El nacimiento de las reservas fraccionarias de los bancos
Fuente: Pieter Saenredam antiguo ayuntamiento de Amsterdam donde se fundó el banco del mismo nombre en 1609.
«Y si dices, mercader, que no lo emprestas, sino que lo pones [o depositas] mayor burla es esa; ¿quién nunca vio pagar al depositario? Suele ser pagado por la guarda y el trabajo del depósito; cuánto más, que agora pongas tu dinero en poder del logrero en empréstido o en depósito, así como llevas tu parte de provecho que el dicho logrero lleva a quien te vendió su ropa, también llevas parte de la culpa y aún la mayor parte…no le libra de culpa, al menos venial, por encomendar el depósito de su dinero a quien sabe que no le ha de guardar su depósito, sino le ha de gastar su dinero, como quien encomienda la doncella al luxurioso y el manjar al goloso».Saravia de la Calle (citado por Huerta de Soto)
Una entidad de crédito tiene por actividad típica y habitual “recibir fondos del público en forma de depósito, préstamo, cesión temporal de activos financieros u otras análogas que lleven aparejada la obligación de su restitución, aplicándolos por cuenta propia a la concesión de créditos u operaciones de análoga naturaleza” (art. 1.1 RDLey 1298/86).
Es decir, una entidad de crédito tiene como actividad la de captar del público fondos reembolsables y conceder créditos por cuenta propia. Los bancos constituyen el tipo más importante de entidad de crédito y su característica más definitoria es que son entidades de depósito, es decir, que están autorizados para recibir depósitos a la vista, para recibir dinero del público que éste puede recuperar a su libre voluntad cuando lo desee.
El autor de este trabajo, Jongchul Kim, afirma que esta doble disponibilidad del dinero depositado en un banco fue un “invento” inglés del siglo XVII que debió su existencia a la institución del trust. A través de ella, se podía hacer “propietario” del dinero depositado en el banco tanto al depositante como al prestatario que era tenedor de un título-valor emitido por el banco. El trust anglosajón permite este desdoblamiento de la propiedad entre el trustee y el beneficial owner. A diferencia del trust como se entiende generalmente, el banquero no actuaba – al emitir el título y entregarlo al prestatario – como trustee de los depositantes. La “confianza” de éstos no se basaba en la relación personal con el banquero o con el que establecía el trust, sino en su reputación como depositario.
Su tesis es que el papel moneda no fue una evolución de la letra de cambio que se despersonaliza cuando se libra “al portador” lo que permite su transmisión mediante la simple entrega ya que tal práctica no se consideraba por los tribunales, a finales del siglo XVII, como un “uso mercantil”, lo que indica que no estaba suficientemente extendida. La letra no se transformó en papel-moneda porque se seguía utilizando exclusivamente como instrumento de crédito en relación con una operación comercial concreta (cuando el librador, que había dado crédito al aceptante, entregaba la letra al tomador a cambio de que éste le adelantase, con descuento, los fondos que el librador había anticipado al deudor de la letra).
Pero, sobre todo, porque las letras se entregaban “salvo buen fin”, es decir, no constituían un medio de pago (entrega pro soluto) sino un medio para pagar (pro solvendo). Para que la entrega de una letra equivalga a la entrega de dinero, debería considerarse generalizadamente que su entrega al tomador se hacía pro soluto y, por tanto, sin acción de regreso por parte del tomador contra el librador (o del subsiguiente tenedor contra los tenedores anteriores). Dado que el nombre del librador figura necesariamente en la letra, este uso de las letras como papel-moneda sólo sería posible en letras emitidas “al portador” y sin fecha de vencimiento, lo que nuestra Ley Cambiaria prohíbe.
Por tanto, el origen del papel-moneda debe encontrarse aliunde. Según el autor, en la “innovación de los banqueros-orfebres (goldsmith bankers) – los llamaremos cambistas – que, al trabajar con metales preciosos, se convirtieron en depositarios de éstos cuando su dueño necesitaba ponerlos a buen recaudo ya que estos joyeros disponían de medidas de seguridad para evitar su robo. Estos cambistas empezaron a dar préstamos y a descontar letras con las ganancias que obtenían del cambio de moneda y, de prestar sus ganancias pasaron a prestar los depósitos.
El autor parece olvidar que los banqueros de toda Europa hacían lo mismo y que el caso del Banco de Amsterdam, que cita, era, más bien una excepción como veremos inmediatamente
“Los comerciantes en Amsterdam, por ejemplo, estaban obligados a presentar las letras de cambio para su pago ante el Banco de Amsterdam, donde se procedía a su compensación. Para la cual se utilizaban los fondos que los comerciantes tenían en el banco (es decir, se cargaba la letra en la cuenta del deudor y se acreditaban los fondos en la del tenedor que la presentaba al cobro)”,
lo que significa que este Banco de Amsterdam era una puro intermediario en el tráfico de pagos, y no daba crédito con cargo a fondos ajenos como son los depósitos. Su función fundamental era la de reducir los costes de la utilización de monedas en el tráfico cuando el valor de éstas no podía apreciarse fácilmente.
Por el contrario, los cambistas ingleses (como el resto de los cambistas en Europa continental) emitían títulos al portador, lo que significaba que, a diferencia de la emisión de una letra de cambio, sólo el emisor – el cambista – resultaba deudor de la suma que figuraba en el título sin que se convirtieran en tales los sucesivos tenedores del título. Jurídicamente, la figura que enmarca la emisión de semejante título es la de un papel que documenta un crédito que circula por cesión, cesión que requiere la entrega. Es decir, es una cesión de crédito con causa de compraventa. Con el tiempo y por las razones que veremos, esos “papeles” constituyeron el grueso del dinero en circulación.
La adición de responsables del pago de la letra que se produce cuando se endosa, reduce los costes del tenedor de informarse respecto de la solvencia del deudor original de la letra (el aceptante o el librador si la letra no ha sido aceptada). Dada su utilización en el comercio internacional (distancia loci), los comerciantes no habrían aceptado la letra como medio de pago sin esta responsabilidad adicional de los sucesivos endosantes de la letra ya que lo más probable es que sólo conocieran la solvencia de su propio endosante y no la de los anteriores. Los títulos emitidos por el cambista no sufrían este problema si la solvencia del cambista era conocida en la zona en la que el documento se utilizaba como medio de pago. Y, efectivamente, estos títulos no se utilizaban en el comercio internacional sino sólo localmente:
“los títulos de los cambistas circulaban principalmente en Londres donde los que los recibían conocían bien la reputación del banquero”.
Por último, estos documentos incorporaban la cláusula “a primera demanda” o, diríamos hoy, “a la vista”, de manera que el tenedor podía reclamar al cambista el pago en moneda de oro o plata de la cantidad que figuraba en el documento lo que los diferencia también de las letras de cambio usuales en el siglo XVII donde la cláusula “a la vista” no estaba generalizada. La disponibilidad “a la vista” generaba en el tenedor del documento la impresión de que el billete equivalía al pago porque – se suponía – la cantidad recibida estaba a su disposición, en forma de monedas de oro o plata en los cofres del cambista.
En el caso Ward v Evans (1702), en la que el endosatario demandó el primer endosante de un billete emitido por una nota de orfebre-banquero, el Juez Holt declaró: "Soy de la opinión, y siempre fui (a pesar del ruido y el griterío típico de la calle Lombard, como si la opinión contraria fuera a hacer explotar por los aires esa calle) que la aceptación de ese billete no equivale al pago en efectivo ".
Pues bien, parece que estos cambistas empezaron a emitir billetes en mayor cuantía del oro y plata propios que existían en sus cofres (porque entregaban sus billetes a quienes venían a sus establecimientos a descontar letras de cambio) con lo que “inventaron” la reserva fraccionada. La garantía del cobro por parte del tenedor del billete dependía, pues, de la solvencia del cambista:
“al mantener una reserva fraccionada y al aceptarse recíprocamente los billetes emitidos por otros cambistas, éstos creaban crédito de la nada”
lo que no ocurría con las letras de cambio. En definitiva – dice el autor – los cambistas fueron los inventores de la titulización de créditos (los créditos cambiarios).
En fin, en la medida en que los billetes emitidos estuvieran circulando – y no se reclamara su pago en monedas de oro o plata al cambista – su carácter “a la vista” no exigía al cambista disponer de monedas en cuantía equivalente a los billetes en circulación, lo que permitió a los cambistas mantener en reserva sólo una fracción del valor nominal de los billetes que habían puesto en circulación.
Con las reservas fraccionadas aparecieron las primeras corridas bancarias cuando los deudores del cambista dejaban de pagar y los tenedores de los billetes reclamaban su cobro en masa. Uno de esos grandes deudores de los cambistas era el propio rey – Carlos II – que dejó de pagar en 1672 y provocó la quiebra de muchos cambistas.
Para poder usar las monedas de oro y plata depositadas, el cambista incluía una cláusula en el contrato de depósito que le permitía reinvertirlas discrecionalmente. Es decir, dado el carácter fungible de las monedas, el depósito de éstas en un cambistas era un “depósito irregular” (art. 1768 CC) y, por tanto, en un préstamo. Los que depositaban sus monedas en un cambista recibían intereses (en lugar de pagar una remuneración por el servicio de custodia), de manera que tales depósitos eran, desde su nacimiento, un préstamo al cambista. Es lo que Huerta de Soto ha calificado como pacto colusorio entre banqueros y depositantes ya que, al permitir al primero prestar el dinero a terceros y, a la vez, reservarse el derecho a recuperarlo “a la vista”, se generan efectos externos perjudiciales para el público en general, los famosos efectos sistémicos de las quiebras bancarias. Tales efectos no se producirían si los créditos se otorgasen por los propios depositantes a otros depositantes. En tal caso, como en el Banco de Amsterdam, el riesgo de incumplimiento por parte del que recibía crédito corría a cargo del depositante.
Los certificados de depósito comenzaron siendo recibos emitidos por el depositario de las monedas que el cambista entregaba al depositante para convertirse en “papel-moneda”, esto es, los billetes de los cambistas dejan de ser “títulos representativos de una mercancía” (como se consideran los certificados de depósito en almacenes generales, v., arts. 309-310 C de c) para convertirse en títulos de crédito al incluir las cláusulas “al portador” y “pago a la vista”. El trabajo concluye explicando que fue gracias a la institución del trust que fue posible esta innovación financiera. Pero la afirmación no tiene mucho interés porque instituciones con los mismos efectos se desarrollaron – y mucho antes – en el resto de Europa.
Los depositantes recurrían a estos orfebres-banqueros no sólo por seguridad física sino también por otras razones. La primera era la de evitar la expropiación por parte del fisco. Este era un riesgo elevado en el siglo XVII en Inglaterra. Al transferir la propiedad al trustee pero conservar todos los derechos derivados de la misma propiedad como beneficiario del trust, el fundador del trust ponía sus bienes no solo al abrigo de ladrones y salteadores de caminos, sino también de su confiscación por el Monarca. El autor sugiere que el hecho de que hubiera billetes en circulación “soportados” con las monedas depositadas haría más costoso al rey confiscarlas, pero más bien, nos parece que si los reyes solían ser deudores de los orfebres-banqueros, la expropiación de éstos era menos probable. “[I]f Solomon be in the right,” he wrote (John Evelyn 1676), “that the Borrower is a Slave to the Lender, the King and the Kingdom become Slaves to these Bankers” (citado por Singe, infra) lo que parece que sucedió en relación con la deuda pública. Quizá, según explica también Singe, los dueños del dinero lo entregaran a sus criados para que se lo guardasen hasta que la amenaza de confiscación pasase y los criados se apropiaron de los fondos depositándolos en bancos para obtener así, al menos, el interés.
Para saber, más, naturalmente, hay que leerse Jesús Huerta de Soto, Dinero, Crédito Bancario y Ciclos Económicos (capítulo 3) (en esta entrada glosamos la Hayek Lecture del autor) que explica, con las instituciones jurídicas continentales, cómo era posible que el depositante de una cosa fungible mantuviese la propiedad y, a la vez, el depositario pudiera mezclarla con otras, disponer de ella y entregarla a un tercero siempre que mantuviese en sus almacenes una cantidad de dicha mercancía equivalente al total de lo depositado (obligación de devolver el tantumdem) y sus conocidas tesis sobre la reserva fraccionaria: “la transmisión de la propiedad que se da en el depósito irregular no supone una paralela transmisión de disponibilidad del tantundem”, al menos, hasta finales del siglo XVI.
Huerta cita a Hume (en su ensayo “Del Dinero”) en el que Hume alaba al Banco de Amsterdam:
“ningún banco podría resultar más ventajoso (para la Sociedad) que uno que bloquease todo el dinero que recibiese y no aumentase nunca la moneda circulante… Mediante este procedimiento, un banco público podría reducir en gran parte los tratos de los banqueros privados y los cambistas… (se reduciría así la inflación y)… el hecho de quedar disponible una gran suma constituiría una gran ventaja en tiempos de gran peligro público y en situaciones apuradas, y la parte que tuviera que emplearse podría sustituirse con comodidad una vez restaurada la paz y la tranquilidad en la nación”.
Y Adam Smith:
En (el Banco de) Amsterdam, es un artículo de fe de lo más establecido que, por cada florín documentado en un billete del banco, hay un florín en oro o plata guardado en los cofres del banco
Dice Huerta que “los efectos económicos de emitir billetes sin respaldo, o conceder préstamos con cargo a depósitos a la vista, son exactamente los mismos” pero que “la historia de la banca se caracteriza por haber surgido básicamente en torno al ejercicio de esta segunda actividad, y no de la primera”. Esta segunda actividad – conceder préstamos con cargo a depósitos a la vista – precedió temporalmente a la primera puesto que los bancos de emisión no se constituirán hasta el siglo XVII. La distinción fundamental es la de si el banquero recibía el dinero a título de depósito o si lo hacía a título de préstamo. En el primer caso, la obligación de restituirlo “a la vista” o a “primera demanda” impedía al banquero-depositario prestar a terceros dichas cantidades. En el segundo caso, dado que el derecho del prestamista a reclamar su dinero al banquero estaba sometido a un plazo, éste podía, a su vez, prestarlo legítimamente sin incurrir en la creación indebida de dinero ni en la infracción de sus deberes contractuales frente al prestamista. En la época de la codificación (mucho antes, probablemente), sin embargo, la distinción entre depósito irregular y préstamo, había desaparecido y los efectos de la desaparición del patrón oro-plata y la generalización del valor fiduciario de la moneda no pueden obviarse.
Lo que seguramente no es verdad es que fueran los banqueros orfebres los que inventaran la reserva fraccionaria. Y, tampoco, que “engañaran” a sus depositantes haciéndoles creer que el oro y plata depositado permanecía en sus cofres y no era utilizado para dar préstamos. Dice George Selgin que, como en el resto de Europa (v., la cita de Saravia de la Calle), los banqueros-orfebres pagaban intereses a los depositantes en lugar de cobrarles – que es lo que tendría que haber ocurrido si eran depositarios:
El 30 de marzo, Pepys fue a ver a (su banquero) Viner a retirar su dinero temiendo no poder hacerlo. Para su satisfacción y, contrariamente a lo esperado, Viner le pagó £ 35, o el equivalente a un interés anual del 7 por ciento a cambio del depósito cuando la razón del mismo había sido que lo guardara y tuviera el dinero a buen recaudo pudiendo retirarlo simplemente avisando dos días antes. Algunos meses más tarde, en una entrada de agosto de 1666, Pepys escribió que le había sorprendido de que en el Banco de Holanda, es decir, el Banco de Amsterdam <<no dan interés alguno a los que depositan su dinero”
Este autor – Selgin – narra que la práctica de pagar intereses desapareció en las últimas décadas del siglo XVII porque a los banqueros les resultaba más rentable cobrar a sus depositantes por los descubiertos en cuenta (es decir, la función de los bancos como proveedores de liquidez) y por la prestación de servicios en relación con su dinero (servicio de caja en forma de los certificados de depósito que hemos descrito más arriba) que pagar intereses. Los clientes podían pagar sus deudas – a otros comerciantes – entregando los certificados de depósito, en una época en que la “reputación” de las monedas en Inglaterra estaba por los suelos ya que su valor real – que dependía de la cantidad de oro o plata que contuviesen – no podía ser apreciado fácilmente por lo que su sustitución por papel moneda emitido por un banquero especialista en valorar las monedas – cambistas – reducía los costes de efectuar las transacciones. Si los clientes-depositantes hubieran pensado que el banquero no utilizaría el dinero de sus depósitos en sus propios negocios, deberían pagar por el servicio de custodia que es típico del contrato de depósito.
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