miércoles, 25 de septiembre de 2013

Los objetivos del Derecho de la Competencia. A propósito de Drexl y el Dictador omnisciente


Es una discusión que ha degenerado bastante. Básicamente, porque es difícil saber qué consecuencias prácticas tiene afirmar que el objetivo del Derecho Antitrust es asegurar el funcionamiento eficiente de los mercados, mejorar el bienestar general o el de los consumidores e incluso, como hace el Tribunal de Justicia, “la estructura competitiva” de los mercados o el proceso competitivo. Se mezclan muchas cuestiones. Por ejemplo, que las autoridades de competencia están sometidas no sólo a la Ley de Defensa de la Competencia sino a todas las Leyes. Que el Tribunal de Justicia aplica el Tratado y no solo los artículos 101 y 102. Que, a menudo se trata de enjuiciar la conducta de los particulares que deben respetar no solo las normas de competencia sino otras normas dictadas con finalidades distintas y, a veces, efectos anticompetitivos etc. Nuestra opinión más reciente aquí.

Drexel parte de una concepción deontológica del Derecho de la Competencia
“ni el Derecho europeo ni los valores constitucionales obligan a descartar una concepción económica y que tenga en cuenta los efectos del Derecho de la Competencia. Sin embargo, el sistema jurídico europeo y sus valores constitucionales abogan en favor de un concepción que ponga como objetivo la protección del proceso competitivo y la apertura de los mercados, en lugar de perseguir como fin exclusivo la eficiencia o el bienestar de los consumidores… esta concepción se corresponde mejor con los valores políticos de la Sociedad y, por tanto, recibirá apoyos más amplios y con mayor facilidad… (este modelo)… no es necesariamente menos eficiente en el largo plazo ni protege en menor medida los intereses de los consumidores que un modelo que tiene como objetivo exclusivo la eficiencia y el bienestar de los consumidores”.

Decimos que los demás criterios actúan como aproximaciones porque normalmente, las conductas que perjudican a los consumidores perjudican a la competencia; las conductas ineficientes perjudican a la competencia etc. En los casos fáciles – la inmensa mayoría – todos los estándares conducen al mismo resultado: la consideración como anticompetitivo o no de un comportamiento o un acuerdo. En algunos casos difíciles, hay que afinar más para asegurar la compatibilidad del estándar – llamémosle – secundario con el objetivo último: proteger la competencia (el proceso competitivo porque la competencia es un proceso) como mecanismo de regulación de los mercados (intercambios) libres o, como dice Porter,
"safeguard competition because it is an inducer of innovations that raise the productivity of the economy... productivity growth is associated with innovation, which in turn is manifested through the commercialization of products and services of higher value to the consumer, and the development of more efficient modes of production. The innovative process is greatly dependent on the presence of a strong competition in the marketplace.
En términos más próximos a la Dogmática del Derecho privado, diríamos que la protección de la competencia – del proceso competitivo como mecanismo regulador de mercados libres – es la cláusula general y los otros criterios son subcláusulas generales que concretan la cláusula general pero que han de ser aplicados mediante la elaboración de grupos de casos sin perder de vista la cláusula general. Dos ejemplos de aplicación de este esquema se encuentran en el Derecho de la Competencia desleal (buena fe/libertad de acceso de los competidores y libertad de decisión de los consumidores) y en el Derecho de las condiciones generales de los contratos (buena fe/reparto de riesgos, derechos y obligaciones dibujado por el Derecho supletorio).

La relevancia de la discusión se refleja en el siguiente caso. Supongamos que una fusión entre dos empresas genera unas ganancias de eficiencia de 10 porque el coste de producir el bien por unidad será más bajo para la empresa resultante que lo era para las empresas por separado por las economías de escala o de producción conjunta. Pero la fusión provoca una reducción del número de operadores en el mercado que permitirá a la resultante – y a las demás que restan en el mercado - subir el precio por una suma total de 8, esto es, incrementar su beneficio. La fusión es eficiente desde el punto de vista de la riqueza de la Sociedad (en 2) pero redistribuye riqueza de los consumidores a los productores. Esta fusión debería ser prohibida si el objetivo es maximizar el bienestar de los consumidores pero debería permitirse si el objetivo del Derecho de la Competencia es maximizar la riqueza de la sociedad. 

Drexl trata de darle un giro a la discusión partiendo de una concepción liberal del Derecho: el Derecho – y el Derecho de la Competencia no es una excepción – de una sociedad democrática no puede promover exclusivamente el bienestar colectivo e ignorar que la paz social solo se logra si los ciudadanos, individualmente, no se consideran en el lado de los perdedores respecto a ámbitos importantes de su vida. Los intercambios de mercado – cuya integridad protege el Derecho de la Competencia – garantizan la asignación eficiente de los recursos, que pasan de donde tienen menos valor a donde tienen más, pero no garantiza que los recursos acaben en manos de quien más los valora desde cualquier perspectiva distinta de la “disposición a pagar”.

Se trata, sin embargo, de una objeción “mal” dirigida contra el Derecho de la Competencia puesto que éste solo se aplica en el marco de aquellas relaciones humanas que hemos decidido someter a las relaciones de mercado, es decir, a aquellas relaciones que hemos decidido colectivamente que deben regirse por criterios de competencia. La distribución de los bienes o derechos básicos no se rige por el mercado y, en consecuencia, tampoco se le aplica el Derecho de la Competencia. Los individuos en sociedades que han dejado de ser economías de subsistencia, no han de realizar comparaciones de utilidad cada vez que deciden intercambiar en el mercado. El famoso ejemplo 1 de Dworkin
Derek (Parfitt) tiene un libro que Amartya (Sen) quiere. Derek estaría dispuesto a vender el libro de Amartya por $ 2 y Amartya pagaría $ 3 por él. T (un dictador omnisciente) le quita el libro a Derek y se lo da a Amartya con menos costes de transacción, ya que se elimina el de distribuir entre ambos la ganancia del intercambio (3 - 2 = 1). El traslado forzoso de Derek a Amartya produce un aumento de la riqueza social, a pesar de que Derek ha perdido algo que él valora, sin compensación… creo que la mayoría de las personas estaría de acuerdo en que (una sociedad que permita estos intercambios forzados) no es mejor en cualquier aspecto
Este caso es fácil. El intercambio es forzoso. Derek no ha decidido voluntariamente vender su libro y sin preguntar a Derek no podemos estar seguros de que la reasignación del activo – del libro – a Amartya aumente la riqueza de la sociedad. Este problema lo soluciona Dworkin apelando a que el Dictador es omnisciente. Pero, sobre todo, si Derek no recibe el precio, sus incentivos como propietario se distorsionan. Al igual que los que viven en la inseguridad jurídica más absoluta, no invertirá en sus propiedades ni las adquirirá en primer lugar si ha de temer que el Dictador averigüe que hay en la Sociedad otra persona que valora el bien más que Derek y le prive de su propiedad sin compensación.

Dworkin complica la situación con un segundo ejemplo
Derek es pobre, enfermo y miserable, y el libro es una de sus pocos tesoros. Está dispuesto a venderlo por $ 2 solamente porque necesita medicamentos. Amartya es rico. Está dispuesto a gastar $ 3 en el libro, que es una parte muy pequeña de su riqueza, en la remota posibilidad de que algún día podría leerlo, a pesar de que sabe que probablemente no lo hará. Si el Dictador hace la transferencia sin compensación, la utilidad total caerá considerablemente. Pero la riqueza, tal como se define específicamente, mejora. Mi pregunta no es si nos parece bien lo que hace el Dictador. La cuestión es si la situación puede considerarse en ningún sentido como una mejora. Yo creo que no. En tales circunstancias, que los bienes estén en manos de aquellos que pagarían más por tenerlos es moralmente irrelevante.
La respuesta de Posner apela a la falta de realismo de los ejemplos y a que la asignación inicial de bienes y derechos en una sociedad evoluciona si cada individuo tiene derecho a los frutos de su trabajo. Pero el presupuesto de Dworkin según el cual Derek es “pobre, enfermo y miserable” es altamente restrictivo ya que implica que el intercambio exige a Derek sacrificar un bien de alto valor para él para obtener otro que necesita desesperadamente. Es decir, al maximizar su utilidad (cediendo el libro para comprar medicinas) le obligamos a realizar una elección en – diríamos hoy – estado de necesidad o escasez aguda. Los intercambios “normales”, los que la Sociedad remite a la voluntad individual en un entorno competitivo (aquellos que valoran más los bienes acaban adquiriéndolos voluntariamente) no se realizan bajo esos presupuestos y, por tanto, el Derecho de la Competencia no debería sufrir el correspondiente reproche. Los individuos no han de sacrificar algo valioso para obtener algo más valioso en una Sociedad que ha superado el estadio de la subsistencia y los intercambios, en un entorno de subsistencia no están regulados por la competencia y el intercambio voluntario.

La eficiencia económica – la eficiente asignación de los recursos – es, por tanto, una meta deseable del Derecho de la Competencia siempre que no sobrecarguemos al mercado, a los intercambios voluntarios y al mecanismo de los precios con tareas que no le corresponden. Corresponde al Derecho – a la Sociedad – decidir cuánto mercado queremos y qué ámbitos de las relaciones interindividuales han de regirse por el mecanismo de regulación de los mercados que es la competencia. El Derecho privado contractual y el Derecho de la Competencia se aplican plenamente a los intercambios en los que la Sociedad considera que debe ser el mercado  y la competencia los mecanismos reguladores de las relaciones humanas. Porque en estos escenarios, el problema de la asignación inicial de los recursos (que Derek tenga que realizar “elecciones trágicas” y renunciar a su querido libro para poder comprar medicinas o de límites de riqueza) no es un problema grave.

Y, fuera de estos exigentes presupuestos, la competencia es la única forma eficaz de descubrir la información necesaria para orientar la actuación de los productores acerca de qué producir, en qué cantidad, con qué medios etc. Los precios del mercado – determinados por la disposición a pagarlos por parte de los consumidores – orientan tales decisiones de los productores.

Drexl señala que, en este entorno, la disposición a pagar de los consumidores no nos resuelve el problema de si el comportamiento de los productores es pro o anticompetitivo mas que estáticamente. Cuando un fabricante saca un producto nuevo al mercado, ha de “adivinar” lo que los consumidores están dispuestos a pagar por él y ajustar su conducta a lo que la conducta de los consumidores indique al respecto. Por tanto, si decide fijar un precio muy elevado, el Derecho de la Competencia no puede determinar si está abusando de su posición de dominio al fijar el precio tan elevado sobre la base de que se está quedando con una fracción excesiva del excedente del consumidor (que el consumidor que adquiere el producto “gana” con el intercambio lo deducimos del carácter voluntario de la compra). En el ejemplo de la fusión eficiente pero perjudicial para los consumidores, la incertidumbre alcanza a los efectos a medio o largo plazo de la misma: ¿generará el aumento de precios derivado de la reducción del número de competidores consecuencia de la fusión incentivos suficientes en otros operadores para entrar en el mercado y provocar una reducción de precios? ¿tendrá incentivos la empresa resultante para incrementar sus ventas – extendiendo su actuación a otros mercados geográficos – reduciendo precios a costa de los restantes competidores?

El problema de la incertidumbre se complica cuando aceptamos que los consumidores pueden tener intereses contrapuestos, esto es, no hay un solo grupo de consumidores sino varios grupos. Como dice el propio Drexl en otro trabajo, “Striking a balance between such diverse consumer interests is certainly not something for which competition agencies are well equipped, or even authorised to do”.

Por ejemplo (Carlton), en las fusiones de compañías aéreas, a menudo, la autoridad de competencia sólo tiene en cuenta el interés de los usuarios de un determinado aeropuerto (el de Dublín en el caso Ryanair/Aer Lingus) que pueden ver como suben los precios para volar desde/hacia ese aeropuerto porque una compañía devenga dominante en el mismo. Pero el refuerzo de Dublín como hub aeroportuario puede incrementar el bienestar de los usuarios del transporte aéreo en el resto de Europa, por ejemplo, al permitir a la compañía resultante competir más eficientemente con sus rivales de otros países europeos en precio de otros trayectos si su base de operaciones principal le proporciona ventajas competitivas o beneficiar a los que vuelan de Europa a EE.UU al incrementar la competencia con el aeropuerto de Londres o el de Amsterdam. El beneficio para el conjunto de los consumidores europeos puede ser muy superior al perjuicio para los usuarios irlandeses.

Los ejemplos pueden multiplicarse en todos aquellos casos en los que se impide a las empresas discriminar entre grupos de consumidores en función de su mayor o menor disposición a pagar, como ocurre en todos los de comercio paralelo (medicamentos pero también automóviles, por ejemplo). Si una empresa es obligada por aplicación de las normas de competencia en conjunción con las reglas sobre libre circulación, a cobrar el mismo precio por el mismo producto en cualquier país de Europa, abandonará los mercados donde el precio sea más bajo al fijar un precio más elevado pero uniforme para toda Europa.

En todo caso, hay muchos supuestos – en contra de lo que piensa Drexl – en los que la comparación es fácil porque los beneficios que reciben unos consumidores superan claramente los perjuicios de otros. Y cuando estos perjuicios son puramente económicos, y, sobre todo, no estamos hablando de derechos subjetivos que sean titularidad previa del grupo de consumidores perjudicado (los usuarios del aeropuerto de Dublín tienen un interés en que los precios de los billetes de avión desde o con destino Dublín sean lo más bajo posible), el estándar del bienestar de los consumidores debería utilizarse en la evaluación de los procesos de concentración o en la decisión de considerar restrictivo de la competencia las prohibiciones al comercio paralelo o la discriminación de precios. Y el criterio de “protección del proceso competitivo y la apertura de los mercados” no nos da indicaciones precisas acerca de cómo evaluar una concentración semejante. Nos da indicaciones muy amplias (art. 101.3 TFUE).

Un problema distinto es el de si el análisis económico permite decidir todos los casos de Derecho de la Competencia de manera que se asegure el resultado de la eficiencia económica, maximización del bienestar de los consumidores etc. Es obvio que no. Ignoramos casi todo acerca del funcionamiento del sistema económico y, por tanto, no podemos predecir qué conductas son ineficientes o perjudican a los consumidores. El punto de partida (no solo del Derecho de la Competencia sino de todo el Derecho) es el de la libertad de los operadores y la carga de argumentar los efectos dañinos pesa sobre el que pretenda restringir dicha libertad. De manera que el entorno institucional determina el ámbito de aplicación del Derecho de la Competencia: en caso de non liquet (prueba de que la conducta perjudica a los consumidores, al proceso competitivo o al bienestar general), la prohibición no es aplicable.

Drexl llama la atención sobre el aparentemente contradictorio tratamiento que el Derecho de la Competencia hace de los cárteles – acuerdos entre competidores para fijar un precio, por definición, supracompetitivo – y del abuso de posición dominante. Si varios empresarios acuerdan el precio al que cobrarán su producto, estamos ante una violación directa y difícilmente perdonable del Derecho de la Competencia. Sin embargo, si un empresario dominante carga precios excesivos por sus productos, en EE.UU., no se le sanciona puesto que los precios excesivos no son un caso de monopolization (ya entrarán otros en el mercado) y, en Europa, puede haber sanción aunque rara vez se aplica el art. 102 TFUE a los llamados “abusos por explotación” por oposición a los abusos excluyentes”. A nuestro juicio, no hay contradicción. Los cárteles son infracciones per se porque presumimos racionalidad en los cartelistas: nunca llegarían a un acuerdo si no fuera porque necesitan el acuerdo para poder subir los precios en el mercado. Respecto del empresario dominante que practica precios excesivos, la policy adecuada no puede ser la de sancionar la elevación de precios o los precios excesivos per se.

En primer lugar, carecemos de mecanismos seguros para decidir si los precios practicados son excesivos.

En segundo lugar, y sobre todo, el Estado tiene otros instrumentos, distintos del Derecho de la Competencia y más adecuados, para enfrentar el problema: la regulación o, en casos extremos, la imposición de una obligación de contratar o la fijación del precio por el Juez. No tiene ningún sentido utilizar el Derecho de la Competencia para determinar el beneficio razonable de un empresario dominante.

Por último, es imposible saber a priori si el precio practicado por el dominante es competitivo o no lo es. Como hemos explicado en otro lugar, una concepción dinámica de la competencia conduce a reconocer que todos los innovadores son dominantes durante un cierto período de tiempo, en el que disfruta de la ausencia de competidores precisamente porque su producto es “nuevo” y, por tanto, único. Cargará un precio supracompetitivo que, no obstante, sería irracional calificar de abusivo ya que perjudicaría a los consumidores en el medio plazo. Estos monopolios temporales son procompetitivos porque generan más innovación y entrada en el mercado ya que los beneficios supracompetitivos “informan” a los terceros de que merece la pena entrar en ese mercado.

Su objeción respecto del private enforcement puede ser, igualmente, soslayada sin dificultad. Los consumidores – o competidores – dañados por un cártel tienen derecho a ser compensados, no porque de esa forma se avancen los objetivos del Derecho de la Competencia, sino porque es una regla general que el que causa un daño a otro está obligado a indemnizarlo (art. 1902 CC), de manera que, a pesar de lo que diga el Tribunal de Justicia sobre el efecto útil de los arts. 101 y 102 TFUE, el derecho a ser indemnizado por los daños causados por un cartelista o un empresario que abusa de su posición de dominio no tiene su base en el Tratado sino en el Derecho civil de los Estados Miembros. Si la responsabilidad civil se utiliza – como ocurre en EE.UU. en el ámbito del Derecho de la competencia, pero no solo – con finalidades disuasorias o de prevención de conductas que se consideran especialmente antisociales, ese es un problema que no tiene que ver con el Derecho de la Competencia. Tiene que ver con los sistemas de enforcement de las normas jurídicas elegido por unos sistemas jurídicos u otros.

Donde si existe una contradicción de valoración en el Derecho de la Competencia es en el diferente tratamiento de las concentraciones y los cárteles. El estándar para enjuiciar la compatibilidad de una concentración de empresas con el Derecho de la competencia es el de que la concentración provoque una reducción sustancial de la competencia en el mercado (art. 2.3 Reglamento 139/2004: “susceptibles de obstaculizar de forma significativa la competencia efectiva en el mercado común o en una parte sustancial del mismo”). Sin embargo, en materia de cárteles, la potencia de los cartelistas es irrelevante. El cártel es una restricción por su objeto y los cárteles de bagatela o chichinabo están prohibidos a pesar de que no son idóneos para obstaculizar de forma significativa la competencia efectiva en el mercado común o en una parte sustancial del mismo (v., no obstante, art. 5 LDC sobre los cárteles de escasa importancia).

La igualdad en el Derecho de la Competencia se concreta en “equal provision of economic opportunities to all market participants”, es decir, en que los mercados europeos sean mercados “de libre acceso”. Esta comprensión, dice Drexl, obliga a descartar que el Derecho de la Competencia no proteja a los competidores. El Derecho de la Competencia protege a los competidores en su derecho de igual oportunidad de acceso al mercado y, por tanto, obliga a considerar anticompetitivos los comportamientos que impliquen obstaculización. El Derecho de la Competencia Desleal lo refleja perfectamente cuando se dice que la LCD “tiene por objeto la protección de la competencia en interés de todos los que participan en el mercado” (art. 1 LCD) y explica, como dice Drexl que también los cárteles entre compradores estén prohibidos o que el art. 102 TFUE se aplique al monopsonista y no solo al monopolista.

Un buen ejemplo del juego de este derecho a la igualdad en el acceso que pone Drexl es el del titular de una patente que – como ocurre solo excepcionalmente – genera un monopolio a favor de aquél porque la patente recae sobre un producto que se convierte en el estándar del mercado (ej., un tipo de barril que se usa por todos los fabricantes de productos que pueden ser almacenados y transportados en esos barriles). Normalmente, el titular de la patente viene obligado a conceder una licencia en términos razonables (FRAND) a cualquiera que desee fabricar el producto. El Derecho de la Competencia no permite al titular de la patente denegar una licencia sobre la base de que ya hay suficientes licenciatarios en el mercado y, por tanto, no hay beneficio para los consumidores del hecho de que haya un licenciatario más.

En fin, Drexl se pregunta si puede afirmarse la existencia de un deber de competir. Parece contestar afirmativamente pero, si le hemos entendido bien, quiere decir que no hay un derecho (libertad) a no competir y permanecer en el mercado. Los efectos prácticos de tal afirmación son bastante evidentes: un cartelista no puede elegir ponerse de acuerdo con sus competidores en lugar de competir con ellos por los clientes porque tal acuerdo perjudica a los consumidores del producto cartelizado que tienen garantizada por el Derecho de la Competencia la libertad de elegir. Para determinar qué usos de la libertad por parte de los oferentes son ilícitos desde el punto de vista del Derecho de la Competencia, el paradigma no puede ser el de la libertad de actuación. Ha de ser el de los límites que, a la libertad de actuación, impone la preservación de la competencia en el mercado.

V., también

Andriychuk, Oles, Rediscovering the Spirit of Competition: On the Normative Value of the Competitive Process (March 9, 2011). European Competition Journal, Vol. 6, No. 3, 2010. Available at SSRN: http://ssrn.com/abstract=1781512

1 comentario:

Anónimo dijo...

Creo que sería recomendable aterrizar un poco la tradicional discusión sobre los objetivos del derecho de la competencia, para evitar ambiguedades y abstracciones que perjudican el análisis. El fin último del derecho de la competencia es el "fair play" entre los competidores del mercado, lo que obviamente beneficia a los consumidores, a los competidores en sí y a la sociedad, pero como bien apunta el post, los beneficios o efectos son diferentes según se mire a corto, mediano o largo plazo. Las autoridades de competencia deberían comportarse como árbitros - de los buenos - en los partidos de fútbol, analizar cuando las conductas afectan o pueden afectar el libre juego del mercado e intervenir exclusivamente para evitar las distorsiones. El tema del bienestar social puede terminar cargando demasiado al derecho de la competencia, y poniéndole en apuros por asuntos fuera de su competencia. Buen blog, un agradable descubrimiento!

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