foto: JJBOSE
Tom Peters ha publicado una columna en el Financial Times sobre el escándalo del asesoramiento de McKinsey a una farmacéutica que fabrica analgésicos basados en opiáceos que consistió en incentivar a las farmacias que vendían el producto en proporción al número de muertos por sobredosis de estos opiáceos que son muy adictivos. Peters está escandalizado porque la consultora habría perdido cualquier liderazgo moral que había tenido en el pasado. Creo que el diagnóstico y, sobre todo, el tratamiento que propone no son acertados. Debo advertir que no conozco los detalles del caso en toda su extensión (más detalles en esta excelente crónica del FT: El plan preparado por McKinsey para Purdue Pharma impulsaba las ventas de su producto concentrándose en los distribuidores superventas, orientando la publicidad a la fidelidad a la marca y eludiendo a los distribuidores más estrictos mediante la venta por correo"). Pero creo que lo que sigue es fair con McKinsey ya que la información publicada lo que dice es que McKinsey ha transigido pagando casi 600 millones de dólares a cambio de evitar que los fiscales de los casi 50 Estados norteamericanos presenten demandas contra ella por su papel en la promoción de las ventas de opiáceos.
Sus esfuerzos a lo largo de los años incluyeron alentar a los representantes de ventas de Purdue a centrarse en los médicos que ya prescribían grandes volúmenes de OxyContin y tratar de llevar a los pacientes a dosis más potentes del fármaco.
El asunto es una buena ocasión para recordar qué poco valor tienen las apelaciones de las empresas y de los canónigos del corporate governance en relación con que los administradores de las primeras deben tener un “purpose” – un objetivo – más grande que hacer ganar dinero a los accionistas; que han de velar por los intereses de los demás stakeholders, o sea, de los demás miembros de la Sociedad en la que la empresa que dirigen produce o distribuye bienes y servicios. Hay que entender las bondades y los límites del capitalismo para poder pensar sobre esta cuestión con garantías mínimas de acierto en el diseño de la política legislativa más adecuada.
Si la gente quiere consumir veneno o pan y está dispuesta a pagar por ello, el capitalismo le proporcionará la mayor cantidad posible de veneno (tabaco, alcohol, opiáceos) o pan (o cualquier otro bien) al menor coste posible. Para eso está la competencia: la competencia permite "descubrir" al lowest cost producer y con ello, sacar el mayor partido posible a la willigness to pay de los consumidores. Y si la gente está dispuesta a pagar por un bien cuya producción envenena los ríos o contamina el aire o acaba con los bisontes, los mercados proveerán de la contaminación o extinción animal correspondiente.
En general, afortunadamente, los mercados son virtuosos (producen "bienes") pero el razonamiento anterior debe alertarnos de que los mercados son igualmente eficaces produciendo "males" es decir, bienes cuya producción o consumo genera externalidades (efectos negativos no contratados). El caso de los abogados o asesores fiscales que favorecen el fraude fiscal por parte de sus clientes es un ejemplo no demasiado obvio del efecto de los incentivos del mercado sobre la deontología profesional.
En el caso de McKinsey, lo que los incentivos de mercado “ordenaron” a los McKinsey boys fue: maximiza los beneficios de la empresa cliente Purdue Pharma que vende un analgésico a base de opiáceos. Y olvídate de que estamos hablando de un medicamento muy adictivo, que puede ocasionar fácilmente la muerte de los adictos y cuyo uso está descontrolado porque ha sustituido a las drogas ilegales como primer problema de salud pública en los EE.UU.
El mercado ordena esas cosas porque – dice el “mercado – ocuparse de la salud de los adultos que consienten no entra en mi negociado. El mercado supone que las decisiones de consumo se toman libremente por los consumidores que son los que mejor saben lo que les convienen. Por tanto, las empresas que sirven a los consumidores no han de preocuparse por los efectos dañinos que el consumo de su producto tenga, ni por los efectos sobre terceros que no entren en su cuenta de resultados que la producción de la empresa tenga.
De evitar que el medicamento cause esos daños sociales se debe ocupar el legislador, los jueces, la Administración sanitaria y la policía. No es asunto que competa a las empresas (que, repito, deben maximizar sus beneficios). De manera que al más listo de su promoción en McKinsey se le ocurrió pagar un bonus a las distribuidoras de su producto ligado al número de muertes por sobredosis de OxyContin. Porque, efectivamente, las ventas del producto y el número de muertos estaban correlacionados. Gran idea que llevaba a los médicos menos escrupulosos a hacer la vista gorda en relación con la justificación de las recetas... sobre la base de las cuales vendían el OxyContin. Es decir, inducía a los gatekeepers (a los que, según la ley, habían de velar porque la OxyContin no llegara al mercado de las adicciones negando su colaboración - no recetando el medicamento) a no cumplir con su deber y se favorecía a aquellos que se mostraban más laxos en el cumplimiento de esta función.
Los médicos y distribuidores inducidos por Purdue Pharma y McKinsey, estaban boicoteando los empeños del legislador de controlar el uso de ese medicamento (al parecer, McKinsey también ha asesorado a esta empresa en la labor de lobby ante los reguladores). Es exactamente lo mismo que si una empresa dedicada a asesorar a cleptócratas rusos o a dictadores africanos en sus inversiones en Europa y EE.UU encargara a McKinsey un estudio para minimizar las dificultades que tienen para “mover” el dinero de sus clientes. Estas “dificultades” provienen de la normativa sobre blanqueo que obliga a los bancos – y a cualquier profesional que preste servicios de inversión – a controlar el origen lícito de los fondos que pasan por su organización. A nadie en McKinsey se le ocurriría, en tal caso, proponer al cliente que pagara comisiones más elevadas o minutas más altas a los bancos o abogados en función del (menor) número de operaciones ilícitas descubiertas.
Por esta razón, no estoy de acuerdo con Tom Peters respecto de que el caso McKinsey revela que las business schools están podridas y que hay que enseñar más ética empresarial en tales escuelas. Lo que hay que enseñar es Derecho – cumplimiento normativo –. Y, sobre todo, en el caso de los anglosajones, hay que enseñar que las empresas han de cumplir las normas legales y los contratos celebrados con todos sus stakeholders (incluyendo trabajadores, clientes y las comunidades políticas de las que la empresa forma parte como ciudadano) de buena fe, esto es, asegurando la eficacia integral de la norma o de la cláusula contractual de que se trate. Porque solo una empresa que cumple de buena fe sus contratos y las leyes que le son aplicables es una empresa "segura" en el sentido de que los accionistas que invierten en ella no corren más riesgos que los ligados a la actividad de que se trate su objeto social.
Aplicado al caso, en McKinsey faltó un jurista que explicase a los consultores junior que Purdue Pharma es un cliente “peligroso” porque sus beneficios provienen de un producto muy peligroso y que ninguna Sociedad quiere maximizar la producción y distribución de productos peligrosos para la salud de los consumidores. Tras ello, el jurista podría haber explicado que la legislación norteamericana relativa a estos opiáceos no se aplica correcta y plenamente pero, que si lo hiciera, habría que interpretarla en el sentido de que una empresa farmacéutica no puede pagar incentivos a los médicos porque las decisiones de los médicos de recetar o no medicamentos son decisiones regladas que no deben verse influidas por la perspectiva de obtener beneficios.
No sé si el derecho norteamericano prohíbe a las empresas farmacéuticas pagar incentivos a los médicos o a las farmacias. Lo que sí sé es que si no lo hace, debería hacerlo y estoy seguro que tal conclusión – la prohibición - es la que se deduce de una correcta interpretación teleológicamente orientada de las normas correspondientes. Ojo, que esa sea la interpretación correcta no significa que deba aplicarse una pena de cárcel, ni siquiera una sanción administrativa al que actúa de forma incompatible con tal interpretación. Significa que alguien – como McKinsey – que quiere cumplir de buena fe con cualquier norma jurídica que sea relevante en su trabajo, debería actuar como si esa norma estuviera en vigor o, mejor dicho, debería interpretar el régimen jurídico vigente en esa dirección. Porque eso es lo que haría un “buen ciudadano”.
Si tengo razón, no es ya que McKinsey no debió proponer lo que propuso. Es que no debió aceptar el encargo en primer lugar. Y para que los McKinsey comprendan por qué deben rechazar ese tipo de encargos, necesitan comprender el Derecho que se aplica a sus clientes en relación con la actividad respecto de la cual tienen que asesorar. Tienen que comprender que el Derecho está ahí para realizarse en su plenitud porque es la única forma de controlar legítimamente las externalidades y los efectos negativos de los mercados y la competencia. Y que no pueden sustituir el cumplimiento íntegro y de buena fe de las normas jurídicas por “sermones” sobre ética empresarial y de las organizaciones. La Sociedad no delega en las organizaciones empresariales las políticas sociales. Exige de éstas que cumplan las normas de buena fe y no boicoteen hipócritamente sus objetivos. McKinsey parece haber aprendido la lección
La compañía, que anunció hace dos años que no asesoraría a los clientes sobre negocios relacionados con los opioides, dijo que ha despedido a dos socios por haber destruido documentación. También dijo que contratará a un nuevo director de asesoría jurídica con una profunda experiencia en ética e impulsará la formación en estándares profesionales para sus empleados.