Parque de atracciones abandonado
En el trabajo que paso a comentar, Angelici adopta una
distinción que, a mi juicio, oscurece más que aclara la comprensión de lo que
tenga de especial el contrato de sociedad en relación con los contratos de
intercambio en lo que a la libertad contractual se refiere. Dice Angelici que estas
diferencias se explican distinguiendo el plano de la “predisposición de la
regla privada” (la celebración del contrato) y “el significado objetivo de su
aplicación” por los particulares (la ejecución del contrato de sociedad
mediante el desarrollo de la actividad que constituya el objeto social que
Angelici parece identificar con una actividad empresarial). Al actuar así,
Angelici tiene, a mi juicio, que distorsionar la aplicación de las reglas
generales del Derecho de Contratos y no consigue dar cuenta de las
especialidades del Derecho de Sociedades al respecto. A mi juicio porque, como he
explicado en mis comentarios a otro trabajo suyo, la distinción que propone no
es la correcta a estos efectos.
En el siglo XIX se produjo un cambio legislativo muy
relevante en toda Europa en relación con la constitución de sociedades. Se pasó
del llamado sistema “concesional” en virtud del cual la constitución de una
sociedad anónima requería de una autorización singular por parte del Estado –
del Rey o del Parlamento – al sistema “normativo” o de condiciones en virtud
del cual, bastaba con inscribir el contrato de sociedad en un registro público
y verificar la realización de las aportaciones al capital para la válida
constitución de una sociedad anónima, esto es, para lograr la constitución de
un patrimonio separado y organizado corporativamente.
Dice Angelici que el paso del sistema de la concesión al
sistema normativo
“se produjo una ampliación significativa de la libertad de
contratación, ya que la decisión de constituir la sociedad se dejó enteramente
en manos de la autonomía privada, sin condicionamientos añadidos y
discrecionales por parte de los poderes públicos y, a la vez, se produjo un
endurecimiento de los posibles contenidos del contrato que venían, en gran
medida predefinidos por las normas legales y no se dejaban en manos de las
opciones autónomas de los operadores”
Hay dos objeciones que hacer a esta afirmación. La primera
es que no es una necesidad lógica que la liberalización en la constitución de
sociedades anónimas deba acompañarse de una mayor rigidez en el contenido del
contrato de sociedad anónima. La segunda es que, de hecho, sólo en Alemania se
produjeron esos dos fenómenos simultáneamente como consecuencia de la clara
decisión legislativa de reservar la sociedad anónima para las sociedades de
capital disperso cuyas acciones cotizaban en bolsa. En el resto de Europa y en
los EE.UU., de hecho nunca fueron asociadas la sociedad anónima y la rigidez
estatutaria. De manera que el hecho de que “gran parte del contenido sea
determinado por el legislador” en el sistema normativo no lleva consigo,
necesariametne que dicho contenido “se sustraiga en concreto a la posibilidad
de distintas alternativas a disposición de los particulares” o que “una
ampliación de la libertad para celebrar contratos de sociedad anónima – Abschlussfreiheit
- comporte… una reducción de la
libertad para configurar el contenido del contrato – inhaltliche Gestaltungsfreiheit
-. Para que eso ocurra, es
necesario, además, que el legislador considere
imperativas las normas del Derecho de Sociedades Anónimas, esto es,
requiere de una ulterior decisión de política legislativa, decisión que, como
se ha dicho, sólo se adoptó en Alemania y que aún hoy está reflejada en el
parágrafo 23.5 de la Aktiengesetz.
La afirmación es, sin embargo, correcta en el sentido de
que, en el sistema concesional, por definición, la constitución de la sociedad
era resultado de un acto singular del poder público, de modo que había espacio
para la negociación entre el poder concedente y los particulares que pretendían
la concesión. El caso de los bancos de Pensilvania es muy expresivo de las
variables relevantes en tal negociación. Pero las compañías de Indias y las
compañías a las que se otorgaba el monopolio comercial o de construcción de una
infraestructura también negociaban sus estatutos con el poder público.
Seguramente, el poder público no tenía especial interés en la distribución del
poder dentro de la compañía (salvo que fuera accionista, en cuyo caso, querría
reservarse privilegios para su participación) y, en esa medida, el contenido de
los estatutos quedaba en manos de los particulares que promovían la
constitución de la sociedad. Pero, ni siquiera en este sentido la afirmación es
correcta si pensamos que la necesidad de negociar con el poder público
concedente lo que provocaba es, precisamente, una limitación de lo que los
particulares podían ver reflejado en el charter
concesional. Desde la duración a la sociedad al objeto social pasando por
el reparto de los beneficios se veía afectado por las concesiones, valga la
redundancia que los promotores habían de hacer al poder público que había de
otorgar la concesión.
A continuación, Angelici
distingue entre el contrato y la relación. O sea, entre la celebración
del contrato y la relación jurídica que el contrato crea y dice que los límites
a la libertad contractual son diferentes para uno y otro siempre que “la ejecución
del contrato implica que hay que atribuir relevancia a valores e intereses añadidos
a los que están presentes en el momento de contratar”. Pone el ejemplo de las
relaciones laborales.
Pero, aunque la intuición parece prometedora, no se revela
eficaz. No es que aparezcan valores o intereses que no están presentes en el
momento de contratar. Más bien a lo que parece hacer referencia Angelici es a
que los contratos son – todos – incompletos y el contrato laboral, como
contrato de duración que implica a la persona del trabajador y es central para
el desarrollo de su personalidad y para su dignidad o el contrato de sociedad
son
especialmente incompletos. Así, tampoco parece correcto “reconocer como uno
de los elementos distintivos de la fenomenología societaria respecto de los
intercambios… que la evaluación jurídica de la primera, a diferencia de la
segunda, no puede agotarse en el momento de la programación (que se despliega
en el contrato-estatutos), sino que también requiere un examen directo de la de
la aplicación”. Cualquiera que haya examinado contratos de intercambio de
duración como un contrato de franquicia o uno de suministro comprobará que no
hay, en este aspecto, diferencias sustanciales entre contratos de intercambio y
contratos de fin común como es el de sociedad. Repito, la diferencia más
sustancial está en el carácter esencialmente más incompleto de los contratos de
sociedad porque, como contratos organizativos, se limitan, en lo sustancial, a
poner en marcha un mecanismo para tomar
decisiones dejando para el futuro tanto el contenido como el “material”
sobre el que se tomarán esas decisiones.
Añade que, en el caso de las sociedades mercantiles,
“la dialéctica entre libertad contractual y relaciones societarias se
presenta, en concreto, como dialéctica entre contrato y empresa (y que aunque) tanto
el contrato como la empresa son expresiones de la autonomía privada; la empresa
se lleva a cabo de formas que no coinciden ni pueden coincidir con el contrato…
Y quiero decir que el análisis del
contrato de sociedad, precisamente por su posición como momento de contacto entre estas dos fenomenologías, no puede dejar
de tener en cuenta las características específicas y diferentes del contrato y
de la empresa… el espacio para y los límites de la libertad se ven afectados
por necesidades que surgen tanto en la dimensión de contrato como en la de empresa”
Esta concepción parte, a mi juicio, de una errónea
concepción del Derecho de Sociedades. El Derecho de Sociedades no es Derecho de
la empresa en el sentido de que no contiene regulaciones sobre la actividad
económica que desarrolla la sociedad. El Derecho de Sociedades se ocupa del
contrato – del gobierno – y del patrimonio que se forma con la constitución de
la sociedad. No se ocupa de la empresa entendida como actividad económica. Si
lo hace – Angelici hace referencia en la nota a pie de página al problema de
que las empresas puedan convertirse en perpetuas – lo hace en términos
contractuales (límites a la vinculación de los individuos), no en términos de
prohibición de la vida eterna de las sociedades anónimas. De hecho, la vida
potencialmente eterna de las corporaciones es
su gran ventaja en términos evolutivos respecto de las sociedades de personas, no
respecto de las fundaciones, respecto de las cuales se plantea el mismo
problema, - la vinculación perpetua de los bienes – por las restricciones que
pesan sobre una fundación para poder enajenar sus bienes y por el riesgo, por
tanto, de que se “amortice” la propiedad.
Lo que sí puede aceptarse es que – como se estudia bajo el
problema de la tipicidad societaria – existe
un numerus clausus de tipos societarios de modo que los particulares no pueden
derogar las normas del Derecho de Sociedades que hacen “reconocible” el tipo
societario que están utilizando. Son los llamados principios configuradores del
tipo (art. 28 LSC) de los que ya me he ocupado en varias ocasiones. La cita de
Schmidt que realiza Angelici parece indicar que está pensando en tal cosa y así
se deduce de lo que dicen en las páginas siguientes cuando se refiere a la
función residual de la sociedad civil o de la sociedad colectiva para el caso
de actividades comerciales (aunque dice que “residual no es tanto el tipo como
la disciplina legal de ese tipo” no veo la diferencia). Dice el primero que en
Derecho de sociedades hay libertad contractual “en la medida en que no
abandonemos el ámbito de las relaciones obligatorias entre los socios”. Pero, si es así, esta frase me resulta
incomprensible: habría que distinguir
Aspectos en los que una "libertad" para acomodar los acuerdos
contractuales no se corresponde con una "libertad" similar con
respecto a los acuerdos relacionados objetivamente con la actividad empresarial
de la sociedad.
Si se está refiriendo a los límites temporales –
amortización de la propiedad, vinculaciones perpetuas – los límites a la
libertad contractual a ese respecto son muy reducidos. Y, repito, no hay
regulación más allá de eso de las empresas sociales en el Derecho de
Sociedades. Podría ser que se esté refiriendo a la antigua consideración –
véase por todos a Girón - de que la personalidad jurídica nacía, no con la
celebración del contrato de sociedad y la realización de las aportaciones, sino
con el desarrollo de una actividad externa por parte de la sociedad. Superada
esa tesis, tampoco tiene sentido plantear la cuestión de los límites a la
libertad contractual en esos términos.
El problema es que asociar sociedad y empresa confunde más
que aclara. La actividad empresarial se desarrolla, normalmente, en sociedad,
pero no hay ninguna relación necesaria entre sociedad y empresa, de manera que
su asociación conduce a distorsionar el contenido del Derecho de Sociedades
(hay sociedades que no desarrollan actividades empresariales y hay empresas que
no se desarrollan por sociedades sino por individuos o por patrimonios
separados de carácter fundacional o cuasifundacional).
El error se reproduce cuando se analizan las llamadas “sociedades de hecho” no en el sentido
de sociedades nulas, sino de sociedades
celebradas tácitamente, esto es, cuando la existencia de un contrato de
sociedad se deduce de la conducta – actos concluyentes – de las partes. Este
problema no tiene nada de particular salvo el de examinar si la forma escrita
es un requisito de validez de la sociedad o la imposibilidad de constituir una
sociedad anónima o limitada por actos concluyentes. Sin embargo, centrado en la
“empresa”, Angelici dice que,
“cuando se considera que tales comportamientos (los actos de desarrollo
del objeto social por parte de los socios) corresponden a los típicos de la
relación societaria, la aplicación de la disciplina relativa puede deducirse
directamente, sin sentir realmente la necesidad, salvo con fines retóricos, de
reconocer un momento contractual original”
Lo retórico es hablar de un “momento contractual original”.
Lo procedente es preguntarse si hay o no contrato. Angelici parece resucitar la
vieja doctrina alemana de las “
relaciones
contractuales de hecho” que ha sido arrumbada para bien.
Y lo propio respecto a la
necesidad de liquidación. Lo que obliga a liquidar una sociedad es
la
constitución
de un patrimonio separado. Porque los vínculos se deshacen y los
patrimonios se liquidan. Por tanto, de nuevo, no es la realización de una
actividad empresarial por la sociedad lo que obliga a sustituir las normas
sobre la liquidación – restitución – de las relaciones contractuales
bilaterales por las normas sobre la disolución y liquidación,
sino
la formación de un patrimonio separado del patrimonio individual de los socios.
De ahí que esas mismas normas se apliquen también
cuando
se forma un patrimonio separado como consecuencia de un negocio jurídico
distinto del contrato de sociedad como es el caso de las fundaciones. Los
acreedores que han de ser satisfechos con preferencia a los socios, lo han de
ser porque sus créditos forman parte – como deudas – del patrimonio separado y
el patrimonio no puede repartirse a los socios en dinero hasta que no se hayan
pagado todas las deudas y cobrado todos los créditos además de enajenar los
bienes para convertirlo, todo, en dinero que pueda repartirse, no porque sean
acreedores empresariales. Aunque es sugerente, incluso hermoso, no es correcto
afirmar que “con la société créée de fait se produce el singular fenómeno según
el cual el intérprete crea una empresa sólo para poder liquidarla” (S. Vacrate).
En realidad, lo que ocurre es que se ha formado informalmente un patrimonio
separado y, como todo patrimonio, ha de ser liquidado, no dividido ni
restituidas las aportaciones a los que lo formaron.
Y, por supuesto, la ausencia de un contrato de sociedad con
cláusulas específicamente acordadas por los socios no impide integrar la
voluntad de éstos de constituir una sociedad y perseguir en común un fin
utilizando para ello un patrimonio recurriendo a las normas legales – al Derecho
de Sociedades – y a las normas consuetudinarias además de a las propias
conductas de las partes coetáneas y posteriores a la celebración del contrato
(art. 1282 CC). No sirve de mucho decir que esta tarea del que aplica el
Derecho no va dirigida a “reconstruir un programa negocial incompleto” sino a “calificar
objetivamente la estructura de intereses concretamente llevada a la práctica”.
Porque no son dos actividades incompatibles. Se trata de averiguar qué habían
pactado las partes y, a falta de información al respecto, qué habrían pactado
partes honradas en esa situación (interpretación e integración del contrato) y,
a falta de indicaciones particulares en la conducta de las partes, aplicar las
normas dispuestas por el legislador para ese “tipo” o modelo de relaciones
entre particulares, esto es, las normas del contrato de sociedad.
Pero la irrelevancia del carácter empresarial de la
actividad de los socios se refleja en la conclusión del propio Angelici que
acaba diciendo
la afirmación por el sistema jurídico de la existencia de una relación
societaria no es el resultado de la imposición heterónoma a las partes de un
contrato, sino de una valoración de su comportamiento autónomo, el que ha
tenido lugar en el ejercicio de una actividad empresarial.
¿En qué se diferencia esa valoración de la valoración como
consentimiento a la celebración de un contrato de sociedad de los actos
concluyentes de las partes? ¿Qué añade a tal valoración el hecho de que la
actividad desarrollada por los socios sea una “actividad empresarial”? De
nuevo, Angelici tiene que recurrir a una figura literaria y afirma que, aunque
los socios no “quisieran subjetivamente” la sociedad, sí que querían “la
empresa societaria”. Pero, repito, esto no es más que una forma literaria y
bastante imprecisa de afirmar la existencia de un contrato derivándolo de actos
concluyentes de las partes del mismo, actos que también, naturalmente,
delimitan el contenido – objeto social – del mismo.
Y tampoco creo que este planteamiento permita una mejor
comprensión de la
affectio societatis como
consentimiento “continuado” de los socios a permanecer en sociedad – que eso es
lo que significa -. Angelici, por el contrario, considera que carece de sentido
si no se celebró formalmente un contrato de sociedad pero no veo por qué. La
affectio societatis,
como consentimiento, puede
derivarse de actos expresivos (palabras o signos) o de conductas concluyentes. Si
se puede celebrar una compraventa tácitamente, ha de poder celebrarse un
contrato de sociedad tácitamente. Naturalmente, si no hay actos concluyentes ni
signos expresivos, no habrá nada. Pero no hay más especialidades en este punto
entre el contrato de sociedad y los contratos de intercambio.
En fin, el hecho de que se haya formado un patrimonio
explica mejor que lo hace Angelici la responsabilidad social frente a los
acreedores. El patrimonio social responde porque los acreedores lo son de ese
patrimonio (sin perjuicio de que respondan – o no – los patrimonios personales
de los socios). Pero para determinar el régimen de esa responsabilidad no se
puede ni se debe recurrir a la voluntad hipotética de las partes de cada
contrato que se celebra entre ese patrimonio – a través de su representante,
esto es, normalmente a través del administrador social – y el tercero. Lo que
determina la responsabilidad (los bienes y derechos que pueden ser atacados por
un acreedor para cobrarse) es la delimitación del patrimonio responsable.
En esta
línea
de límites “típicos” a la libertad contractual, destaca naturalmente, la
existencia de órganos – o la consideración de
los
socios como los órganos sociales como ocurre en las sociedades de personas –.
Los que pretenden constituir una sociedad anónima o limitada (“voluntad
electora del tipo”) no pueden elegir que no tenga un órgano de administración y
un órgano asambleario. De ahí que sea más amplio objetivamente el espacio para
la autonomía privada en lo que a la organización se refiere – adopción de
decisiones – en las sociedades de personas que en las de estructura corporativa
y que la cuestión discutible sea en qué medida los socios de una sociedad de
personas
pueden
establecer la regla de la mayoría como regla general y organizarse “orgánicamente”
valga la redundancia, esto es, adoptar una estructura corporativa. No se ve por
qué no en la medida en que tal organización no produce ningún efecto externo
perjudicial para los que se relacionan con la sociedad.
En fin, lo que dice sobre la existencia de límites a la
libertad de configuración estatutaria
específicamente
aplicables
a las sociedades cotizadas es plenamente compartible. La circulabilidad de
las acciones de estas sociedades, su negociación en mercados anónimos exige
reducir los costes de transacción y, por tanto, estandarizarlas. Lo que dice sobre
los pactos parasociales, sin embargo, es más discutible:
Me refiero… a la distinción entre la esfera de lo "social" y
la de lo "parasocial" y a la circunstancia de que los espacios de
"libertad" en el diseño de la segunda son, sin duda, mucho más
amplios que los que se dan en referencia a la primera. Esto, en una
consideración global, podría llevar a la observación de que no se limita tanto
la "libertad de contratación" como la posibilidad de afectar objetivamente
a las "relaciones societarias" en sentido estricto.