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La ley de 1937
Es sabido que, bajo el nazismo, la regulación de la sociedad anónima sufrió cambios importantes en Alemania que se orientaron, básicamente, a reforzar el poder de los gestores y a terminar con la “democracia de los accionistas”, esto es, con la idea de que estos eran los “dueños de la empresa” y, por tanto, que la Junta de Accionistas fuera soberana. Hasta la ley de 1937, los accionistas podían dar instrucciones a los administradores y limitar los poderes de éstos a su absoluta discrecionalidad. Las ideas de Walther Rathenau – un judío liberal que fue ministro en el gobierno de la República de Weimar – que hoy calificaríamos de “institucionalistas” (los que administran una sociedad anónima, confundida con la gran empresa, deben actuar pensando en el interés de la Sociedad con mayúscula, esto es, en el bien común y no sólo en los intereses de los accionistas) fueron aprovechadas durante los años del nazismo para justificar una reforma del derecho de sociedades anónimas que reforzara los poderes de los gestores – Führerprinzip – concentrados en muy pocas personas – el Vorstand –, limitase los poderes de los accionistas y encargara incluso el nombramiento de los administradores a un consejo de supervisión o vigilancia al que se privaría de cualquier poder ejecutivo. Además, se prohibieron las acciones de voto múltiple y las privilegiadas.
La ley de 1937 alemana tiene una importancia que no puede minusvalorarse sobre todo, porque tras la creación de la República Federal Alemana, las reformas de la Aktiengesetz han conservado la estructura de gobierno corporativo establecida en dicha ley (aunque hayan eliminado, lógicamente, cualquier vestigio de ideología nazi en su contenido, como el sometimiento de la gestión a los intereses del “imperio” alemán o la integración de la sociedad anónima en la economía del país). Como dice Kunz:
“los pilares más importantes del moderno Derecho alemán de sociedades anónimas siguen apoyándose en la reforma de 1937”.
Los mismos juristas que trabajaron en la ley de 1937 siguieron involucrados en las tareas legislativas relacionadas con el Derecho de Sociedades en la posguerra (Schlegelberger y, sobre todo, Gessler) pero es que éstos, ya antes del ascenso del nazismo, estaban convencidos de la conveniencia de un sistema de gobierno de la sociedad anónima más próximo al norteamericano que, como es sabido, concentra el poder en manos de los administradores hasta el punto de que, según muchos mercantilistas – singularmente Bainbridge – los accionistas norteamericanos no son los verdaderos dueños de la empresa. Lo son los administradores (en la ley de 1937, los administradores seguían sin tener la competencia, que tienen en Delaware, de repartir dividendos y de aumentar el capital, pero sí que incluyó, la ley de 1937, la figura del “capital autorizado” que aumenta las facultades de los administradores para influir sobre el capital social). De manera que el Führerprinzip tiene de nazi sólo la semejanza formal con la centralización del poder del Estado en manos del líder político. Pero es que la idea de comparar el gobierno de una sociedad anónima con el gobierno de un Estado ha estado siempre, velis nolis, en el subconsciente de los estudiosos de la materia. O sea que – concluye Kuntz – no es cierto, como dijo Mertens, que las normas de gobierno corporativo en la ley de 1937 fueran producto de la ideología nazi (la ley de 1937 también suprimió la participación de los trabajadores en los órganos de gobierno, participación que se recuperó en la posguerra). Más bien fueron producto de la influencia anglosajona y de la propia experiencia previa durante la República de Weimar y la inestabilidad económica y se vistieron de ideología nazi, sobre todo, con la famosa declaración sobre que el objetivo de las sociedades anónimas debía ser el bienestar del pueblo y no maximizar el valor de la inversión de los accionistas. Fleischer tiene un breve trabajo sobre la evolución de esta cláusula sobre el “interés social” en la legislación de sociedades anónimas alemana. En todo caso, la asfixiante intervención de la economía alemana por parte de los gobiernos nazis no se produjo a través del Derecho de Sociedades sino a través de normas de política económica. Kuntz cuenta, por ejemplo, como se impidió prácticamente el reparto de dividendos más allá de ciertos niveles (obligando a destinar el exceso a comprar deuda pública) o como, más tarde, era el Estado el que dirigía las inversiones de las empresas, dirección coactiva que se dirigió, naturalmente, al rearme (y a la seguridad autárquica) de Alemania a partir de 1935.
Se pregunta el autor por qué los que elaboraron el proyecto de ley en 1937 no eliminaron el doble órgano de administración (sistema dualista), esto es, porque no adaptaron el Derecho alemán a lo que era más frecuente en el resto de Occidente: la existencia de un único órgano de administración (sistema monista). Hubiera sido lo lógico desde la perspectiva de concentrar poderes en el administrador ejecutivo, esto es, desde la perspectiva del Führerprinzip y era lo que sucedía en Inglaterra o en Estados Unidos. Se dieron dos razones. La primera era la desconfianza hacia la capacidad de los accionistas para elegir a los administradores:
“se pensaba que un grupo pequeño, con más información y conocimiento de la actividad de la corporación y de sus necesidades estaría en mejores condiciones que el <<pueblo>> accionarial para elegir a los ejecutivos. Además,… creían que el Derecho comparado evolucionaría en esa dirección, afirmando que incluso en los sistemas cuyas leyes no imponían la existencia de dos órganos, en la práctica las compañías los instauraban, formalmente o sólo materialmente”
(es decir, convirtiendo, como hoy es la regla, al consejo de administración de una sociedad cotizada en un órgano de supervisión y control de los administradores ejecutivos que, sin embargo, no forman parte de un órgano separado sino del propio consejo de administración).
Mucho interés tienen las causas y las consecuencias de
la participación de los trabajadores en los órganos de gobierno de las sociedades anónimas y limitadas en Alemania.
Kuntz narra cómo Adenauer se vio obligado a atribuir la mitad de los puestos de los consejos de supervisión a los trabajadores en el sector del acero y del carbón ante la amenaza de una huelga general en el momento en el que la industria alemana empezaba a recuperarse (1950-51) y cómo los propios empleadores habían ofrecido tal participación años antes como estrategia para evitar la nacionalización (que él gobierno británico acababa de ejecutar en su país con el carbón). La cogestión, sin embargo, nos dice el autor, tenía una larga tradición en Alemania que se remonta, por lo menos, a la primera guerra mundial y fue siempre el resultado de un pacto entre sindicatos y empresarios para evitar consecuencias revolucionarias sobre la Economía con una importante participación del Estado. Una vez reconocida en las empresas del carbón y del acero, su extensión al resto de las empresas – aunque en forma diluida – no fue difícil. La participación de los trabajadores se reforzaría con la llegada de los socialdemócratas a la cancillería en los años setenta y adoptaría la forma que tiene actualmente (extensión a todas las grandes empresas). El Tribunal Constitucional salvó la ley de 1976 (¡apoyándose en Rathenau!) como compatible con el derecho de propiedad y nadie habla hoy en Alemania de su derogación. Se ha discutido sobre su eficiencia pero “ningún otro país europeo ha adoptado un modelo similar” y, como hemos dicho, ha causado problemas a la armonización europea.
La reforma de 1965 tenía por objeto “desnazificar” la ley pero, más sustancialmente, favorecer el desarrollo de los mercados bursátiles (eliminando, por ej., las restricciones preexistentes al reparto de dividendos). Ejemplo de lo primero fue que se prohibió “nombrar a un miembro del Vorstand – del consejo de administración – como ejecutivo-jefe – como consejero-delegado – con poderes de decisión exclusivos y finales”. Se pretendía así dar muestras – más formales que sustanciales – del alejamiento de la nueva ley respecto del Führerprinzip. Pero los problemas más serios tenían que ver con la transparencia:
“la Aktiengesetz de 1937 permitía a los administradores constituir grandes reservas ocultas; los documentos contables que recogían los ingresos eran opacos y no fiables. Para dar un solo ejemplo, no mostraban detalles de los ingresos por ventas. Estos problemas eran tan graves que, a mediados de los años cincuenta, la bolsa de Nueva York se negó a aceptar la cotización en su mercado de acciones de empresas alemanas”