Ya saben que la crisis financiera ha puesto de manifiesto que las entidades financieras no son/han sido lugares donde los estándares morales se hayan mantenido elevados. Desde el robo a los accionistas pasando al robo a los clientes o al Estado, los escándalos se han sucedido. ¿Serviría de algo un cursillo de ética? Digo solo, “de algo”.
Ya sabemos que el mercado no funciona correctamente en el sector y que los gestores bancarios tienen los incentivos distorsionados por el sobreendeudamiento de sus empresas y la promesa implícita de salvamento por el Estado. Sabemos también que la regulación llega tarde y cumple mal con las expectativas que genera. En relación con los clientes minoristas, el problema es el de la asimetría informativa, la falta de formación de los empleados y, sobre todo, los efectos perversos de la competencia en el ámbito financiero que permiten que productos “no probados” se extiendan en el mercado antes de que se muestren sus efectos negativos para los que los adquieren o para la estabilidad del sistema financiero.
En este trabajo, tres profesores ingleses tratan de concretar cómo podría ayudar la extensión de una “cultura moral” a reducir los daños. Dicen
- Que en las discusiones que llevan a la toma de decisiones, los aspectos morales tienen que ponerse de manifiesto enfrentando a los decisores a éstos (“el producto que vendemos es basura”; “la gente no se entera de lo que les estoy vendiendo”)
- Cuando a la gente se le da un tiempo para reflexionar y se le pide que medite su respuesta, tiende a decir la verdad en mayor medida (lo han visto en las películas de abogados cuando interrogan a testigos). Ralentizar la toma de decisiones de trascendencia puede ayudar a evitar la adopción de las más indecentes.
Estas lecciones de la psicología cognitiva son difíciles de aplicar por los juristas, pero, al menos, son una buena guía de actuación para consejeros independientes.
Los autores señalan que los códigos éticos o usos que en otros ámbitos parecen funcionar bien para evitar conductas oportunistas, no lo hacen en el ámbito financiero. Las razones que dan no nos parecen muy convincentes.
A nosotros nos parece que esto ocurre no solo porque los financieros tienen estándares morales muy variados sino, sobre todo, porque los códigos morales funcionan cuando los miembros del grupo no pueden desplazar sobre terceros sus incumplimientos (externalidades). En el sector financiero, sí: sobre clientes o sobre accionistas o sobre el contribuyente. En segundo lugar, en el sector financiero, mucho más que en otros mercados de productos, el intercambio no produce, a menudo, ganancia alguna. Es un juego de suma cero donde la ganancia de uno es la pérdida del otro. Y en esos intercambios, los incentivos para comportarse decentemente ex ante (no ya ex post) son menores. V., esta entrada sobre innovación financiera. Estas mismas causas explican que tampoco en el seno de las empresas financieras pueda desarrollarse una cultura ética potente. V., esta entrada sobre Goldman Sachs.
Según los autores, el objetivo de una mejora del comportamiento de los oferentes en el sector financiero consistiría en reducir el oportunismo contractual y la asunción de riesgos. El primero, en realidad, es equivalente a obligarles a cumplir los contratos. Lo segundo sería innecesario si los excesos en la asunción de riesgos fueran soportados por los mismos que incurrieron en ellos.
En cuanto a lo primero, la única experiencia de cierta envergadura es el TCF, una especie de código de buenas prácticas propuesto por la FSA en relación con los clientes minoristas (treating costumer fairly). Los seis principios son los siguientes:
- tratar bien a los clientes forma parte de la cultura de la empresa
- los productos y servicios están diseñados para satisfacer las necesidades de grupos de clientes concretos y se comercializan a esos grupos
- se proporciona a los clientes suficiente información antes, durante y después de la venta
- el asesoramiento está adaptado al cliente
- los productos responden a las expectativas de los clientes
- no se imponen restricciones o barreras desproporcionadas a los clientes para cambiar de producto o de proveedor o para hacer reclamaciones
Nihil novum sub sole. Las ventajas que podría tener algo así son dos. Por un lado, el cumplimiento de regulaciones demasiado detalladas se convierte en un puro formalismo que obliga al cliente a firmar seis o siete veces en lugar de una pero sin muchas garantías de que haya entendido las advertencias que se le hacen. Recuerden, la gente no quiere más información. Quiere buenos consejos. Por tanto, y de modo semejante a los principios contables (imagen fiel), puede ser valioso que las reglas de comportamiento no adopten la forma de rules sino de standards que puedan ser concretados por los jueces ex post. Aplicar principios y no reglas da más libertad a las empresas pero también, más responsabilidad. Por otro, puede aprovecharse la cultura de la compliance que ya está extendida entre las empresas de cierto tamaño en otros ámbitos (blanqueo y corrupción, Derecho de la competencia…). Los autores insisten en la importancia de que la autoridad regulatoria – el Banco de España – vigilen no solo el cumplimiento, sino el compromiso de las entidades con esos principios y, por tanto, que el incumplimiento sea sancionado (suponemos que, con independencia de la reclamación individual de un cliente a modo de una auditoría).
Pero no hay que ser demasiado optimista: las fuerzas y fallos del mercado que explican lo que ha pasado siguen ahí.
Mejor unos buenos prospectos semejantes a los que acompañan hoy a las medicinas en forma de preguntas y respuestas. Con preguntas como las siguientes ¿de qué forma crea valor este producto para el cliente que lo compra? y otra ¿qué formas alternativas hay de conseguir lo mismo? ¿Qué tiene que pasar para perder una parte importante de la inversión? ¿Cuánto gana el banco con ese producto? ¿De dónde sale la rentabilidad?
Donde se puede ser más escéptico es en relación con la extensión de esta iniciativa a las relaciones entre partes profesionales. Los autores proponen
They could include, for example: (1) that the fair treatment of counterparties is embedded in corporate culture; (2) that a counterparty discloses clearly and openly all relevant information about a product which it is marketing; (3) that a counterparty does not attempt to take any steps that could distort the interpretation or weighting of the disclosed information; and (4) that a counterparty does not market products that in its view sophisticated market participants would be unable to understand and price accurately.
Nuestro escepticismo deriva de que, entre profesionales, la negociación es a cara de perro y, salvo en el caso de que una contraparte esté comercializando un producto propio – en el sentido de inventado por él – no puede exigírsele que defienda los intereses de la contraparte en la evaluación de los riesgos que asume al comprarlo o venderlo (lo que los autores reconocen). Los principios que proponen son muy difícilmente aplicables porque todas las conductas en los bordes o márgenes de esos principios son muy ambiguas y no proporcionan directrices de conducta que puedan, a continuación, ser aplicadas y decidido si se han infringido o se han cumplido.
Y mucho menos factible es cualquier iniciativa para que las empresas financieras, individualmente, valoren el riesgo sistémico que generan sus iniciativas. Las propuestas de los autores son meros deseos. Y, algunas, directamente erróneas. Por ejemplo, no es la presión de los accionistas la que lleva a los banqueros a asumir más riesgos. Es la estructura de su remuneración (lo que los autores reconocen), la relación de esta con la cotización y con el tamaño del banco. Y la estructura de la remuneración de los que diseñan y valoran los productos que se ponen en el mercado. Y también nos parece erróneo resucitar o reforzar la doctrina del interés social como interés de todos los participantes en la empresa incluyendo, en el caso de las financieras, naturalmente, a la generalidad de los ciudadanos. Aducen algún estudio empírico que indicaría que son más proclives a la quiebra los bancos donde los derechos de los accionistas son mayores. No lo discutimos pero (i) muchos de los bancos quebrados no tenían forma de sociedades anónimas cotizadas; (ii) nuestra impresión es que el problema es más profundo: los bancos no saben que están generando riesgos sistémicos hasta que la debacle se ha producido. De ahí la insistencia de las mejores cabezas en simplificar las reglas sobre el capital de los bancos y los mecanismos de “alerta temprana” y (iii) las obligaciones de control del riesgo – y la protección, por tanto, de los contribuyentes y del público en general – pueden imponerse sin elevarlas a la condición de un deber genérico de los administradores. Al igual que con el resto de los participantes en la empresa, los administradores han de cumplir los contratos de la empresa con los distintos grupos (clientes, trabajadores o contribuyentes). .
Su propuesta final, en cuanto al Derecho de Sociedades se refiere, no es muy ambiciosa: reducir los derechos de los accionistas para evitar el cortoplacismo en la conducta de los administradores reforzando la independencia de los administradores de los bancos en relación con los accionistas y el corto plazo; un nuevo comité o Comisión de ética empresarial en el Consejo de Administración y reforzar la aplicación del deber de diligencia y, por tanto, no proteger a los administradores de bancos con la business judgment rule en la amplísima medida que lo hace el Derecho norteamericano.
Awrey, Dan, Blair, William and Kershaw, David, Between Law and Markets: Is There a Role for Culture and Ethics in Financial Regulation? (October 5, 2012). LSE Legal Studies Working Paper No. 14/2012. Available at SSRN: http://ssrn.com/abstract=2157588 or http://dx.doi.org/10.2139/ssrn.2157588
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