foto: @thefromthetree Decapados
Los mercados – el capitalismo – son el mejor mecanismo jamás inventado para generar riqueza y elevar el nivel de vida de la gente. No se ha diseñado ni, por supuesto, puesto en práctica, ningún mecanismo alternativo de asignación de los recursos que consiga mejores resultados. Aunque son posibles economías de mercado sin democracia, no hay ninguna prueba de que los mercados sin democracia funcionen mejor que con ella en términos de promoción del crecimiento. Las explicaciones alternativas de los escasos casos históricos en los que un dictador ha conseguido sacar a su país del subdesarrollo (“nos conviene pensar que el desarrollo económico es más probable si ponemos al mando a un autócrata benevolente”) parecen más plausibles.
La crítica a los mercados – al capitalismo – se basa, por tanto, no en esos resultados sino en la justicia del reparto. Concebido como un sistema de premios y castigos, los premiados por los mercados no son siempre los que lo merecen (hay mucho de suerte en hacerse rico en una economía de mercado y hay mucho de herencia, aunque este es un problema no exactamente atribuible al capitalismo) y los “castigados” tampoco. Es a eso a lo que parece hacer referencia el Papa Francisco en su última Encíclica Evangelii Gaudium. (v. p 101 y The Economist aquí y aquí) Los empresarios, en una economía de mercado, reciben un premio por “multiplicar y volver más accesibles para todos los bienes de este mundo”. Sucede que este premio es de una cuantía imprevisible (que se lo pregunten a los fundadores de twitter y al que inventó la margarina o a Edison y Tesla) y que muchos que se esfuerzan no consiguen premio alguno (no se me ocurren ejemplos porque, naturalmente, nadie se acuerda de los que fracasan). Y sucede que los mercados no se ocupan de los que tienen mala suerte, mala cabeza o mala herencia genética.
¿Cuándo podemos calificar un mercado de “virtuoso” y cuándo de “vicioso”?
En otras entradas (aquí, aquí y aquí) hemos explicado que el cumplimiento normativo (asegurar que las organizaciones empresariales actúan de acuerdo con la legalidad) es crítico para garantizar la legitimidad del capitalismo. Precisamente porque la “mano invisible” que asegura que el bien común se produce cuando los individuos persiguen su propio interés no actúa en mercados que no funcionan competitivamente o en los que hay externalidades severas. El sector financiero es el mejor ejemplo.
El cumplimiento normativo es parte de la “mano visible”. Es la forma más eficiente de lograr la efectividad de la “buena” regulación porque debe reservarse para aquellos ámbitos de la actividad de las empresas en los que el incumplimiento de las reglas de juego es susceptible de causar más daños a la Sociedad en general: blanqueo de dinero, corrupción de funcionarios públicos, manipulación de la contabilidad, fraude fiscal, incumplimiento de las normas de los mercados de valores o de la regulación prudencial, fraudes a los consumidores o a los empleados; daños medioambientales, cartelización, manipulación de contratos públicos etc. Los daños sociales de la ilegalidad son especialmente graves por los efectos secundarios que tales conductas tienen y que pueden conducir, en los peores escenarios, a la desintegración social.
Durante – casi – siglos, el enforcement de esas regulaciones se ha confiado a una copiosa y detallada reglamentación basada en la idea de que el regulador sabía mejor que las empresas qué es lo que se puede y qué es lo que no se puede hacer. El futuro de la regulación pasa por condensar las prohibiciones en mandamientos muy generales y en asignar a las propias empresas el diseño y cumplimiento de los procedimientos que aseguren el funcionamiento “en la legalidad” de la organización. Del third-party enforcement al self-enforcement. Y sancionar los incumplimientos graves con multas tan elevadas que lleven a la quiebra a la empresa que ha actuado en fraude de los derechos de los que se relacionan con ella, de los consumidores en general o de la Sociedad en su conjunto (ya veremos que no tienen por qué aplicarse inmisericordemente). Este modelo de regulación es compatible con el Estado de Derecho porque las sanciones draconianas se aplican exclusivamente a los comportamientos claramente fraudulentos y realizados en una escala suficientemente importante como para que los intereses de la generalidad resulten gravemente dañados y en los casos en los que la “reforma del pecador” es imposible. .
John Braithwaite examina en este trabajo las nuevas herramientas para asegurar el cumplimiento normativo. Comienza proponiendo dividir los mercados en “virtuosos y viciosos”. Un mercado que incrementa la producción de resultados que son “buenos” de acuerdo con una determinada concepción ética es un “mercado virtuoso” y el que induce a la producción de resultados que se consideran “malos” desde esa misma concepción ética es un “mercado vicioso”. Premiar a los denunciantes (qui tam) es la forma de “convertir” a los pecadores en ciudadanos virtuosos.
El caso del fraude fiscal
Aunque el fraude fiscal es racional (el ahorro multiplicado por la probabilidad de que se descubra y sea sancionado es mayor que la cuantía de la sanción esperada), el nivel de cumplimiento de las normas fiscales es elevado. Braithwaite dice que,en el caso australiano, este nivel de cumplimiento se explica porque la gente – aversa al riesgo – contrata preferentemente a asesores fiscales conservadores, no agresivos en la búsqueda de cualquier atisbo de ahorro fiscal. El mercado de los asesores fiscales en Australia sería así un “mercado virtuoso” porque el resultado que produce – asesoramiento fiscal que reduzca el riesgo para los contribuyentes de cometer infracciones en el cumplimiento de sus obligaciones fiscales – es el resultado “bueno” desde la concepción más compartida acerca del deber moral de los ciudadanos de pagar impuestos. Desde el punto de vista de la Sociedad, no queremos un mercado de asesores fiscales poblado o en el que predominen los que juegan en las esquinas del sistema. Porque son los asesores fiscales los que disuaden, en primer término, al contribuyente de emprender estrategias dudosas o directamente ilegales. Los asesores fiscales se convierten así, en el mejor aliado de la autoridad que tiene que asegurar el cumplimiento de las normas. Cualquier evolución indeseable puede ser contrarrestada rápidamente si la autoridad se dirige a los asesores fiscales indicándoles qué prácticas (deducción de determinados gastos, por ejemplo) considera ilícitas. La competencia entre asesores fiscales y la posibilidad de formarse una reputación al respecto (siempre que los clientes valoren, como hemos presupuesto, el asesoramiento conservador y respetuoso de la legalidad) convertirá en “ganadores” a aquellos asesores fiscales que contribuyen a que la dinámica del mercado sea virtuosa.
El Estado puede reducir el tamaño del “mercado vicioso” y generalizar el comportamiento virtuoso persiguiendo ferozmente a los asesores fiscales que se pasan “al lado oscuro”. Por ejemplo, desacreditando rápidamente las estrategias fiscales agresivas que asesores fiscales “emprendedores” y agresivos proponen a sus clientes y abriendo inspecciones a los clientes más importantes de los asesores fiscales más agresivos; obligando a certificar la mejora en el cumplimiento de las obligaciones fiscales en los informes anuales u obligando a revelar las fuentes de ahorro fiscal evitando así que éstas se generalicen por imitación de los asesores más conservadores o pacatos. Si, por el contrario, el Estado no reacciona rápidamente, los “malos” se habrán adueñado del mercado y se habrán hecho ricos para cuando el resquicio fiscal sea definitivamente cerrado y la estrategia expulsada de la legalidad.
Señala Braithwaite que este nicho de mercado de los asesores “malos” no puede eliminarse del todo y que siempre habrá especialistas en poner en marcha la innovación dañina, ganar suficiente dinero y retirarse a los cuarteles de invierno cuando se revelan los daños de la innovación para volver cuando la tormenta escampe. Si las empresas – y los individuos – pagan por evadir impuestos (hay demanda de evadir impuestos) o por conseguir contratos públicos, el mercado proporcionará los mejores servicios para evadir impuestos o corromper a los que los otorgan. Y si a los administradores se les remunera por minimizar los impuestos que pagan las compañías que gestionan, la racionalidad les llevará a demandar asesores agresivos si, como hemos señalado, es racional el fraude fiscal.
Esta dinámica es extensible a los mercados donde tienen lugar las innovaciones financieras o las estrategias competitivas, en general, de las empresas. Piénsese que muchos de los que comercializaron los productos financieros tóxicos se han retirado multimillonarios porque obtuvieron las ganancias antes de que la burbuja estallase y el daño social se revelase y que los administradores de esas compañías fueron remunerados espléndidamente por sus “éxitos” en los años de formación de la burbuja.
El problema de los mercados es que son tan eficientes produciendo pan como produciendo veneno,
de modo que si a la gente le gusta el veneno, la dinámica de la competencia maximizará la producción de veneno al precio que la gente esté dispuesta a pagar. El Estado reacciona regulando – prohibiendo – el veneno. El mercado reacciona produciendo un sucedáneo no prohibido o trasladando la producción y así sucesivamente. De lo que podemos estar seguros – piénsese en lo ocurrido con los derivados – es que “los mercados más vibrantes incrementarán el riesgo para el sistema derivado de la producción eficiente de "malos" derivados del mismo modo que incrementan los beneficios para el sistema de la producción más eficiente de "buenos" derivados”. Solo si estamos seguros de que lo que se produce es un “bien”, podemos excluir esta dinámica.
El problema es que el Estado no puede reaccionar lo rápidamente que sería deseable frente a la proliferación de “veneno” en el mercado cuando se trata de productos que los consumidores quieren comprar. Ni tiene la información, ni dispone de los medios. Especialmente cuando se trata de productos – pan o veneno – complejos. Piénsese, de nuevo, en las innovaciones financieras. Shiller ha dicho que fue una errónea apreciación de los riesgos por los participantes y no los CDO los que causaron los tremendos daños al sistema. ¿Que regulador se hubiese atrevido a prohibirlos a la primera de cambio? Pero, – añade Braithwaite – ¿cómo va a superar el regulador a los mejores cerebros disponibles en la detección de esos riesgos y en su conjura? Nadie paga mejor que las entidades financieras que se han convertido en un sumidero por donde se han colado las mentes más brillantes en los últimos años (aquí, y aquí)
El premio a los chivatos Qui tam pro domino rege, quam pro se ipso in hoc parte sequitur
(El que demanda en interés del rey también demanda en su propio beneficio) y la prevención de la reiteración en las conductas defraudadoras (deterrence is overwhelmingly driven by certainty of detection rather than severity of punishment)
Zingales y otros analizaron todos los casos de grandes fraudes empresariales en los EE.UU en la última mitad del siglo XX y llegaron a la conclusión de que los que descubren esos fraudes no son ni los auditores, ni los reguladores de los mercados de valores ni siquiera, predominantemente, los analistas financieros (que pueden ponerse cortos, esto es, vender a plazo los títulos de la empresa corrupta y ganar mucho dinero cuando se revela el fraude). Fueron los empleados, otros reguladores y la prensa. Son los más indicados porque obtienen información no pública como un subproducto de su actividad. Los periodistas, además, se hacen famosos y, eventualmente, ricos si descubren un escándalo financiero. Los empleados tienen incentivos menos evidentes para publicar un fraude. A menudo sufren represalias por parte de las empresas e incluso pueden tener que autoinculparse si tuvieron alguna responsabilidad en la comisión del fraude y no pueden “monetizar” su información por otras vías, porque o bien es ilegal hacerlo – insider trading, chantaje – o bien los interesados en esa información no pagan por ella. Zingales y sus coautores descubrieron que, en los sectores donde existe una programa qui tam, (en los EE.UU. el programa existe en todos los sectores donde el fraude perjudica a las arcas estatales porque el Estado sea un comprador importante) esto es, donde el Estado reparte la sanción con el chivato, el número de empleados que denunció el fraude era muy superior. En concreto, en el sector sanitario “employees reveal the fraud in 41 percent of cases in the healthcare industry but only 14 percent in industries where the qui tam suits are not available” sin que esos incentivos incrementen el volumen de denuncias falsas.
En las áreas donde el cumplimiento normativo es la “nueva” estrategia de enforcement es donde resulta más difícil para el regulador obtener la información que permite sancionar la conducta ilegal o fraudulenta de la empresa. De ahí que sea en estos ámbitos donde se utilizan las recompensas a los chivatos. En Europa, donde este tipo de regulaciones carece de tradición, los programas de clemencia en Derecho de la Competencia constituyen un sucedáneo en cuanto que la empresa que se autoinculpa y denuncia a los demás participantes en un cártel se libra de la multa. La sanción administrativa del cártel facilita las demandas civiles de daños (follow on) y lo mismo podría ocurrir en relación con los terceros distintos del Estado que resultaran dañados por los comportamientos fraudulentos de las empresas. En los EE.UU., la sofisticación en el diseño de esta herramienta es notable porque el chivato puede demandar a la empresa defraudadora aún cuando el regulador haya rechazado la denuncia, en cuyo caso, si gana, se queda con una parte mayor de la multa. No obstante, la extensión de este mecanismo de enforcement a cualquier área de cumplimiento normativo ha de realizarse con cuidado porque no parece que funcione igual respecto de todo tipo de conductas fraudulentas.
Braithwaite se pregunta por qué, dado el éxito que ha tenido la False Claim Act en los EE.UU (recuérdese que fueron los EE.UU los que promovieron el tratado de la OCDE contra la corrupción de funcionarios públicos extranjeros), los demás países no lo han imitado. Aunque también hay historias de fracaso en la experiencia norteamericana, un mal pensado tendería a creer que el capitalismo nepotista se opone a este tipo de regulación. Las relaciones estrechas entre las grandes empresas y los gobiernos de la mayoría de los países europeos hace difícil que los políticos adopten este tipo de reglas entusiásticamente. Podría descubrirse que muchos fraudes empresariales se consumaron gracias a la connivencia, cuando no participación directa, de políticos o funcionarios. No en vano fue la Unión Europea la primera que estableció en Europa un programa de clemencia en Derecho de la Competencia. Que España lo hubiera hecho de forma pionera habría resultado chocante a la vista de la cantidad de casos en los que la restricción de la competencia había sido promovida, cuando no exigida, por una Administración Pública.
Por otra parte, estos programas no funcionan si los premios a los chivatos son de escasa cuantía. En relación con infracciones poco relevantes en sus efectos económicos, el premio no actúa como incentivo y es mucho más probable que la venganza sea el motivo que esté detrás de muchas denuncias. Como las denuncias no son gratis desde el punto de vista social, la regulación que examinamos debería reservarse para los grandes fraudes confiando a la educación cívica de los ciudadanos y no al ánimo de lucro, la denuncia de las conductas antisociales menos graves (sobre el tema, aquí, aquí, aquí y aquí) .
El cumplimiento normativo como mecanismo de enforcement tiene otra característica peculiar y es que su objetivo no es sólo castigar al culpable de una conducta impropia sino asegurar que, en el futuro, la conducta no se repetirá. De nuevo, los acuerdos entre empresas infractoras y autoridades de competencia incluyen el compromiso de aquellas de poner en marcha programas de compliance que aseguren que la empresa no incurrirá de nuevo en las conductas sancionadas. Volvemos a los tiempos en los que éramos cazadores-recolectores en los que la reparación de los daños causados por una conducta violenta de uno de los miembros contra otro de la tribu incluía la “restauración” de las relaciones entre agresor y víctima, dado que estaban condenados a seguir viviendo juntos.
En el caso de las empresas, las medidas de prevención tienen sentido porque
- Se trata de evitar tirar al niño con el agua sucia de la bañera. Las empresas no son organizaciones delictivas, sino organizaciones en las que se comenten delitos. Las organizaciones no son individuos, de manera que la “rehabilitación” y la “reinserción social” es una tarea más hacedera que la de los delincuentes, por mucho que la Constitución proclame que tal es el objetivo de las penas. Su conducta futura puede condicionarse sustituyendo a los individuos que la forman y modificando los “arreglos” entre los miembros de la organización, de manera que sus incentivos se orienten al cumplimiento de las normas por cuya infracción se ha sancionado a la organización y los inversores tienen incentivos para asegurarse de que esos cambios se producen. Además,
- dice Braithwaite que este tipo de arreglos tiene un efecto ejemplificador y el “pecador” se convierte en ejemplo para el sector en el que desarrolla su actividad pero que es necesario el examen completo de “conciencia”, el dolor de los pecados y el “propósito de enmienda”. El caso de Siemens es paradigmático. (aquí y aquí) Braithwaite cuenta el caso de Arthur Andersen en Australia en los años 90 del pasado siglo. El “problema” de AA no era que alguno de sus socios propusiera a los clientes estrategias fiscales ilegales, a espaldas y en contra de lo que sus consocios esperaban de él (el “malvado” socio de AA que llevaba la cuenta de Enron). El problema era la agresiva cultura desarrollada en AA respecto de la planificación fiscal. Sin un “examen de conciencia” y un propósito de enmienda de la organización, las sanciones no impedirían la repetición de las conductas incumplidoras, como no impidió el escándalo de Enron en los EE.UU. Pero la destrucción de AA, en lugar de su reforma no es algo de lo que debamos congratularnos. Ha podido tener efectos muy negativos sobre la competencia en el mercado de servicios de auditoría y asesoramiento fiscal dice Braithwaite porque, si se hubiera dado oportunidad a AA de reformarse, habría sentado un ejemplo para las otras grandes empresas del sector lo que habría elevado el nivel de compliance y reducido el nivel de agresividad en la planificación fiscal en general.¿Ha ocurrido algo parecido con los bancos de inversión?
- Tampoco va en la buena dirección lo que podríamos llamar trivialización de la confesión. Si los incumplimientos terminan en un acuerdo entre la empresa y las autoridades sin reconocimiento de haber cometido actos ilícitos y sin “luz y taquígrafos” y participación de terceros, el valor ejemplificador y la eficacia preventiva de nuevas infracciones de tales sanciones disminuye. La historia de Halliburton y su ingeniería en plataformas petrolíferas marinas es un buen ejemplo, dice Braithwaite, de daños que se podrían haber evitado si, cuando se produjo la primera catástrofe medioambiental debida a defectos en el cemento utilizado – en Timor Este – se hubiera obligado a la compañía a revisar todos los pozos en el mundo en el que hubiera utilizado semejante tecnología y se le hubiera prohibido utilizarla, naturalmente.
Se advierte inmediatamente, que la cooperación internacional es imprescindible. Los países pequeños, nuevamente, serán más fácilmente capturados por las grandes empresas y no serán muy activos ni cooperadores en la lucha contra estos tipos de fraude. Pero un problema más elemental es que las autoridades de países pequeños carecen, a menudo, de la expertise necesaria para tratarlos. No es extraño que, como decíamos, haya sido EE.UU. la abanderada en estas materias.
Si la disuasión se logra más eficazmente asegurando la detección del delito que endureciendo las sanciones, la utilización de mecanismos de enforcement como los premios a los chivatos, los programas de clemencia y, en general, la concesión de beneficios a las empresas arrepentidas y con propósito de enmienda parece especialmente justificada pero no se justifica que las potenciales sanciones no sean draconianas. Las empresas deben saber que la confesión es una opción y que la otra es la detección y la destrucción total.
Cuando la confesión es una opción y el compliance una obligación para las empresas, las autoridades públicas no necesitan esperar a que se revelen los daños de las conductas fraudulentas. Les basta con poner a las empresas delante de los indicios que sugieren que algo grave puede estar pasando. Parafraseando el ejemplo del autor respecto a los préstamos hipotecarios en los EE.UU., cuya escalada y características hacían presumir un elevado nivel de fraude en su concesión, si el Banco de España hubiera pedido a las cajas de ahorro en los primeros años de este siglo la justificación del enorme incremento en el volumen de créditos hipotecarios concedidos por algunas de ellas y la explicación de los incentivos que se proporcionaban a los directores de sucursal para concederlos y de los sistemas de control de riesgo puestos en marcha por la entidad, nos habríamos ahorrado algunos miles de millones de euros en su salvamento.
Es más, el enforcement privado puede inducir a los políticos a poner más medios en la represión del fraude de los que desearían si han sido capturados por las grandes empresas, ya que la iniciación de los procedimientos no depende en exclusiva del organismo público sino de la decisión de los particulares. Por el contrario, sanciones desproporcionadamente elevadas, como saben bien los criminólogos, pueden inducir a la comisión del delito en lugar de disuadir o pueden conducir a las empresas a “hacerla más gorda” para evitar ser destruidos si el fraude se revela.
Braithwaite propone, además, la publicación del informe correspondiente de manera que la reputación pueda ejercer sus efectos benéficos. Como las empresas que peor cumplen las reglas son empresas más arriesgadas para invertir, el mercado puede obtener valiosa información para preciar las acciones de una compañía si accede a la información relevante sobre el grado de cumplimiento normativo de la empresa.
Es inevitable sacar alguna lección respecto a lo ocurrido con las Cajas de Ahorro en nuestro país. Dado que los políticos carecen absolutamente de incentivos para indagar sobre lo sucedido, sacar a la luz todas las prácticas corruptas desarrolladas en el seno de muchas de las Cajas y extraer las lecciones para que, en el futuro, no vuelvan a repetirse, nos tendremos que conformar con algunas condenas penales que se producirán dentro de muchos años. No tendremos nunca un informe como el que siguió a la quiebra de Lehman Brothers. Es lo que tiene el capitalismo nepotista o “realmente existente”.
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