Esta "periodista y escritora" pontifica - cómo no, en EL PAÍS - sobre lo malo que es el lujo para los que no pueden permitírselo, o sea, para los envidiosos como ella que - como en el chiste de economistas - no está dispuesta a dar a otros lo que los otros quieren y conseguir, a cambio, los medios de pago suficientes para permitirse los lujos. Prefiere escribir cuentos y cantar canciones y se queja, claro, de que no le paguen lo bastante por hacerlo como para comprarse bolsos de Prada y beber cava y champán 'del bueno' (copyright Isabel Pantoja).
Le corroe la envidia. Ella, naturalmente, lo negará. Dirá que es "feliz, así de cualquier modo" pero que tiene el deber moral de señalar los "efectos perniciosos" para todos los demás que tiene la existencia de individuos tan exitosos que hemos inventado un término para designarlos: los 'superricos'. Sospecho que le fastidia que, como en toda distribución social, la mayoría de los superricos - y de los superpobres - sean hombres (aunque cada vez menos blancos). Y no se da cuenta, la pobre, que los superricos son una simple consecuencia del aumento del tamaño del mercado (o sea, la globalización y tal) y la reducción de los costes marginales de servir a los 8000 millones de habitantes del planeta.
O sea que Lucía Lijtmaer es una envidiosa y quiere que los demás sintamos la misma emoción que a ella le embarga, y que esa emoción nos mueva a la acción: luchemos contra el cambio climático, la extrema derecha, el sionismo y los ultrarricos. Por eso escribo estas líneas. Para convencer al lector de que Lucía Lijtmaer no debería encontrar un periódico donde publicar tantas sandeces y llamadas al odio social. Que escriba novelas, pero que no nos engañe pasando un "cuento", una obra de ficción, una fábula moral si quieren, por un artículo de prensa. O que la persona subdirectora de Opinión de EL PAÍS la envíe a la sección "Lecturas de Verano".
Para que vean que no les miento ni exagero, aquí tienen unos extractos del artículo perpetrado en EL PAÍS (he puesto en negrita las estupideces, falacias, contradicciones e invenciones de periodista-escritora de ficción). Cuando lean en un cv que alguien es "periodista y escritor" piensen en Antonio Machín.
La creciente brecha entre los ultrarricos y el resto, como demuestran los datos, alimenta tensiones democráticas, debilita las instituciones públicas y erosiona la convivencia ciudadana. El capitalismo contemporáneo ha mutado: los beneficios están cada vez más concentrados en esa plutocracia, mientras el resto de la sociedad enfrenta cada vez más precariedad y pobreza. El ejemplo más claro es el de la ciudad de Nueva York, la que acumula más ricos del mundo y que en 2013 una de cada cuatro familias vivía en albergues incluyendo a adultos con empleo. Diez años después, un millón y medio de personas en la ciudad vive por debajo del nivel oficial de pobreza federal.
Lo cierto es que la política de incentivar a las grandes fortunas a gastar en nuestras ciudades no implica necesariamente que la riqueza milagrosamente riegue nuestras aceras. Pese a venderse como imán para el turismo “de calidad”, un eufemismo común para hablar de lujo, con grandes construcciones hoteleras y promocionar la milla de oro o grandes regatas internacionales, Madrid y Barcelona sobresalen como las ciudades más desiguales en términos de brecha económica urbana. El índice Gini, que cuantifica la desigualdad de ingresos en una población, en la ciudad de Madrid alcanza aproximadamente el 31%, el más alto de España, mientras que más de 1,3 millones de madrileños están en riesgo de pobreza, y uno de cada cinco gana menos de 500 euros al mes. En Barcelona, la tasa de riesgo de pobreza infantil es del 28%, y si se descuentan los gastos de vivienda de los ingresos de las familias con niños, la pobreza infantil se dispara, ya que alcanzaría el 45%.
Sí, el gasto en vivienda. Si las ciudades optan por un lujo desorbitado y son cada vez más desiguales, nadie puede habitarlas. Cada vez es más común que aquellos con rentas más bajas tarden una entre una y dos horas en llegar a su puesto de trabajo, ya que no pueden residir en zona urbana. El tiempo y el techo han pasado de ser un derecho a un lujo. Conocemos de sobra los principales problemas de acceso a la vivienda de la población en España: los precios elevadísimos tanto en compra como en alquiler, la falta de vivienda pública y la especulación con el suelo, entre otros. Pero no se habla tanto de este pez que se muerde la cola: la desigualdad estructural genera desigualdad entre generaciones, y una nueva estirpe, la del rentista por herencia y el pobre por falta de suelo heredado. Ante eso, las nuevas ciudades del lujo solo son habitables para los primeros.
Como la acumulación de sandeces es muy densa y la vida es corta (Schopenhauer) he recurrido al auxilio de ChatGPT para responder a Lijtmaer. Copilot ha titulado su respuesta:
Ultrarricos, desigualdad y causalidad: cómo un error conceptual contamina toda la argumentación
El texto parte de una confusión que no es menor ni retórica: equipara la existencia de ultrarricos con la extrema desigualdad y, a partir de esa identificación errónea, levanta una cadena causal que responsabiliza a ese subconjunto de la población de casi todos los males urbanos —tensiones democráticas, deterioro institucional, vivienda inasequible, “rentismo por herencia”— sin sostener los saltos lógicos con pruebas empíricas. El resultado es un relato (o sea, un cuento, porque ella es escritora de ficción, no lo olvidemos) que mezcla datos sueltos con inferencias fuertes y, en lo sustantivo, un razonamiento (falaz) de composición: del hecho de que existan colas muy largas en el extremo superior de la distribución (grandes patrimonios) se concluye que la forma global de la distribución es extrema o se vuelve extrema por esa sola razón.
Pero desigualdad y presencia de fortunas muy altas no son sinónimos; se miden con instrumentos distintos y obedecen a mecanismos diferentes. El indicador estándar para la desigualdad de ingresos —el coeficiente de Gini— capta la dispersión de los ingresos de toda la población (después de impuestos y transferencias si se usa correctamente, por eso, España puntúa tan mal en Gini, porque el Estado, aunque se lleva el 40 % del PIB, no redistribuye, no porque los ricos españoles ganen mucho o tengan mucho patrimonio), mientras que la concentración de riqueza en la parte superior describe otra dimensión —la de los activos—, que puede evolucionar de manera distinta y exige otras políticas.
De hecho, la propia OCDE muestra que los países nórdicos mantienen los niveles más bajos de desigualdad de ingreso disponible entre las economías avanzadas, pese a que en todos ellos hay élites patrimoniales: no es la mera existencia de fortunas, sino el andamiaje fiscal y redistributivo lo que determina el Gini neto y la movilidad intergeneracional.
A partir de ese error fundacional, el texto incurre en un segundo defecto metodológico: confunde correlación con causalidad y, en ocasiones, ni siquiera aporta correlaciones mínimamente sólidas. La afirmación de que “la creciente brecha entre ultrarricos y el resto alimenta tensiones democráticas y debilita las instituciones” es plausible como hipótesis —la literatura reciente explora vínculos entre desigualdad y erosión democrática—, pero no se sostiene con el mero señalamiento de que donde hay muchos ricos hay problemas políticos. Los estudios causales de referencia trabajan con paneles de países, indicadores de retroceso democrático (como los de V‑Dem) y técnicas para mitigar endogeneidad, y encuentran que la desigualdad agregada es un predictor robusto de episodios de erosión democrática; lo que no dicen es que la sola presencia de ultrarricos, por sí misma y con independencia de la estructura distributiva y las instituciones, degrade la democracia. La distinción es importante: el predictor es la desigualdad medida con consistencia, no la anécdota del millonario local.
En el plano urbano, el texto exhibe el mismo patrón: presenta a Nueva York como “el ejemplo más claro” de que la concentración de ricos coexiste con pobreza severa, sugiriendo que los primeros causan la segunda. Pero no demuestra el nexo causal y, además, desliza cifras mal planteadas. En 2013, la red de albergues de la ciudad atendía a algo más de 50.000 personas por noche —una cifra récord entonces—; no es verdad que “una de cada cuatro familias” neoyorquinas viviera en albergues. Esa formulación invierte y deforma el dato que sí aparecía en algunas memorias: que una fracción relevante de familias en albergue tenía un adulto con empleo, no que la cuarta parte de todas las familias de la ciudad durmiera en un refugio. La diferencia es sustantiva y desautoriza el uso de Nueva York como demostración “clara” del argumento.
Si lo que se quiere es retratar la magnitud de la pobreza neoyorquina contemporánea, hay que compararla con las de otras ciudades que sólo se distingan de Nueva York por el número de ultrarricos. En 2023, el 18,2 % de la población —1,5 millones de personas— vivía en o por debajo del umbral federal de pobreza, según la American Community Survey, y ese volumen aumentó frente a 2019. Pero incluso aceptando ese diagnóstico, de ahí no se deduce que la pobreza sea función del número de ultrarricos; la literatura urbana apunta a mecanismos muy distintos, empezando por las restricciones a la oferta de vivienda en ciudades de alta productividad. Hsieh y Moretti estiman que las trabas a la construcción en áreas como Nueva York o la Bahía de San Francisco han generado una asignación espacial ineficiente de la mano de obra y encarecimientos persistentes del suelo, con costes agregados enormes. Es un canal causal institucional y regulatorio, no “plutocrático”.
Afirmar, como hace el texto, que “el lujo desorbitado” es el motor de la inaccesibilidad residencial confunde de nuevo relato con mecanismo. Donde la oferta es elástica y las reglas urbanísticas permiten añadir viviendas con rapidez, el aumento de la demanda —sea por turismo, servicios avanzados o rentas altas— no se traduce automáticamente en explosiones de precios; donde la oferta es rígida, sí. La revisión de Glaeser y Gyourko sintetiza una década de evidencia: la brecha entre precio y coste de reposición puede leerse como un “impuesto regulatorio”, y ese sobrecoste explica encarecimientos persistentes en mercados donde cada proyecto enfrenta un laberinto de vetos. Más aún, cuando se construyen promociones de gama alta, su efecto local suele ser moderar los alquileres cercanos al absorber demanda solvente (“filtering” dinámico). El mejor estudio cuasi‑experimental con microdatos para Estados Unidos encuentra reducciones del entorno del 6 % en los alquileres de viviendas próximas a nuevos edificios de mercado en barrios de bajos ingresos. Nada en esos resultados respalda la tesis de que la mera apuesta por segmentos de lujo vuelva “inhabitable” la ciudad; lo que importa es si se suma oferta neta y con qué velocidad.
Cuando el foco se desplaza a Madrid y Barcelona, el texto mezcla afirmaciones verdaderas, relativas y falsas en la misma frase. Que Madrid presente un Gini municipal en torno al 31 % puede ser correcto para ciertas series; pero, primero, es indispensable especificar si ese Gini es antes o después de transferencias —diferencia fundamental a efectos de política— y, segundo, recordar que un 31 % no es, en términos internacionales, un valor “extremo” para renta disponible: la propia OCDE sitúa en 2021 a los países más igualitarios por debajo del 0,26 y a los más desiguales por encima del 0,40, con España en torno a 0,33. Comparar sin aclarar alcance geográfico (municipio, región, país), definición (Gini de mercado vs. disponible) y año es metodológicamente impropio. Además, Madrid registra tasas de riesgo de pobreza o exclusión (AROPE) del entorno del 19–21 % según informes anuales de EAPN‑ES usando microdatos de la ECV/INE: es una cifra seria y preocupante, pero convertirla en un argumento contra “atraer gasto de grandes fortunas” carece de puente causal. Que haya 1,3 millones de personas en riesgo de pobreza en una región de casi siete millones dice mucho sobre la estructura salarial, la vivienda y las redes de protección; no dice nada por sí solo sobre la utilidad o el daño de un hotel de cinco estrellas o de una regata. En Barcelona, los datos municipales recientes sitúan el riesgo de pobreza monetaria de niños y adolescentes en torno al 28 %, con un 12,9 % por debajo del umbral de pobreza severa. Es perfectamente legítimo subrayar que los costes de vivienda agravan la vulnerabilidad de los hogares con menores; pero de ahí a afirmar que, “descontando vivienda”, la pobreza infantil “se dispara” hasta el 45 % media un tramo que exige fuentes. Lo que sí hay son estudios del IERMB que documentan sobrecostes, gentrificación, presión turística y su impacto en familias con menores; sostener un porcentaje concreto del 45 % sin citar un informe oficial local —o europeo con metodología comparable— es, cuando menos, imprudente.
El texto también caricaturiza la hipótesis —más política que académica— del llamado “trickle‑down”, como si sus defensores creyeran en una transferencia “milagrosa” y automática desde las grandes fortunas al resto. Es una falacia del hombre de paja. Y, sin embargo, aquí hay una ironía: la mejor evidencia macro comparada de las últimas décadas sugiere que grandes recortes tributarios a los más ricos no generan ganancias apreciables de crecimiento o empleo, y sí elevan la concentración de renta en la parte superior. El estudio de Hope y Limberg, que identifica episodios de recortes en 18 países OCDE desde 1965 y aplica emparejamiento en panel, concluye precisamente eso; y los trabajos del FMI sobre redistribución muestran que transferencias bien diseñadas no penalizan el crecimiento y pueden incluso mejorar su duración al reducir desigualdad excesiva. Es decir, no hace falta caricaturizar nada: la mejor evidencia ya es, en buena medida, contraria al “goteo” vía rebajas de impuestos. Pero es que ni siquiera eso es lo que afirma la autora. Lijtmaer cree que el gasto suntuario de los ultrarricos no "cae sobre los pobres". Y eso requiere de mucha prueba porque, lo que estos estudios sobre las rebajas de impuestos indican es, precisamente, que los ultrarricos no gastan lo ahorrado con la rebaja de impuestos. Por tanto, el acento hay que ponerlo en la política fiscal, no en reprimir o no atender la querencia de los ultrarricos por gastar en bienes de lujo que tienen precios estratosféricos.
Pero ni siquiera los anteriores son los errores más graves de Lijtmaer. El error más importante es confundir ultrarricos con extrema desigualdad. La OCDE recuerda que la desigualdad de ingresos netos es un fenómeno de distribución del ingreso disponible en toda la población; puede ser baja en países con fortunas elevadas y alta en países sin grandes multimillonarios. También recuerda que la desigualdad de riqueza es, en general, más alta que la de ingresos en todas partes y que no existe una correspondencia automática entre ambas: sistemas fiscales progresivos y estados de bienestar robustos pueden amortiguar la traslación de la concentración patrimonial al ingreso disponible y a las oportunidades. Este punto es decisivo para el debate normativo: si llamamos “desigualdad extrema” a la sola existencia de ultrarricos, perdemos de vista dónde actúan las palancas públicas —impuestos, transferencias, servicios, vivienda— que afectan al Gini neto y a la movilidad.
El apartado del texto sobre tiempos de desplazamiento y la expulsión de rentas bajas a periferias distantes es un buen ejemplo de cómo se puede acotar el argumento sin necesidad de invocar a la “plutocracia”. Efectivamente, donde la oferta de vivienda no acompasa la demanda en ciudades de alta productividad, los precios suben, los hogares con menos ingresos son desplazados y los trayectos se alargan. Eso es canónico en la economía urbana contemporánea y lleva décadas documentándose: la restricción de suelo urbanizable y la intensificación del control regulatorio explican una parte sustancial del encarecimiento de la vivienda en las áreas más dinámicas. Esta es la explicación suficiente y parsimoniosa; atribuir el fenómeno al “lujo” es, de nuevo, confundir símbolo con causa.
Tampoco convence el razonamiento sobre una “nueva estirpe” de rentistas por herencia frente a pobres sin suelo heredado, tal y como está escrito. La literatura de largo plazo muestra, con Piketty y coautores, que la participación de la herencia en la riqueza agregada en Europa siguió una curva en U y ha vuelto a niveles significativamente altos desde 2000 —del orden del 50–60 %, lo cual fundamenta preocupaciones sobre movilidad y reproducción patrimonial. Pero convertir ese diagnóstico en una sentencia sobre la habitabilidad de “ciudades del lujo” para unos y no para otros exige, otra vez, pasar por mecanismos y políticas: viviendas asequibles, parque público, fiscalidad de la tierra, planificación, densidad, transporte. Un auténtico progresista trataría de implantar políticas públicas que reduzcan las rentas que recibe el suelo (la propiedad inmueble) y que aumenten las que recibe el trabajo Es ahí donde la evidencia empírica muestra palancas eficaces; no en la demonización genérica de los consumos de lujo.
El error capital del texto es confundir la existencia de ultrarricos con extrema desigualdad y, desde ahí, imputarles causalmente fenómenos para los que la literatura empírica ofrece explicaciones más potentes, verificables y, sobre todo, accionables por la política pública.