miércoles, 31 de agosto de 2016

Regular los productos financieros para los consumidores

Cuando se trata de tomar decisiones financieras, los consumidores – los hogares – se equivocan mucho más que cuando toman decisiones de consumo de productos. Hay abundantes pruebas de que los consumidores se equivocan de forma masiva y constante y hay indicios de que lo hacen en casi todos los ámbitos de sus decisiones de ahorro, endeudamiento e inversión. Las razones van desde el “analfabetismo” financiero de buena parte de la población (mayor entre los más pobres y entre los más jóvenes – los más “cultos” – son los que están en la edad de jubilación y luego vuelve a aumentar el analfabetismo, ya se sabe, los viejos son más incautos y desinhibidos), pasando por ignorar la “historia financiera” (qué inversiones han sido más rentables históricamente o cual ha sido la evolución de la inflación) o la tendencia a sobrevalorar las inversiones que resultan familiares en inmuebles – sobre las menos conocidas – acciones o bonos sobre todo extranjeros – o la sobreconfianza en los propios conocimientos financieros hasta la incapacidad de los consumidores para entender los términos de un contrato financiero. Con efectos extraordinarios

“Cuando el consumidor no entiende todos los costes de un producto financiero, los bancos tienen incentivos para reducir los costes iniciales e incrementar y ocultar los costes posteriores. De manera que la complejidad de los productos financieros puede ser una respuesta deliberada de las empresas frente a la incapacidad de los consumidores para entender los contratos que firman… Si los consumidores sofisticados pueden evitar estos costes posteriores alterando su conducta (por ej., no incurriendo en descubiertos en sus cuentas o pagando al contado sus compras con tarjeta de crédito) la competencia puede provocar que éstos obtengan precios más bajos a costa de los consumidores menos sofisticados, es decir, que se produzca un subsidio cruzado”

Si se piensa en lo ocurrido con las cláusulas-suelo, se comprende inmediatamente los incentivos de los bancos para ocultar la existencia de la cláusula en los contratos de préstamo hipotecario.

Una cuestión interesante es que, a diferencia de la compra de productos de consumo ordinarios, pero de forma semejante a cuando nos suscribimos a un gimnasio o a una revista, la adquisición de productos financieros requiere del consumidor predecir su propia conducta futura” en el largo plazo (cuánto trabajaré, si me cambiaré de domicilio, si cambiaré de trabajo…) o en el corto plazo (cuánto gastaré con la tarjeta y cuántas veces tendré un descubierto en la cuenta).

Y otra es que los consumidores son unos ingenuos/incautos cuando se enfrentan al “vendedor” de los productos financieros e ignoran, a menudo, los poderosos incentivos de estos vendedores para colocar los productos. No hay mucho que añadir para cualquiera que haya seguido lo que ha ocurrido en España con productos como las participaciones preferentes, los bonos convertibles. Lo triste es que, en la medida en que estos intermediarios tengan fuertes incentivos para colocar esos productos, los consumidores acabarán “consumiendo” una mayor cantidad de los productos “malos” de la que se comprarían en un mercado transparente o en el que los compradores pudieran confiar en la ausencia de incentivos distorsionados por parte del vendedor. Una prueba de la existencia de este problema es la dispersión de precios de productos aparentemente iguales. La ley del único precio no parece aplicarse a productos financieros cuya comparación debería ser, sin embargo, mucho más sencilla que la de un producto de consumo, puesto que sólo hay que medir su rentabilidad por riesgo.

Este problema es especialmente grave cuando se produce una liberalización de los productos que pueden venderse a los inversores minoristas porque éstos son particularmente confiados si el que les vende esos productos es el “director de la sucursal” donde han tenido sus ahorros toda la vida.

¿Y las soluciones?

Educar a los consumidores financieros no funciona, al menos, no demasiado y no parece eficiente en términos de coste-beneficio (esto es algo que olvidan los que nos bombardean cada día con incluir determinadas enseñanzas en la educación secundaria, que las horas de estudio son limitadas e introducir una materia se hace siempre a costa de otras).

Mejorar la información que se facilita a los consumidores (disclosure) funciona pero también con muchas limitaciones: la información no es útil a consumidores con muy poca formación financiera; las informaciones obligatorias pueden ser neutralizadas vía publicidad de otras condiciones del producto financiero; las obligaciones de información pueden ser neutralizadas fácilmente por los oferentes cumpliéndolas rutinariamente o diseñando el producto para que no se vea afectado por las normas legales que imponen la obligatoriedad de la información. De nuevo, un repaso por la jurisprudencia recaída en la materia en los últimos años en España confirma estas limitaciones (y lleva a los jueces a terminar tratando a los consumidores como idiotas, lo que no es descabellado si tenemos en cuenta el analfabetismo financiero rampante. La figura del consumidor descrita por el Tribunal de Justicia como razonablemente atento e informado no se aplica – ni por el legislador – al consumidor de productos de inversión (se explican así los requisitos de idoneidad y de conveniencia que impone el Derecho europeo al que comercializa productos financieros).

La regulación(en sentido fuerte de prohibición de determinados productos) de los productos financieros dirigidos a los consumidores es, pues, la más costosa de diseñar y aplicar razonablemente pero, a la vista de las limitaciones de las intervenciones conformes con el mercado, parece inevitable.

John Y. Campbell, Restoring Rational Choice: The Challenge of Consumer Financial Regulation, American Economic Review: Papers & Proceedings 2016, 106(5): 1–30

1 comentario:

Anónimo dijo...

Lo peor es que a los órganos públicos que es a los que compete legislar y regular tampoco les conviene porque gravan toda operación con impuestos y otros tributos con los que enmascaran sus despilfarros, y, cuanto más volumen, más ingresos para ellos. En la práctica, otro comisionista, el que debería de velar por los intereses del atolondrado y confundido consumidor.

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