La opción del legislador es la de mantener una estructura jurídica ineficaz confiada a la supervisión de la Administración Pública o desarrollar modelos organizativos basados en el control de los propios interesados
Por Antonio Perdices Huetos, Catedrático de Derecho Mercantil. UAM
La publicación de la directiva sobre entidades de gestión de derechos de propiedad intelectual el pasado 20 de marzo ha puesto sobre la mesa la necesidad de una regulación completa y específica de los operadores de ese sector. La reforma en curso se confiesa en ese sentido como una medida provisional, con guiños a los proyectos de Directiva, que debe desembocar en esa regulación definitiva. No obstante, y más allá del modelo organizativo por el que finalmente se opte, se detecta en la reforma un espíritu que se compadece mal con la filosofía de la directiva en materia de gobernanza de estas entidades; a saber, la omnipresencia de la Administración Pública en el control de su actividad.
Es obvio que sectores económicos sistémicos como el financiero, los seguros o, en general, los mercados de capitales han de estar sometidos a un control exógeno por parte de la Administración. No obstante, y más allá del dudoso éxito que ha demostrado esa supervisión en alguno de esos ámbitos en los últimos tiempos, las empresas u organizaciones que operan en dichos mercados deben estar dotados, primariamente, de mecanismos de control endógenos, esto es, de estructuras e incentivos internos. Dicho de otro modo, el mejor control debe provenir de unos miembros que deben ser conscientes de que la entidad de gestión está manejando su dinero y, en ocasiones su principal o única fuente de ingresos actuales o el complemento de su pensión en el futuro.
Eso debería provocar un activismo natural y espontáneo en quien no sólo es socio sino además cliente y mandante de la entidad de gestión y que, como tal, está en las mejores condiciones para supervisar la actuación de los que dirigen y gestionan estas entidades. En definitiva, la ley debería ante todo, y antes de llegar a la última ratio de la intervención pública, favorecer los mecanismos internos de control de la gestión de estas entidades. Y para ello desde luego parece que la ley orgánica de asociaciones no es la mejor de las opciones, norma que no llega dedicar ni siquiera un artículo completo a la administración de esas entidades y confía a la plena autonomía de las mismas sus reglas de gestión. Es cierto que muchas de estas entidades incluyen espontáneamente en sus estatutos reglas estrictas de control de gestión, pero precisamente por ser un sector tan sensible, no se puede permitir que la regulación legal de los deberes de los administradores de una tienda de fruta constituida como sociedad limitada sea más completa y rigurosa que la de una entidad de gestión que asume el manejo de millones de euros de cientos y que tienen una base social de “interesados” formada por miles de autores, intérpretes o productores.
En esa línea, al legislador se le plantean varios escenarios en una futura regulación específica del sector: de un lado, una norma que, al estilo de las sociedades anónimas deportivas, consagre un modelo de organización capitalista, con su acervo de gobierno corporativo y sin perjuicio de todas las adaptaciones que sean precisas; de otro lado, una norma que, al estilo de las sociedades profesionales, admita cualesquiera formas de organización con las matizaciones que sean necesarias en cada caso, o, en fin, una norma que cree un tipo ad hoc de organización societaria de base mutualista y específica para la gestión de estos derechos. Una última solución sería desarrollar el gobierno corporativo de las asociaciones para permitir ese control endógeno, solución desde luego deseable pero con la que no parece que se pueda contar.
Se trata, en fin, de ofrecer una estructura legal a estas entidades que se adapte a sus funciones y que, aprovechando más de veinte años de gobierno corporativo de sociedades de capital haga que el gestor de la entidad sienta ante todo las manos frías de un intérprete o autor implicado en el control de la entidad, más que las siempre lejanas y sometidas a cualquier tipo de presión del supervisor público correspondiente.
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