En una recensión al reciente libro de Bainbridge sobre la maximización del valor del patrimonio de la sociedad anónima como objetivo único de la gestión de sus administradores (del que espero ocuparme en otra ocasión) se lee
La nueva teoría de la concesión sostiene que las corporaciones deben atender ciertos intereses sociales porque las grandes corporaciones —a diferencia de los contratos u otras formas de organización empresarial, como la sociedad general— dependen del derecho y de las instituciones jurídicas para su propia existencia. El artículo reciente de los profesores Taisu Zhang y John Morley en el Yale Law Journal es particularmente esclarecedor al respecto. Zhang y Morley sostienen que el desarrollo por parte del Estado moderno de la capacidad para hacer cumplir la ley fue necesario para el surgimiento de la sociedad anónima. Al fin y al cabo, las empresas que requieren gran cantidad de capital dependen de grandes grupos de inversores dispersos. El Estado moderno tiene la capacidad única de resolver el problema de confianza que surge inevitablemente cuando un gran grupo de desconocidos acumula capital para empresas comerciales. Por esta razón, la forma societaria se convirtió en “un fenómeno institucional y económico generalizado bajo los auspicios de la construcción del Estado moderno en los siglos XVIII y XIX”. Comprender el papel crucial que desempeñan el derecho y las instituciones jurídicas en el sostenimiento de la sociedad anónima moderna es sumamente importante porque puede revelar si, y en qué medida, las sociedades mercantiles deben ciertas obligaciones a la sociedad en general.
Es importante destacar que la obligación de las sociedades anónimas de perseguir un propósito más allá de las ganancias no se deriva de la observación de que los Estados efectivamente dan origen a las corporaciones imponiendo ciertos requisitos gubernamentales para la obtención de la personalidad jurídica. Esa narrativa es una deficiencia importante de la antigua teoría de la concesión, que depende en exceso de la práctica obsoleta de los Estados de otorgar selectivamente charters o fueros. Más bien, las obligaciones sociales derivan de la naturaleza de las sociedades anónimas, que dependen del marco jurídico de los Estados modernos para seguir existiendo.
Para ser claros, la nueva teoría de la concesión no exige que los lectores rechacen la tesis de Bainbridge según la cual los administradores de la sociedad anónima deben tener como tarea principal maximizar las ganancias para los accionistas. Más bien, revela que el pueblo —a través de las instituciones estatales— debería poder exigir ciertas obligaciones a las sociedades anónimas que pueden entrar en conflicto con la función lucrativa de las empresas. En cierta medida, este punto de vista ya está incorporado en las doctrinas modernas del derecho societario. Por ejemplo, el derecho societario estadounidense exige que los administradores cumplan con el Estado de Derecho, incluso aunque infringir la ley aumentara las ganancias. Como explica la profesora Elizabeth Pollman, tales doctrinas reconocen los “intereses sociales en el Estado de Derecho y preservan la capacidad de los tribunales para responder con flexibilidad a violaciones particularmente relevantes y flagrantes de la confianza pública”.
A mi juicio esta pretendida "nueva teoría concesional" (new concession theory) incurre en un error conceptual fundamental: sostiene que las corporaciones tienen obligaciones hacia la Sociedad adicionales a la de cualquier individuo porque dependen del Derecho y de las instituciones jurídicas para existir, a diferencia de otras formas de organización.
Esta premisa es insostenible. Todos los sujetos de derecho —personas físicas, sociedades personalistas, asociaciones— existen y actúan dentro de un marco normativo que facilita su existencia y condiciona pero también potencia su capacidad de actuar. La obligación de cumplir la ley no distingue a la sociedad anónima de ningún otro sujeto jurídico. La dependencia del derecho no es un rasgo exclusivo de la corporación, sino una característica universal de cualquier miembro de una sociedad con Estado.
Tampoco es convincente vincular la inscripción registral y la obtención de un certificado estatal con la imposición de deberes adicionales. La inscripción en el registro mercantil cumple una función de publicidad y protección de los terceros que se relacionan con el sujeto de derecho inscrito, no constituye una “concesión” que legitime imponer obligaciones especiales distintas de las que derivan del ordenamiento general. Confundir la función del registro con una supuesta “creación” por parte del Estado que justifique deberes adicionales reproduce, bajo una nueva formulación, los defectos de la antigua teoría de la concesión.
La afirmación de Elizabeth Pollman, según la cual las doctrinas que exigen a los administradores cumplir la ley “reconocen los intereses sociales en el Estado de Derecho y preservan la capacidad de los tribunales para responder con flexibilidad a violaciones particularmente relevantes y flagrantes de la confianza pública”, resulta problemática por varias razones. Primero, el deber de cumplir la ley no es una obligación “social” añadida, sino un presupuesto básico del orden jurídico que vincula a todos los sujetos, sin excepción (v., art. 9.1 CE). Presentarlo como una manifestación de “intereses sociales” es retórico y carece de contenido normativo específico. Segundo, la idea de que estas doctrinas “preservan la capacidad de los tribunales para responder con flexibilidad” es confusa: los tribunales aplican la ley, no actúan con discrecionalidad para sancionar “violaciones de la confianza social” al margen de normas concretas. Si se sugiere que los jueces pueden imponer deberes no previstos en la ley en nombre de la confianza social, se estaría defendiendo una concepción peligrosamente abierta y contraria al principio de legalidad. En suma, la afirmación de Pollman no añade nada sustantivo: el cumplimiento de la ley no es un deber especial de las sociedades anónimas, sino una exigencia general del ordenamiento dirigida a todos los ciudadanos y, por tanto, aplicable a las sociedades anónimas tanto si se asimila, en este punto, a personas jurídicas con personas físicas como si se considera que las sociedades anónimas no son más que "personas colectivas", esto es, agregados de individuos.
El autor de la recensión nos cuenta que
Para Bainbridge, las concepciones de la sociedad anónima basadas en la propiedad se apoyan en una forma engañosa de cosificación, porque una sociedad “no es una cosa susceptible de ser poseída” (p. 126). Por el contrario, Bainbridge adopta una visión contractualista de la sociedad, al señalar que “los accionistas no son propietarios de la entidad societaria, sino que simplemente ostentan derechos contractuales sobre la pretensión residual respecto de los activos y flujos de caja de la sociedad” (p. 127). El paradigma contractualista permite a Bainbridge invertir el argumento frente a los teóricos de los stakeholders. Para Bainbridge, “el objetivo de maximizar el valor para los accionistas es, en este sentido, favorable a los stakeholders, en la medida en que los accionistas, como titulares de la pretensión residual, tienen incentivos para maximizar el valor total de la empresa, lo que beneficia a los titulares de pretensiones fijas”, incluidos empleados (salarios) y acreedores . Por ello, no sorprende que Bainbridge llegue a la provocadora conclusión de que “maximizar el valor para los accionistas es, por tanto, lo más socialmente responsable que puede hacer una sociedad” (p. 128; nota omitida).
Se observa una total coincidencia entre Bainbridge y Miller. Robert T. Miller, Stakeholder Theory and the Challenge of Welfare Economics, 2025 Mi discrepancia con Bainbridge se limita a la contraposición entre la concepción de la sociedad anónima que llama "propietaria" y la "contractual". Efectivamente, la SA no es una "cosa" susceptible de ser poseida. Pero si cambiamos "cosa" por "patrimonio" (o si se quiere, si distinguimos entre el Derecho de Cosas y el Derecho de los Patrimonios), entonces la concepción "propietaria" (rectius, patrimonial) de la sociedad anónima resulta mucho más aceptable. Los accionistas no son propietarios de los bienes que componen el patrimonio social pero sí son cotitulares de ese patrimonio. El régimen jurídico de los bienes singulares es diferente al régimen jurídico de los patrimonios. Esto ya lo he explicado en otro lugar. Una vez más, en la discusión de estas cuestiones no estamos haciendo uso de todas las posibilidades que la construcción dogmática - conceptos, instituciones - nos brinda. La concepción "propietaria" o, mejor, "patrimonial" de la SA no es alternativa sino complementaria de la concepción "contractual". Porque, en lo que se refiere al 'gobierno' del patrimonio, los domini de dicho patrimonio que son los accionistas mantienen relaciones obligatorias entre sí. Por eso he explicado en otro lugar que la SA es una corporación societaria. Sin las dos piezas - la 'real' o patrimonial y la contractual o societaria -, no puede explicarse correctamente la sociedad anónima, la business corporation por excelencia.
El análisis de la responsabilidad limitada no es más esperanzador. El autor de la recensión nos relata que Bainbridge recuerda en su libro
Bainbridge recuerda su infancia junto al río Nashua, en Massachusetts, donde operaban numerosas fábricas textiles y de celulosa. Estas fábricas vertían sus desechos en el río y con ello trasladaban los costes a quienes vivían aguas abajo (p. 10). Aunque no es insensible a los graves males sociales que generan las sociedades anónimas, Bainbridge considera que los intereses generales se satisfacen mejor mediante leyes generales de bienestar que abandonando el paradigma de maximización del valor para el accionista (p. 90).
Uno se pregunta si era relevante que esas fábricas fueran propiedad de una "corporación" o de una "partnership" o de un individuo. Y se pregunta también por qué la forma jurídica de la empresa ha de ser revelador de su tendencia a contaminar. A esto conduce la identificación simplista entre corporation y gran empresa.
Hacia el final del libro, Bainbridge formula una afirmación provocadora: el stakeholder capitalism amenaza a la democracia (p. 149). Probablemente sea la afirmación más contundente de la obra. Bainbridge observa que los teóricos de los stakeholders exigen “responsabilidad social corporativa precisamente porque no han logrado persuadir a la mayoría de sus conciudadanos para que compartan su opinión y están intentando alcanzar por procedimientos antidemocráticos lo que no pueden conseguir por procedimientos democráticos” (p. 149). Para Bainbridge, el stakeholder capitalism “socava las bases de una democracia liberal” porque pide a directivos no elegidos que resuelvan problemas sociales (p. 150). Esta postura recuerda al célebre artículo de Friedman que comparaba las llamadas a la responsabilidad social con “predicar socialismo puro y sin adulterar”. Bainbridge también defiende de forma positiva que el afán de lucro promueve la libertad: “Un sistema jurídico que fomenta la maximización del valor para los accionistas permite necesariamente a los individuos la libertad de perseguir la acumulación de riqueza. La libertad económica, a su vez, es un complemento necesario de la libertad personal” (p. 150).
A mi juicio, la tesis de Bainbridge de que el stakeholder capitalism amenaza a la democracia se entiende si se precisa que no cuestiona que los accionistas, en ejercicio de su autonomía, puedan instruir a los administradores para que tengan en cuenta intereses de los stakeholders. Tampoco niega que el legislador democrático pueda imponer obligaciones a las sociedades anónimas. Lo que considera problemático es que los administradores, por iniciativa propia, asuman la función de equilibrar intereses sociales en detrimento del principio de primacía del accionista. Este desplazamiento implica una doble usurpación: De los accionistas, que pierden el control sobre la definición del interés social, núcleo de su derecho residual. Del legislador democrático, que ve sustituida su función normativa por decisiones privadas adoptadas por directivos no elegidos.
El autor de la recensión propone una "nueva teoría concesional" que justifica la intervención pública en las sociedades anónimas (¿por qué no en las partnerships o en las limited liability companies?) porque el Estado proporciona el marco jurídico y económico imprescindible para que las sociedades anónimas puedan desarrollar su negocio.
Esta "teoría" sólo se entiende como una respuesta a las críticas que se han dirigido contra los autores que, como Elizabeth Pollman, sugieren que hay un "interés público" en la inscripción registral (en el otorgamiento de certificados de incorporación en traducción literal) de las sociedades anónimas por parte de los Estados y que las sociedades anónimas obtienen, gracias a la incorporación, "privilegios" como son las acciones transmisibles o la responsabilidad limitada. Autores como Moon reconocen que no hay tal privilegio y buscan una justificación para imponer obligaciones de "servicio público" a todas las corporaciones - bajo el nombre de responsabilidad social corporativa por ejemplo - en el hecho de que los Estados proporcionan un entorno relativamente seguro desde el punto de vista jurídico y físico a las corporaciones para desarrollar su actividad.
Inmediatamente, tienen que recular: estamos hablando sólo de las grandes empresas:
la nueva teoría de la concesión no sugiere que las obligaciones sociales deban imponerse a todas las empresas, ni necesariamente aboga por una intervención gubernamental ilimitada en los asuntos de las empresas privadas. Constituir una sociedad mediante la presentación de documentos ante el Estado no desencadena por sí mismo la responsabilidad social en el momento de la formación de la entidad. Un individuo que esté a punto de lanzar un negocio de comercio electrónico en eBay o Amazon, por ejemplo, puede constituir una sociedad con un simple clic. Y, al menos en algunos Estados, puede designarse a sí mismo como único director y CEO de la sociedad, incluso si en realidad no tiene un negocio operativo. Resulta difícil imaginar por qué debería asumir responsabilidad social de repente solo porque se tomó el tiempo de rellenar un formulario en línea. En cambio, la responsabilidad social es particularmente fuerte para las grandes empresas que dependen de la capacidad del Estado para hacer cumplir la ley más allá del mero acto de constitución.
Pero, naturalmente, si es así, la incorporación y la adquisición de la condición de business corporation no tiene nada que ver con que los administradores deban gestionar las grandes empresas teniendo en cuenta intereses distintos de los de los accionistas. El Estado tiene herramientas mucho más adecuadas y eficaces para dirigir la actuación de las grandes empresas: impuestos, subvenciones y regulación.
¿Qué aporta esta "new concesión theory"? Nada:
La nueva teoría de las concesiones nos ayuda a comprender por qué el derecho de sociedades debe exigir lealtad hacia el derecho y la ley, incluso cuando entra en conflicto con los objetivos de maximización de ganancias
En realidad, es la ley en general - si no no sería ley - la que "exige" a los administradores sociales que se conduzcan como tales respetando las normas jurídicas aplicables. No el Derecho de Sociedades. La legalidad es un constraint o un límite externo al ejercicio de las funciones de un administrador. El autor pone el siguiente caso:
Consideremos, por ejemplo, a los administradores de una sociedad que tienen la oportunidad de participar en conductas anticompetitivas lucrativas pero ilícitas, que permanecen perpetuamente indetectadas y con escasa aplicación de la ley. Si el cumplimiento normativo fuera un conjunto de reglas dispositivas, tales directivos corporativos se verían incentivados a infringir la ley para obtener mejores resultados que las sociedades que cumplen la normativa. El argumento a favor de invertir en cumplimiento legal es particularmente fuerte para las grandes empresas que pueden superar a los Estados modernos en importancia política y social.
Este ejemplo pretende justificar la necesidad de un fundamento normativo adicional (como la “nueva teoría de la concesión”) para explicar por qué las corporaciones deberían cumplir la ley incluso cuando infringirla sería rentable y no detectado. Sin embargo, es un mal ejemplo por varias razones. En primer lugar, en un caso como este, si la infracción nunca se detecta, la sociedad no sufre daño alguno. Por tanto, los accionistas no podrían exigir responsabilidad al administrador por incumplimiento del deber de diligencia, porque no hay perjuicio patrimonial. Esto confirma, en alguna medida, la tesis de Paz-Ares sobre la inexistencia de un “deber de legalidad” autónomo (Paz-Ares Rodríguez, Cándido “¿Existe un deber de legalidad de los administradores?”, Revista de Derecho mercantil nº 330 (2023)) el administrador no responde por infringir la ley si ello no causa daño a la sociedad (y, en muchos supuestos, aunque cause un daño). Del mismo modo, si el administrador decide cumplir estrictamente las normas antitrust y ello reduce las ganancias, los accionistas tampoco podrían ejercer una pretensión indemnizatoria contra el administrador en ejercicio de la acción social por no maximizar beneficios. Esto muestra que el derecho societario no impone un deber de infringir la ley ni un deber de cumplirla per se, sino un deber de actuar en interés de la sociedad dentro del marco legal. El ejemplo mezcla un problema de incentivos (la baja probabilidad de detección) con un problema de deberes fiduciarios. Que el enforcement sea débil no convierte el cumplimiento en un deber societario autónomo; simplemente plantea un problema de política pública (cómo mejorar la detección y sanción). El texto usa este ejemplo para sostener que necesitamos una teoría (como la “new concession theory”) que justifique por qué las corporaciones deben cumplir la ley. Pero en realidad, el deber de cumplir la ley ya existe en el ordenamiento jurídico; lo que falla es la eficacia del enforcement, no la falta de fundamento teórico.
El trabajo de Bottomley es todavía menos útil. Parte de una premisa falsa y, ya se sabe, de una premisa falsa se sigue cualquier cosa. Afirma el profesor australiano que
Hoy en día, las corporaciones realizan gran parte del trabajo que, hace tres o cuatro décadas, se consideraba competencia de los gobiernos y las burocracias públicas. Las corporaciones proporcionan, controlan y regulan aspectos críticos del tejido social público, incluyendo el suministro de electricidad y otros servicios públicos, telecomunicaciones, transporte, servicios de apoyo al empleo, atención a personas mayores, prisiones y centros penitenciarios. Este cambio ha sido impulsado por los programas de externalización, “contratación externa” o privatización de servicios gubernamentales que comenzaron en Australia y el Reino Unido a finales de la década de 1980, y que desde entonces se han convertido en “un artículo de fe de los gobiernos, sin importar su orientación política”. En algunos casos, esto ha implicado la desinversión deliberada de servicios públicos a operadores privados; en otros, la empresa privada ha asumido, por diseño o por defecto, el suministro de servicios y productos que aparentemente están más allá de la capacidad o competencia de los gobiernos modernos. El poder ejercido por las grandes corporaciones tecnológicas, como Amazon, Apple, Google, Meta y Microsoft, sobre los medios y las formas en que los ciudadanos acceden a la información y se conectan entre sí es un ejemplo destacado.
La afirmación de que “hace tres o cuatro décadas” estas funciones eran competencia del Estado es incorrecta. Históricamente, el Estado no prestaba directamente la mayoría de estos servicios. En el siglo XIX y buena parte del XX, electricidad, transporte, telecomunicaciones y servicios básicos fueron desarrollados y gestionados por empresas privadas en la mayoría de países industrializados. Incluso en sectores como ferrocarriles o energía, la intervención estatal fue tardía y parcial. Aunque a partir de los años 30 del siglo XX, especialmente tras la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial, los Estados occidentales asumieron más funciones (Estado del bienestar, empresas públicas), nunca dejaron de recurrir a operadores privados. En EE. UU., por ejemplo, la provisión privada de electricidad, telecomunicaciones y transporte ha sido la regla, no la excepción. Alemania, incluso con un modelo social fuerte, mantiene un sector privado dominante en servicios esenciales. Las políticas de privatización de los años 80 no crearon un fenómeno nuevo, sino que revirtieron procesos de nacionalización previos en algunos países (Reino Unido, Australia). No se trata de que las empresas “asumieran” funciones estatales inéditas, sino de que se devolvieron a la esfera privada actividades que ya habían sido privadas antes. Big Tech no reemplaza funciones estatales: Empresas como Amazon, Google o Meta no prestan servicios que antes fueran estatales. El Estado nunca gestionó redes sociales, motores de búsqueda ni comercio electrónico. Estas son actividades nuevas, no “delegadas” por el Estado.
La siguiente afirmación
La constatación es que las corporaciones son actores sociales y políticos tanto como son actores económicos.
pretende ser reveladora, pero es engañosa por dos razones. En primer lugar, porque confunde confunde causa y efecto: Las grandes sociedades anónimas son actores políticos y sociales porque son actores económicos de primer nivel. Su influencia política y social deriva de su peso económico. Si mañana una gran corporación perdiera su relevancia económica (Kodak, Nokia), también perdería su capacidad de influencia social y política. No hay un poder político o social intrínseco separado de su capacidad para generar riqueza, empleo y controlar recursos.
“Las empresas son capaces de tomar decisiones que tienen importantes consecuencias sociales: toman decisiones privadas que producen resultados públicos”.
Esta frase parece profunda, pero en realidad es ambigua y conceptualmente débil. Presupone que las empresas tienen un poder social intrínseco, pero no aclara en qué sentido. ¿Se refiere a poder de mercado - posición de dominio - en el sentido del derecho antitrust? Si es así, solo unas pocas empresas dominantes lo tienen. Si no se refiere a poder económico, ¿qué significa exactamente “poder social”? Sin una definición, la frase es retórica, no analítica. Además, ignora el efecto de la competencia: Si la competencia “desapodera” a los operadores económicos, ¿cómo puede sostenerse que cualquier decisión privada tiene efectos públicos importantes?
Bottomley explica la "old concession theory", es decir, la que he criticado extensamente en esta entrada del Almacén de Derecho. La describe como equivalente a afirmar que las sociedades anónimas son "criaturas del Estado" lo que justificaría cualquier regulación pública. He tratado de explicar en esa entrada y en otras que constituir corporaciones forma parte de la autonomía privada, bien vía derecho de asociación, bien vía derecho de fundación, bien vía esos derechos y otros en combinación con la libertad contractual (art. 10 CE) y el derecho de propiedad.
La teoría de la concesión... ha caído en desgracia entre la mayoría de los teóricos del derecho societario... la teoría de la concesión tenía sentido en una época en la que la creación de una corporación societaria requería una carta (charter) especial y específica emitida por el Parlamento. Era una época en la que la advertencia de Blackstone, en 1765, de que “en Inglaterra, el consentimiento del rey es absolutamente necesario para la erección de cualquier corporación, ya sea implícita o expresamente otorgada” tenía sentido. Pero en un mundo en el que las sociedades se crean cada día mediante un proceso administrativo rutinario —completar el formulario estipulado, pagar la tasa requerida—, la teoría ha sido descartada como carente de significado.
Pero según Bottomley
Este rechazo se basa en una premisa falsa: confunde la idea de “concesión”... con la idea de privilegio especial. La desaparición de la carta especial como único medio para obtener la condición de corporación societaria no puso fin al papel del Estado en la concesión de ese estatus; ese papel cambió, en cuanto a quién lo ejerce (pasando del Parlamento al poder ejecutivo) y en la forma en que se ejerce (pasando de la consideración especial de casos concretos a un proceso administrativo rutinario). Es importante destacar que la facilidad con la que se crea la persona jurídica societaria no niega la magnitud de las consecuencias potenciales que se derivan de esa creación.
El argumento parece poco convincente. El cambio del sistema es radical: Antes, la concesión era discrecional y excepcional e incluía, normalmente, la asignación de derechos monopolísticos; hoy es automática y reglada y queda excluida, si no es a través de una concesión administrativa en sentido estricto, la atribución de derechos monopolísticos.
No sé cómo se puede aceptar que "el sector empresarial tiene un papel significativo en su propia regulación".
Bottomley ofrece cinco "defensas" de la teoría concesional que expongo a continuación con la crítica correspondiente.
“El estatus jurídico corporativo es un recurso público creado por el Estado”
Esta proposición parte de una premisa incompatible con un Estado liberal de Derecho. El Estado no “distribuye recursos jurídicos” como si fueran concesiones graciosas; se limita a reconocer y proteger los arreglos cooperativos que los ciudadanos deciden organizar. La personalidad jurídica no es un privilegio otorgado, sino un instrumento normativo general que facilita la autonomía privada. Presentarlo como “recurso público” invierte la relación individuo-Estado y abre la puerta a una concepción paternalista del derecho societario.
“La regulación estatal se justifica para asegurar que ese recurso se use conforme al interés público”
Esta defensa repite el error anterior: presupone que la autorización estatal crea un vínculo especial que legitima controles adicionales. En un Estado liberal, el interés público no es un título para imponer deberes especiales a quienes adoptan la forma corporativa, sino un límite general a toda actividad privada, sea individual o colectiva. Si una empresa causa daños o genera riesgos sistémicos, la intervención se justifica por esos efectos, no por el hecho de ser “corporación”.
“El interés público relevante se define por la función institucional de la corporación”
Aquí el argumento se vuelve aún más débil. ¿Por qué sería insuficiente evaluar el impacto de cada empresa según criterios objetivos (tamaño, posición de dominio, control de infraestructuras críticas, producción de bienes esenciales)? ¿Por qué basta con invocar la “naturaleza institucional” de la corporación para imponer obligaciones adicionales? Esta proposición sustituye criterios funcionales y verificables por una categoría abstracta (“institución”) que no añade nada operativo y que, en la práctica, conduce a una regulación indiscriminada.
“La incorporación equivale a una autorización condicionada” y “la legitimidad corporativa depende de la coherencia con el interés público que fundamenta la autorización”
Ambas proposiciones son redundantes y derivan de las anteriores. Si se rechaza la idea de que la incorporación es una concesión o un privilegio, carece de sentido hablar de “autorización condicionada” o de “legitimidad” basada en esa autorización. La legitimidad de la corporación no depende de una supuesta gracia estatal, sino del respeto a la ley y a los derechos de terceros, como cualquier otra forma de organización privada.
Luna, William J.,Beyond Profit Motives, 122 Michigan Law Review 1059 (2024)
Bottomley, Stephen, Corporate Regulation in the Public Interest-from Concession to Authorisation, Journal of Corporate Law Studies, 2024

1 comentario:
Antiguamente, para la concesión (octroi, chart, autorización) real se exigía que la empresa tuviera como propósito alguna utilidad pública. Luego la LSA 1848 exigía una Ley para sectores regulados. Y a cambio el Estado (el ordenamiento) garantizaba que la responsabilidad de los socios capitalistas (en las sociedades por acciones anónimas pero también en las comanditarias) quedara limitaba a los dividendos pasivos pendientes de desembolso. Como recuerda Carlos PETIT ese y no otro es el significado genuino del principio de responsabilidad limitada. Hoy tal utilidad pública no se exige (más bien al contrario se presume o da por supuesta si el objeto social es lícito) y la misma no debe ni puede emparentarse con esa cursilería que los jueces mercantiles) emplean cuando en los concursos regalan la empresa a sus insiders diciendo que es para preservar “tejido empresarial”, sufragar impuestos, mantener puestos de trabajo… Por eso la nueva teoría de la concesión (de una responsabilidad limitada exclusivamente a las aportaciones que el socio capitalista haya comprometido) cobra algún sentido. El animo de lucro es la causa del contrato, pero el ente que nace regularmente con la inscripción en el registro mercantil
sin comprometer el patrimonio de los socios, salvo en determinados casos patológicos, demanda una utilidad social. Lo que no significa que so capa de esta debamos abrir en canal las venas del ordenamiento societario para dar entrada al marxismo por la vía de la RSC los, ODS y la demás verborrea de la Agenda 2030. Cuando se destape la corrupción que se esconde tras la industria política tal vez se mesure entonces el grado de utilidad que hay que exigir a las sociedades de capital. He dicho
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