jueves, 16 de julio de 2020

La indemnización por despido es la conversión en dinero del plazo de preaviso que es una exigencia de la buena fe en el ejercicio de la facultad de denuncia unilateral de un contrato de duración indefinida

Foto: JJBose

Según los privatistas, el despido es el nombre que se da a la denuncia unilateral del contrato de trabajo cuando el que ejerce este derecho potestativo o de configuración unilateral es el empleador. Los laboralistas, sin embargo, no creen que el contrato de trabajo sea un contrato y, por tanto, no creen que los contratos de duración indefinida puedan ser terminados ad nutum por cualquiera de las partes y mucho menos creen que esta posibilidad sea una exigencia constitucional que prohíbe las vinculaciones perpetuas. Así resume Pablo Gimeno lo que piensan los iuslaboralistas del despido

Más allá de concepciones extremas del acto del despido como una manifestación violenta del empresario en el marco de una relación de dominación (Baylos), es innegable que la extinción del contrato de trabajo, realizada o provocada por el empresario, supone no sólo la privación de los medios de renta de una persona, sino también un perjuicio a su vida y participación en la sociedad.

Baylos es el maestro de los laboralistas que controlan actualmente el Ministerio de Trabajo. Pero la afirmación de lo que Gimeno considera doctrina mayoritaria es, casi, peor. Obsérvese que

supone concebir la relación entre un trabajador y su empleador, no como una relación obligatoria sino como la regulación de un derecho de propiedad

El trabajador es titular de un derecho subjetivo, “el empleo” o “el puesto de trabajo” que le proporciona unas rentas. Así concebido, se entiende fácilmente por qué la terminación del contrato de trabajo por el empleador se interpreta como una “expropiación”. El empleador arrebata algo al trabajador que es de éste (“privación de los medios de renta”). Es decir, que los laboralistas desconocen una distinción jurídica tan básica como la que existe entre una relación obligatoria y un derecho subjetivo. Gimeno parece reconocerlo expresamente:

Si desde una perspectiva económica puede afirmarse que el Derecho determina un conjunto de facultades para la terminación de la relación laboral y las distribuye de una determinada manera entre empresario y trabajador, en una visión jurídica no faltan las concepciones del empleo como propiedad de este último; al margen de su carácter posiblemente excesivo, por cuanto que ignora las facultades que el derecho atribuye al empresario sobre el puesto de trabajo, ponen de manifiesto el valor de un bien jurídico –el empleo– cuya privación debe responder a una razón legítima; incluso en ciertos casos en los que la decisión empresarial de prescindir del trabajador es conforme a derecho debe resarcir a este por su pérdida.

Esto es muy gracioso porque, claro, significaría que en el momento en el que se celebra el contrato de trabajo, el trabajador debería pagar un precio al empleador porque le contraten ya que, en la concepción de los iuslaboralistas, una vez celebrado el contrato de trabajo, la “propiedad” o titularidad del empleo o puesto de trabajo pasa a ser del trabajador y si le despiden (rectius, si el empleador termina el contrato) le están arrebatando algo que es suyo. Digamos, pues, que los iuslaboralistas tienen una concepción medieval del contrato de trabajo: igual que los reyes daban en arriendo los oficios públicos y la recaudación de impuestos, los empleadores arriendan los puestos de trabajo a los trabajadores que, tras celebrar el contrato, adquieren una suerte de property right sobre ese empleo, de modo que si el empleador decide terminar la relación, ha de “rescatar” la concesión pagando el valor de la misma (más adelante, el autor hablará de la “titularidad del derecho a acabar con la relación de trabajo”). Lo mejor de este property right es que el trabajador no “paga” nada a cambio. Es un premio de una lotería en la que hay muchos que juegan – el ejército de desempleados – y sólo a algunos toca – los que son contratados indefinidamente.

Los laboralistas no se preguntan por qué este tipo de razonamiento no se emplea para analizar ningún otro contrato de duración:

sin una regulación que limite la capacidad patronal para terminar con el contrato, el contenido de éste queda totalmente a merced de quien gestiona la explotación, pues no cabrá oposición real a la voluntad novatoria que pueda imponer al empleado. Incluso una actitud beligerante en defensa de derechos legales podría ser causa de despido sin regulación que proteja la pervivencia del vínculo, por lo que puede decirse que un despido causal –ya se definan afirmativa o negativamente las causas, como posibilidades o como límites– es la base de todo el derecho del trabajo: el régimen jurídico de esta institución determina en gran medida la posición de mayor o menor poder en toda la vida del contrato

Un economista y un iusprivatista diría justo lo contrario: si el empleador no puede terminar fácilmente la relación con un trabajador, los incentivos de éste para cumplir el contrato se disipan y el coste de supervisión y control del cumplimiento para el empleador se disparan. Esa función básica de la posibilidad de denuncia unilateral ad nutum de un contrato de duración indefinida no comparece en los análisis de los iuslaboralistas. ¿Por qué? Porque lo ignoran.

Los iuslaboralistas ignoran que los contratos de duración indefinida son terminables unilateralmente ad nutum por cualquiera de las partes.

Así se deduce de un texto posterior:

La aparente excepcionalidad de este “despido libre pagado” (se refiere al despido improcedente una vez suprimida la obligación de readmitir al trabajador) en el derecho del trabajo, sin embargo no es tal: la práctica totalidad de las relaciones contractuales pueden romperse “libremente” por una de las partes, sin perjuicio de las consecuencias que para este hecho establezca el ordenamiento. En general, la extinción de cualquier vínculo jurídico podrá tener lugar bien por darse una causa objetiva que así lo habilite, bien ante el incumplimiento de la contraparte: el art. 1124 CC establece con carácter general que “la facultad de resolver las obligaciones se entiende implícita en las recíprocas, para el caso de que uno de los obligados no cumpliere lo que le incumbe”.

Y aquí viene el chasco

La peculiaridad del Derecho de Trabajo reside en el hecho de que se permite no sólo instar la resolución, sino que la decisión del empresario es por sí misma constitutiva, sin necesidad alguna de intervención de tercero.

No es creíble que los laboralistas no sepan que todos los civilistas y el Tribunal Supremo afirman que la resolución de un contrato ex art. 1124 CC no requiere de declaración judicial. El efecto resolutorio – la terminación del contrato – se produce por la sola voluntad del contratante. Otra cosa es que haya resuelto “mal” (porque no concurriese el incumplimiento de la contraparte) y deba indemnizar. Pero no hay que acudir a un juez para resolver un contrato. Lo siguiente es surrealista

Incluso en el caso de que no concurra la causa legal, el despido –que podría caracterizarse como un incumplimiento de obligaciones contractuales asumidas por el empleador–

Obsérvese: terminar unilateralmente el contrato se califica por un jurista como “incumplimiento” de sus obligaciones contractuales. Sólo los laboralistas hablan así. A ningún otro iusprivatista se le ocurriría decir que resolver un contrato pueda caracterizarse como incumplir una obligación asumida al celebrar ese contrato. Lo que dice a continuación no se entiende. Dice que el despido cuando no concurra la causa legal

no genera en la parte agraviada –el trabajador– una acción alternativa (como hace el citado precepto del CC) para exigir “el cumplimiento o la resolución de la obligación, con el resarcimiento de daños y abono de intereses en ambos casos”, sino que la opción la tiene el mismo sujeto que ha dado por terminado el vínculo sin respetar los preceptos legales, y además en caso de optar por la indemnización, está se encuentra fijada de manera tasada por el legislador.

No, claro que no. Pero es que tampoco el 1124 CC otorga esa acción frente a una “resolución mal hecha”. Esta afirmación es producto de confundir la resolución con el incumplimiento. Si A resuelve un contrato y B considera que la resolución está “mal hecha”, B no podrá obligar a A a restaurar la relación. Sólo podrá reclamar que le deje en la misma posición que estaría si A no hubiera resuelto “mal” el contrato, es decir, pedirá la condena al pago de una cantidad de dinero que le deje en la misma posición: nemo ad factum cogi potest.

Como se ve, hasta ese momento, ni una mención a la duración indefinida del contrato de trabajo a pesar de que es fundamental para calificar la conducta del contratante que decide, unilateralmente, dar por terminado un contrato. Si el contrato tiene duración determinada, la denuncia del mismo sólo cabe con justa causa – denuncia extraordinaria –. Pero si el contrato tiene duración indefinida, el art. 1124 no se aplica. Se aplica la denuncia ordinaria – recogida en artículos como el 1705-1707 CC para el contrato de sociedad o el art. 25 LCA para el contrato de agencia.

De manera que los iuslaboralistas ven el mundo al revés. Una vez que han prescindido del carácter de contrato de duración indefinida al contrato de trabajo (y, por tanto, una vez que se niegan a aplicar las reglas generales del Derecho de los contratos para la terminación de los contratos de duración indefinida)

convierten en regla la excepción y viceversa: ¡lo que hay que justificar es la regla general en lugar de justificar por qué hay que hacer una excepción a esta regla general en el contrato de trabajo!

La justificación de este poder extraordinariamente amplio del empresario sobre la continuidad de la relación laboral puede buscarse en motivos históricos –la concepción de éste como propietario de su empresa le otorga capacidad ilimitada de disposición sobre los medios de producción– o más razonablemente en la actualidad, desde una perspectiva económica, como un mecanismo de ajuste y flexibilidad de la empresa ante los cambios constantes en la realidad económica y el mercado.

La siguiente distorsión de los iuslaboralistas se refiere a que, en lugar de analizar el contrato de trabajo como una transacción individual, esto es, desde una perspectiva “microeconómica” que es la que adopta el Derecho Privado,

adoptan una perspectiva macro que conduce, necesariamente, a desconocer los derechos y deberes individuales de las partes de la relación.

Así, la “contraposición de intereses en juego” es la que existe entre “la estabilidad en el empleo frente a la libertad de gestión de la mano de obra”. Esta contraposición es absurda desde la perspectiva individual. El trabajador quiere cobrar el salario y el empleador, la prestación laboral del trabajador. No hay contraposición de intereses. Hay un intercambio voluntario que, necesariamente ha de generar ganancias para ambas partes porque, en otro caso, no se celebraría. La contraposición de intereses se manifiesta en la cuantía del salario y la cuantía de la prestación. Si el trabajador quiere estabilidad en el empleo, debería poder pactarla limitando los derechos a la terminación por parte del empleador pagando, naturalmente, la prima correspondiente en forma de un menor salario. Pero lo que observamos en los contratos de trabajo en los que estamos seguros de que hay igualdad – los contratos de alta dirección – no es una restricción de la facultad del empleador de terminar el contrato de trabajo. Simplemente, se pacta la indemnización.

Naturalmente que los efectos macroeconómicos de las decisiones de las empresas de terminar las relaciones laborales han de tenerse en cuenta pero

la regulación jurídico-privada del contrato de trabajo no es una buena herramienta para ajustar tales efectos.

Si la deslocalización de una empresa provoca externalidades, el Estado debe reaccionar vía impuestos o recuperación de ayudas, pero no a través de una regulación general del contrato de trabajo; si los trabajadores despedidos reducen su consumo, el Estado debe proporcionar rentas en forma de un seguro de desempleo cobrando una prima más elevada para pagar esta prestación a las empresas que más despidan; si las empresas tienden a despedir más de lo que es óptimo socialmente, puede presumirse que el trabajador despedido sufre un daño injusto y reconocérsele una indemnización que le permita mantener su nivel de consumo en el intervalo hasta que celebre un nuevo contrato de trabajo… 

El problema que

la regulación legal del contrato de trabajo y de su terminación unilateral en particular puede resolver bien es el de sancionar el ejercicio oportunista de la facultad de denuncia unilateral por parte del empleador.

Este sí es un problema “micro” que el Derecho Privado resuelve habitualmente en todas las relaciones entre particulares. Cuando el empleador termina la relación para apoderarse de bienes del trabajador (el trabajador ha generado con su trabajo un “activo” particularmente valioso con su trabajo – p. ej., ha conseguido nuevos e importantes clientes – y, cuando le empieza a tocar disfrutar de esa labor – en forma de una comisión por cada venta a esos clientes – el empleador le despide) o cuando el despido es la reacción por haberse negado el trabajador a hacer algo que no tenía que hacer – acceder a la solicitud de favores sexuales por parte del empleador –, el Derecho de Contratos proporciona las herramientas – indemnizatorias – para asegurar que el trabajador queda indemne.

Pero, en la generalidad de los casos, esto es, en todos aquellos en los que la terminación del contrato de trabajo no responde a una actitud oportunista del empleador, carece de sentido que la terminación del contrato de trabajo de duración indefinida haya de ser “causal”.

La terminación ha de ser ad nutum sin perjuicio,

de que se ordene con carácter general el pago de una cantidad de dinero equivalente a unos pocos salarios como conversión a dinero del plazo de preaviso

preaviso, que debe acompañar a la denuncia ordinaria en cualquier contrato de duración indefinida (art. 25 LCA), esto es, la conversión en dinero de la obligación – ex bonae fidei – de avisar con antelación suficiente de que tal es la voluntad del empleador porque, naturalmente, desde el momento que se comunique el preaviso, el trabajador carece de incentivos absolutamente para cumplir el contrato.

Obsérvese cómo cambian las cosas si el punto de partida es la concepción del contrato de trabajo como un contrato obligatorio de duración indefinida o, como hacen nuestros laboralistas, si el punto de partida es la concepción del contrato de trabajo como una suerte de “arriendo del empleo” del cual el arrendatario sólo puede ser “desalojado” cuando concurra una causa que ha de probar el arrendador y que conlleva el pago de una indemnización cuya cuantía no se calcula en términos de con cuánta antelación avisaría un contratante leal de su voluntad de desahuciar sino en términos de lo “valioso” que era ese empleo para el trabajador.

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