La teoría económica dice que la reputación (la amenaza de que todos los que te rodean y se han enterado de que has incumplido tu contrato conmigo dejen de contratar contigo) es un mecanismo muy eficaz para garantizar el cumplimiento de las promesas. Porque si incumples tu contrato conmigo y los demás se enteran de que lo has hecho, dejarán de fiarse de tí – temerán que también incumplas con ellos – y perderás, no solo la ganancia del intercambio conmigo, sino las posibles ganancias de todos los intercambios que podrías realizar con ellos. En otros términos, la pérdida de la reputación eleva las pérdidas derivadas del incumplimiento y, por tanto, actúa ex ante como un mecanismo que incentiva a todos los miembros de un grupo donde la información sobre los incumplimientos “circule” a cumplir sus promesas. Esta es una de las más importantes razones por las que la gente cumple voluntariamente las normas y los contratos: porque ser tachado de infractor y de incumplidor de tus promesas te “señala” en el seno del grupo como alguien con quien no es conveniente cooperar, lo que conduce al ostracismo y, por tanto, a la pérdida de las ganancias de la cooperación.
En un libro que comentamos en el blog, el autor sostenía que la reputación – la amenaza de perderla – había perdido su capacidad de incentivar el cumplimiento de los contratos en el sector financiero ya antes, pero sobre todo durante la crisis. Mi intuición es que esta pérdida de capacidad de la reputación para asegurar a los consumidores que las empresas cumplirán sus promesas se está extendiendo peligrosamente a otros sectores distintos del financiero. A los bancos en España ha dejado de preocuparles que sus clientes se quejen. Según el Banco de España, desatienden 5 de cada 6 reclamaciones en las que el Servicio de Reclamaciones da la razón al cliente. Y algo parecido ocurre, cada vez más, con las empresas de telecomunicaciones y las que prestan servicios básicos como luz, gas y agua. Cada vez gastan más dinero en marketing y menos dinero en asegurar que sus clientes están satisfechos. Las ideas que se abren camino desde-no-se-sabe-qué-mesa-de-qué-consultor hasta las facturas que reciben los clientes casi nunca benefician a éstos. Se trata de exprimir a los clientes que ya se tienen y atraer a más clientes a los que exprimir aprovechando cualquier posibilidad de ocultar al cliente el verdadero valor y los verdaderos costes del producto o servicio.
Si Macey tiene razón, las causas pueden tener que ver con la intensificación de la competencia. ¿por qué voy a tratar bien a un cliente para que se quede conmigo si los clientes ya no son fieles a nadie? y con la idea de que las ganancias a corto plazo (las que derivan de cobrarle, por ejemplo, a los clientes por algún servicio que se les venía prestando gratuitamente o prestarle servicios que no han solicitado o hacer cargos indebidos…) superan a los costes a largo plazo en forma de pérdida de clientes (porque sólo algunos se dan cuenta de que les han sobrecargado o de que les han hecho un cargo indebido y reclaman) ya que, al fin y al cabo como dijo un empleado de una gran empresa, “te va a dar igual porque te van a tratar igual en cualquiera de las otras empresas del sector”. Hay una creciente colusión tácita entre las empresas para tratar igual de mal a los clientes.
No es que me haya vuelto anticapitalista. En realidad, ese “maltrato” creciente es mucho más favorable para los consumidores que el trato que podríamos obtener de cualquier otro sistema de organización de las actividades económicas. Es más, bien podría decirse que la competencia ha provocado que nos “malacostumbremos” en el sentido de que esperamos recibir un gran servicio o producto a un precio bajo, lo que – como ocurre con las condiciones generales de los contratos – fomenta las “malas prácticas” por parte de las empresas para compensar la pérdida de beneficios derivados de la intensa competencia. Las malas prácticas son las que hemos expuesto más arriba:
¿En qué no se fija el consumidor? ¿en el interés que le cobro en los pagos aplazados de la tarjeta de crédito? Pues pongámosle un 25 % TAE. ¿En que los SMS no están incluidos en la tarifa plana que le hemos ofrecido? Pues cobrémosle 10 céntimos de € por algo que no vale prácticamente nada. ¿En que el tipo de interés tiene un suelo? Pues incluyamos una cláusula-suelo ¿en todo aquello que no paga cuando se realiza el consumo? Pues hagámosle consumir e incluyamos cantidades desorbitadas en su factura del mes siguientes (“suscripciones” en el teléfono móvil).
¿En qué no puede “fastidiarnos” el consumidor alterando sus hábitos de consumo? ¿apagando bombillas y poniendo menos lavadoras para consumir menos electricidad? Aumentemos la parte fija – el término de potencia y los peajes – de la factura eléctrica…
Y, lo que es peor, se aprovechan de las limitaciones de la racionalidad de los consumidores como ocurrió en las décadas pasadas con las oleadas de suscripciones a productos y servicios que tenían un pago importante inicial que se perdía si el cliente no tenía la suficiente fuerza de voluntad para estudiar inglés durante años, o para ir al gimnasio desde enero hasta diciembre o para completar la portentosa enciclopedia que acabó llena de polvo en un rincón.
Es dudoso que el capitalismo fuera el sistema elegido para organizar la vida económica bajo el velo de la ignorancia de Rawls. Pero su mayor legitimidad deriva de que es la forma más eficiente de proporcionar a los consumidores los bienes y servicios que demandan al mejor precio posible (porque la competencia “averigua” y “le encarga” al más eficiente – al que tiene costes más bajos – que los produzca). Para que el capitalismo cumpla su función fundamental, es imprescindible que las malas prácticas no se generalicen porque, en tal caso, la reputación – que es la principal garantía de que las empresas cumplirán sus promesas a los clientes en los mercados que no sean extraordinariamente competitivos – no podrá desplegar sus benéficos efectos y nos acostumbraremos a entrar en un juego en el que siempre ganan los trileros. El cumplimiento normativo y la – mal – llamada responsabilidad social corporativa va de eso, sobre todo, de eso. De que ni siquiera se pase por la cabeza de ningún ejecutivo la idea de sacarle dinero a los clientes a cambio de nada. Porque de poner a parir al capitalismo por maltratar a los obreros y al medioambiente, ya se ocupan los enemigos del capitalismo desde hace siglos. Si ahora, los principales beneficiados del capitalismo – los consumidores – empiezan a albergar dudas de la bondad del sistema ¿qué pueden esperar las empresas como resultados electorales?
1 comentario:
Es que lo que tenemos es un falso capitalismo o capitalismo de amigotes.
Los sectores que cita son precisamente sectores altamente regulados (banca, telecomunicaciones, eléctricas, etc) donde la libertad de empresa brilla por su ausencia. Por tanto, que incentivos tienen las empresas si saben a ciencia cierta que no existen competidores potenciales que puedan entrar en el mercado y quitarles cuota. Saben que el pastel se lo reparten entre 4 o 5 y el consumidor baila entre ellos sin opciones potenciales de encontrar empresas que cubran sus preferencias.
Esto en sectores con pocas barreras de entrada no pasa. La empresa que trata mal a sus clientes cierra y llega otra que lo hace mejor.
Un saludo.
IH
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