Gilson y Gordon han publicado un interesante trabajo en la Columbia Law Review en el que analizan – y dan razón – de una evolución de la estructura de propiedad de las sociedades cotizadas que parece casi completada.
El 70 % de las acciones de las sociedades cotizadas en los EE.UU. están en manos de inversores institucionales (solo un 6,1 % en 1950). En el caso español, la participación es, probablemente, superior. La imagen de la sociedad anónima cotizada de capital disperso, en la que millones de ciudadanos corrientes ostentaban acciones está difuminándose incluso en el país – los EE.UU – que inventó y extendió el modelo por todo el mundo. Los particulares no ostentan acciones, sino participaciones en instituciones (fondos o sociedades) que, a menudo y a su vez, ostentan participaciones en otros fondos que, finalmente, participan en el capital de las sociedades cotizadas. Las complicaciones para el ejercicio de los derechos de socio son muy importantes prácticamente pero las consecuencias para la comprensión de los costes de agencia (los de controlar a los que gestionan esas compañías) son descomunales. Los particulares que se encuentran al final de la cadena (los “beneficiarios”) han de soportar, además de los costes de agencia de los administradores de la compañía, los de controlar a los que gestionan los fondos y sociedades a través de las cuales se articula la inversión (los inversores institucionales o titulares “registrales” de las acciones).
Si estos inversores institucionales están en mejores condiciones que los particulares para controlar a los gestores de las compañías cotizadas, algo habremos ganado en términos de costes de agencia ya que habremos reducido los costes de la acción colectiva (los accionistas particulares no tienen incentivos ni conocimientos para preocuparse de vigilar a los administradores de las sociedades cotizadas) ya que los inversores institucionales ostentan una participación significativa en la compañía cotizada, lo que les proporciona los incentivos para vigilar a los managers. A menudo, sin embargo, no son “mejores” inversores que la media y tienen sus propios problemas de agencia, es decir, los intereses de los que están al frente de estos inversores institucionales y los de los beneficiarios – los particulares que han invertido en los fondos o que han hecho sus aportaciones para su pensión a través de la compañía de seguros – no están perfectamente alineados.
Pero, sobre todo, los inversores institucionales se comportan, en su condición de accionistas significativos, de una manera muy diferente a como lo hacen los que ostentan una participación significativa en una sociedad cotizada de capital concentrado (para aclarar: Telefónica es una sociedad de capital disperso y ACS es una sociedad de capital concentrado porque tiene accionistas significativos que designan consejeros e intervienen activamente en el gobierno de la compañía). En las segundas, los accionistas significativos son insiders que “gobiernan” la compañía. Tienen los incentivos y la capacidad para hacerlo. Pueden destituir a los administradores ejecutivos si están disconformes con su gestión; pueden influir decisivamente en la adopción de acuerdos en el Consejo de Administración y si la compañía está mal gestionada, ellos sufren enormes pérdidas en su patrimonio ya que, normalmente, tienen concentrado éste en buena medida en dicha participación. En las primeras, los inversores institucionales – como Blackrock en el caso de Telefonica – se comportan “pasivamente”. Es decir, no tratan de influir en el gobierno de la compañía y se limitan a vender su participación en Bolsa si están a disgusto con la gestión.
En común tienen ambos tipos de accionistas su permanencia en el largo plazo como accionistas de la compañía, precisamente por el elevado coste que tiene para ellos “salir” mediante la venta del paquete accionarial.
En el vocabulario de Hirschmann, los inversores institucionales alzan poco la “voz” y prefieren la “salida”. Los beneficiarios – los particulares que invierten a través de los inversores institucionales – podrían preferir que el fondo de inversión, la compañía de seguros o el fondo de pensiones o el inversor institucional recurriera a la “voz” en lugar de a la “salida” para mejorar el gobierno y la gestión de la sociedad cotizada.
Los trabajos legislativos en la materia, sin embargo, se orientan más a permitir a los beneficiarios ejercer directamente sus derechos como accionistas obligando a los intermediarios que ostentan la titularidad formal de las acciones a pedir instrucciones a aquéllos sobre el sentido del voto. Pero esta solución no es buena, en primer lugar, porque la misma apatía racional que sufren los accionistas dispersos la sufren cuando ostentan sus acciones a través de un intermediario y, en segundo lugar, porque los inversores institucionales no son meros tenedores registrales de las acciones sino que son titulares reales – en sentido económico – de las acciones aunque deban a los que invierten a través de ellos lealtad en la gestión de sus inversiones.
De manera que el interés de los estudiosos y de los reguladores se dirige, además, a lograr que los inversores institucionales – los nuevos “accionistas dispersos” – se comporten como verdaderos dueños de las compañías cotizadas, es decir, actúen como lo hacen los accionistas significativos que participan en el control y gobierno de las compañías en las que ostentan un paquete suficientemente grande como para poder influir en sus órganos. Pero, como hemos dicho, no es probable que tengan mucho éxito. Si los inversores institucionales no se comportan espontáneamente como propietarios activos de las compañías en las que invierten será porque no es racional hacerlo. Hay dos razones aparentes.
La primera es que no son especialistas en gestión e invierten en muchas compañías y sectores como para desarrollar internamente una especial capacidad. No pueden adquirir más de un determinado porcentaje del capital de una compañía individual, por lo que no pueden apropiarse de los beneficios de su influencia, de manera que no tienen incentivos para desarrollar esas capacidades, desarrollo que puede ser muy costoso ya que supone tener en plantilla especialistas que no son precisamente baratos y cuya lealtad se compra a un muy alto precio. Es más, no deberían hacerlo porque pueden “mover el mercado” y perjudicar sus inversiones en otras empresas. Ni siquiera pueden apropiarse – como si hacen los accionistas significativos – de beneficios privados del control. Estos inversores se conforman con que sus rendimientos estén en línea con los del mercado (se les evalúa por comparación con otros inversores institucionales), esto es, con obtener las ventajas de la diversificación. Si una compañía del portfolio del inversor institucional está haciéndolo mal y su cotización baja, es preferible vender a meterse en las razones de esa bajada del precio y tratar de arreglarlo influyendo sobre sus administradores.
La segunda es que inmiscuirse en la gestión de las empresas no es “gratis”. Pueden seguirse consecuencias muy dañinas para el inversor institucional que se resumen en que acabe siendo considerado como un administrador de hecho o como un insider y se extiendan a ellos las consecuencias de reclamaciones de terceros o de la infracción de cualquier tipo de normas por parte de la sociedad cotizada en la que han influido. Ser pasivo es lo racional para los inversores institucionales.
En fin, cuando actúan, los inversores institucionales lo hacen en materias relacionadas, no con la gestión de la empresa, sino con el gobierno corporativo. Se oponen frecuentemente a la introducción de cláusulas anti-OPA en los estatutos o a medidas que, en general, blinden a los administradores, votan en contra de la remuneración de los consejeros o de la renovación de determinados consejeros independientes.
La respuesta del mercado a esta pasividad ha sido la aparición de accionistas activos o “activistas”. Estos nuevos players son fondos de capital riesgo (hedge funds) que adquieren una participación significativa – nunca de control – directa o indirecta – en la sociedad cotizada y tratan de modificar la estrategia de la misma, primero de buenas maneras a través del diálogo con los gestores pero, en su caso, a través de acciones más expeditivas como la solicitud pública de representación y la movilización de los accionistas pasivos o la toma en préstamo de acciones para participar en la Junta correspondiente (empty voting).
Estos activistas pueden considerarse como un mecanismo de gobierno corporativo a medio camino entre el mercado de control (OPA hostil) y el mercado de capitales en general (la regla de Wall Street: si no te gusta como se gestiona esta compañía, vende tus acciones en el mercado). Como no ostentan participaciones de control, su éxito se basa en convencer a los inversores institucionales de la bondad de sus propuestas para que éstos se sumen y, de ese modo, reunir una mayoría de votos en la Junta de Accionistas que obligue a los administradores a modificar su comportamiento al frente de la compañía. Los inversores institucionales pueden, así, especializarse en valorar la bondad de estas propuestas.
Así, los activistas aparecen como una “solución de mercado” al problema de la apatía de los inversores institucionales – no son tan apáticos como los accionistas dispersos pero no son tan activos como los accionistas significativos que participan en el control de la compañía – .
En términos de especialización o separación entre propiedad y control típica de las sociedades cotizadas (los accionistas se especializan en ser propietarios y los administradores son especialistas en gestión), la aparición de estos accionistas activos supone añadir un grado de especialización entre los accionistas. Los activos se convierten en especialistas en la supervisión de los managers y ofrecen sus “servicios” a los accionistas significativos pero pasivos – los inversores institucionales –. Hasta ahora, dichos “servicios” venían prestados por los consejeros no-ejecutivos, fundamentalmente, los independientes que constituyen la mayoría de los miembros de los Consejos de Administración de las sociedades de capital disperso. Como tales, su función es supervisar a los ejecutivos en beneficio de los accionistas dispersos. Los activistas cumplen un papel semejante pero lo hacen “desde el exterior”, no participan en el órgano de gestión. Son monitores externos.
Su remuneración no procede, obviamente, de la compañía supervisada, sino de los rendimientos de su propia inversión, esto es, del aumento del valor que experimenta su participación en la compañía como consecuencia del cambio de estrategia que logran gracias a sus acciones en relación con la sociedad cotizada. Para maximizar estas ganancias, a menudo, su participación ha sido comprada a base de deuda. Los inversores institucionales se convierten en “árbitros” ya que no realizan recomendaciones a los gestores sino que eligen entre las propuestas que les hacen los administradores y las que les hacen los activistas. Si creen que los primeros tienen razón, esto es, que la compañía está bien gestionada y que no es necesario ni conveniente cambiar el rumbo de la misma, desoirán las llamadas de los activistas. Si creen que la compañía está mal gestionada, disponen de una opción alternativa a la de deshacerse de su participación: votar de acuerdo con lo propuesto por el activista.
Las propuestas de los activistas son creíbles porque se juegan su propio dinero, bien porque invierten en adquirir una participación significativa, bien porque “montan” una campaña pública de solicitud de representación (proxy fight). Si no arriesgaran su propio capital, se limitarían a ser contratados por los inversores institucionales para asesorarles en su papel de accionistas activos, papel que, como hemos visto, los institucionales no quieren representar. De manera que los activistas pueden hacerse una reputación al respecto y, al actuar públicamente, los administradores pueden “defenderse” y tratar de convencer a los inversores institucionales de que los activistas no tienen razón o no están debidamente informados o tienen una “agenda oculta” y están persiguiendo beneficios privados que no comparten con los demás accionistas de la compañía. Como los activistas tienen que “poner el dinero por delante” (adquiriendo un paquete significativo de las acciones de la compañía, adquisición que han de hacer pública), tienen los incentivos adecuados para emprender sus campañas solo cuando estén convencidos de que sus propuestas pueden aumentar el valor de las acciones. Los estudios empíricos indican que los accionistas dispersos obtienen ganancias significativas tras una intervención de un activista.
Los autores han analizado el caso Sotheby's desde esta perspectiva como un ejemplo en el que el cambio en la propiedad de las sociedades cotizadas (accionistas dispersos sustituidos por inversores institucionales) hace perder valor a la poison pill. Una vez que los inversores institucionales se ponen de parte del activista porque consideren que sus propuestas elevan el valor de la compañía, los administradores tienen poco que hacer para evitar claudicar y aceptarlas. Porque la eficacia de la poison pill se basa en su carácter discriminatorio: todos los accionistas, excepto el raider, reciben las nuevas acciones a bajo precio. Pero si el activista coordina su actuación con los inversores institucionales, darles más acciones a los inversores institucionales no les impide votar en contra del consejo o destituir a los administradores.
Los autores han analizado el caso Sotheby's desde esta perspectiva como un ejemplo en el que el cambio en la propiedad de las sociedades cotizadas (accionistas dispersos sustituidos por inversores institucionales) hace perder valor a la poison pill. Una vez que los inversores institucionales se ponen de parte del activista porque consideren que sus propuestas elevan el valor de la compañía, los administradores tienen poco que hacer para evitar claudicar y aceptarlas. Porque la eficacia de la poison pill se basa en su carácter discriminatorio: todos los accionistas, excepto el raider, reciben las nuevas acciones a bajo precio. Pero si el activista coordina su actuación con los inversores institucionales, darles más acciones a los inversores institucionales no les impide votar en contra del consejo o destituir a los administradores.
Desde el punto de vista regulatorio, se comprende fácilmente que esta estrategia de control de los costes de agencia solo es factible si los activistas no se ven obligados a hacer público inmediatamente la adquisición del paquete significativo y pueden “construir” su participación de manera silenciosa. Aún cuando no se superen los límites que obligan a publicar la adquisición, el mercado captaría inmediatamente que hay alguien comprando acciones de una determinada compañía lo que elevaría la cotización desincentivando ulteriores adquisiciones. El recurso a un total return equity swap es una alternativa, es decir, el activista entrega una cantidad de dinero al dueño de las acciones a cambio de todo el valor de dichas acciones. El intercambio se ejecuta en una fecha determinada y se liquida por la diferencia entre el valor que tenían las acciones en el momento en que se celebró el contrato y el que tengan en el momento de la liquidación. Si las acciones han subido de precio, el que “compró” el swap gana, si bajan de precio, pierde. El comprador del swap, sin embargo, no tiene control alguno sobre el derecho de voto asociado a esas acciones, por lo que no puede utilizarlas para incrementar su capacidad de presión sobre los administradores de la sociedad cotizada. El caso CSX Corp v.., Children’s Investment Fund es fascinante porque se discutió si el swap adquirido por el Fondo incluía el derecho de voto – que no lo incluía – pero el Fondo eligió a sus contrapartes del swap por cómo pensaba que iban a votar en relación con las propuestas que el Fondo pensaba incluir en el orden del día de la junta de CSX. La negociación de los swap en mercados organizados y con interposición de una cámara de compensación, como se prevé en la regulación europea, reduce mucho la posibilidad de ocultar el control de paquetes de acciones a través de esta vía.
En el caso de España, el RD 1362/2007 obliga, en su art. 23 a comunicar al emisor ya la CNMV las adquisiciones que atribuyan al adquirente un 3 % o más, comunicación que hay que reiterar cuando se supere el 5 %, el 10 % etc y a hacerlo en el plazo de 4 días hábiles. No hemos encontrado, en la legislación española, la posibilidad de eximir al adquirente de la obligación de hacer pública su adquisición para evitar la escalada de precios.
Dada la regulación de la OPA obligatoria en los países europeos y en España en particular, el riesgo de que se produzcan “tomas subrepticias del control” por esta vía puede descartarse ya que el activista que pretendiera hacerse con el control de esta forma vendría obligado a lanzar una OPA sobre la totalidad del capital al precio pagado por las últimas acciones adquiridas antes de superar el 30 %.
Una cuestión interesante es la de si limitar la actuación pública de los activistas puede inducir a éstos a comunicarse privadamente con los administradores de la sociedad con el objetivo de obtener un soborno a cambio de no iniciar campañas públicas para promover la modificación de la estrategia de la empresa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario