La satisfacción que me produce ver mi nombre recogido en la ya famosa sentencia del “derecho al olvido”, desaparece y se va convirtiendo en frustración, conforme avanzo en la lectura de la misma.
Mucho se ha escrito ya, en esta semana escasa que ha transcurrido, desde su publicación y mucho más queda por escribir, sin duda. Por ello, en esta pequeña recensión, y desde la tribuna que me brinda el profesor Alfaro, me gustaría tratar únicamente una de las cuestiones que, a mi modo de ver, mayor impacto tendrá en el futuro. Me refiero a la posibilidad de que un buscador deba eliminar vínculos de su lista de resultados, sin que la información sea necesariamente eliminada de la página web de origen.
Esta cuestión se discute en los apartados 82 a 88 de la sentencia. El Tribunal afirma sin reparo alguno:
“Como resultado del examen de los requisitos de aplicación de los artículos 12, letra b), y 14, párrafo primero, letra a), de la Directiva 95/46, que se ha de realizar cuando conocen de una solicitud como la controvertida en el litigio principal, la autoridad de control o el órgano jurisdiccional pueden ordenar a dicho gestor eliminar de la lista de resultados obtenida tras una búsqueda efectuada a partir del nombre de una persona vínculos a páginas web, publicadas por terceros y que contienen información relativa a esta persona, sin que una orden en dicho sentido presuponga que ese nombre o esa información sean, con la conformidad plena del editor o por orden de una de estas autoridades, eliminados con carácter previo o simultáneamente de la página web en la que han sido publicados.”
La conclusión no sólo es muy debatible jurídicamente (como ya expuse aquí) sino que ignora las graves consecuencias prácticas de la misma. Me limitaré a tratar dos.
La primera, el incentivo perverso que la decisión genera en favor de los editores de las páginas web. La sentencia convierte a los buscadores, de facto, en la policía de internet. Con ello, lo único que se logra es mermar el mejor mecanismo de protección de los datos personales: el autocontrol por parte de aquellos que publican la información en internet.
El propio caso de Mario Costeja ilustra muy bien este punto. Una cuestión que ha sido ignorada en el debate académico y jurídico de este caso (a mi juicio crucial) es que la información disponible en La Vanguardia no apareció originalmente en formato on-line. La información personal del Sr. Costeja consistía únicamente en el típico anuncio de subasta, contenido en el lateral de la edición impresa del día 19 de enero de 1998. Ahora bien, años después, La Vanguardia decidió digitalizar esa hemeroteca y entonces comenzó el problema. En este contexto, cabe preguntarse si La Vanguardia tenía derecho a publicar la información cuando lo cierto era que la subasta en cuestión había tenido lugar mucho antes. Piénsese que si la misma hubiese digitalizado sólo los artículos de prensa, el caso Mario Costeja jamás se habría producido. Del mismo modo que si La Vanguardia hubiese digitalizado toda su hemeroteca, pero no hubiese permitido a Google indexarla (algo que todos los editores web pueden hacer), tampoco habría pasado nada ¿Qué incentivo tiene ahora un editor para tomar ninguna precaución para evitar que se “depositen” en la red informaciones como la que es objeto del pleito?
La segunda consecuencia, derivada de la anterior, es que la protección de la información personal en internet será más ineficiente como consecuencia de la sentencia. A simple vista, podría parecer que la sentencia se ha guiado por sus efectos prácticos, dado que nuestro acceso a internet se produce, en la actualidad, casi siempre de la mano de un buscador. Si esa es la tubería por la que pasa la información, lo lógico es que los filtros se integren dentro de esa tubería, parece razonar el TJUE… No obstante, si ponemos un filtro en cada uno de los pozos que abastecen la tubería probablemente logremos un mejor resultado y evitamos que el filtro se colapse.
De nuevo, el caso de Mario Costeja ilustra ese punto. Mientras escribo estas líneas me planteo si debería incluir un hipervínculo a la página web de la Vanguardia o incluso, para hacerlo más visual, si incluir un copia y pega de la ignominiosa publicación. Este es un blog jurídico y la noticia es de gran interés. Parece lógico pensar que cualquier jurista, abogado o estudiante en derecho quiera leer exactamente lo que se publicó.
Por cautela opto por no hacerlo. Probablemente sea una minoría. Pero pongámonos en el caso hipotético de que lo hiciese… ¿Qué sucedería entonces con dicho link al blog del profesor Alfaro? ¿Debería Google también eliminarlo? ¿Dónde terminan sus obligaciones? ¿Cubren estas cada link que diga algo sobre el Sr. Costeja? ¿Y si alguien comenta algo sobre mi comentario?
Sin duda, lo más fácil que yo nunca incluya dicha información. En otras palabras, que haga un ejercicio de autocontrol y autoevaluación. La protección de los datos personales, señores del Tribunal de Justicia, debe empezar en cada uno de nosotros. Culpar al mensajero es un grave error.
1 comentario:
¿y los edictos publicados en el BOE por los que se declara a una persona física en concurso? Y el DNI de todo aquél que ha obtenido una plaza en la administración y que se puede sacar del BOE? El pasado es como el culo, que todos tenemos uno, y con internet lo malo es que llevamos tanga y se nos ve a todos. Si alguien hace dieciséis años (16!) sufrió un embargo y eso todavía sale en la red, no creo que haya nada más inofensivo. los traspiés que puede dar uno son como las opiniones, que tienen fecha y las fechas hablan por sí mismas. Esto parece más una cancelación de antecedentes penales...
¿Qué será lo próximo? yo lo sé: el derecho al recuerdo; es decir, que cuando salga en Internet algo bueno sobre nosotros tengamos el derecho a que no lo borren nunca y salga en todos los buscadores!!
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