El segundo experimento que analiza Fried es el llevado a cabo por Hoffman y Wilkinson-Ryan sobre otra acusada tendencia de los seres humanos a “no llorar por la leche derramada”, es decir, a no darle vueltas a una decisión una vez que la hemos tomado. Por ejemplo, no seguir comparando precios una vez que hemos comprado el producto incluso aunque podamos devolverlo – lo que haría racional continuar con la comparación –; no seguir negociando las cláusulas del contrato; no vigilar el cumplimiento por la otra parte o asegurarnos frente al riesgo de que incumpla (medidas de precaución).
Siempre me ha llamado la atención que cuando comento alguna sentencia con un juez dictada por éste, conteste pidiéndome más datos porque no la recuerdan de modo inmediato. La explicación que me han dado, más de una vez, es que, una vez que ponen la sentencia, se “la quitan de la cabeza”. Deja de preocuparles si resolvieron el asunto correctamente o si la doctrina utilizada para fundamentar el fallo era la que correspondía técnicamente. Aunque es obvio que los jueces no pueden modificar sus sentencias una vez publicadas, parece razonable deducir que este “olvido” les permite reducir la disonancia cognitiva resultante de las dificultades que tuvieran para optar por un fallo u otro y el temor a haberse equivocado y causado daños a una parte inocente.
En otras entradas, hemos explicado que todo intercambio puede dividirse en un juego de suma positiva – la celebración del intercambio que genera una ganancia común – y un juego de suma cero – el reparto de la ganancia entre las partes del intercambio –. De ahí que las partes adopten una actitud cooperativa y, a la vez, una actitud egoísta. La actitud egoísta protege frente al riesgo de celebrar contratos perjudiciales. La actitud cooperativa permite obtener las ganancias del intercambio. Antes de la perfección del contrato, sólo estamos obligados por la prohibición de abuso de derecho, la aplicación de las reglas sobre vicios del consentimiento y, en general, la obligación que está detrás de la llamada culpa in contrahendo o responsabilidad precontractual. Pero, una vez perfeccionado el contrato, el Derecho exige a las partes que se comporten de forma cooperativa (art. 1258 CC) y que lo cumplan “de buena fe”. Una de las expresiones más evidentes de comportamiento desleal –oportunismo- es la pretensión de modificar el contrato tras su celebración.
El trabajo de Hoffman y Wilkinson-Ryan pone también de manifiesto que la concepción del contrato propia del civil law es más ajustada a la naturaleza humana que la del common law. Como se recordará, en el segundo, el contrato se define como una promesa de hacer algo o no hacerlo o de pagar una cantidad que deje a la contraparte igual que estaría si el contrato se hubiera cumplido. En el Derecho continental, el contrato se define como un acuerdo de voluntades, de manera que la obligación de cumplirlo es, en principio, incondicionada – el cumplimiento in natura es el remedy natural – y fundada en el valor moral que asignamos a la vinculación voluntaria.
En todo caso, el intercambio de la cosa y el precio – en la compraventa - actúa como el momento a partir del cual, el individuo recalcula las pérdidas y ganancias esperadas y reduce el nivel de precauciones que toma frente al riesgo de que la contraparte le explote. Por lo cual, los ordenamientos suelen hacer coincidir el intercambio material de las prestaciones – entrega de la cosa y entrega del precio – con el momento en que se considera perfeccionado el contrato. La ejecución es prueba irrefutable de la celebración del contrato y, por tanto, las partes no pueden modificarlo unilateralmente, por ejemplo, introduciendo nuevas cláusulas, una vez que se ha ejecutado.
Pero no siempre es así. Es evidente que la celebración del contrato puede ser anterior a su ejecución. Por eso decimos que los contratos son obligatorios y distinguimos entre perfección y ejecución del contrato. Pero – menos frecuentemente - se puede producir la “ejecución” del contrato por parte del vendedor – sobre todo cuando el pago del precio se aplaza o se trata de un contrato de arrendamiento o similar – sin que el contrato haya quedado perfeccionado. Por ejemplo, el vendedor puede entregar la cosa “sin compromiso”, es decir, dándole al consumidor la oportunidad de devolverla sin gasto o penalización alguna si no le gusta. En tal caso, y según las circunstancias, o bien decimos que el contrato es nulo (rectius, no hay contrato) porque se ha dejado su cumplimiento al arbitrio de una de las partes (art. 1256 CC) o, más correctamente, decimos que el contrato no se ha perfeccionado. Si el consumidor ha recibido la cosa, firmará posteriormente el contrato – otorgará su consentimiento – habiendo bajado la guardia y el empresario puede aprovechar esta percepción del consumidor (que ya está vinculado cuando recibe la cosa) para alterar los términos del intercambio incluyendo condiciones onerosas después de haber ejecutado su prestación.
El planteamiento tiene interés, también, para las modificaciones de contratos de duración. La doctrina más generalizada es la que afirma que, en un contrato de duración indefinida, cualquiera de las partes puede modificar los términos del contrato advirtiéndolo a la otra parte y dándole así la oportunidad a ésta de dar por terminado el contrato si no está de acuerdo con la modificación propuesta. El Tribunal de Justicia, sin embargo, en una sentencia discutible ha exigido, no sólo que se dé al consumidor la oportunidad de terminar el contrato sino, además, que la modificación esté justificada. Pues bien, esta doctrina del Tribunal de Justicia encuentra apoyo en estos sesgos del consumidor (la tendencia a no tomar precauciones frente a los cambios en el contrato que se producen después de haber dado su consentimiento). Dicen Hoffman y Wilkinson-Ryan que su experimento sugiere que el consumidor no percibirá la modificación como la percibiría si la cláusula se hubiera introducido en la fase de negociación del contrato. Esto es particularmente relevante en relación con cláusulas complejas o poco sobresalientes como pueden ser las cláusulas de arbitraje (o el cobro por servicios que venían ofreciéndose gratuitamente o las cláusulas que permiten al empresario modificar el precio). La modificación tiene muchas posibilidades de pasar desapercibida aún en el caso de que el consumidor hubiera sido consciente del derecho de la contraparte a modificar el precio (la cláusula de modificación del precio sí sería una condición predispuesta). Es decir, la cláusula permite al empresario comportarse de forma oportunista.
En cuanto a la mejor forma de proteger a los consumidores frente a estas conductas oportunistas, parece evidente la superioridad del sistema europeo continental de control del contenido de las cláusulas predispuestas sobre un sistema basado en la obligación del empresario de informar del contenido de las cláusulas e incluso sobre un sistema – como el de las ventas fuera de establecimiento – que permita al consumidor arrepentirse de la compra sin coste. Este último medio de protección es adecuado cuando el consumidor tiene incentivos para deshacer el acuerdo si no está satisfecho con el producto, pero no es útil cuando se trata de cláusulas accesorias típicamente recogidas en condiciones generales.
Uno de los experimentos de Hoffman y Wilkinson-Ryan consistió en reunir a un grupo de estudiantes de Derecho a los que se dijo que podían comprar en leasing un coche por 300 dólares mensuales de cuota. Que habían acudido a un concesionario y que habían celebrado el contrato con el vendedor y se habían llevado el coche a casa. Se divide al grupo en dos. A la mitad se les dijo que el contrato celebrado era definitivo y vinculante pero que, de acuerdo con las normas legales, podían arrepentirse y anular el contrato para lo que disponían de un plazo de tres días. A la otra mitad se les dijo que el contrato estaba sometido a término, de manera que habían de transcurrir tres días para que entrara en vigor y quedaran vinculados, de modo que les bastaba con desistir para que el término no operase. La conducta necesaria para “salirse” del contrato era idéntica en los dos casos: devolver el coche. Pero en uno había un contrato vinculante y en el otro, el contrato no había entrado en vigor. A continuación, se dijo a los dos grupos que, al segundo día, encuentran un coche igual pero con un leasing en mejores condiciones. Como habrán adivinado, los del primer grupo usaron de la posibilidad de salirse del contrato en menor medida y exigieron una rebaja mayor por parte del nuevo concesionario que los del segundo grupo que, técnicamente, no estaban vinculados.
Estos autores explican esta tendencia humana como una forma de resolver una disonancia cognitiva: no pensar que nos hemos equivocado.
“Confiamos en aquellos con los que tenemos un contrato más que en aquellos con los que no lo tenemos, porque creemos que hemos elegido a nuestra contraparte precisamente porque consideramos que eran más dignos de confianza. En lugar de rumiar sobre la posibilidad de habernos equivocado, nos convencemos de que el contrato que hemos celebrado es el mejor de los posibles y dejamos de comparar, de negociar sobre las cláusulas del contrato; de vigilar el comportamiento de la contraparte estrechamente o de asegurarnos frente a la eventualidad de que incumplan”
La segunda explicación sería una aplicación de la teoría de las perspectivas de Kahneman y la contabilización mental de ganancias y pérdidas de Thaler:
Los individuos consideran las medidas protectoras frente a la explotación por la contraparte menos valiosas o más costosas una vez que han firmado el contrato… Por ejemplo, en el contexto del contrato de seguro, algunos autores han expresado su sorpresa ante el hecho de que los consumidores compran extensiones de la garantía del producto al adquirir éste para prevenir la producción de riesgos frente a los que nunca se asegurarían de forma independiente, es decir, nunca contratarían un seguro para cubrir tal riesgo. En términos de contabilidad mental, este comportamiento es fácilmente explicable. La extensión de la garantía, antes de celebrar el contrato, forma parte del precio elevándolo ligeramente. Tras la celebración del contrato de compraventa, extender la garantía tiene un coste – el precio de la extensión – que se contabiliza por el consumidor como una pérdida.
De acuerdo con la forma en que contabilizamos pérdidas y ganancias, cuando una transacción produce una mezcla de ganancias y pérdidas con resultado neto positivo, preferimos contabilizar pérdidas y ganancias de forma integrada a hacerlo separadamente.
De nuevo, Fried sugiere interpretar estos resultados en términos de coste de tomar decisiones en tiempo y esfuerzo mental. Si los consumidores optimizan esto y no maximizan riqueza, los resultados tendrían también una explicación. Pero, de nuevo, la sugerencia de Fried no convence porque el coste, en términos de tiempo y esfuerzo mental, de cambiar de concesionario es igual para los dos grupos, de modo que los resultados deberían haber sido idénticos. Su sugerencia, sin embargo, puede tener valor explicativo si se modifican las condiciones del experimento y los sujetos renuncian a revisar su decisión – a devolver el coche – porque no quieren seguir invirtiendo tiempo y esfuerzo mental en la decisión. En todo caso, dice Fried que el “entorno” en el que se hacen los dos experimentos narrados justificaría una mayor racionalidad de los resultados que en un entorno más “natural”. Porque, como hemos dicho, los participantes están “trabajando” y su trabajo consiste en decidir y la gente muestra un menor o ningún efecto renta y menos o ninguna disonancia cognitiva cuando actúa profesionalmente.
Fried concluye que, en el mundo real del consumidor en un país desarrollado esta tendencia de los individuos a optimizar su tiempo y esfuerzo mental en sus decisiones de consumo es más intensa que en los experimentos. En la vida real
“se nos presentan infinitas oportunidades a cada momento para mejorar (incrementar la utilidad que extraemos de su consumo) el conjunto de productos a nuestra disposición y la noción de racionalidad de la doctrina del rational choice asume, en palabras de Kahneman, que <<no queda sin explotar ninguna oportunidad significativa>>. Si pasarnos la vida valorando y ponderando esas oportunidades en relación con el status quo no resulta una buena receta para llevar una vida feliz, no es extraño que una regla bastante racional para decidir sea, simplemente, decir que no a casi todas esas oportunidades sin ni siquiera considerarlas y emplear el mínimo tiempo posible en valorar las restantes si, de esa forma, conseguimos en todo caso satisfacer nuestras necesidades de consumo en términos razonables aunque no sean óptimos”
Hoffman, David A. and Wilkinson‐Ryan, Tess, The Psychology of Contract Precautions (February 7, 2012). University of Chicago Law Review, Forthcoming; U of Penn, Inst for Law & Econ Research Paper No. 12-10; Temple University Legal Studies Research Paper No. 2012-09; 7th Annual Conference on Empirical Legal Studies Paper. Available at SSRN: http://ssrn.com/abstract=2000823
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