En nuestros días, se comete un error más grave: se confunde la raza con la nación, y se atribuye a grupos etnográficos, o más bien lingüísticos, una soberanía análoga a la de los pueblos realmente existentes…
Lo que no han podido Carlos V, Luís XIV, Napoleón I, probablemente nadie lo podrá en el porvenir. El establecimiento de un nuevo imperio romano o de un nuevo imperio de Carlomagno ha llegado a ser una imposibilidad. La división de Europa es demasiado grande para que una tentativa de dominación universal no provoque muy rápidamente una coalición que haga volver a entrar a la nación ambiciosa en sus confines naturales. Una especie de equilibrio es establecido por largo tiempo. Francia, Inglaterra, Alemania, Rusia serán aún, durante cientos de años, y a pesar de las aventuras que corran, individualidades históricas, piezas esenciales de un tablero, cuyos escaques varían sin cesar de importancia y de tamaño, sin confundirse, empero, jamás del todo.
El imperio romano estuvo… cerca de ser una patria… Formada primeramente por la violencia, mantenida después por el interés, esta gran aglomeración de ciudades, de provincias absolutamente diferentes, asesta a la idea de raza (rectius, del parentesco) el golpe más importante. El cristianismo, con su carácter universal y absoluto, trabaja aún más eficazmente en el mismo sentido. Contrae con el imperio romano una alianza íntima, y, por efecto de esos dos incomparables agentes de unificación, la raza etnográfica es separada del gobierno y de las cosas humanas por siglos… En recompensa por el inmenso beneficio del cese de las guerras, la dominación romana —por lo pronto, tan dura— fue muy rápidamente deseada. Fue una gran asociación, sinónimo de orden, paz y civilización. En los últimos tiempos del imperio hubo en las almas elevadas, en los obispos ilustrados, en los letrados, un verdadero sentimiento de “la paz romana”, opuesta al caos amenazante de la barbarie. Pero un imperio, doce veces mayor que la actual Francia, no podía formar un Estado en su acepción moderna. La escisión del Oriente y del Occidente era inevitable.
… (el imperio franco)… se quiebra irremediablemente hacia mediados del siglo IX; el Tratado de Verdún traza divisiones en principio inmutables, y desde entonces Francia, Alemania, Inglaterra, Italia, España se encaminan por vías a menudo sinuosas y a través de mil aventuras, a su plena existencia nacional, tal como la vemos desplegarse hoy día.
¿Qué es lo que caracteriza, en efecto, estos diferentes Estados? Es la fusión de los pueblos que los componen
En los que acabamos de enumerar no hay nada análogo a lo que encontrarán ustedes en Turquía, donde el turco, el eslavo, el griego, el armenio, el árabe, el sirio, el kurdo son tan distintos hoy día como en el de la conquista….
… Piensen ustedes en una ciudad como Salónica o Esmirna; encontrarán allí cinco o seis comunidades, cada una de las cuales tiene sus recuerdos, sin que exista entre ellas casi nada en común. Ahora bien, la esencia de una nación consiste en que todos los individuos tengan muchas cosas en común, y también en que todos hayan olvidado muchas cosas
Dos circunstancias esenciales contribuyeron a este resultado. Ante todo, el hecho de que los pueblos germánicos adoptaron el cristianismo desde que tuvieron contactos un poco seguidos con los pueblos griegos y latinos. Cuando el vencedor y el vencido son de la misma religión o, más bien, cuando el vencedor adopta la religión del vencido, el sistema turco, la distinción absoluta entre los hombres a partir de la religión, desaparece. La segunda circunstancia fue, de parte de los conquistadores, el olvido de su propia lengua… El olvido y, yo diría incluso, el error histórico son un factor esencial de la creación de una nación,
y es así como el progreso de los estudios históricos es a menudo un peligro para la nacionalidad. La investigación histórica, en efecto, vuelve a poner bajo la luz los hechos de violencia que han pasado en el origen de todas las formaciones políticas, hasta de aquellas cuyas consecuencias han sido más benéficas. La unidad se hace siempre brutalmente;
¿Por qué Holanda es una nación, mientras que Hannover o el Gran Ducado de Parma no lo son? ¿Cómo Francia persiste en ser una nación cuando el principio que la ha creado ha desaparecido? ¿Cómo Suiza, que tiene tres lenguas, dos religiones, tres o cuatro razas, es una nación, mientras Toscana, por ejemplo, que es tan homogénea, no lo es?
… Lo que acabo de manifestar respecto de la raza, es preciso decirlo también de la lengua. La lengua invita a reunirse; no fuerza a ello. Los Estados Unidos e Inglaterra de un lado y la América española y España de otro hablan la misma lengua y no forman una sola nación. Por el contrario, Suiza, tan bien hecha —puesto que ha sido hecha a través del consentimiento de sus diferentes partes—, cuenta con tres o cuatro lenguas. Hay en el hombre algo superior a la lengua: es la voluntad. La voluntad de Suiza de estar unida, a pesar de la variedad de esos idiomas, es un hecho mucho más importante que una semejanza de lenguaje obtenida a menudo a través de vejaciones…
La importancia política que se atribuye a las lenguas proviene de que se las mira como signos raciales.
… La religión ha llegado a ser algo individual; atañe solamente a la propia conciencia. La división de las naciones en católicas y protestantes no existe más. La religión, que hace cincuenta y dos años fue un elemento tan considerable en la formación de Bélgica, guarda toda su importancia en el fuero interno de sus habitantes; pero ha salido casi enteramente de las razones que trazan los límites de los pueblos…
La comunidad de intereses es, con seguridad, un lazo poderoso entre los hombres. ¿Bastan ellos, sin embargo, para hacer una nación? No lo creo. La comunidad de intereses produce los tratados de comercio. Hay en la nacionalidad un lado sentimental; ella es alma y cuerpo a la vez; una unidad aduanera no es una patria.
(Una nación son)… dos cosas que no forman sino una... Una está en el pasado, la otra en el presente.
Una es la posesión en común de un rico legado de recuerdos;
la otra es el consentimiento actual, el deseo de vivir juntos,
… la voluntad de continuar haciendo valer la herencia que se ha recibido indivisa… La nación, como el individuo, es el resultado de un largo pasado de esfuerzos, de sacrificios y de desvelos.
El culto a los antepasados es, entre todos, el más legítimo; los antepasados nos han hecho lo que somos.
Un pasado heroico, grandes hombres, la gloria (se entiende, la verdadera), he ahí el capital social sobre el cual se asienta una idea nacional.
Tener glorias comunes en el pasado, una voluntad común en el presente; haber hecho grandes cosas juntos, querer seguir haciéndolas aún, he ahí las condiciones esenciales para ser un pueblo.
Se ama en proporción a los sacrificios que se han consentido, a los males que se han sufrido.
Una nación es, pues, una gran solidaridad, constituida por el sentimiento de los sacrificios que se ha hecho y de aquellos que todavía se está dispuesto a hacer. Supone un pasado; sin embargo, se resume en el presente por un hecho tangible: el consentimiento, el deseo claramente expresado de continuar la vida común. La existencia de una nación es (perdonadme esta metáfora) un plebiscito cotidiano, como la existencia del individuo es una afirmación perpetua de vida. ¡Oh! lo sé, esto es menos metafísico que el derecho divino, menos brutal que el pretendido derecho histórico. En el orden de ideas que os expongo, una nación no tiene, como tampoco un rey, el derecho de decir a una provincia: “Me perteneces, te tomo”.
… una provincia es sus habitantes; si en este asunto alguien tiene el derecho de ser consultado, este es el habitante. Una nación no tiene jamás un verdadero interés en anexarse o en retener a un país contra su voluntad. El voto de las naciones es, en definitiva, el único criterio legítimo, aquel al cual siempre es necesario volver.
Quedan el hombre, sus deseos, sus necesidades. La secesión, me diréis, y, a la larga, el desmembramiento de las naciones son la consecuencia de un sistema que pone esos viejos organismos a merced de voluntades a menudo poco ilustradas. Es claro que en parecida materia ningún principio debe ser extremado hasta el exceso. Las verdades de este orden no son aplicables sino en su conjunto y de una manera muy general. Las voluntades humanas cambian; pero ¿qué es lo que no cambia en este bajo mundo? Las naciones no son algo eterno. Han comenzado, terminarán. La confederación europea, probablemente, las reemplazará. Pero tal no es la ley del siglo en el que vivimos. En la hora presente, la existencia de las naciones es buena, inclusive necesaria. Su existencia es la garantía de la libertad, que se perdería si el mundo no tuviera sino una ley y un amo.