No hay contratos tan litigiosos como los laborales. Bueno, comparativamente, quizá los contratos de distribución. Y de su carácter litigioso son culpables el legislador y los jueces. En el caso de los contratos de distribución, el lío que, todavía hoy, hay con la indemnización por clientela provoca que, en la duda, los distribuidores demanden a los fabricantes cuando éstos dan por terminada la relación. Porque algo se pillará de indemnización. En el caso de los contratos de trabajo, porque es más difícil (e imprevisible) que un juez declare un despido procedente que Jamenei le dé la mano a una mujer. Y los salarios de tramitación del pleito los paga el Estado a partir de 60 días.
Hay una solución: eliminar los incentivos para litigar y, de paso los enormes costes de los litigios (jueces, oficiales, abogados, procuradores, peritos...). Conceder 45 días por año trabajado con un límite en 42 mensualidades a cualquier trabajador que termine su contrato laboral con independencia de la razón por la que lo termina (por voluntad propia, por ser despedido por haber matado a un compañero de trabajo o por haber hecho competencia a la empresa...). De esta forma, a partir de ahora, los empresarios pagarán salarios más bajos y, de la misma forma que retienen una parte del sueldo para entregársela a Hacienda, retendrían otra parte para entregarla al trabajador cuando se acabe la relación.
Quizá haya quien piense que esta solución es peor para los empresarios. Puede. Pero estaría bien que los economistas hicieran los cálculos. Creo que será mejor para el bienestar social. Algunas ventajas.
Nos ahorramos costes de pleitos que no tienen más sentido que resolver un conflicto concreto pero que no ayudan a establecer reglas para el futuro. Todos esos gastos no mejoran el bienestar social. Y nos ahorramos no solo los costes de los pleitos de despido sino también los de cualquier otro conflicto en la relación laboral porque la posibilidad de dar por terminada la relación actuaría como un antídoto frente a cualquier tentación de plantear un conflicto laboral sobre las condiciones de trabajo o las sanciones del empleador.
En segundo lugar, se reducen los costes de vigilancia y control de la conducta de los trabajadores. Hoy, si un empresario quiere prescindir de un trabajador vago o incompetente ha de poner en marcha una estrategia de largo plazo con advertencias intermedias para asegurarse el carácter procedente del despido.
En tercer lugar, y más importante, se facilita la movilidad laboral. Ahora hay muchos trabajadores que no se cambian de trabajo para no perder la "indemnización por despido" que no reciben si se dan de baja voluntariamente. Si saben que la recibirán en cualquier caso, aceptarán ofertas de trabajo que mejoren la asignación de los recursos.Y los sindicatos no podrían estar más de acuerdo.
Por último, si se implantase sólo para el futuro, los empresarios comenzarían a detraer una doceava/catorceava parte del salario de todos sus trabajadores para guardarlo en la hucha y entregarlo a la terminación del contrato. Con lo cual, en épocas de crisis, habríamos conseguido, adicionalmente, una reducción de los salarios (rectius, un diferimiento de una parte del salario hasta, en último extremo, la jubilación) lo que parece imprescindible si no queremos continuar con la sangría del empleo. Y, adicionalmente también, una reducción de los incentivos de los empresarios para despedir gente porque al que despidan en los próximos cuatro años tendrán que pagarle la indemnización de su bolsillo mientras que, dentro de cuatro años será el propio trabajador el que se la pague. En definitiva, un ahorro obligatorio. Naturalmente, los trabajadores podrían pedir crédito sobre la base de lo ahorrado y las empresas deberían poder disponer de esas cantidades siempre que las tengan avaladas.
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