(Con ayuda de Copilot para el resumen del contenido del artículo y ordenación de las críticas de un servidor. Ya me había ocupado de este artículo en esta entrada.
En su artículo “The Shareholder Democracy Lie”, Sergio Alberto Gramitto Ricci, Daniel J.H. Greenwood y Christina M. Sautter sostienen que la noción de “democracia accionarial” es una construcción retórica vacía, utilizada históricamente para legitimar estructuras de poder corporativo profundamente antidemocráticas. Según los autores, esta idea —que sugiere que los accionistas gobiernan las empresas de forma análoga a como los ciudadanos gobiernan en una democracia política— no resiste el más mínimo análisis empírico ni teórico. Las decisiones en las sociedades anónimas no se toman bajo el principio de “una persona, un voto”, sino de “una acción, un voto”, lo que convierte el poder de decisión en una función directa de la riqueza. Además, argumentan que la creciente concentración de la propiedad accionarial en manos de inversores institucionales, y la delegación del voto en firmas de asesoría como ISS y Glass Lewis, ha erosionado aún más cualquier atisbo de participación efectiva por parte de los pequeños accionistas.
El artículo también dedica una parte sustancial a denunciar las desigualdades históricas en el acceso a la propiedad accionarial, señalando que mujeres y minorías han sido sistemáticamente excluidas de los beneficios del capitalismo bursátil. Esta exclusión, afirman, tiene raíces en la esclavitud, la discriminación laboral y la falta de acceso a instrumentos financieros, y se perpetúa hoy a través de mecanismos como los planes de acciones para empleados (ESOPs), que estarían diseñados de forma que benefician desproporcionadamente a ciertos grupos.
Sin embargo, esta crítica, aunque extensa y documentada, incurre en varios errores de enfoque y razonamiento que merecen ser señalados.
El primero y más evidente es una falacia del espantapájaros: los autores atacan una versión exagerada y caricaturesca del concepto de “democracia accionarial”, atribuyéndole pretensiones normativas que rara vez, si acaso alguna vez, han sido sostenidas por sus defensores. Nadie ha afirmado seriamente que las sociedades anónimas cotizadas sean democracias en el sentido político del término, ni que el sistema bursátil esté diseñado para realizar los ideales de la democracia liberal. Lo que sí se ha defendido, bajo el concepto más preciso de “capitalismo popular”, es que la cotización en bolsa de grandes compañías ha permitido a las clases medias y trabajadoras participar en el crecimiento económico de sus países mediante el ahorro y la inversión. Esta participación, aunque indirecta y mediada por fondos de inversión, ha sido vista como una forma de inclusión económica, no como una forma de autogobierno político.
Un tratamiento académico serio del concepto de capitalismo popular puede encontrarse en la obra de Luigi Zingales y Raghuram Rajan, especialmente en su influyente libro Saving Capitalism from the Capitalists (2003). En él, sostienen que unos mercados financieros bien diseñados son esenciales no solo para la eficiencia económica, sino también para ampliar las oportunidades y la inclusión. Lejos de ser una herramienta al servicio de las élites, el capitalismo —cuando está correctamente estructurado— puede empoderar a los individuos al darles acceso al capital y permitirles participar en el crecimiento económico. Su visión del capitalismo subraya la importancia de dispersar el poder económico y evitar su captura por parte de los incumbentes, lo que se alinea estrechamente con los ideales del capitalismo popular como sistema que permite a los ciudadanos comunes participar en la creación de riqueza mediante la inversión y la propiedad. Esta concepción contrasta con la caricatura de la “democracia accionarial” criticada por Gramitto Ricci, Greenwood y Sautter, que parte de una atribución normativa sobre la igualdad política que pocos académicos serios han sostenido.
En este sentido, el argumento de los autores pierde fuerza al confundir una metáfora con una teoría normativa. La expresión “democracia accionarial” ha sido utilizada, en la mayoría de los casos, como una imagen para describir el hecho de que los accionistas —a diferencia de los miembros de las corporaciones medievales o de las organizaciones jerárquicas tradicionales— tienen, al menos formalmente, la capacidad de influir en las decisiones de la empresa a través del voto en la junta general. Que ese voto esté ponderado por la inversión realizada no es una anomalía, sino una característica estructural del modelo societario. De hecho, otras corporaciones —como las asociaciones — adoptan el principio de “una persona, un voto” precisamente porque su finalidad no es económica, y sus miembros no son socios, esto es, no forman con sus aportaciones el patrimonio de la asociación. Pretender que las sociedades anónimas deban regirse por los mismos principios que las democracias políticas es, en el mejor de los casos, una analogía mal planteada; en el peor, una confusión conceptual.
Otro punto débil del artículo es su insistencia en que la exclusión histórica de mujeres y minorías del mercado bursátil invalida la legitimidad del sistema actual. Este argumento, aunque moralmente comprensible, es jurídicamente irrelevante. Durante siglos, las mujeres y los esclavos tampoco pudieron comprar tierras, abrir cuentas bancarias o acceder a la educación superior. Pero eso no convierte en ilegítimos a los sistemas de propiedad, al sistema financiero o a la universidad como instituciones. La crítica debería centrarse en las barreras actuales al acceso, no en las injusticias históricas que, aunque reales, no son específicas del mercado de valores.
Asimismo, resulta exagerado afirmar que los planes de acciones para empleados son injustos porque excluyen a quienes no están empleados o dejan de estarlo. Esa es precisamente su naturaleza: son beneficios laborales, no instrumentos de redistribución universal. Pretender que todo mecanismo de participación económica deba estar abierto a todos, independientemente de su vínculo con la empresa, es desconocer la lógica misma de los incentivos laborales.
Finalmente, la idea de que las corporaciones ejercen un “poder desproporcionado” en la sociedad ignora un hecho fundamental del capitalismo contemporáneo: las empresas compiten entre sí. No forman un bloque homogéneo con intereses comunes, sino que se enfrentan en mercados abiertos, con estrategias divergentes y, a menudo, con posiciones antagónicas frente a las políticas públicas. Las empresas exportadoras y las importadoras, por ejemplo, tienen intereses opuestos en materia de aranceles. Atribuirles una voluntad unificada es caer en una visión conspirativa que no se sostiene empíricamente.
En conclusión, el artículo “The Shareholder Democracy Lie” ofrece una crítica provocadora y bien documentada, pero parte de un malentendido fundamental sobre el objeto de su análisis. Al atacar una versión extrema y poco representativa del concepto de democracia accionarial, termina construyendo una crítica que, aunque retóricamente eficaz, resulta conceptualmente débil. Una evaluación más justa del sistema de gobierno corporativo debería reconocer sus limitaciones sin caer en caricaturas, y distinguir entre metáforas útiles y teorías normativas mal planteadas. Solo así será posible avanzar hacia una comprensión más precisa —y más útil— del papel de las sociedades anónimas en las democracias contemporáneas.
Gramitto Ricci, Sergio Alberto and Greenwood, Daniel J.H. and Sautter, Christina M., The Shareholder Democracy Lie 78 Florida Law Review 2025
Versión en inglés
In their article *The Shareholder Democracy Lie*, Sergio Alberto Gramitto Ricci, Daniel J.H. Greenwood, and Christina M. Sautter argue that the notion of “shareholder democracy” is an empty rhetorical construct, historically used to legitimize deeply undemocratic corporate power structures. According to the authors, the idea—that shareholders govern corporations in a manner analogous to how citizens govern in a political democracy—does not withstand even the most basic empirical or theoretical scrutiny. Decisions in corporations are not made under the principle of “one person, one vote,” but rather “one share, one vote,” which makes decision-making power a direct function of wealth. Moreover, they argue that the growing concentration of share ownership in the hands of institutional investors, and the delegation of voting power to proxy advisory firms such as ISS and Glass Lewis, has further eroded any meaningful participation by small shareholders.
The article also devotes a substantial section to highlighting historical inequalities in access to share ownership, arguing that women and minorities have been systematically excluded from the benefits of equity capitalism. This exclusion, they claim, has roots in slavery, employment discrimination, and lack of access to financial instruments, and continues today through mechanisms such as employee stock ownership plans (ESOPs), which are allegedly structured in ways that disproportionately benefit certain groups.
However, this critique—though extensive and well-documented—suffers from several conceptual and analytical flaws that deserve to be addressed.
The most obvious is a straw man fallacy: the authors attack an exaggerated and caricatured version of the concept of “shareholder democracy,” attributing to it normative aspirations that have rarely, if ever, been seriously defended by its proponents. No one has seriously claimed that publicly traded corporations are democracies in the political sense, or that the stock market is designed to fulfill the ideals of liberal democracy. What has been defended, under the more precise concept of “popular capitalism,” is that the public listing of large companies has enabled middle- and working-class citizens to participate in their countries’ economic growth through saving and investment. This participation—though indirect and mediated by investment funds—has been viewed as a form of economic inclusion, not as a form of political self-government.
A serious academic treatment of the concept of popular capitalism can be found in the work of Luigi Zingales and Raghuram Rajan, particularly in their influential book *Saving Capitalism from the Capitalists* (2003). There, they argue that well-designed financial markets are essential not only for economic efficiency but also for expanding opportunity and inclusion. Far from being a tool of entrenched elites, capitalism—when properly structured—can empower individuals by giving them access to capital and allowing them to participate in economic growth. Their vision of capitalism emphasizes the importance of dispersing economic power and preventing its capture by incumbents, aligning closely with the ideals of popular capitalism as a system that enables ordinary citizens to participate in wealth creation through investment and ownership. This conception stands in stark contrast to the caricature of “shareholder democracy” criticized by Gramitto Ricci, Greenwood, and Sautter, which rests on a normative attribution of political equality that few serious scholars have ever endorsed.
In this sense, the authors’ argument loses force by confusing a metaphor with a normative theory. The expression “shareholder democracy” has been used, in most cases, as a metaphor to describe the fact that shareholders—unlike members of medieval corporations or traditional hierarchical organizations—have, at least formally, the ability to influence corporate decisions through voting at general meetings. That this vote is weighted by the amount invested is not an anomaly, but a structural feature of the corporate model. In fact, other types of organizations—such as associations—adopt the principle of “one person, one vote” precisely because their purpose is not economic, and their members are not partners in the legal sense; that is, they do not contribute to the association’s capital. To suggest that corporations should be governed by the same principles as political democracies is, at best, a poorly framed analogy; at worst, a conceptual confusion.
Another weak point in the article is its insistence that the historical exclusion of women and minorities from the stock market delegitimizes the current system. While this argument may be morally compelling, it is legally irrelevant. For centuries, women and enslaved people were also unable to buy land, open bank accounts, or access higher education. But that does not render systems of property, finance, or education illegitimate as institutions. The critique should focus on current barriers to access, not on historical injustices which, though real, are not specific to the stock market.
Likewise, it is an overstatement to claim that employee stock ownership plans are unjust because they exclude those who are not employed or who leave their jobs. That is precisely their nature: they are employment benefits, not instruments of universal redistribution. To suggest that every mechanism of economic participation should be open to everyone, regardless of their relationship to the company, is to misunderstand the logic of labor incentives.
Finally, the idea that corporations exercise “disproportionate power” in society ignores a fundamental fact of contemporary capitalism: firms compete with one another. They do not form a homogeneous bloc with unified interests, but rather operate in open markets with divergent strategies and often opposing positions on public policy. Exporting and importing firms, for example, have opposite interests when it comes to tariffs. Attributing to them a unified will is to fall into a conspiratorial view that is not empirically sustainable.
In conclusion, *The Shareholder Democracy Lie* offers a provocative and well-researched critique, but it rests on a fundamental misunderstanding of its object. By attacking an extreme and unrepresentative version of the concept of shareholder democracy, it ends up constructing a critique that, while rhetorically effective, is conceptually weak. A more balanced evaluation of the corporate governance system should acknowledge its limitations without resorting to caricature, and distinguish between useful metaphors and poorly grounded normative theories. Only then can we move toward a more accurate—and more useful—understanding of the role of corporations in contemporary democracies.
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