El libro de Scott Atran Talking to the Enemy es un alarde de buen periodismo y divulgación científica. La narración del atentado de Madrid de 2004 y de los de Bali se lee con fruición (no estaría mal que se publicasen en español como artículos periodísticos largos). El libro recoge los trabajos de campo realizados por el autor para tratar de entender, básicamente, el terrorismo islámico y, en particular, los atentados suicidas. Y el autor hace un excelente trabajo cuando resume lo que los biólogos, antropólogos y psicólogos han aprendido acerca de la ultrasocialidad humana y cómo el carácter gregario del ser humano – que le ha permitido sobrevivir en un entorno extraordinariamente hostil para el individuo – explica la mente de los que dedican su vida a una causa tan horrenda como la de matar a cuantos más semejantes, mejor, a la vez que consideran su conducta como el sacrificio moral más alto que pueden realizar: el martirio.
“Al inyectar la confianza tribal y la idea de una causa común, el parentesco imaginado y la fe más allá de la razón, las religiones permiten a perfectos extraños cooperar de tal manera que les da una ventaja cuando se enfrentan a otros grupos. De esta forma, las religiones santifican e incitan el miedo… pero también la esperanza. Entre la hecatombe y la humanidad, dos productos extremos de la religión, los destinos de las civilizaciones continúan evolucionando”.
Atran nos advierte frente al riesgo de sobrerreaccionar frente al terrorismo islámico. ¿Ha valido la pena tomar las medidas que, sobre todo EEUU ha tomado a partir del 11 de septiembre de 2001?
A su juicio, las organizaciones terroristas están en declive (escribe antes del ascenso del Estado Islámico) y resulta convincente al hacerlo. Esas organizaciones pueden ser combatidas más fácilmente empleando los medios convencionales. Su preocupación son los miles de barrios de las ciudades de países musulmanes donde millones de adolescentes y jóvenes se radicalizan fácilmente al sentir que los musulmanes son objeto de persecución por parte de los no-musulmanes y, en particular, de los países occidentales. Recuérdese que cuando se humilla a alguien, lo más probable es que el humillado reaccione como se espera, esto es, agachando la cabeza y evitando las conductas que han provocado la humillación. Pero los que están cerca de los humillados reaccionan de forma muy distinta: piden venganza. Se erigen en legítimos defensores de esos terceros humillados. La religión islámica permite justificar así cualquier acto terrorista porque en algún lugar – sobre todo Palestina – en algún momento – desde las Cruzadas hasta la última detención de palestinos en Israel – los musulmanes han sido humillados por los no-musulmanes.
Explica que los que pusieron las bombas en los trenes de cercanías en Madrid en 2004 eran una panda de delincuentes, estudiantes fracasados y algún enfermo mental ayudados por algunos españoles corruptos. Tan improbable era el resultado que la policía española, teniendo toda la información y habiendo detenido en varias ocasiones a uno de los cabecillas, no consiguió evitar el atentado. Que el PP intentara pasar el atentado como obra de ETA resulta todavía más indecente a la vista de lo que ya sabía la policía española el mismo día del atentado.
Esa misma pandilla de jóvenes marginales que se refuerzan recíprocamente en sus convicciones y sentimientos acerca del martirio por la causa parece estar detrás de muchos de los más recientes atentados en Europa. De lo que no nos habla Atran es de los “lobos solitarios” como el de Niza u Orlando. Quizá porque considere que esa misma socialización se logra a través de internet. Pero una explicación mejor es la apelación a la enfermedad mental para estos lobos solitarios. No así para los grupos de terroristas. Unos chicos normales de Sevilla pueden cometer una violación colectiva y ni siquiera sentirse mal después de haberlo hecho. Unos jóvenes suficientemente ideologizados y que conviven estrechamente entre sí y se aíslan de la Sociedad “normal”, pueden acabar poniendo bombas en un tren repleto de personas o hacerse estallar por los aires en un centro comercial.
Pero el libro resulta decepcionante porque sus propuestas recuerdan a las de los “mediadores” que intervienen en la negociación entre dos partes en conflicto. No son propuestas de alcance geopolítico o estratégico. Simplemente, nos dice que el terrorismo islámico tiene una base moral, por muy horrenda que nos parezca, y que se justifica – por los terroristas – como una forma de hacer prevalecer sus valores sagrados, por muy fuera del tiempo que dichos valores estén. Cuando ambas parte de un conflicto ponen sobre la mesa valores sagrados, un pacto es muy improbable. Sus propuestas – como las que expusimos en esta otra entrada – son, por esta razón, muy modestas. Básicamente, reconocer el sufrimiento y las injusticias padecidas por la otra parte pidiendo perdón de forma sincera; intentar aproximarse intelectualmente a los valores sagrados de la otra parte manipulándolos convenientemente; amplificar las concesiones que hace la otra parte; proponer otros modelos distintos de los mártires para los jóvenes; evitar los “daños colaterales” y, por tanto, las estrategias (como los drones) que causan tales daños; respetar y apoyarse en las culturas y las instituciones locales (como hizo el general Petraus en Irak); no dar publicidad a los “mártires” y, en particular, no “devaluar” los valores sagrados de los otros ofreciendo compensaciones económicas a cambio de que renuncien a ellos.
Pero todas estas propuestas tienen sentido en el marco de una negociación entre dos grupos en conflicto debidamente organizados y respecto de la cual pueda haber una mínima seguridad de que – como en los armisticios al final de una guerra – las partes cumplirán lo pactado y que las poblaciones de uno y otro bando tendrán que pasar por lo pactado por sus líderes. Pero no hay interlocutores, del lado islámico, que puedan garantizar nada de eso ni el conflicto entre los radicales islámicos y occidente es un conflicto entre partes mínimamente definidas como para poder entablar negociación alguna. Ni siquiera el conflicto entre Israel y Palestina.
No creemos que el terrorismo islámico vaya a reducirse y mucho menos acabarse con esas tácticas. Los occidentales siempre hemos creído en el “doux commerce” para asegurar la extensión de la paz y el bienestar en el mundo. El éxito de Asia en los últimos treinta años y las esperanzas que hay de que América Latina salga definitivamente del subdesarrollo y el hecho ya cierto de que África será el continente que más crezca en los próximos años han confirmado esta esperanza. Menos fusiles y más comercio. Cuando la gente vive en sociedades pacíficas y con niveles de bienestar mínimos, el terrorismo deviene marginal y la policía puede concentrarse en minimizar su efectividad. Los países musulmanes son los últimos en “desarrollo humano” en relación con su nivel de riqueza y la creciente islamización de todos ellos de los años setenta para acá sólo ha traído división, muerte, degradación de la mujer y pobreza para sus poblaciones que ha tenido que emigrar en masa bien huyendo del hambre, bien de los conflictos. Terminado el comunismo, los países musulmanes son los que presentan peores índices de libertad y seguridad física (excluyendo Indonesia, el panorama es desolador incluso para los muy ricos países del Golfo Pérsico).
De todo esto, Atran no dice una palabra en su libro. Como lo he leído en papel, no puedo decir si la palabra “mercado” o “desarrollo económico” aparece pero apostaría que no. Tampoco hay referencias a los regímenes políticos de los países de los que nos habla (desde Marruecos a Indonesia pasando por Egipto, Palestina, Afganistán o Pakistán), a la incapacidad de Pakistan para llegar a acuerdos de paz sobre Cachemira con la India o a controlar su propio territorio. A la incapacidad de los Estados suníes de llegar a ningún acuerdo con los Estados de mayoría chií; a la incapacidad de ningún régimen islámico para organizar pacíficamente la convivencia de distintas religiones y formas de vida en su territorio.
Porque no habla de todo eso, sus propuestas han tenido muy escaso eco en las oficinas donde se toman las decisiones políticas. En particular, resulta algo exasperante que Atran sea benevolente con las explicaciones que los terroristas o los would be terroristas dan acerca del maltrato recibido por los musulmanes por parte de los cristianos y de los occidentales en general. En algún momento, en su afán de ser empático, esto es, de “ponerse en su lugar” tiene que recurrir ¡a la Inquisición! y ¡a las Cruzadas! para explicar que no somos mucho mejores que ellos. Todos los conflictos que en el mundo han sido se inician con una vejación real o fingida que da lugar a una respuesta desproporcionada; que da lugar a una réplica aún más salvaje hasta la guerra total. Así, por ejemplo, se acabó con la República de Weimar. Y eso no permite que, noventa años después, ningún alemán pueda ni siquiera soñar con apelar a que su bisabuelo fue asesinado por ultraderechistas en esa época para justificar el uso de la violencia contra los bisnietos del asesino. Lo que dicen los de Podemos respecto de la guerra civil y el franquismo son otro ejemplo de a qué resultados pueden conducir este tipo de apelaciones a injusticias pasadas. Si vivimos en paz y en libertad hoy, no hay ninguna injusticia del pasado que deba repararse si la acción jurídica correspondiente ha prescrito o el que causó el daño personalmente ha muerto. Reconocer legitimidad a esas apelaciones a injusticias pasadas sufridas por colectividades que se extienden hasta mil años atrás y que no han sido padecidas personalmente por el que se siente agraviado es la peor receta para favorecer la causa de la paz. Ni los musulmanes ni los árabes han sido, ni de lejos, los que más han sufrido históricamente a manos de “extranjeros”. La India o el África subsahariana se llevan, sin duda, la palma a estos efectos. A manos de los musulmanes primero y de Portugal y las potencias atlánticas, sobre todo Holanda e Inglaterra, después. ¿No deberíamos asistir a un terrorismo africano o indio basado en centenares de años de esclavitud o sometimiento de su población? Sin duda que la religión tiene en este caso el peor de sus efectos.
Hay que sacar a los países musulmanes del subdesarrollo económico y social en el que se encuentran. No, à la Bush, esto es, decidiendo los gobiernos desde Washington, sino prestando nuestra colaboración en todo lo que contribuya a mejorar su bienestar (y de paso, el nuestro). Hay que dejar de entrometerse en sus conflictos y acoger a los que huyan de los conflictos. Hay que cooperar con cualquier gobierno establecido, por autoritario que sea, y condicionar los incrementos de colaboración a mejoras en la vida social y en la secularización del Estado y de la vida social. Deberíamos inundar Túnez de cooperación económica. Estados confesionales – la crítica de Atran a los ateistas no resulta convincente – son una anomalía en el siglo XXI. Que ideas delirantemente irracionales (como el increíble “código Pashtun” que Atran describe como una herramienta útil en la lucha contra Al Quaeda) determinen el contenido de las leyes y las sentencias de los jueces, la participación de la mujer en la vida social, económica y política en el siglo XXI, es algo que no puede aceptarse aunque los que las sostienen apelen a que, para ellos, son “valores sagrados”.
Hasta que los países musulmanes dejen de ser Estados confesionales y mejoren sus índices de bienestar social (desarrollo humano), reconozcan como iguales en dignidad y derechos a las mujeres (prohibiendo, para empezar, la poligamia) y a los no-musulmanes, permitan el abandono inocuo de la religión musulmana y remitan la práctica de la religión a la vida privada, tendremos que convivir con el terrorismo islámico.
2 comentarios:
Haga ejemplo de este propio post.
Por cierto, según reza en el siguiente enlace no soy estúpido. http://www.cronicasdeunmundofeliz.com/2014/03/la-teoria-de-la-estupidez-de-carlo.html
Muy malo
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