El objetivo de las normas que imponen a los empresarios obligaciones de información a sus clientes es mejorar las decisiones de éstos. Es decir, reducir los costes para los consumidores de adoptar una decisión racional (la que maximiza su utilidad) cuando adquieren un bien o reciben un servicio en el mercado comparando las ofertas disponibles y seleccionando la que mejor se adapta a sus deseos o necesidades.
Este modelo informativo preside la legislación europea y nacional sobre protección del consumidor. Sin embargo, se acumulan las pruebas de que no funciona. La gente no quiere información, quiere buenos consejos. Los consumidores no utilizan la información que, sin embargo, es costosa de producir (con la consiguiente resistencia del obligado a proporcionarla). Las razones son varias pero la más importante es, quizá, que procesar la información es costoso para el consumidor, de modo que un análisis coste-beneficio le llevará, a menudo, a despreciar la información ofrecida porque el coste de procesarla supera al beneficio en forma de una decisión más acertada. El coste es elevadísimo cuando se trata de consumidores de escasa en formación. Y los seres humanos tenemos una capacidad de procesar a primera vista, limitada:
The classic overload statement is Miller’s “magical number seven,” that being more or less the number of items people can keep in their short-term memory. This number is surprisingly easy to exceed.
Si los consumidores no utilizan la información – no la procesan – hay que preguntarse si la decisión legislativa de imponer su suministro fue acertada en primer lugar. A menudo, el origen de la medida legislativa se encuentra en un caso singular que no justifica una regulación general (que un consumidor se tragó la anilla de una lata). A menudo también, la regulación se limita a establecer lo que el mercado, de por sí, proporciona y, en estos casos, la regulación puede ser contraproducente porque reduce en lugar de aumentar la información de la que dispone el consumidor cuando contrata. Por ejemplo, la obligación de los bancos de publicar e informar a sus clientes de sus comisiones reduce sus incentivos para pactar o, al menos, indicar al cliente concreto el coste de la operación bancaria concreta que va a realizar (p.ej., el cliente adquiere unos valores que van a ser custodiados por el banco). El cliente sólo se percata del coste cuando recibe el extracto con el cargo correspondiente.
En otra entrada decíamos que una forma fácil de iniciar un programa de liberalización podría consistir en derogar las normas que gente normalmente cumplidora de las normas, incumple. Los autores ponen un ejemplo: la ley estadounidense que obliga a todas las universidades y centros de enseñanza a elaborar un informe anual sobre seguridad (delitos cometidos en el campus) con el objetivo de que los estudiantes puedan decidir a qué universidad ir también sobre esa base. Que, según una experta, no haya ni un solo campus que cumpla de forma completa con la norma es una indicación de que la ley no superaría el más burdo análisis coste/beneficio. En todo caso, el ejemplo no es bueno para basar en él la crítica a las normas que imponen obligaciones de información porque el primer control que cualquier imposición de obligaciones semejantes debería pasar es el de la relevancia de la información para facilitar una decisión racional por parte de los consumidores y no parece que la mayor o menor seguridad del campus (fuera de los casos egregios de campus peligrosos respecto de los cuales los medios de comunicación proporcionarán información suficiente) deba ser un elemento relevante a la hora de seleccionar una universidad, sobre todo, porque no será, en primer lugar, un elemento que distinga suficientemente unos campus de otro.