicación la normativa y la jurisprudencia sobre cláusulas abusivas, al quedar en entredicho la propia cualidad de condición general de la contratación de la cláusula litigiosa.
La cuestión es que,

una vez que elevamos las exigencias de transparencia, queda muy poco espacio para no afirmar que estamos ante una cláusula negociada individualmente,

como dijimos hace 25 años. Sobre los elementos esenciales del contrato (precio y prestación) debe recaer verdadero consentimiento.

Y si los requisitos de transparencia son muy exigentes, podemos afirmar que el consumidor “consintió” la cláusula, esto es, la aceptó cuando tenía la posibilidad de haber dicho que no y haber acudido a los competidores del banco para obtener el préstamo, y es precisamente esta valoración la que nos permite distinguir una cláusula predispuesta que ha sido “impuesta” de una cláusula predispuesta que ha sido “negociada individualmente”. No se olvide que el concepto de cláusula no negociada individualmente (art. 80 LCU y art. 3,1 Directiva) incluye la predisposición y la imposición (art. 3.2 Directiva).
Se considerará que una cláusula no se ha negociado individualmente cuando haya sido redactada previamente y el consumidor no haya podido influir sobre su contenido, en particular en el caso de los contratos de adhesión.
Por tanto, si la cláusula no estaba predispuesta, sino que se introdujo durante las negociaciones previas a la celebración del contrato o si el consumidor pudo influir en su contenido, porque, simplemente, le era razonablemente exigible que si no estaba de acuerdo con éste rechazara contratar y se dirigiera a otro banco, simplemente, la Directiva no se aplica ni la ley de consumidores en sus arts. 80 ss, tampoco.

Contratos inteligentes (III): no son mas que letras de cambio autogestionadas mediante anotaciones en cuenta

thefromthetree

Sarah Green ha publicado una breve columna en el blog de Oxford en la que explica qué son los contratos inteligentes (smart contracts) y extrae algunas consecuencias para el Derecho de los contratos (singularmente, para las reglas de interpretación y su aplicación por los jueces). Creo que el problema está mal planteado. Los contratos inteligentes no constituyen una innovación que afecte al Derecho. Son una innovación que afecta a la celebración y cumplimiento de los contratos. Espero tener ocasión de estudiar más a fondo el asunto y escribir más ampliamente sobre el tema. Ahora quisiera destacar que, como tantas veces ocurre con las nuevas tecnologías en relación con el Derecho, nihil novum sub sole. El Derecho es una herramienta inventada con la extensión de las sociedades agrarias (ubi societas, ibi ius) hace miles de años para favorecer la cooperación entre los miembros de un grupo de cierto tamaño y complejidad. De manera que sus reglas pueden alcanzar elevados niveles de abstracción y generalidad porque no se ocupan de transacciones o interacciones entre seres humanos concretas sino de “tipos” de transacciones o interacciones. De manera que un “pequeño” Código de apenas 2000 artículos es suficiente para ordenar todas las relaciones entre particulares en una sociedad de la complejidad de la española en 1889. o 2385 parágrafos son suficientes para regular las relaciones entre particulares en una sociedad de la complejidad de la alemana en 1900.

Decía Montesquieu que la letra de cambio era el invento más grande de la Humanidad desde, casi, la rueda. Y es probable que, aceptando la exageración, no le faltara razón al gran jurista del siglo de las luces. La historia de la contratación es la historia de los “inventos” humanos para reducir los costes de intercambiar. La letra de cambio convirtió un complejísimo contrato (el cambio trayecticio que implicaba, al menos, a tres personas situadas en lugares diferentes y la entrega de dinero, mercancías y la promesa de pago del precio de esas mercancías y la posibilidad de ceder el crédito al precio de las mercancías y de encargar a otro que estaba a miles de kilómetros de distancia que cobrara ese precio) en una “máquina”, en una “carta”, en una “cosa” que simplificó radicalmente la celebración y ejecución de todos esos contratos a los que hemos hecho referencia. Bastaba rellenar la letra y, llegada la fecha de vencimiento, presentarla al cobro. El deudor cambiario no puede negar el pago en, prácticamente, ningún caso.

La letra de cambio fue el primer gran contrato inteligente de la historia. Pero el papel, como soporte, ha perdido utilidad. Cuando los títulos que documentan derechos se emiten en masa, es mejor prescindir del papel (la “desmaterialización” de los títulos-valor) y sustituirlo por anotaciones contables, esto es, por apuntes en un “libro de contabilidad” que lleva alguien de quien nos fiamos porque el legislador le ha encargado tal tarea y vigila lo que hace (agencias y sociedades de valores, iberclear, etc). En ese libro de contabilidad se “apuntan” los contratos que se celebran y se ejecutan sobre esos bienes o derechos. Se habla de “transferencia contable” para referirse a la transmisión de la propiedad del bien o del derecho. Pues bien, un contrato inteligente – en el sentido de smart contract – sólo añade a la vieja letra de cambio y a las anotaciones en cuenta un elemento: la desaparición del tercero de confianza al que se encarga la llevanza del libro. El libro “se lleva solo”; lo “lleva” un programa de ordenador. Los holandeses no necesitaban banqueros para financiar las empresas en el siglo XVII. Inventaron el mercado de capitales, los títulos “líquidos” y ambos, sustituyeron al banquero que intermediaba entre el que tenía fondos para invertir y el que tenía proyectos de inversión. No había ordenadores, pero había seres humanos inteligentes que minimizan, mediante la cooperación, los costes de transacción. Nihil novum sub sole.

Tweet largo: ¿debemos reconocer personalidad jurídica a los robots?

fromthetree

Foto: @thefromthetree

Eidenmüller ha publicado un post en el blog de Oxford preguntándose si debiéramos reconocer personalidad jurídica a los robots. Creo que plantea mal la cuestión. No se trata de examinar si los “robots” se parecen a los individuos humanos. No se trata de decidir si tienen “conciencia” o pueden “actuar”. Se trata de un problema estrictamente jurídico – por tanto, no “real” – sobre consecuencias jurídicas que siguen a supuestos de hecho. Desde esta perspectiva, la cuestión es mucho más sencilla. La personalidad jurídica es un fenómeno principal, si no exclusivamente, patrimonial. Como hemos dicho en otro lugar:
Al hilo del estudio más general sobre la personalidad jurídica que emprendimos en nuestro trabajo de la revista InDret, hemos llegado a la convicción de que la personalidad jurídica es un fenómeno eminentemente patrimonial y, por tanto, que la personalidad jurídica debe estudiarse, sobre todo, en el ámbito de los Derechos reales. Cuando el titular del patrimonio que es la persona jurídica es un individuo, carece de sentido preocuparnos por distinguir entre el fenómeno patrimonial y el titular del patrimonio. Un individuo, para el tráfico jurídico-patrimonial no es más que el titular del patrimonio. 
Pero cuando un patrimonio pertenece a varias personas, determinar quién es el titular del patrimonio no es una cuestión que tenga una respuesta obvia, porque hay que determinar si el patrimonio pertenece al grupo de individuos directamente (copropiedad) o indirectamente (personalidad jurídica) mediante la interposición de una persona ficta – un cuerpo o corporación – de la cual son “miembros” (obsérvese la analogía con el cuerpo humano) los individuos que celebran el contrato por el que ponen en común bienes dinero o industria para perseguir un fin común (art. 1665 CC).

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