Si la actividad bancaria es naturalmente inestable porque los bancos están sobreendeudados y financian – otorgan – crédito a largo plazo con deudas – depósitos a la vista y emisiones de bonos u obligaciones – a corto o medio plazo, la regulación de la actividad bancaria no puede eliminar esta inestabilidad salvo que la transforme, por ejemplo, obligando a los bancos a prestar, exclusivamente, su propio capital y no el dinero de los depósitos o de las emisiones de bonos u obligaciones.
Cuando se habla de regulación, se hace referencia a establecer restricciones a la actividad de un particular o de incentivar o desincentivar determinados comportamientos. Por tanto, la regulación prudencial no puede tener como objetivo garantizar la estabilidad del sistema financiero. Eso no sería regulación, sería transformación del sistema financiero en uno distinto, lo que no es un objetivo de la regulación prudencial.
En segundo lugar, como las reglas jurídicas siguen a los hechos, a mayor “creatividad” de los sujetos regulados, menor eficacia de la regulación prudencial
(i) que sólo podrá restringir o desincentivar los comportamientos correspondientes tras haberse extendido éstos y ser percibidos por el regulador. En otros términos, la regulación ex ante (verificación) que se aplica a sectores como el farmacéutico cuando se pone en el mercado un nuevo medicamento no es trasladable al sector financiero
es imposible probar debidamente instrumentos financieros antes de que salgan al mercado, aunque algo por el estilo se haya sugerido… porque no es posible simular las condiciones reales a menos que el nuevo producto financiero se hubiera puesto ya en algún otro país. No existe, pues un simulador de los mercados financieros
(ii) la regulación, en la medida en que restringe o desincentiva determinadas conductas, genera incentivos en los regulados para descubrir la forma de escapar de la regulación
Y tampoco es una solución establecer, simplemente, los objetivos y prescripciones muy generales por dos motivos: porque dificulta la determinación de si las reglas se han cumplido o no por parte de los sujetos regulados y porque se incrementa exponencialmente el poder discrecional del regulador trasladando de facto la “competencia” para ordenar el mercado del legislador a aquél. Estos son problemas que afectan a cualquier tipo de regulación, no solo a la bancaria. Pero – dice el autor – el problema con la regulación bancaria es que la actividad de los bancos se desarrolla en un entorno demasiado inestable, con grandes incentivos y capacidades para innovar y para hacerlo a gran velocidad, lo que disminuye la eficacia de la regulación.
La producción de “más reglas” como reacción del legislador frente a la crisis no garantiza su eficacia. Sólo eleva la carga de trabajo del supervisor que deberá aumentar su capacidad para vigilar y sancionar los incumplimientos, incluso de las reglas de menor importancia ya que una regla cuyo cumplimiento no se exija, termina por ser considerada irrelevante por los propios regulados y, en sentido contrario, es inimaginable que un supervisor disponga de los medios y de las capacidades para detectar y sancionar cualquier incumplimiento.
En fin, si el supervisor sanciona al incumplidor con una multa y esta multa empeora la posición de liquidez o solvencia del regulado, un estricto enforcement puede contribuir a la inestabilidad en lugar de reducirla.
Este panorama conduce al autor a una conclusión que se acerca, en alguna medida, a las más recientes tendencias en materia de regulación bancaria:
… la regulación del sistema financiero, sobre todo si su objetivo es evitar las crisis financieras, debe centrarse en hacer frente a las consecuencias de las crisis, no en tratar de evitar sus causas, aunque pueda parecer contradictorio a primera vista…. los reguladores no deberían preocuparse demasiado acerca de por qué ha ocurrido la última crisis financiera. Lo que hay que hacer es aprender a minimizar las consecuencias de la próxima
Porque las consecuencias de las crisis se parecen entre sí mucho más que las causas – dice el autor –: enormes pérdidas para los bancos afectados, extensión de las quiebras a empresas y particulares relacionados con los bancos, disrupción del sistema de pagos y una abultada factura para los contribuyentes en forma de salvamento público. El “buen camino” consiste en establecer una red de seguridad y prever qué consecuencias se seguirán para los bancos que han tenido problemas, para sus gestores y para sus acreedores incluyendo a las demás instituciones bancarias.
Este planteamiento conduce a que los legisladores deberían preocuparse – como se ha hecho en Europa – por regular la quiebra de los bancos (la “reestructuración y resolución” en la jerga legal española y europea) mas que por “ajustar” y detallar los requisitos de capital y solvencia que han de cumplir los bancos cuando la crisis no se ha producido todavía. Y tiene varias ventajas.
La primera es que parece claro que la regulación del capital y de la solvencia ha sido bastante ineficaz y está sometida a enormes presiones por parte de los interesados.
La segunda es que si los acreedores de los bancos (otros bancos, adquirentes de deuda bancaria y depositantes) saben que se verán afectados por la crisis de los bancos, tendrán incentivos para “autoprotegerse”, es decir, se reduce el riesgo moral o, en mejor castellano, se desincentivan conductas que generan externalidades (prestar dinero a los bancos contando con que el riesgo de insolvencia será asumido por el Estado).
Con la vista puesta en garantizar la estabilidad del sistema en su conjunto, la red de seguridad debería atender, en primer lugar, a los depositantes ya que su comportamiento (“corrida bancaria”) en caso de crisis es el que tiene efectos más disruptivos sobre el sistema. Su financiación (quien tiene que contribuir al fondo de garantía de depósitos) debería ampliarse a las instituciones distintas de los bancos que se benefician de la estabilidad del sistema dice el autor (aunque no identifica cuáles serían estas instituciones).
En esta regulación se incluyen, además del fondo de garantía de depósito, los planes de reestructuración y resolución y la previsión por parte de las entidades sistémicas de planes de liquidación (de resolución o “testamentos vitales” como se dice redundantemente en inglés “living wills”).
Obligar a participar en los procesos de reestructuración y resolución a las entidades que no sufren problemas puede incentivar a éstos a “chivarse” de la situación de dificultad en que se encuentre otra entidad, lo que, dice el autor, aumenta la información útil al regulador y, puede añadirse, aumenta el control sobre el regulador. Si el supervisor que ha recibido información del mercado respecto a los problemas de una institución no actúa inmediatamente, podrá afirmarse la responsabilidad administrativa o incluso penal del supervisor mismo.
Añade, finalmente, una medida mucho más chocante: retener una parte de la remuneración de los ejecutivos bancarios a disposición del supervisor para el caso de que la entidad necesite ser reestructurada o resuelta si tal cosa ocurre hasta los 10 años siguientes a la salida del ejecutivo del banco. Esta parte debería ser progresiva en relación con la remuneración recibida, de manera que no induzca a los ejecutivos a “autoatribuirse” remuneraciones cada vez más altas (si tenemos en cuenta que en los bancos, como sociedades de capital disperso, lo normal es que los ejecutivos tengan mucho peso en la fijación de su propia remuneración por la insuficiente independencia y capacidad para decir “no” de los consejos de administración). El supervisor podría recurrir a dicho fondo tan pronto como fuera necesario emplear fondos públicos para rescatar a la institución con independencia de la negligencia o diligencia con que el ejecutivo hubiera gestionado el banco.
Como se habrá podido deducir, el planteamiento de este alto cargo del Banco Central de Brasil va en la línea de lo que se ha hecho y se está haciendo en Europa y en España. Si convencemos a los que gestionan los bancos, a los que prestan dinero a los bancos y a los que depositan su dinero en los bancos que el Estado – o sea, los contribuyentes – no son garantes de los créditos que ostenten frente a los bancos y que – en el caso de los ejecutivos – la quiebra del banco equivale a la quiebra personal de los ejecutivos, podemos esperar que todos ellos cambien sus pautas de comportamiento: se incrementará la aversión al riesgo de los ejecutivos (quienes, a su vez, modificarán la retribución que pagan a sus empleados para desincentivar conductas de riesgo); los acreedores exigirán un mayor interés y más garantías a cambio de prestar su dinero a largo plazo y los depositantes diversificarán sus depósitos o utilizarán a los bancos menos como depositarios y más como agentes en el manejo de sus ahorros (en cuyo caso pueden disfrutar de un derecho de separación en caso de quiebra del banco).
Lo que el autor no parece tener en cuenta es que actuando sobre las consecuencias deberíamos lograr una reducción de las probabilidades de que se produzca una nueva crisis, de manera que el objetivo no cambia. La regulación tiene por objeto minimizar las probabilidades de que la próxima crisis se produzca y que si se produce genere el mínimo de pérdidas posible.
En cuanto al escepticismo respecto de la eficacia de la regulación, nos parece que la crítica del autor es acertada en relación con la regulación prudencial, esto es, con la imposición de requisitos de capital y de solvencia que pretendan ajustarse con precisión al nivel de riesgo asumido por el banco. Es la ilusión de la “intervención pública perfecta” o la imposibilidad de la intervención selectiva de la que hablaba Williamson. Pero la crítica no se extiende a cualquier regulación. De hecho, la responsabilidad ex post facto es la principal y más extendida forma de regulación de las actividades humanas y su efecto preventivo en términos económicos aunque legalmente su función sea compensatoria, está fuera de toda duda. El caso de los bancos, lo que demuestra, es que resulta fácil olvidar que hacer responder a los deudores y a los causantes de daños ha sido y es la forma más eficiente de reducir las externalidades generadas por la actividad “peligrosa” de los individuos.
Precisamente los caracteres de la actividad bancaria – ese carácter “inestable, con grandes incentivos y capacidades para innovar y para hacerlo a gran velocidad” – hablan a favor de poner el peso de la regulación en las reglas de responsabilidad. Por ejemplo, si no es posible trasladar a las innovaciones financieras el sistema de autorización administrativa previa que utilizamos en el ámbito de los medicamentos, (lo que dudamos para el caso de los productos financieros que se distribuyan a clientes minoristas ya que el cálculo coste-beneficio es, en ese caso, relativamente sencillo y, por tanto, el supervisor puede, sencillamente, “decir no” salvo que el banco le convenza de la inocuidad y ausencia de carácter especulativo del nuevo producto), sí que es posible facilitar las demandas de responsabilidad de los que hayan sufrido daños contra los que “pusieron en circulación” el producto declarando, simplemente, ineficaces las exenciones de responsabilidad. El riesgo de litigación actuaría como un impuesto que frenaría automáticamente el volumen y la velocidad de la innovación financiera lo cual, dado que no hay buenas razones para pensar que las innovaciones financieras sean en general tan beneficiosas para los consumidores como lo son las innovaciones en los mercados de productos y servicios, no tiene por qué ser malo.
Prates, Marcelo M., Why Prudential Regulation Will Fail to Prevent Financial Crises: A Legal Approach (November 1, 2013).
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