jueves, 16 de marzo de 2017

Cláusula sorprendente en un contrato de seguro (piensen en cláusulas predispuestas intransparentes referidas al objeto principal del contrato)

elmardeverano

Foto: @elmardeverano

[...] Invalidez. Se encontrará en situación de invalidez el asegurado que se encuentre privado, de manera definitiva y permanente, de autonomía personal como consecuencia de alguna de las causas siguientes: » a) Enfermedades psicóticas irreversibles. » b) Hemiplejia o paraplejía irreversibles que supongan un trastorno funcional grave. » c) Enfermedad de Parkinson, en estado avanzado, que suponga un trastorno funcional grave. » d) Afasia total o de Wernicke. » e) Demencia adquirida por lesiones orgánicas cerebrales irreversibles. » También se considerarán inválidos los mutualistas que estén afectados de: » a) Ceguera total. » b) Pérdida de dos extremidades. » Otras causas no descritas en los anteriores apartados, aunque obligaran al mutualista a permanecer en cama de forma continuada, no se considerarán invalidantes».

El Supremo, en Sentencia de 2 de marzo de 2017 dice que es sorprendente y que es nula ex art. 3 LCS

esta sala aprecie un «insólito plus» en la cláusula controvertida que determina su carácter sorpresivo respecto de la prestación asegurada (pensión de invalidez), asimilándola más bien a un seguro de «gran dependencia» o de «gran invalidez», y la convierte en una cláusula limitativa de los derechos del asegurado. De forma que introduce una confusión y contradicción entre las cláusulas particulares y generales del contrato que vulnera los deberes de claridad y precisión que exige el artículo 3 de la LCS . Este precepto exige que sean destacadas de un modo significativo y que resulten expresamente aceptadas por escrito. Por lo que procede condenar a la entidad aseguradora al pago, con efecto de 1 de enero de 2011, de la prestación periódica mensual de 811,33 euros prevista en la póliza colectiva, así como a la condena al pago de los intereses de demora contemplados en el artículo 20 de la LCS . Todo ello de acuerdo con la pretensión subsidiaria de la demandante, dado que la póliza litigiosa no contempla expresamente la actualización anual conforme al IPC que solicita la demandante en su pretensión principal.

Verwirkung

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1. El recurrente, al amparo del ordinal tercero del artículo 477.2 LEC , por interés casacional por oposición a la doctrina jurisprudencial de esta sala, interpone recurso de casación que articula en un único motivo. En dicho motivo, denuncia la infracción del artículo 7.1 del Código Civil por considerar que la sentencia recurrida ha apreciado indebidamente la aplicación de la doctrina del retraso desleal al basar su decisión en el mero transcurso del tiempo unido a la falta de ejercicio del derecho. Por lo que ha ignorado que la doctrina jurisprudencial exige, además, que la conducta sea desleal; de forma que cree una confianza en el deudor de que el titular del derecho no va a reclamarlo. En apoyo de su tesis cita las sentencias de esta sala 532/2013, de 19 de septiembre , 352/2010, de 7 de junio , 769/2010, de 3 de diciembre y 872/2011, de 12 de diciembre .

2. El motivo debe ser estimado. La aplicación de la doctrina jurisprudencial del retraso desleal o verwirkung, como plasmación de un acto típico de ejercicio extralimitado del derecho subjetivo que supone una contravención del principio de la buena fe ( artículo 7.1 del Código Civil ), requiere de la concurrencia de diversos presupuestos. Así, en el plano funcional, su aplicación debe operar necesariamente antes del término del plazo prescriptivo de la acción de que se trate. En el plano de su fundamentación, su aplicación requiere, aparte de una consustancial omisión del ejercicio del derecho y de una inactividad o transcurso dilatado de un periodo de tiempo, de una objetiva deslealtad respecto de la razonable confianza suscitada en el deudor acerca de la no reclamación del derecho de crédito. Confianza o apariencia de derecho que debe surgir, también necesariamente, de actos propios del acreedor ( SSTS 300/2012, de 15 de junio y 530/2016, de 13 de septiembre ). En el presente caso, de los hechos acreditados en la instancia, se desprende que falta la concurrencia del presupuesto del ejercicio desleal de la reclamación del crédito por parte del Ministerio de Empleo y Seguridad Social. Pues, conforme a la doctrina jurisprudencial expuesta, y en contra del criterio seguido por la sentencia recurrida, la mera inactividad o el transcurso dilatado de un periodo de tiempo en la reclamación del crédito no comporta, por sí solo, un acto propio del acreedor que cree, objetivamente, una razonable confianza en el deudor acerca de la no reclamación del derecho de crédito. Por lo que el recurso de casación debe ser estimado.

Es la Sentencia del Tribunal Supremo de 2 de marzo de 2017

¿Qué “blindajes” de los administradores reducen el valor de la compañía y cuáles lo aumentan?

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Esta es una pregunta que ha ocupado a los economistas que se ocupan del Derecho de Sociedades desde hace tiempo. La idea original es que, en la medida en que aumentan los costes de agencia, cualquier decisión de los órganos sociales que haga más difícil sustituir a los administradores es contraria al interés social, es decir, reduce el valor de la compañía. Numerosos estudios empíricos han tratado de probar o refutar esta afirmación y se han elaborado “índices de blindaje” y se ha examinado si las compañías que tenían más medidas de protección de los administradores (cláusulas anti-OPA, píldoras envenenadas, paracaídas dorados para los administradores destituidos, cláusulas de cambio de control etc) en su regulación interna (estatutos, reglamentos, contratos con sus administradores ejecutivos) o se acogían a Derechos (lex societatis) más “amistosos” con los administradores (como los derechos que permiten a los administradores adoptar medidas anti-OPA en comparación con aquellos que incluyen un “deber de pasividad” de los administradores) provocaban una reducción o un aumento del valor de esas compañías.

Los autores de este post en el blog de Columbia dicen que la respuesta no es unívoca: hay protecciones de los administradores que aumentan el valor y otras que reducen el valor. Y, lo más interesante, naturalmente, es que puede adivinarse el criterio que nos permite predecir qué protecciones son conformes con el interés social y cuáles reducen el valor de la compañía. Según los autores, “sólo los acuerdos de protección que pueden ser adoptados unilateralmente por los administradores ( píldoras venenosas, paracaídas dorados y supermayorías para enmendar los estatutos)” reducen el valor de la compañía. Por el contrario, las medidas de protección de los administradores que requieren la aprobación de los accionistas(elección escalonada de los consejeros, supermayorías establecidas en los estatutos sociales y, por tanto, aprobadas por los accionistas o atribución de competencias a la junta para autorizar o instruir a los administradores en relación con operaciones estratégicas) aumentan el valor de la empresa.

A estos segundos, los autores los llaman “acuerdos bilaterales” frente al carácter “unilateral” que tendrían las medidas que pueden adoptar los administradores.

Si tienen razón estos autores, una vez más, el Derecho europeo se revela más eficiente que el Derecho norteamericano en lo que se refiere a la distribución de competencias entre administradores y accionistas.

La razón que explicaría estos distintos efectos sobre el valor de la compañía de unas y otras medidas se encontraría en que, las aprobadas por los accionistas permitirían “preservar la capacidad de los administradores para ejecutar estrategias de largo plazo que maximizan el valor de la compañía” sin temor a ser destituidos porque los resultados a corto plazo no respondan a las expectativas. De manera que constituyen una suerte de “compromisos creíbles” por parte de los accionistas frente a los administradores en el sentido de que no los destituirán a la primera de cambio. La eficiencia de este “compromiso creíble” estribaría, según los autores en la asimetría de información que sufren los accionistas. Los accionistas no pueden saber si la caída en la cotización o los decepcionantes resultados trimestrales se deben a que los administradores no están gestionando bien la compañía o a evoluciones del mercado en el que actúa la compañía y, sobre todo, no pueden saber si es un “precio” que vale la pena pagar porque, a largo plazo, la estrategia de la compañía es la correcta. Es el problema que Collins había llamado del “limited commitment” de los accionistas: su incapacidad para “prometer” a los administradores que les dejarán trabajar. Si los administradores no pueden confiar en que “les dejarán trabajar”, orientarán su actuación al corto plazo. Como en The Wire la policía de Baltimore y las estadísticas de delitos: si me vas a juzgar en función de si los asesinatos han disminuido en el próximo trimestre, tomaré las medidas – muchas de ellas destructivas – que sean necesarias para que las estadísticas correspondientes “pinten mejor” el próximo trimestre, aunque sea a costa de peores resultados en el largo plazo (aumento de los homicidios). Y lo que es más importante, el “mensaje” correspondiente de los accionistas (a través de la adopción de decisiones que protegen a los administradores frente a la destitución) a los demás interesados (clientes, trabajadores, proveedores…) es también el “correcto”. Estos invertirán en su relación con la compañía óptimamente si pueden confiar en la estabilidad de las relaciones con los administradores de la compañía.

El trabajo en el que está, en parte, basado el post, publicado en el Journal of Financial Economics (Cremers, Litov, and Sepe, 2017), se ocupa, en particular, de los llamados “consejos escalonados” un fenómeno exclusivamente norteamericano en el que la renovación de los puestos de consejero se realiza, como nuestro tribunal constitucional, mediante elecciones parciales (un tercio del consejo cada año), de manera que si alguien quiere hacerse con el control de la compañía, tardará tres años en renovar completamente el consejo y ponerlo “a su gusto”. La regla, pues, protege a los administradores frente a un cambio de control. Los autores concluyen que tener un consejo escalonado aumenta el valor de las empresas que desarrollan estrategias que requieren inversiones de largo plazo y que, cuando esas empresas eliminan la cláusula estatutaria correspondiente – “desescalonan” su consejo – el valor de la empresa cae. Su conclusión es que

“los cambios en el valor de las empresas que se producen con ocasión de modificaciones en la estructura del consejo de administración no se explican sobre la base de afirmar que los administradores se están blindando a través de la elección escalonada de los consejeros. Más bien, hay una relación heterogénea entre la estructura del consejo y la rentabilidad de la empresa, de forma que algunas empresas ven aumentado su valor con un consejo escalonado porque evitan ser objeto de una toma de control ineficiente o porque permiten a los accionistas mostrar su compromiso con la estrategia a largo plazo de la empresa, en particular, que ésta cumplirá sus obligaciones respecto de los demás interesados – clientes, proveedores, trabajadores – en el largo plazo”.

En el post, los autores generalizan este análisis a cualesquiera otra medidas anti-OPA o de blindaje de los administradores y concluyen que, en la medida en que sean adoptadas con la participación, autorización o aprobación de los accionistas, las medidas de blindaje no reducen el valor de las compañías y permiten a éstas mostrar su voluntad de cumplir los contratos implícitos de larga duración con los demás interesados en la empresa quienes, a su vez, pueden entonces realizar el nivel óptimo de “inversiones específicas” en su relación con ésta. Los accionistas están “prometiendo” que no destituirán a los administradores en el corto plazo porque no disponen de la información – de la que si disponen los administradores – para asegurarse de que es una medida acertada la de cambiar a los consejeros.

La otra conclusión es que los “índices de buen gobierno corporativo” hay que usarlos cum grano salis y que no pueden fundar, en exclusiva, las recomendaciones de los proxy advisors respecto del voto de los accionistas dispersos o institucionales en las sociedades cotizadas.

Además, este análisis es coherente con el hecho de que, en las salidas a Bolsa, el mercado “precie” el gobierno corporativo de la entidad (piénsese en Google o Facebook y la protección prácticamente inexpugnable de la que gozan los fundadores a través de acciones de voto privilegiado o el caso de Snapchat donde se ha privado a los accionistas dispersos del derecho de voto) y con la decisión de política jurídica del Derecho europeo de imponer a los administradores un deber de pasividad en el caso de OPA pero, a la vez, permitir a los accionistas autorizar toda clase de medidas anti-OPA.

Martijn Cremers, Saura Masconale and Simone M. Sepe What Matters in Corporate Governance?

Entradas relacionadas

Sobre el aumento de capital por compensación de créditos

Nota de Jesús Alfaro: en el Almacén de Derecho y en este blog hemos publicado dos entradas sobre el aumento de capital mediante compensación de créditos en los que nos referíamos abundantemente a los trabajos de Enrique Gandía. El profesor de la UAM nos envía el siguiente texto que, naturalmente, publicamos encantados.

 

Por Enrique Gandía

1. En ningún caso considero que sea irrelevante determinar a quién incumbe la carga de probar la conformidad del acuerdo con el interés social. Más bien todo lo contrario. Creo que cualquier acuerdo que suponga una injerencia en los derechos de los socios requiere una justificación adicional que corre a cargo de la sociedad. O por decirlo de otra manera: los acuerdos que a priori comporten un menoscabo para la sociedad o para los socios (i.e. acuerdos potencialmente lesivos o abusivos) escapan a la regla general del artículo 204.1 de la Ley de Sociedades de Capital. Y ello con independencia de que la Ley lo establezca expresamente en el caso concreto.

2. Pienso, por ejemplo, en el acuerdo de renuncia a la acción social de responsabilidad. Según el artículo 238.2 de la Ley de Sociedades de Capital, la junta general puede renunciar a ejercitar la acción social siempre que no se oponga a ello una minoría que represente, al menos, el cinco por ciento del capital social (o el tres, si la sociedad es cotizada). En este supuesto, la Ley no impone la obligación de justificar el acuerdo (como sí hace en el art. 308), pero no cabe ninguna duda de que esa obligación existe y recae de facto sobre la sociedad. Y es que si la junta decidiese acordar la renuncia «por las bravas», sin dar ninguna explicación de por qué librar de responsabilidad a los administradores es conveniente para los intereses de la sociedad, el socio impugnante no tendría que argumentar demasiado para convencer al juez de que se trata de un acuerdo que lesiona el interés social en beneficio de un tercero (el administrador), y de que debe ser anulado ex art. 204.1 I LSC. En consecuencia, habrá de ser la sociedad la que se esfuerce por demostrar que, dadas las circunstancias (v.gr.: insolvencia del administrador responsable, grave perjuicio para la reputación de la sociedad, etc.), lo mejor para el conjunto de los socios era renunciar a la acción social. Y para ello podrá emplear (ex ante) un informe similar al exigido por el art. 308 LSC o (ex post) la contestación a la demanda de impugnación.

3. Algo muy parecido sucede en los supuestos de (exclusión del derecho de suscripción preferente en) aumento del capital con cargo a aportaciones dinerarias: que una sociedad decida acudir a un tercero para aumentar sus recursos propios cuando los antiguos socios podían haber suministrado los fondos es una decisión que se presenta prima facie abusiva. De ahí que sea a la sociedad a la que le corresponda probar que, en el caso concreto, la medida resultaba necesaria, adecuada y proporcional (ALFARO, Interés social y derecho de suscripción preferente, Civitas, Madrid, 1995, pp. 105 y ss.). Pero no porque lo diga el art. 308 de la Ley de Sociedades de Capital, sino porque, al igual que sucede con el acuerdo de renuncia, la propia naturaleza de la operación —que a priori incide negativamente sobre los derechos de los socios— lo exige (supra 1). Pensemos por un momento que la Ley no impusiera a los administradores la obligación de redactar un informe justificativo. Aun en ese caso, la carga de la argumentación recaería de hecho sobre la sociedad, dado que el socio que quisiera impugnar el acuerdo por abusivo (art. 204.1 II LSC) no tendría más que alegar que su dinero vale tanto como el del tercero que suscribió el aumento de capital y que, a falta de mayor explicación, no había motivo para «expropiarle».

4. Si lo anterior es correcto, puede concluirse que el art. 308 LSC cumple, en realidad, una función muy modesta. Estamos ante una norma de carácter puramente declarativo, en la que no se establece más que un mecanismo de prevención de litigios. Lo que hace la Ley al exigir el informe justificativo a los administradores es, lisa y llanamente, adelantar al momento de la adopción del acuerdo el juicio de legitimidad que tendría lugar en sede de impugnación, haciendo que la mayoría «se retrate» y asuma de iure la carga —que ya le corresponde de facto— de probar que la supresión del derecho de suscripción preferente no fue abusiva para la minoría. Dicho con otras palabras: la función que cumple el informe del art. 308 LSC es la de ofrecerle a la sociedad la posibilidad de convencer al socio minoritario de que la supresión del derecho de preferencia, en el fondo, le beneficia y de que no le merece la pena impugnar el acuerdo.

5. Reducido el alcance del art. 308 LSC a estos términos, el hecho de que este precepto no se aplique a los aumentos in natura no resulta, en el fondo, tan dramático.

a) De ello no se desprende, a mi juicio, que, en este otro caso, la carga de probar el carácter abusivo del acuerdo recaiga sobre el socio impugnante (no creo, pues, que «en relación con los aumentos contra aportaciones no dinerarias» haya «sido voluntad del legislador que el control del acuerdo sea el general de los acuerdos sociales y ha puesto la carga de la argumentación sobre el socio que impugna»). Lo relevante para determinar a quién le corresponde la carga de la prueba no es lo que diga el artículo 308 LSC, sino ver en qué medida el acuerdo resulta potencialmente perjudicial para la sociedad o los socios (supra 1). Y, en este sentido, no parece difícil advertir que, en los aumentos in natura, se produce una injerencia en los derechos de los socios análoga a la que tiene lugar en un aumento con cargo a aportaciones dinerarias sin derecho de suscripción preferente (ALFARO, Interés social, pp. 128 y ss.).

b) La única consecuencia de que el citado precepto se refiera únicamente a los aumentos dinerarios sería entonces que, en relación con los no dinerarios, la Ley no habría previsto ningún mecanismo para prevenir un posible litigio, por lo que debería ser en sede de impugnación donde la sociedad —insisto, la sociedad, no el socio impugnante— argumentase que el acuerdo era conforme con el interés social. Ahora bien, entiendo que para las SA semejante mecanismo también existe: se trata del informe justificativo de la propuesta de aumento que deben redactar los administradores ex art. 286 LSC. En efecto, en estos casos, a diferencia de lo que sucede con los aumentos con cargo a aportaciones dinerarias, «las nuevas acciones tienen “destinatarios forzosos” en el sentido de que han de servir de contraprestación para los sujetos que realicen las aportaciones no dinerarias» (ALFARO, ob. cit., p. 130). Por eso no es necesario un informe ad hoc justificando la exclusión del derecho de suscripción preferente. Lo que ha de justificarse es el aumento en sí; es decir, los administradores «habrán de justificar en el informe [E.G.: el del art. 286 LSC] las ventajas que para la sociedad se derivarán de la adquisición de determinados bienes y las ventajas que se derivan o la necesidad de adquirirlos a cambio de acciones de la sociedad» (ALFARO, ob. cit., p. 131). Y si no lo hacen (al igual que si no motivan suficientemente el informe ex art. 308.1 LSC), el socio disconforme con la operación siempre podrá impugnar el acuerdo y tendrá que ser la sociedad la que asuma la carga de probar que el mismo no resultaba abusivo (no se aplica, en definitiva, la regla general del art. 204.1 LSC).

6. Trasladando estas reflexiones a los aumentos de capital por compensación de créditos, se podría concluir que el hecho de que no estemos aquí ante una aportación dineraria stricto sensu (dado que lo que se aporta es, en puridad, la extinción de un pasivo), no significa que se aplique la regla general del art. 204.1 LSC, y que haya de ser el socio impugnante quien pruebe el carácter abusivo del acuerdo. Porque, como acabo de decir, entiendo esto no pasa ni siquiera en los aumentos in natura [supra 5 sub b)]. Así pues, también en este supuesto tendrá que ser la sociedad la que aporte argumentos en favor del carácter no abusivo de la operación. Y, naturalmente, el esfuerzo argumentativo será mayor si es el socio mayoritario el que quiere capitalizar sus créditos, precisamente por esa facilidad «de crear créditos a cargo de la sociedad y a favor del socio de control out of thin air», o si lo que se pretende es llevar a cabo la operación estando la sociedad in bonis. En cualquier caso, la justificación podrá realizarse de forma previa (en el informe del art. 286 LSC) o con posterioridad (en sede de impugnación).

miércoles, 15 de marzo de 2017

Roncero sobre la business judgment rule

tejidos época soviética 2

tejidos época soviética

Antonio Roncero ha publicado un excelente trabajo sobre el art. 226 LSC. En cuanto al fondo, estoy de acuerdo con Roncero en prácticamente todas las cuestiones que aborda pero, dado que he escrito abundantemente sobre el tema, paso a comentar algunos de los pasos de su trabajo en los que puede existir alguna discrepancia, lo que, quizá, cree la equivocada impresión de que esta entrada es indebidamente crítica. He seguido el orden de exposición del propio Roncero, lo que es una señal de vagancia por mi parte que hará, para el lector interesado, menos agradable la lectura de este post.

1. Roncero no presenta fielmente el argumento – formulado por muchos autores – que justifica la existencia de la regla de la discrecionalidad de juicio empresarial en el hecho de que los jueces carecen de los conocimientos necesarios para enjuiciar las decisiones de carácter empresarial.

“este argumento resulta cuestionable pues tampoco a los jueces se les exige poseer conocimientos técnicos en medicina o en arquitectura, por ejemplo, y ello no impide que puedan valorar, con el auxilio de expertos, si el comportamiento de un médico o de un arquitecto ha sido acorde al nivel de diligencia que se exige en el desempeño de su profesión”.

Inmediatamente, añade, como si fuera otro argumento que

“el problema derivaría de la supuesta inexistencia de una lex artis de la actividad empresarial conforme a la cual quepa valorar la conducta de los administradores en la adopción de decisiones empresariales”

y, se le olvida añadir, lex artis que sí que existe en la labor de un médico o de un arquitecto.

Por tanto, el argumento es válido: los jueces carecen de los conocimientos necesarios para enjuiciar las decisiones de carácter empresarial y no hay disponible una lex artis a la que puedan recurrir (con ayuda de expertos en dicha lex artis) para enjuiciar dichas decisiones en términos de diligencia / negligencia.

2. La crítica a la validez del “sesgo retrospectivo” como fundamento de la business judgment rule (en adelante, BJR) Simplemente, no entendemos el razonamiento de Roncero. Transcribo

“Ahora bien, para evitar o reducir el sesgo retrospectivo es necesario no sólo que se apliquen reglas o criterios que permitan valorar el comportamiento o actuación de los administradores sin tomar en consideración el resultado favorable o desfavorable de sus decisiones, sino también que el enjuiciamiento del cumplimiento del estándar de conducta exigido se aisle del enjuiciamiento de la razonabilidad o racionalidad de la decisión… el problema, aunque se mitigue, se sigue planteando si el juez debe decidir conjuntamente sobre el cumplimiento del estándar de conducta exigido a los administradores y la razonabilidad o racionalidad de la decisión adoptada por éstos una vez que ya se conoce el resultado de la decisión, en este sentido, en Derecho español se ha señalado que la inexistencia de vista preliminar en el proceso declarativo determina que el tribunal deba tomar la decisión sobre la existencia de responsabilidad a la vista de todas las pruebas practicadas incluyendo también las relativas al fondo del asunto… lo que sin duda puede restar eficacia a la medida como instrumento para eliminar el sesgo retrospectivo”

Precisamente, la BJR evita que el juez tenga que hacer un juicio de razonabilidad de la decisión de los administradores y le ordena que se concentre en el procedimiento a través del cual se tomó la decisión y en la existencia o ausencia de conflictos de interés. De este modo, el hecho de que el juez intervenga inevitablemente cuando ya se ha revelado si la decisión fue beneficiosa o perjudicial para el patrimonio social deviene irrelevante. Es más, el juez sólo intervendrá si la decisión fue perjudicial, porque, si fue beneficiosa, no habrá pleito. Si la decisión fue disparatada (y, por tanto, no cubierta por la BJR), será difícil argumentar que se adoptó tras un procedimiento adecuado y con la información pertinente.

3. La aversión al riesgo de los administradores. Roncero acepta el argumento (la BJR contribuye a reducir la aversión de los administradores a adoptar decisiones arriesgadas – por si les hacen responsables de los daños – ) pero añade

“habrá de tomarse en consideración el grado o nivel de riesgo que los accionistas querrían que asumiesen los administradores de las sociedades en las que participan”

¿Cómo podemos saber qué nivel de riesgo “querrían” los accionistas que asumiesen los administradores? Si no nos lo dicen… A veces, lo dicen, como cuando dan instrucciones a los administradores (art. 161 LSC) o cuando deniegan su autorización para una operación (art. 160 f). Pero, por lo general, el legislador tiene que presumir que los accionistas – diversificados o potencialmente diversificados – son menos aversos al riesgo que los administradores – que tienen todos sus huevos en la misma cesta – y esta presunción es suficiente para justificar la bondad, a estos efectos, de la BJR como derecho “supletorio” eficiente (el que se habrían dado las partes de un contrato si hubieran previsto la cuestión).

4. Roncero dedica varias páginas a explicar que la BJR estaba ya incorporada al Derecho español de manera que se pregunta por “las razones que han fundamentado la incorporación de la regla al Derecho español” en lugar de dejar el asunto en manos de la jurisprudencia. Y luego, dedica otras pocas, a explicar si se daban en nuestro Derecho las razones que han llevado a otros legisladores a incluirla en sus leyes de sociedades. Pero decepciona cuando concluye que la cuestión es irrelevante, que lo que debemos hacer es “analizar la concreta configuración de la misma y su inserción en el sistema de deberes… de los administradores”. Esta forma de presentar los problemas es irritante. Si la cuestión es relevante, explíquese la opinión del autor. Si es irrelevante, prescíndase de la literatura que se ha ocupado de ella. Y es irritante porque coarta la discusión. ¿tienen razón los que dicen que no hacía falta el art. 226 LSC y que hubiera sido mejor dejar la cuestión en manos de los jueces? ¿Se ha reforzado la responsabilidad de los administradores en la reforma de 2014? Más adelante, Roncero dice lo siguiente

“En suma… la tipificación de la regla de protección de la discrecionalidad empresarial, innecesaria en sentido estricto, en tanto ya era reconocida… plantea un nuevo conjunto de dudas y problemas de interpretación para la delimitación de su ámbito de aplicación, derivado fundamentalmente de la opción por el concepto de decisiones estratégicas y de negocio frente al de decisiones empresariales, que puede generar más incertidumbre e inseguridad en su aplicación de la que podría existir de no haberse optado por incorporar la regla expresamente al Derecho positivo”

Este es uno de los párrafos en los que estamos más en desacuerdo con Roncero por lo que tiene de formalista. La promulgación del art. 226 LSC no ha generado ningún problema hasta la fecha, simplemente, porque los casos en los que se ha aplicado, no han ofrecido dudas al respecto. Y, antes de su promulgación, los mismos problemas de interpretación del término “empresarial” se habrían producido con los casos dudosos. Y, de no incorporarse a la ley, los profesores españoles, los jueces españoles y los abogados españoles no dispondrían, entre otras cosas, de mi trabajo y del trabajo de Roncero. Yo, desde luego, no me habría estudiado el tema de no ser por la promulgación de la norma. Y los operadores jurídicos tendrían los mismos problemas que resolver sólo que con menos herramientas para resolverlos (apenas un par de sentencias). Los jueces podrían contestar a Roncero que ellos están mejor con una delimitación legal de la BJR que sin ellas, aunque la delimitación legal genere, a su vez, dudas cuando tiene que aplicarse. Si Roncero tuviera razón, y llevando el argumento al absurdo, apenas necesitaríamos reglas legales en Derecho Privado. La crítica sería más atendible si la BJR no fuera una doctrina legal consolidada en todo el mundo o fuera dudosa desde el punto de política jurídica. Pero hay un sector de la doctrina mercantilista española (no me refiero a Roncero, quede claro) que tiene el “gatillo fácil” cuando de criticar al legislador se trata y un gatillo durísimo cuando hay que criticar a los colegas.

5. Roncero plantea correctamente que la BJR puede entenderse en dos sentidos distintos: como una norma que excluye la responsabilidad de los administradores por infracción del deber de diligencia (como sucede en algunos Derechos de Sociedades de EE.UU) o como una regla que facilita (o, ya veremos, asegura) a los administradores la prueba de que han cumplido con su deber de gestionar diligentemente la sociedad: si la decisión fue adoptada en los términos del art. 226 LSC, no podrá exigirse a los administradores que indemnicen los daños causados a la sociedad por la decisión porque habrían cumplido con su deber de diligencia.

Esta segunda es la concepción dominante en Alemania y, creemos, en España y se corresponde con la idea de Eisenberg (recogida en el Código de comercio para los socios-administradores de una sociedad colectiva) de disociar el estándar de diligencia del estándar de revisión. Roncero se suma a esta segunda interpretación del art. 226 LSC aunque, como veremos, su posición respecto a si la norma facilita a los administradores la prueba del cumplimiento del deber de diligencia o asegura dicho cumplimiento (puerto seguro) no es tan clara.

En los términos más breves: si la sociedad (i) sufre un daño y este daño (ii) está conectado causalmente con (iii) la conducta de los administradores, para que los administradores deban responder – indemnizar – el daño debe concurrir, adicionalmente un (iv) criterio de imputación subjetiva, es decir, que, además, los administradores hayan causado el daño incumpliendo sus deberes como administradores (o hayan infringido la ley o los estatutos) y, entre éstos, singularmente, su deber de diligencia. Y, lo que hace el art. 226 LSC es señalar que si se dan los requisitos del art. 226 LSC, el daño, aún causado por los administradores, no les será imputable a título de incumplimiento de su deber de diligencia. Por tanto, el que pretenda hacer responder a los administradores deberá encontrar otro criterio de imputación subjetiva del daño a los administradores distinto de la infracción de su deber de diligencia.

Tras una larga discusión, Roncero concluye que, si se acepta nuestra opinión (la BJR en Derecho español no hace mas que establecer un “puerto seguro” para que los administradores puedan demostrar que no actuaron negligentemente)

“debería haberse establecido un régimen específico de distribución de la carga de la prueba de los presupuestos de aplicación de la BJR que la hiciese recaer expresamente sobre los administradores sociales a partir de la aportación por el demandante de indicios de una conducta negligente”

(luego veremos que tampoco hace falta)

Así pues, parece que estamos todos de acuerdo en que el art. 226 se limita a facilitar la prueba a los administradores de que han cumplido su deber de diligencia. Y, naturalmente, nadie ha defendido que, verificado que no se cumplen los presupuestos de la BJR, se siga automáticamente la responsabilidad de los administradores. Simplemente se aplicarán las reglas generales.

De manera que la discrepancia se limita ahora a si el art. 226 LSC sólo “facilita” o además, “asegura” a los administradores la prueba de su diligencia. Es decir, si el “se entenderá cumplido” admite prueba en contrario por parte del demandante de la responsabilidad. Roncero parece (sólo parece) decantarse por la consideración del art. 226 LSC como una regla que sólo facilita a los administradores la prueba de que actuaron diligentemente:

“Resulta más equilibrado y mejor fundamentado… entender que el cumplimiento de los presupuestos de la BJR (no)… debería excluir por completo la posibilidad de exigir responsabilidad a los administradores (por infracción del deber de diligencia) aunque reduzca ésta a casos excepcionales en los que, a pesar del cumplimiento de dichos presupuestos la decisión aparezca desprovista de toda racionalidad”.

Decimos que sólo parece decantarse por esa interpretación porque el inciso final del texto que hemos transcrito elimina la apariencia. En efecto, también los que creen que la BJR es un puerto seguro y asegura a los administradores la prueba de su diligencia consideran que, no obstante, no cubre las actuaciones disparatadas de los administradores. La única diferencia se encuentra en que, según esta opinión, la BJR no cubre estas actuaciones “desprovistas de toda racionalidad” porque actuaciones desprovistas de cualquier racionalidad no pueden considerarse como producto de un juicio discrecional. Por tanto, la diferencia en la interpretación del art. 226 LSC se desvanece. Roncero, sin embargo, añade que el tenor literal del art. 226 LSC “el estándar de diligencia… se entenderá cumplido” le obliga a admitir que

“acreditado el cumplimiento de los presupuestos de aplicación de la regla, no cabrá exigir responsabilidad a los administradores sociales”

o sea, que el art. 226 LSC es un puerto seguro pero no cubre los disparates.

En efecto, 

“entendemos que el juicio sobre la racionalidad de la decisión de los administradores no es adicional respecto a la aplicación de la regla (en el sentido de que deberá realizarse dicho juicio al margen de que se cumplan los presupuestos de la regla), sino que está implícito en el propio examen de la concurrencia de los presupuestos de aplicación de la regla: no puede considerarse que concurren dichos presupuestos si la decisión es irracional, por ejemplo, porque conlleva la asunción de un riesgo innecesario o excesivo en atención a las circunstancias concurrentes en el momento de adoptar la decisión. Si la decisión es irracional, no puede entenderse que haya sido adoptada conforme a un procedimiento de decisión adecuado, ni tampoco de buena fe…

Al final dice que “con esta interpretación, prima facie, el derecho español se alinearía con la formulación de la BJR en los Principios ALI… y en Derecho alemán… (lo)… que lleva consigo que la acreditación del cumplimiento de los presupuestos de aplicación corresponde al administrador… demandado”, distribución de la carga de la prueba que Roncero considera razonable.

6. Cuando el art. 226 LSC se refiere a las “decisiones estratégicas y de negocio” dice exactamente lo mismo que el Derecho alemán o el Derecho norteamericano. Roncero discute esta afirmación porque traduce “unternehmerische” o “business” como “empresarial”. Pero la traducción del legislador “negocio” es mejor castellano. Negocio y business significan (incluso etimológicamente) lo mismo. Lo que ha hecho el legislador, con buen criterio es ejemplificar “negocio” añadiendo la expresión “estratégicas” que tiene una connotación saludable de ámbito de discrecionalidad. Los administradores han de diseñar y poner en práctica la “estrategia” que conduzca, de forma más prometedora, a la maximización del valor de la compañía, esto es, a la consecución del fin común. Por tanto, el legislador español no merece crítica alguna en este sentido ni tampoco en que la expresión legal cree dificultades de interpretación sobre el ámbito de aplicación de la regla que no existirían si se hubiera utilizado el adjetivo “empresarial”, lo que no significa negar que estas dificultades existan, sobre todo, cuando las decisiones estratégicas o de negocio han de ser ejecutadas a través de decisiones corporativas que son competencia exclusiva de la Junta de socios (modificaciones estructurales).

7. La relación entre “estratégica” y “de negocio”. Dice Roncero que

“el tenor literal del precepto parece referirse a decisiones que puedan ser calificadas simultáneamente de estratégicas y de negocio y no, en cambio, a dos tipos diferenciados de decisiones”

A nuestro juicio, la conjunción “y” que une a “estratégicas” y a “de negocio” no debe entenderse aditivamente como predicados de la “decisión”, sino ejemplificativas del tipo de decisión cubierto por la norma. La BJR cubre las decisiones discrecionales de los administradores, esto es, las decisiones no programadas por la ley respecto de las que los administradores han de ejercer su juicio y que vayan referidas a la estrategia de la empresa y, en general, a cualquier decisión de negocio. Porque “estratégicas” es demasiado estrecho en el sentido de que hay muchas decisiones de negocio que no son estratégicas pero no hay decisiones estratégicas que no sean de negocio. Lo que ha querido el legislador, al poner los dos predicados juntos es indicar al intérprete que la BJR se aplica a cualquier decisión de negocio y no sólo a aquellas de tal importancia que puedan afectar al desarrollo de largo plazo de la empresa. Al mismo tiempo, dado que el Consejo de Administración no puede delegar las decisiones estratégicas en el consejero-delegado, la expresión legal nos proporciona una pista importante para concluir que también los consejeros no ejecutivos están protegidos por la BJR.

8. El apartado 2 del art. 226 LSC limita el ámbito de aplicación de la BJR en nuestro Derecho más allá de otros porque el legislador ha considerado que cuando un administrador tiene que decidir, por ejemplo, sobre la retribución del consejero delegado, o sobre si dispensar a uno de sus colegas de la prohibición de competencia, no hay por qué darle un “puerto seguro” ya que no se exige, al administrador que realice un “juicio empresarial”, sino un juicio moral y la BJR no debe cubrir los juicios morales.

En fin, y como nos tiene acostumbrados, un buen trabajo del profesor Roncero que contribuye a que los que no saben del tema y los que sabemos algo del tema afilemos nuestras ideas y comprobemos su resistencia a las refutaciones de personas inteligentes que, como el profesor Roncero, actúan de buena fe, sin interés personal en el asunto, tras proveerse de la información necesaria y siguiendo el procedimiento debido en la academia.

Antonio Roncero Sánchez, Protección de la discrecionalidad empresarial y cumplimiento del deber de diligencia, en AA.VV. Junta General y Consejo de Administración en la sociedad cotizada, II, 2016, pp 383-423

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120 páginas apenas legibles para concluir esta barbaridad

“Siendo ésta la doctrina general que resulta de poner enrelación el art. 161 LSC con los arts. 236 ss LSC y en especial con el art. 236.2 LSC, en el ámbito de la sociedad cotizada entendemos que la singularidad derivada de la especial configuración competencial/funcional del consejo de administración, en los términos expuestos anteriormente, juega como límite legal a la validez y eficacia de los acuerdos de la junta (licitud) dando instrucciones o sometiendo a autorización previa decisiones o acuerdos del consejo en asuntos de gestión. Fuera de los supuestos antes referidos ligados esencialmente a determinadas decisiones de gestión singularmente relevantes o a situaciones especiales en que pueda encontrarse la sociedad, en la sociedad cotizada, dada su singularidad tipológica en cuanto a la configuración funcional del consejo y sus relaciones con la dirección, la intervención de la junta podría considerarse ilícita por contravenir dicha singularidad y por tanto los administradores no vendrán obligados a ejecutar el acuerdo de instrucción o autorización de la junta, de manera que no estarían exonerados de responsabilidad con base en el art. 236.2 LSC si ejecutasen dichos acuerdos de la junta… En todo caso, somos conscientes de las inseguridades que derivan de la reforma, dada la literalidad del art. 161 LSC y por tanto de las dificultades de esta interpretación que, en nuestra opinión, deriva de poner en relación el art. 161 LSC con la configuración funcional que la propia ley hace del consejo de administración en la sociedad cotizada”

Y, en el mismo libro, otros tres montones de páginas sobre las facultades indelegables del Consejo que no parecen darse cuenta que el carácter de indelegable de las competencias del consejo va referido a la relación del Consejo con el consejero delegado. Es decir, son normas sobre ¡la delegación de sus competencias por el consejo a favor del consejero-delegado o de la comisión ejecutiva! El legislador, naturalmente, no se refiere a las relaciones entre el consejo y la junta de accionistas, cuyas competencias no se ven, en absoluto, afectadas por el carácter delegable o indelegable de las competencias del consejo.

Y lo que más enfada de estos montones de páginas es que están llenas de “regañinas” al legislador que nunca hace las cosas bien. Nunca redacta las normas legales con suficiente cuidado. No quiero pensar qué ocurriría si dejamos en manos de estos escribidores, a los que cuesta un esfuerzo ímprobo simplemente leerlos, la fijación de la política legislativa.

Proporcionalidad entre participación en el capital y derechos de voto en la historia del Derecho de sociedades español

D.2.2.2b

 

En el siglo XVIII

En la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas (1728), el derecho de voto se atribuía de manera proporcional a la participación, pero solamente podían ejercitarlo quienes fuesen titulares de un mínimo de ocho acciones (art. 7). La misma regla se estableció, posteriormente, en la Real Compañía de San Cristóbal de la Habana (1740), a fin de «que el excesivo número de votos no dificultase] la deliberación, y expedición de los negocios de la Compañía» (art. 12), al igual que en la Real Compañía de Fábricas y Comercio de Toledo (1748), en la que, sin embargo, el número mínimo de acciones se reducía a cinco (art. 16). En sentido análogo, los estatutos de la Real Compañía de Barcelona (1755), limitaban el derecho de voto a los titulares de al menos ocho acciones, pero ningún accionista podía emitir más de un voto (art. 21). Por su parte, los estatutos de la Real Compañía de San Fernando de Sevilla (1747), reconocían un derecho de voto por cada seis acciones (art. 9), si bien concedían un voto preferente a los directores y fundadores para acordar los aumentos de capital, así «como para todos los casos, y cosas de gravedad, que ocurriesen]» (art. 8), fórmula que calcaba la del artículo 12 de los estatutos de la Real Compañía de Comercio y Fábricas de Granada (1747), … Idéntico privilegio se otorgaba también al presidente de la junta en la Real Compañía de Filipinas (1785), que actuaba en representación del Rey y tenía reconocido un voto «preeminente y decisivo» (art. 84). A finales de siglo, nos encontramos con que, en la Real Compañía de Seguros Terrestres y Marítimos (1789), eran necesarias cinco acciones para poder votar en la junta … Y, ya en los albores del siglo XIX, la Compañía de Seguros Marítimos , establecida en la ciudad de Cádiz con el nombre de Reyna Maria Luisa (1800), reconocía a todos sus socios el derecho a asistir y votar en la primera junta, aunque se requerían, al menos, veinte acciones «propias o reunidas en una misma persona» para poder hacerlo en las juntas sucesivas (art. 6).

Y en el siglo XIX

… el Código de Comercio de 1829 tampoco regulaba esta cuestión. No obstante, el Reglamento de ejecución de la Ley de 28 de enero de 1848, publicado el 17 de febrero de ese mismo año, pasó a exigir que los socios tuvieran iguales derechos y que éstos se distribuyeran proporcionalmente al número de acciones poseídas por cada uno (art. 2), aunque ello no impedía fijar un límite máximo al número de votos. Posteriormente, el Real Decreto de 19 de octubre de 1853, por el que se aprobaba el reglamento para la formación y régimen de las sociedades anónimas en la isla de Cuba estableció para éstas un sistema de voto de carácter dispositivo, en virtud del cual cada socio tenía derecho a un voto por cada mil pesos de participación en el capital social, hasta un máximo de 10 votos (art. 32).

Más tarde, la Ley de sociedades anónimas de 1869 volvería a guardar silencio acerca del modo en el que habían de repartirse los derechos de voto. Pero, si atendemos a la práctica estatutaria del momento, todo indica que la distribución del poder de decisión conforme a un principio de proporcionalidad estricta debió ser un fenómeno absolutamente marginal. A este respecto, y aunque la muestra no sea muy representativa, es revelador que, de entre 41 sociedades anónimas constituidas entre 1869 y 1885, únicamente hayamos encontrado tres en las que se reconocía un derecho de voto a cada acción, sin limitar el número máximo de votos por accionista. …Algunas sociedades -aproximadamente el 14% del total- tenían un sistema de sufragio escalonado decreciente en perjuicio de los accionistas mayoritarios, … Tan sólo una de las compañías analizadas acogía el voto viril o por cabezas. Además, era bastante común que, con independencia del sistema previsto, los estatutos atribuyesen un voto decisivo al presidente de la junta en caso de empate. En 1892, estando ya en vigor el nuevo Código de Comercio, encontramos publicados en la Gaceta de Madrid los estatutos de una sociedad constituida todavía al amparo de la Ley de 1869 -la Compañía General de Tranvías - en los que se prevén acciones de voto plural; en concreto, se establecen dos «series» de acciones, A y B , ambas de idéntico valor nominal (500 ptas.), aunque las primeras con el triple de votos que las segundas (art. 2163)).

Y en el siglo XX

(de acuerdo con) la Ley de Sociedades Anónimas española de 1951… en ningún caso podría quebrantarse el principio de la proporcionalidad entre el capital de la acción y el derecho de voto (pero el) texto definitivo de la Ley… optó simplemente por prohibir la creación de acciones de voto plural… esta prohibición fue objeto de una interpretación tan sumamente amplia que, en la práctica, abarcaba cualquier cláusula estatutaria que supusiera una desviación directa o indirecta del citado principio: en virtud de esta interpretación, se entendían prohibidas la concesión del mismo voto a las acciones de distinto valor nominal, la concesión de un mismo voto por grupos iguales de acciones de distinto valor nominal o por grupos desiguales de acciones del mismo valor, la concesión de un voto por acción ordinaria y de un voto también por grupos de acciones especiales del mismo valor nominal que las ordinarias, la limitación del voto de algunas acciones a determinados acuerdos, etc.108)… se acabó (así) adoptando uno de los sistemas más restrictivos de la época… (excepto que) se admitía la limitación al número máximo de votos que podía emitir un mismo accionista (art. 38.2) y… se permitía a las sociedades conservar las acciones de voto plural «o cualesquiera otras que [supusieran] una derogación del principio de proporcionalidad entre el capital de la acción y el derecho de voto» que hubieran emitido válidamente antes de la entrada en vigor de la Ley (DT 7.ª).

… La Ley 19/1989, … declaró inválida la creación de cualquier clase de acciones que, de forma directa o indirecta, alterasen la proporcionalidad entre el valor nominal y el derecho de voto ( art. 36.2 LSA), aunque admitió, a renglón seguido, la emisión de acciones privilegiadas sin derecho de voto por un importe no superior a la mitad del capital social desembolsado [ arts. 47.a) y 47.b)LSA]… opción legislativa, trasladada después al Texto Refundido de la Ley de Sociedades Anónimas ( arts. 50.2, 90, 91 y 92),

….Sin embargo, en materia de sociedades de responsabilidad limitada ya durante la vigencia de la Ley de 1953, parte de la doctrina interpretó que… cabía admitir participaciones con voto plural. Más tarde, la Ley de Sociedades de Responsabilidad Limitada de 1995 pasó a decir que cada participación concedía a su titular el derecho a emitir un voto «salvo disposición contraria en los estatutos» ( art. 53.4)122), fórmula que, sin lugar a dudas, daba cobertura legal a las participaciones de voto plural y que, según la mejor doctrina, amparaba también la creación de participaciones privadas del derecho de voto sin límite de cuantía e, incluso, sin necesidad de reconocerles privilegio económico alguno.

Enrique Gandía, Reflexiones en torno al principio de proporcionalidad a propósito de la reciente introducción del voto privilegiado en Italia. Revista de Derecho Mercantil 300 Abril - Junio 2016

 

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martes, 14 de marzo de 2017

El desenlace del asunto Central Lechera Asturiana

paisaje-asturias

De este asunto, nos hemos ocupado en varias ocasiones (v., entradas relacionadas) y nos parece que será un “leading case” en el estudio de los deberes de lealtad de los administradores dominicales en particular y de los administradores de sociedades filiales designados por la matriz en general.

Como se recordará, los consejeros designados por la matriz participaron en el acuerdo del consejo de administración de la filial por el que éste aprobaba los términos de un acuerdo de licencia de marca entre la matriz y la filial. El socio minoritario de la filial, que tenía varios consejeros, impugnó el acuerdo porque consideraba que los términos del nuevo contrato de licencia de marca eran contrarios al interés social de la filial (el canon “pactado” era mucho más elevado). La mejor solución técnica pasa por afirmar que los administradores designados por la matriz sufrían un conflicto de interés “por cuenta ajena” puesto que se veían sometidos a dos deberes contradictorios entre sí: su deber hacia la matriz que les había nombrado (y de la cual eran, también, socios) y su deber hacia la filial (maximizar el valor de la filial). El asunto acabó judicialmente con la anulación del acuerdo del consejo de administración y, por tanto, con la falta de firma de un nuevo contrato de licencia

Rodríguez Villa nos cuenta el desenlace empresarial: el socio mayoritario – la SAT de ganaderos – y matriz de la filial – CAPSA, la empresa operativa que explota la marca Central Lechera Asturiana – ha comprado su participación en la filial al socio minoritario y, una vez sin la presencia de éste, el nuevo contrato de licencia de marca se ha celebrado sin problemas.

De una parte, parece que estamos ante un ejemplo más que demuestra el empleo que los minoritarios suelen hacer de los procesos de impugnación de acuerdos sociales como instrumentos para forzar a la mayoría a que compre su participación social. Tal riesgo, como vemos, se acentúa en el seno de los
grupos de sociedades, a menos que se tomen las medidas oportunas para evitar esta tiranía de la minoría, que conduciría a inhabilitar prácticamente
las decisiones de la mayoría. En este caso, la sociedad de capital francesa obtuvo que, al fin y a la postre, los ganaderos asturianos comprasen dicha participación accionarial minoritaria. Y de otro lado, que, teniendo en cuenta
que los otros dos socios minoritarios que permanecieron en CAPSA son entidades financieras y las cifras económicas que se derivan del segundo contrato, convendría reflexionar sobre si hubo o no razones de peso para estimar la impugnación del acuerdo del Consejo por el que se aprobó el primer contrato.

Con todo el respeto para Rodríguez Villa, creo que le pierde su “asturianía”. Que los minoritarios utilicen la impugnación de acuerdos sociales para convencer al mayoritario de que compre su participación no habla ni para bien ni para mal de los méritos de la impugnación. Aunque el único objetivo perseguido por los minoritarios fuera forzar la compra de su participación a buen precio, la impugnación es legítima si, como era el caso, los términos del nuevo contrato de licencia de marca eran claramente peores para la filial que los del contrato precedente. Y los jueces hicieron lo que debían: decidir sobre la validez o nulidad del acuerdo del consejo de la filial según su leal saber y entender y con independencia de las presiones locales. Es más, la sentencia del Tribunal Supremo que cita Rodríguez Villa en su trabajo y que ha recogido la doctrina de las “ventajas compensatorias” (aunque no como ratio decidendi) para los grupos de sociedades, no merece consolidarse. Supone alterar la causa del contrato de sociedad sin consentimiento de los socios minoritarios al poner a las filiales “al servicio” del interés del grupo. De nuevo, el art. 190.3 LSC marca la pauta para resolver estos conflictos: exigir a la matriz que vota como administrador o como socio en la filial que pruebe que el acuerdo social – de la junta o del consejo – adoptados en la filial se corresponden con el interés social de la filial.

Al parecer (gracias NC), el problema está en la estructura de precios de la matriz. Para favorecer a los ganaderos, la matriz compra la leche a éstos a un precio superior al de mercado pero la revende a la filial a precio de mercado, de forma que sufre pérdidas que pretende compensar con los ingresos de la filial por la cesión de la marca. Estas subvenciones cruzadas son incompatibles con la presencia de minoritarios en la filial que no sean, a su vez, los ganaderos que reciben “dividendos” de su participación en la matriz en forma de precios supracompetitivos por la leche. La única solución a los conflictos de interés que se generan por las subvenciones cruzadas pasa por eliminar la presencia de minoritarios en la filial. Una vez que coinciden los accionistas de la filial con los socios de la SAT que funge como matriz, desaparece el típico conflicto propio de los grupos de sociedades.

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La prohibición de voto del accionista. A propósito de Sánchez Ruiz en Lex Mercatoria

foto: jjbose

En el artículo 190 LSC se prevén dos supuestos en los que el socio de una limitada ha de abstenerse en la votación de la junta pero el accionista de una sociedad anónima no ha de hacerlo salvo que la prohibición de votar esté recogida en los estatutos. La lógica del precepto salta a la vista con su simple lectura:

1. El socio no podrá ejercitar el derecho de voto correspondiente a sus acciones o participaciones cuando se trate de adoptar un acuerdo que tenga por objeto:

a) autorizarle a transmitir acciones o participaciones sujetas a una restricción legal o estatutaria,

b) excluirle de la sociedad…

En las sociedades anónimas, la prohibición de ejercitar el derecho de voto en los supuestos contemplados en las letras a) y b) anteriores solo será de aplicación cuando dicha prohibición esté expresamente prevista en las correspondientes cláusulas estatutarias reguladoras de la restricción a la libre transmisión o la exclusión.

Es decir, el legislador, consciente de que en la sociedad anónima las acciones son, a falta de pacto estatutario, libremente transmisibles y que no hay causas legales de exclusión del accionista, exige, para que el accionista se vea privado del derecho a votar, dos condiciones.

  1. que los estatutos sociales prevean una cláusula de autorización como restricción a la transmisibilidad de las acciones o una cláusula de exclusión de accionistas (lo que es una “prueba” de la licitud de las cláusulas estatutarias de exclusión de socios en las sociedades anónimas) y
  2. que en la cláusula estatutaria correspondiente se prevea que, en los correspondientes acuerdos de la junta por los que se autoriza la transmisión o se excluye a un socio, se establezca que el accionista afectado no vota.

De modo que, a falta de la expresa previsión estatutaria, el accionista podrá votar, tanto en uno como en otro acuerdo. Pero si lo hace, será de aplicación el párrafo 3º del precepto que, como es sabido, pone la carga de la prueba de la conformidad del acuerdo con el interés social a cargo de la sociedad o del accionista que votó cuando su voto hubiera sido decisivo del sentido del acuerdo.

La regulación legal – nos dice Sánchez – no parece haber dejado sin vigencia la doctrina de la Sentencia del Tribunal Supremo de 12 de noviembre de 2014, a tenor de la cual, son válidas las cláusulas estatuarias (incluso establecidas por acuerdo mayoritario de la junta, esto es, sin consentimiento de todos los socios) que prohíben a los socios votar cuando se encuentren en un conflicto de interés “siempre que se refieran a supuestos concretos” y siempre que se describan auténticos conflictos de interés. En efecto, a pesar del aparentemente duro tenor literal del art. 190.1 1ª frase (“no podrá ejercitar el derecho de voto” y del art. 190.1 II (“la prohibición de ejercitar el derecho de voto en los supuestos contemplados en las letras a) y b) anteriores solo será de aplicación”) y el art. 190.3 (“En los casos de conflicto de interés distintos de los previstos en el apartado 1, los socios no estarán privados de su derecho de voto”) no hay ninguna razón para considerar la norma imperativa y limitativa de la libertad estatutaria. Si acaso, dudas acerca de si es necesario el consentimiento de todos los accionistas dado que se les está privando de un derecho individual. Pero, a la vista de las limitaciones que se derivan de la propia sentencia para la validez de estas cláusulas, no puede decirse que estemos ante una cláusula estatutaria que priva a los accionistas de un derecho individual ya que no les priva de la titularidad del derecho de voto sino que les impide su ejercicio en circunstancias concretas. Tampoco el art. 190.3 – nos dice Sánchez – es un obstáculo a esta interpretación del precepto ya que su sentido no es limitar la libertad estatutaria sino aclarar la inversión de la carga de la argumentación que se contiene en el mismo.

Sánchez se pregunta, además, por qué el legislador no estableció que la prohibición de voto del accionista se aplicara automáticamente una vez que en los estatutos se recoge la limitación a la transmisibilidad de las acciones o la causa de exclusión del accionista. En su opinión, el requisito legal favorece a los mayoritarios, que verán así facilitada la concesión de la autorización para transmitir y dificultada su exclusión de la sociedad gracias a que participarán en las votaciones correspondientes y no es previsible, naturalmente, que voten en contra de la autorización o a favor de la exclusión cuando son ellos los afectados.

“Además, salvo disposición en contrario, el órgano competente para otorgar la autorización (para transmitir) no es la junta sino el órgano de administración, lo que reduce mucho el alcance del supuesto que nos ocupa”

Y, en relación con la exclusión, hace prácticamente imposible la exclusión del socio mayoritario o de control. Y añade que

Contraviene claramente el principio de igualdad de trato que, en presencia de una misma causa de exclusión, prevista como tal en los estatutos, pueda haber accionistas que sean inmunes a la exclusión y, al mismo tiempo, estén dotados del poder de excluir a los restantes.

Aunque admiramos sinceramente el trabajo de Sánchez Ruiz (siempre se sabe lo que sostiene, no rellena páginas por rellenarlas y se aprende al leerla) creemos que su crítica del art. 190 es exagerada.

La primera razón es que la institución de la exclusión de socios es una institución “sesgada” en su propia configuración dogmática y legal. Así como el derecho de separación es un instrumento de protección del socio minoritario, la exclusión es una institución que sirve a la mayoría para terminar su relación con el socio minoritario cuando la presencia de éste en la sociedad pone en peligro la consecución del fin común. Eso lo hemos defendido desde nuestros primeros trabajos sobre la exclusión de socios. La mayoría siempre puede disolver la sociedad aún contra la voluntad del socio minoritario. Pero el recurso a la disolución es una solución más costosa para el mayoritario que la exclusión ya que si disuelve, el mayoritario ha de proceder a liquidar la sociedad y reconstituirla ya sin la presencia del minoritario. La exclusión, pues, es un mecanismo eficiente para deshacer la relación entre mayoría y minoría sin tener que liquidar la sociedad. Reduce los costes de transacción, por así decirlo. Pero, para garantizar que el mayoritario no expropia al minoritario, la Ley exige que exista justa causa (legal, estatutaria o justos motivos, en mi opinión) de exclusión. Además, el “sesgo” legal de la exclusión se aprecia en la regulación del art. 352 LSC que requiere de una sentencia para que se pueda excluir a un socio que ostenta un 25 % del capital.

De manera que la regulación del art. 190 LSC es coherente con la figura de la exclusión: no se puede mayorizar al socio minoritario que es lo que ocurre cuando, en la exclusión, el socio mayoritario es el excluido y no puede participar en la votación. Si acaso, lo criticable es que, el legislador de la sociedad limitada incluyera la prohibición de voto en el antiguo artículo 52 LSRL. Al prohibirse al socio mayoritario votar en el acuerdo sobre su exclusión se puede poner en manos de un socio que tenga sólo un 10 % tal decisión (si el capital está repartido entre dos socios al 90/10 %). Es lo que sucede cuando se ponen “límites rígidos” al derecho de voto en lugar de “límites flexibles” como el del art. 190.3 LSC.

La regla del art. 190.3 LSC constituye una solución equilibrada, conforme valorativamente con los derechos individuales del socio y con el derecho de la mayoría a gestionar la sociedad y, sobre todo, constituye la regla central de solución de los conflictos de interés de los socios (y, en alguna medida, de los administradores cuando nos encontremos en casos de conflictos de interés de éstos “por cuenta ajena”). Si en el acuerdo de autorización de la transmisión de las acciones o de exclusión de un socio, participa el interesado y, con su voto decisivo, la sociedad adopta un acuerdo contrario al interés social, el socio que impugne el acuerdo tiene una posición cómoda ya que habrá de ser la sociedad o el socio afectado el que demuestre que la decisión de autorizar o de no excluir era la conforme con el interés social.

No es tan difícil imaginar cómo podría proporcionarse tal prueba. Por ejemplo, supongamos que se autoriza a un accionista a transmitir sus acciones a un delincuente como lo era Ruiz-Mateos (este señor se dedicó, algunos años, a prestar servicios de este tipo a socios descontentos) o supongamos que el socio mayoritario está expropiando sistemáticamente a la sociedad y a los demás socios con sus actividades desleales. No creemos que sea difícil para un juez anular el acuerdo y declarar adoptado el acuerdo contrario (como ha demostrado que puede hacer en su trabajo de próxima publicación en la Revista de Derecho Mercantil el profesor Iribarren).

Mercedes Sánchez Ruiz, Voto y conflicto de intereses del accionista, Lex Mercatoria, 4(2016)

Hamilton sobre los cizañeros

Hamilton-2

 

La verdad es, sin duda, que el único camino para la subversión del sistema republicano de nuestro país es el de halagar los prejuicios de la gente, sus emociones, celos y temores, para crear confusión y provocar conmoción civil de forma que, finalmente cansada de la anarquía o falta de gobierno, la gente se refugie en los brazos de la dictadura que proporciona reposo y seguridad.

Alexander Hamilton

Buenas instituciones hacen ciudadanos generosos

 

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Biblioteca Estocolmo

La tesis del trabajo puede condensarse en este párrafo del mismo

Las instituciones formales que aumentan la responsabilidad y la aplicación crean incentivos de arriba hacia abajo para cooperar, llevando a la gente a adoptar una heurística prescribiendo cooperación que se aplica incluso en entornos de cooperación puramente ajenos al alcance de cualquier institución; Y que la variación transcultural en la calidad de estas instituciones formales, por lo tanto, ayuda a explicar la variación transcultural en los niveles de pura cooperación.

Recuérdese que el concepto de “institución” es uno de los más ambiguos de los utilizados por las ciencias sociales incluido el Derecho. S. R. Waldman tiene una buena definición de institución aquí. Básicamente, dice que, aunque técnicamente, las instituciones son “pautas de conducta social con roles estereotipados” (patterns-of-social-behavior-with-stereotyped-roles): rol de madre, de administrador de una compañía, de patrono de una fundación, de policía, de prostituta, de chapero…, una definición más expresiva y sencilla es la que rezaría que

las instituciones son a los grupos de personas lo que los hábitos o las costumbres son a los individuos.

La sociedad anónima es una institución, la prostitución es una institución, la maternidad es una institución, la seguridad social es una institución, la bolsa de valores es una institución, la banca es una institución, el Obispado es una institución. El kiosko de prensa es una institución.

Y, lo que dicen los autores de este trabajo es que las pautas de conducta que nos han servido bien en el pasado, tienden a interiorizarse y a adoptarse en el futuro también en contextos en los que no se dan todas las circunstancias de hecho que justificaron la adopción de esa pauta de conducta en el pasado. Es la forma heurística de razonar de los seres humanos.Y, si esa pauta de conducta ha generado beneficios para el individuo (a través de su participación en los beneficios que la conducta social ha generado para el grupo en el que se inserta ese individuo, beneficios de la cooperación que se reparten entre los miembros del grupo) y se internaliza, de forma que el individuo no se pregunta en cada ocasión usando grandes dosis de computación cerebral y prescindiendo de buena parte de la información disponible, si debe o no seguir la pauta de conducta que le ha servido bien, es lógico que observemos que los individuos cooperan incluso en contextos en los que no están presentes los incentivos – beneficio individual – para cooperar.

Si las sociedades se diferencian entre sí en la extensión y “calidad” de las instituciones que favorecen la cooperación, es lógico que asistamos a diferencias en la disposición a la cooperación, en general, entre los individuos que pertenecen a unos grupos y otros definidos cultural y geográficamente. Los individuos, “acostumbrados” a cooperar, a responder cooperativamente de forma intuitiva, cooperarán también en contextos en los que la respuesta racional – la que resulta de la deliberación “perfecta” – sería no cooperar.

De modo que, “cuando las instituciones son fuertes”, en el sentido de que generan comportamientos muy cooperativos en los individuos afectados por la institución en “situaciones típicas” en las que cooperar beneficia individualmente al sujeto (repetimos, porque participa en los beneficios que la cooperación genera para el grupo y que se reparten entre los miembros de ese grupo), es natural que los miembros de ese grupo dotado de instituciones fuertes desarrollen heurísticas que les llevan a cooperar intuitivamente y, por tanto, a hacerlo aun cuando no estén presentes las circunstancias que garantizarían la obtención del beneficio individual.

Lo que el trabajo añade es la dirección causal: son las instituciones fuertes las que producen un incremento de la sociabilidad o prosocialidad de los individuos afectados por tales instituciones y que ésta sea mayor en los grupos que disfrutan de buenas instituciones en comparación con los individuos que pertenecen a grupos que sufren malas instituciones.

Los autores advierten que los incentivos psicológicos para cooperar y para castigar al que no coopera o, simplemente, al incumplidor son diferentes, porque, por ejemplo, se castigue, simplemente, para expresar el desprecio hacia el otro. De modo que si cooperamos más – desplegamos más conductas prosociales – simplemente porque hemos internalizado esas conductas y las desplegamos sin deliberación alguna ni análisis “coste-beneficio”, eso no significa que también castiguemos más a otros (que es una conducta costosa) si el castigo no es altruista sino expresivo, por ejemplo. Es decir, que si la razón por la que observamos más cooperación bajo instituciones fuertes o buenas es la internalización de una heurística (“coopera, que es bueno para tí”) que se utiliza en contextos en los que cooperar no beneficia necesariamente al individuo, no deberíamos ver más “castigo” (prosocial o expresivo) pero

si los efectos externos (más cooperación) se deben a cambios en el entendimiento de las normas sociales aplicables en esa situación y no a la heurística, es decir, a que, al ver que otros participantes cooperan bajo instituciones fuertes, se fortalece la creencia de uno de que ser prosocial es la conducta debida en el contexto actual (y ver a otros no cooperar bajo instituciones débiles socava esta creencia), en la medida en que las personas castiguen comportamientos que ven como violaciones de normas, debemos esperar ver más castigo cuando los individuos están expuestos a instituciones más fuertes. Por lo tanto, examinar si los incentivos para cooperar para influir en el castigo ayudan a distinguir entre la SHH y las cuentas basadas en normas de los spillovers.

Por tanto, el aumento de los castigos a los incumplidores nos permite distinguir si los comportamientos prosociales son causados por la internalización del razonamiento heurístico o por la mera existencia de normas sociales.

A través de dos experimentos, los autores concluyen que “vivir bajo instituciones fuertes aumenta la prosocialidad”, es decir, que los comportamientos prosociales y las instituciones fuertes están correlacionados. Y que “una institución que sanciona los comportamientos egoístas, afecta positivamente al nivel de prosocialidad de las conductas en un contexto distinto a aquel donde se ha impuesto la sanción al egoista. Por tanto, conductas prosociales en un contexto refuerzan las conductas prosociales en otro contexto y esas conductas prosociales derivan de la existencia de instituciones fuertes que incentivan a la cooperación. Pero no se observa “un efecto directo de la calidad institucional sobre el nivel de castigo” por los individuos a los individuos que se comportan egoistamente, lo que indicaría que la “calidad institucional no impacta sobre la prosocialidad vía un cambio en las normas sociales que se perciben como aplicables”, esto es, en la percepción de qué conductas son las apropiadas en cada contexto y qué conductas no son aceptables, de modo que “las instituciones que incentivan los comportamientos prosociales deberían generar más prosocialidad (en otros momentos y en otros contextos) pero no deberían influir el nivel de castigo futuro”. Debemos, pues, garantizar el nivel de castigo óptimo, cuando éste sea mayor que el observado, a los que no cooperan, a los que hacen trampas, recurriendo a una institución formal, centralizada porque no podemos esperar que las tendencias y heurísticas cooperativas aumenten el nivel de castigo que infligen los propios individuos.

El planteamiento es muy intuitivo. Piensen sólo en la limpieza de un bar y la decisión de tirar al suelo del bar los restos de las gambas que nos acabamos de comer. 

Stagnaro, Michael N and Arechar, Antonio A. and Rand, David G., From Good Institutions to Generous Citizens: Top-Down Incentives to Cooperate Promote Subsequent Prosociality But Not Norm Enforcement (February 17, 2017) publicado en Cognition

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