Leyendo a Ignatieff “Human Rights as Politics”
“El
progreso moral puede definirse como un incremento en nuestra capacidad para vermás y más diferencias entre los seres humanos como irrelevantes ”
Richard Rorty
No deja de ser
contradictorio que el continente en el que más se guerreó históricamente; el
que dio lugar a los más importantes desarrollos tecnológicos e institucionales
en el arte de la guerra; el que justificó en la fe y en la gloria la
destrucción de los prójimos; el que teorizó más acerca de las justificaciones
para matar y esclavizar a poblaciones enteras fuera también el continente de
los derechos humanos, de la democracia y de la igualdad.
No es
contradictorio, porque las mismas bases que llevaron a los europeos a matarse
inmisericordemente durante siglos y, a partir del siglo XVI, a someter, esclavizar y
matar a poblaciones de otros continentes, llevaron igualmente a limitar el
poder de los gobernantes obligándolos a reconocer los derechos de sus súbditos,
a los que necesitaban para financiar y llevar a cabo las campañas militares y
de conquista. Una vez que se reconoce que no hay poderes absolutos y que los
súbditos tienen derechos y dignidad, es fácil que la competencia entre
gobernantes aumente la protección de tales derechos y su extensión a grupos de
súbditos cada vez más extensos hasta abrazar a toda la población. Simplemente,
esos súbditos tenían una opción de salida trasladándose del campo a la ciudad y
de los dominios de un gobernante a los de otro. La inexistencia de un gobernante
hegemónico en Europa y la presencia del Papado y la Iglesia católica como la
única institución con jurisdicción internacional pero sin ejército permitieron
el desarrollo de una dinámica que se consolidó en la Ilustración y, con el
paréntesis del siglo XIX, culminó en el reconocimiento universal, en Europa, de
la igual dignidad de todos los seres humanos (incluyendo a las mujeres y a los
que no eran propietarios de nada) y el respeto y la protección de los derechos
humanos. La capacidad de universalización de estas ideas permitieron extender,
ya en el siglo XX, a toda la población mundial las ideas de igual dignidad,
libertad individual y poderes limitados del Estado. Falta China por ser
conquistada. Costará mucho porque su historia no puede ser más diferente: un
imperio hegemónico en Asia durante – casi – miles de años sin “guerras civiles”
generan unas relaciones entre los ciudadanos y el poder político muy
diferentes.
Y es que, como
dice Ignatieff, no hay nada malo en el particularismo en materia de derechos. Porque
el universalismo se basa, en última instancia, en un compromiso con un grupo en
cuyo bienestar estamos especialmente interesados. El particularismo es un
problema cuando nuestra vinculación con un grupo nos lleva a negar iguales
derechos a los que no forman parte del grupo. Tomar partido – añade – no está
mal siempre que, al hacerlo, nos sintamos vinculados por los mismos límites en
relación con aquellos cuyo partido no hemos tomado.
“La función del universalismo moral no es es excluir el activismo fuera de la política, sino disciplinar a los activistas en su parcialidad, es decir, en su convicción de que una de las partes tiene razón, obligándolos a asumir un idéntico compromiso con los derechos d la otra parte”.
Y, por tanto,
obligar a los activistas a realizar un “autoexamen” para comprobar que,
efectivamente, no están siendo parciales.
La relación de los
derechos humanos con el nacionalismo es
muy estrecha. La ausencia de protección internacional de los derechos humanos
llevó a las minorías sojuzgadas – dice Ignatieff – a buscar la vía del Estado
propio para asegurar la protección de sus derechos y, en consecuencia, fomentó
el nacionalismo en todo el mundo. Pero no es una comida gratis porque, naturalmente,
crea nuevas minorías o genera Estados a costa de los derechos de poblaciones
desplazadas o “minorizadas” como consecuencia de la nueva estructura política. “Los
nacionalistas tienden a proteger los derechos de las mayorías y a negar los
derechos de las minorías” y las que se convertirán en minorías tienen legítimo
derecho a sospechar que su situación sólo puede ir a peor con el nuevo Estado.
De ahí que esté justificado exigir una
situación de opresión para reconocer el derecho de un territorio – y la
población que vive en él – a escindirse del Estado al que pertenecen y unas
mayorías muy claras para permitir la secesión. El riesgo de pérdida de derechos
para la población que desea mantener el status
quo es muy elevada. En sentido contrario, por lo tanto, el reconocimiento y
protección internacional de los derechos humanos deslegitima a la vez al
nacionalismo – en cuanto hace menos justificado el cambio de status político – y a las quejas de los
que no desean la secesión. Idealmente, la cuestión sería irrelevante cuando se
haya sustituido plenamente al Estado-nación por una federación europea porque
la vigencia de los derechos individuales – y eventualmente, colectivos tales
como los asociados al uso de la lengua materna – no dependerá del Estado y de
los derechos de participación de los ciudadanos en el mismo, sino que se habrán
juridificado internacionalmente. Pero el reconocimiento del derecho del Estado –
de su población actual – a la estabilidad de sus fronteras impide las
soluciones “todo o nada” (reconocimiento de los derechos humanos de los pueblos
que desean la constitución de un Estado y respeto por el derecho del Estado a
mantener su estabilidad e integridad territorial). Dice Ignatieff, poniendo el
ejemplo de los kurdos que la única solución es una prolongada negociación en la
que los kurdos de Turquía renuncien al Estado que lesionaría la integridad
territorial de Turquía y Turquía reconozca los derechos – lingüísticos – y el
derecho a la autonomía de los kurdos que viven en su territorio. Escrito en el
año 2000, el texto de Ignatieff que comentamos puede “volver a leerse” a la luz
de la primavera árabe y la desestabilización de los Estados árabes,
desestabilización saludada por el pésimo record
en materia de derechos humanos de esos estados. La estabilidad del Estado
es un presupuesto de la protección de los derechos fundamentales. Una condición
sine qua non. Aunque no sea,
obviamente, suficiente. Obviamente también, hay integridades territoriales más
meritorias que otras (piénsese en la antigua Unión Soviética).
En todo caso, la
supervisión internacional de lo que hacen los Estados – incluso los
plenamente democráticos y respetuosos de los derechos humanos – tiene una gran
utilidad para reducir las violaciones de derechos, especialmente, para los
grupos minoritarios. Piénsese en los rusos en Estonia, los árabes en Israel
(por no hablar de los habitantes de los territorios ocupados que están
sometidos, en realidad, a una potencia colonial), los gitanos en Hungría o
cualquier otro grupo minoritario pero diferenciado en el seno de una población
más o menos homogénea. El sistema internacional de protección de los derechos
humanos – dice Ignatieff – nos permite hacer sonar la alarma ante cualquier
desarrollo legislativo nacional discutible moralmente. Piénsese en las
propuestas de grupos como la Liga Norte o las del gobierno de Hungría.
La exposición de
Ignatieff es interesante en otro sentido: si la función del reconocimiento de
los derechos humanos es permitir la autodeterminación individual y de los
grupos humanos, hay una relación directa
entre la posibilidad de elegir el grupo al que se desea pertenecer y el
reconocimiento de derechos colectivos, es decir, cuyo titular no es el
individuo, sino un grupo de individuos. Que los cuáqueros tengan unas reglas de
convivencia que nos parecen absurdas o que no otorguen igual papel social a la
mujer y al hombre es mucho más aceptable si la “entrada” y “salida” del grupo
es poco costosa. La pluralidad valorativa en una sociedad – y el libre desarrollo
de la personalidad individual – se expresa así a través del reconocimiento de
los grupos sociales y de su autonomía (capacidad para autodictarse normas de
comportamiento). El grupo comprensivo de todos los grupos sociales – el Estado
nación – ha de garantizar la libre
entrada y salida en estos grupos sociales y la protección de los derechos
individuales irrenunciables, esto es, aquellos que no son disponibles por la
voluntad individual (incluso si esos grupos se forman sobre una base étnica. No
está escrito que deba existir una sola asociación o comunidad kurda, árabe o
armenia en un país). Pero nada más. Si lo hiciéramos, estaríamos infringiendo
el art. 10 de la Constitución porque tales intervenciones serían contrarias a
la dignidad de las personas y a su derecho a desarrollar libremente (y en
compañía de otros) su personalidad. Como decía
Cercas recientemente, la política no debe traernos la felicidad, debe
limitarse a crear las condiciones para que cada uno la busque por su cuenta.
Ignatieff también
nos recuerda la superioridad de la concepción relativa de los derechos
fundamentales frente a las concepciones absolutistas. Si la apelación a un
derecho termina la discusión, porque se pone sobre la mesa un “triunfo”, los
conflictos no pueden resolverse. Por el contrario, una concepción relativa – à la
Alexy – permite resolver los conflictos sin resolver la relación entre los
derechos alegados por cada parte de forma definitiva: en este contexto, triunfa
uno sobre otro, pero en un contexto distinto, el resultado de la ponderación
podría ser distinto. Hasta que – dice Ignatieff – la discusión deja de ser
posible y la apelación a los derechos humanos es una “llamada a las armas”, es
decir, al uso de la fuerza para su defensa.