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El hijo de Griñán ha escrito una carta pública en la que defiende la honradez de su padre. Y yo creo en la sinceridad del hijo. Creo que Griñán está viviendo una tragedia personal y que no merece ir a la cárcel (dura lex, sed lex) y que, en el caso de que fuera, estaría seguramente justificado indultarlo. Creo, como parece que cree la mayoría de los socialistas andaluces, que Griñán es un hombre honrado que, en circunstancias normales, no robaría, mataría ni causaría ningún daño a terceros a propósito. Lo que cuenta su hijo – cómo el padre predicaba con el ejemplo – es perfectamente creíble.
Sin embargo, también creo que el fiscal tiene razón al acusar a Griñán, el consejero de economía de la junta de los años en que regalamos a los amigos del PSOE el dinero público, del delito de malversación de fondos públicos. Es más, creo que el fiscal se ha quedado corto y debería haber acusado a Chaves también del delito de malversación de fondos públicos a título de partícipe.
La tragedia de Griñán es la del error de prohibición o de la conciencia de la antijuricidad. El ambiente en el que Griñán se movía, el del clientelismo, llevó a Griñán a convencerse de que, en tanto él no se llevara ni un duro de los presupuestos públicos a su bolsillo o al bolsillo de algunos de sus parientes o amigos personales, no estaba haciendo nada punible. Es la única forma de hacer compatible el escrito de acusación del fiscal con el Griñán que nos pinta su hijo en su carta.
Esta es la tragedia de Griñán. Durante casi una década contempló cómo se entregaban fondos públicos a personas que – no podía dejar de saberlo – no lo merecían y conforme a procedimientos que no-podían-ser-legales. Pero su conciencia le decía que, en tanto no fuera él el beneficiario de tal generosidad con fondos públicos, no tendría nada de lo que avergonzarse. Por eso lo está pasando tan mal. Arruñada diría que Griñán es prisionero de su conciencia católica, de una moralidad perversa que, antiguamente, veía delitos donde solo había pecados o costumbres que despreciábamos y no veía pecado en lo que una sociedad sana no puede dejar de considerar conductas delictivas.Por eso resulta tan chocante que el Papa Francisco insista tanto en el pecado de la corrupción. Casa mal con el catolicismo tradicional: dañar lo que es de todos pero de nadie en particular no encaja bien con la idea tradicional de pecado.