Cualquier política pública debería regirse por el juramento hipocrático. Primero, no hacer daño. Este principio permite concreciones útiles. Una de ellas – que podría haber aplicado el PSOE antes de presentar su proposición de ley sobre la eutanasia – es que conforme aumenten los riesgos asociados a las medidas que se pretenden implantar, mayores han de ser los beneficios esperados de la implantación de la política. En el caso de la eutanasia, esto significa que sería mucho más sensato que el legislador se limitase a despenalizar el auxilio al suicidio del art. 143.4 del Código Penal que embarcarse en una regulación burocratizada (con 17 Comisiones de Eutanasia, elaboración de protocolos, nombramiento de médicos consultores, información a los enfermeros, elaboración de informes… etc) que, paradójicamente, aumenta el riesgo de que gente que no debería, acabe siendo “eutanasizada”. Cuando sólo ha habido dos casos de particulares que han solicitado públicamente morir y a los que su estado físico les impedía suicidarse, es más que dudoso que la Proposición del PSOE soporte un análisis coste-beneficio si imaginamos que puede provocar algún caso de asesinato de un enfermo grave por parte de un “ángel de la muerte”.
En el artículo del NYT que se cita al final se expone con gran claridad a dónde conduce un Estado con gran capacidad – el chino – cuando se enfrenta a una epidemia. Y no se trata de la del coronavirus, pero invita a desconfiar de la gestión de esta crisis por el gobierno chino.
El último brote de peste porcina a gran escala en el mundo se llevó por delante casi la mitad de la producción china que representa más de la mitad de toda la del mundo. Y, según cuenta este fascinante artículo publicado en The New York Times, las autoridades chinas no pudieron hacerlo peor para extender la plaga por toda China, precisamente como consecuencia de las medidas adoptadas con la intención de contenerla. Lo que cuenta Milanovic sobre el “capitalismo político” chino ayuda a entender los efectos de un sistema político centralizado y autoritario que dirige un sistema de producción capitalista donde los incentivos individuales siguen gobernando las decisiones de los hogares. Especialmente, la división del trabajo entre el centro – Pekin – y los gobiernos locales que deben ejecutar las políticas que se establecen por el centro.
El autor dice que hay tres elementos que explican que un brote epidémico se convirtiera en una catástrofe que costó al país un cuarto de billón de euros (más o menos, billón europeo no norteamericano).
El primero fue que
“en 2015, a fin de evitar que el agua se contaminara con las heces de los animales y otros desechos, las autoridades comenzaron a reglamentar enérgicamente -y en algunos lugares, a prohibir- la cría de ganado en ciertas zonas ricas en agua del sur. Sin embargo, en lugar de dar a los criadores industriales de cerdos tiempo suficiente para adaptar sus instalaciones a las nuevas normas de eliminación de residuos, los gobiernos locales desmantelaron rápidamente las granjas de cerdos, lo que dio lugar a un importante recorte de la producción en el sur.
Obsérvese que, de no haberse tratado de un Estado con gran capacidad como es el chino, las instrucciones del “centro” no se habrían ejecutado y los efectos no pretendidos de la medida no se habrían producido. Pero lo que ocurrió es que como la carne de cerdo es la que más se consume en China, el Gobierno central se dio cuenta de que cerrar granjas de cerdo a mansalva en el Sur – principal zona de producción – provocaría escasez y encarecimiento, puso en marcha una estrategia para “criar cerdos en el norte para su consumo en el sur”, de modo que gran “parte de la producción se concentró en el norte de China, y el ganado se transportaba luego a larga distancia hacia el sur”. El resultado no esperado es que la peste se extendió por toda China porque buena parte de los cerdos sacrificados para el consumo habían sufrido el transporte a larga distancia lo que provocó
“un importante riesgo de bioseguridad tan pronto como se identificó el primer brote de peste porcina en Liaoning, en el noreste. (La enfermedad es extremadamente contagiosa, y aunque no daña a los humanos, pueden propagarla). De hecho, alrededor del 45 por ciento de los 87 brotes reportados a mediados de diciembre de 2018 involucraron transporte de larga distancia.
El segundo problema tuvo que ver con los incentivos de los gobiernos locales para cumplir con el deber más elemental de las autoridades locales en caso de zooepidemia: notificar todos los casos y sacrificar el ganado enfermo y, a menudo, todos los cerdos de una granja donde se haya detectado un caso (la peste porcina se transmite fácilmente entre animales). El problema fue que el Gobierno central ordenó a los gobiernos locales que pagaran buena parte de las indemnizaciones a los granjeros por los cerdos sacrificados. Y claro, los gobiernos locales no tenían dinero, de modo que trataron de minimizar el número de sacrificios.
Así pues, aunque las autoridades de Beijing dieron instrucciones a los gobiernos locales para que "defendieran y previnieran resueltamente una mayor propagación y diseminación de la enfermedad", esos gobiernos locales -dada la carga financiera que tendrían que soportar para cubrir cualquier sacrificio de ganado- tenían un incentivo para no informar sobre la enfermedad.
El tercer problema es que se concentraron los mataderos en los que se procedería al sacrificio de los cerdos enfermos (para evitar que se sacrificaran de cualquier forma con efectos indeseables) pero claro, esa medida “convirtió a esos mataderos en centros de transmisión: Los cerdos contaminados entraban en contacto con más animales y más personas a medida que eran llevados a las instalaciones”
By Yanzhong Huang, Why Did One-Quarter of the World’s Pigs Die in a Year?, New York Times, enero 2020