martes, 31 de agosto de 2021

La cooperación es decisiva para la supervivencia


En las páginas que traduzco a continuación del libro que se cita abajo, la autora da una buenísima razón para suponer que la cooperación intragrupo, mucho más que la competencia intergrupal ha influido en la configuración de la psicología humana.

Empieza explicando que Darwin se sorprendió de que los indígenas de Tierra del Fuego “tuvieran una concreta idea del intercambio cuando Darwin dio a uno de ellos un clavo largo – un regalo muy valioso – y, espontáneamente, el tierrafueguino le entregó dos peces a cambio”

A continuación reporta estudios sobre cómo los grupos de cazadores-recolectores lograban completar a duras penas su “presupuesto alimenticio” sólo gracias al auxilio recíproco y a la captura de alimento en cuadrillas. Sin esta cooperación, las más de las veces, los individuos morirían de hambre

El éxito esporádico y los frecuentes fracasos de los cazadores de caza mayor son un reto crónico para las familias hambrientas de los cazadores-recolectores tradicionales. Un estudio especialmente detallado sobre una tribu de cazadores-recolectores que todavía persiste en Sudamérica sugiere que aproximadamente el 27% de las veces una familia no alcanza las 1.000 calorías de comida por persona y día necesarias para mantener el peso corporal. sin embargo, al compartir, una persona puede aprovechar la buena fortuna de otra para sobrellevar los tiempos de escasez. Sin ello, las personas que pasan hambre perpetuamente se quedarían por debajo del número mínimo de calorías que necesitan. Los investigadores calcularon que una vez cada 17 años, el déficit calórico de los que no comparten caería por debajo del 50% de lo necesario 21 días seguidos, una receta para la inanición. Al poner en común su riesgo, la proporción de días en que las personas sufrían ese déficit calórico se redujo del 27 por ciento a sólo el 3 por ciento

De forma que los individuos tenían incentivos para crear redes de “socorro mutuo” con otros individuos. Y lo extraordinario – en el caso del género homo – es que tales redes se extendían mucho más allá de los parientes de sangre convirtiendo a otros miembros de la banda en parientes ficticios incluyendo, naturalmente, a todos los parientes de la mujer – o del marido –. La autora llama la atención sobre cómo la necesidad de encontrar compañeros con los que compartir y diversificar los riesgos de inanición llevaron a que el rapto de mujeres se sustituyera por la “venta” de éstas (la familia de la mujer se convertía en aliada de la familia del marido y, por tanto, en parte de la red de intercambios y favores recíprocos) lo que, naturalmente, favorecía la posición de la mujer en la sociedad en términos de igualdad.

Los humanos somos los únicos primates que reconocemos como familiares a los paternos y maternos. Por eso, la familia, para los humanos, nunca es suficientemente amplia.

Las ventajas asociadas a extender la red de parentesco lo más ampliamente posible es presumiblemente la razón por la que los cazadores-recolectores son mucho más propensos a conectar el parentesco a través de la madre y del padre, en lugar de sólo una u otra línea, como es más típico en los sistemas de descendencia matrilineal o patrilineal que prevalecen en las sociedades que no se dedican a la caza-recolección (y se dedican a la agricultura)

Considerar a extraños como “de la familia” es una enorme ventaja en términos de reducción de los riesgos para la supervivencia en un entorno muy peligroso y donde el alimento escasea y está irregularmente distribuido en el espacio y en el tiempo.

El otro elemento decisivo que explica la intensa cooperación entre individuos que caracteriza la psicología humana es el cuidado de las crías. Las madres humanas no podían criar a sus hijos solas porque las crías humanas tienen una infancia larguísima durante la cual no pueden alimentarse por sí mismos. Es necesaria la concurrencia de las parientes de la madre – abuelas, hermanas y vecinas – y es necesaria la implicación del varón en la obtención de alimentos ricos en proteínas. Criar y educar a los hijos, pues, ha “educado” a los humanos haciéndolos “supercooperativos” y “ultrasociales”.

¿Y qué lugar ocupa la competencia y la agresión en la psicología humana?

Contra lo que se lee frecuentemente – y más en las últimas décadas por la puesta en valor de la selección sexual junto a la selección natural como fuerza explicativa de la psicología humana – de la naturaleza humana –, la autora insiste en que la cooperación es una fuerza explicativa mucho más importante. Es decir, que es razonable pensar que una psicología cooperativa explique más la naturaleza humana que una psicología competitiva. Y la razón es bien simple (y eso es lo que la hace tan atractiva). Dice que en el entorno “ecológico” de los cazadores-recolectores de los últimos dos millones de años (desde la aparición del homo erectus), la densidad de la población de homo sobre la tierra era tan baja que la competencia por los recursos materiales o de mujeres entre humanos debió de ser casi inexistente. Es decir, un grupo humano raramente se encontraría con otro grupo. La competencia por las mujeres o por los alimentos habría de ser individual, no colectiva. (lo que se confirma por la extraordinaria habilidad de los grupos humanos para gestionar la represión y el castigo a los violentos en un grupo: o bien el violento abandona el grupo, o el violento es castigado al ostracismo y, eventualmente, “ejecutado” por alguno de sus familiares tras la emisión de la condena por parte del grupo “acordada” a través del cotilleo). Y solo la competencia por las mujeres tendría importancia porque los alimentos no se almacenaban, (y la propiedad individual de objetos que no fueran alimentos era muy limitada) de manera que los incentivos para robarlos eran muy pequeños. Cuando los alimentos han de ser producidos a diario, el que no coopera a su producción, no come. Por tanto, como fuerza evolutiva, la competencia intergrupal debió de ser mucho más débil a la hora de establecer presiones selectivas que la cooperación intragrupo. Es más, la simple distinción parece exagerada si rara vez en su vida un hominido se encontraba con alguien que no perteneciera a su propia banda o tribu (federación de bandas)

A diferencia de otros grandes mamíferos que recorrían las sabanas y los hábitats mixtos de bosque y sabana hace un millón de años, se necesita un gran esfuerzo y mucha suerte para encontrar un solo cráneo de la rama africana del Homo erectus. Creo que una de las razones de la escasez de estos hallazgos es que las propias criaturas eran escasas. Probablemente no fue hasta hace unos 80.000 años en África, y quizás hace 50.000 años en Europa, cuando las poblaciones humanas comenzaron a expandirse. Antes de eso, las poblaciones paleolíticas eran pequeñas y estaban dispersas. En total, se contaban por decenas de miles, y los recursos que necesitaban solían estar muy distribuidos, además de ser impredecibles. Cuando se disponía de alimentos vegetales o de caza, la suerte, la habilidad y el esfuerzo invertido en su recolección habrían sido más importantes que la lucha por ellos.

Por el contrario,


Sin parientes que los protegieran y, sobre todo, que los alimentaran, pocos niños del Pleistoceno habrían podido sobrevivir hasta la edad adulta. El hecho de que los niños dependan tanto de los alimentos adquiridos por otros es una de las razones por las que los que buscan universales humanos harían bien en empezar por compartir.

Quizá Darwin, cuando explica la fuente de la violencia humana no estuvo tan preciso:

Sin embargo, en los círculos darwinistas la explicación más invocada para explicar cómo los humanos se volvieron tan hipersociales es subrayar lo útil que es la cooperación dentro del grupo a la hora de defenderse de los grupos competidores o de aniquilarlos. Se nos dice una y otra vez que "la capacidad humana de generar amistad dentro del grupo a menudo va acompañada de enemistad fuera del grupo". Estas generalizaciones son probablemente lo suficientemente precisas para los seres humanos en los que los grupos compiten entre sí por los recursos, pero ¿qué sentido habría tenido para nuestros ancestros del Pleistoceno que se ganaban la vida en los bosques y las sabanas de África tropical luchar con los grupos vecinos en lugar de simplemente desplazarse? Pequeñas bandas de cazadores-recolectores, de unos 25 individuos, en condiciones de fluctuación climática crónica, muy dispersas en grandes áreas, incapaces de recurrir a alimentos básicos como el boniato o la mandioca, como hacen hoy en día algunos recolectores modernos de Nueva Guinea o Sudamérica, habrían sufrido altas tasas de mortalidad, sobre todo infantil, debido a la inanición, así como a la depredación y las enfermedades. Era probable que se produjeran repetidos cuellos de botella en la población, lo que dificultaba el reclutamiento de un número suficiente de personas. Lejos de ser competidores por los recursos, los miembros cercanos de su propia especie habrían sido más valiosos como potenciales compañeros de reparto. En caso de conflicto, era más práctico y menos arriesgado mover el campamento que luchar… A pesar de las abundantes pruebas que documentan conflictos intergrupales en los últimos 10.000 a 15.000 años, no hay pruebas de guerras en el Pleistoceno.

El punto de la autora no es que la competencia no sea importante en la configuración evolutiva de la psicología humana. Su punto es que la competencia importante – la que ha podido tener influencia en la psicología humana y en la diferenciación psicológica entre hombres y mujeres – es la competencia (intra)sexual, esto es, una competencia individual, no una competencia intergrupal. Y esa competencia individual pudo ser muy relevante en la selección natural de los rasgos humanos porque “asignaba” la crianza de los hijos – cooperativa entre padre y madre – a los varones que mejor podían procurarles alimentos.

lo que me preocupa es que, al centrarnos en la competencia intergrupal, hemos pasado por alto factores como la crianza de los hijos, que son al menos igual de importantes (en mi opinión, incluso más) para explicar los primeros orígenes de las peculiares tendencias hipersociales de la humanidad. Hemos subestimado la importancia del cuidado compartido y de la provisión de las crías por parte de otros miembros del grupo, además de los padres, en la formación de los impulsos prosociales.

Sarah Blaffer Hrdy, Mothers and Others: The Evolutionary Origins of Mutual Understanding, 2011, p 15 ss


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