En esta entrada sobre los deberes de los administradores y las actividades de lobby hacíamos referencia a la sentencia Citizens United del Tribunal Supremo norteamericano que había considerado protegido por la libertad de expresión el gasto de las empresas en tales actividades. Se recordará, el Tribunal Supremo consideraba que, en realidad, son los accionistas de tales compañías los que ejercen, a través de la corporación, su propia libertad de expresión.
En el asunto Friedrich vs. California Teachers Association, un grupo de catedráticos de Derecho de Sociedades ha presentado un escrito ante el tribunal como Amici Curiae en defensa de los demandados. El núcleo del argumento de los profesores es que, en contra de la doctrina sentada en Citizens United, los accionistas no están en condiciones ni tienen los incentivos para controlar el gasto que realizan los que controlan la compañía en actividades políticas. Ni la posibilidad de vender las acciones ni la de sustituir a los administradores son eficaces a tal efecto. Y es que el Derecho norteamericano prohíbe a los accionistas inmiscuirse en la gestión de la compañía: “un objetivo central del Derecho de Sociedades es dar a los administradores y directivos capacidad jurídica para actuar en sentidos claramente contradictorios con los deseos de los accionistas… los administradores, los directivos, los empleados y demás agentes de la compañía no son agentes de los accionistas y no tienen por qué obedecer a los accionistas”. Los gastos de la empresa en actividades políticas están sometidos a la business judgment rule (art. 227 LSC) de manera que los administradores no incurren en responsabilidad frente a la sociedad por destinar parte de los recursos societarios en tales actividades.
Lo interesante, a este lado del Atlántico, es que los accionistas de una sociedad cotizada española sí que pueden intentar convencer a sus consocios que la actividad de lobby o de captura de rentas o de capitalismo clientelar que están poniendo en práctica los administradores no les parece bien e instruirlos para que la abandonen o la modifiquen. En Europa, tenemos “strong owners” que pueden dar instrucciones desde la junta de accionistas al consejo de administración (art. 161 LSC), pueden incluir propuestas de acuerdos y pueden pedir información a los administradores sobre cualquier asunto “pertinente” y lo son todos los que quedan reflejados en las cuentas anuales cuando se trata de aprobarlas.
Aunque los asuntos de “gestión” están mejor asignados a los administradores que a los socios-propietarios en una organización que separa la propiedad del control, es probable que las actividades de lobby sean un caso en el que la eficiencia de un precepto como el art. 161 LSC se pone de manifiesto. Porque, obviamente, el art. 161 LSC es una norma dispositiva: los administradores han de actuar de acuerdo con su leal saber y entender en interés de la sociedad (art. 228 LSC) en tanto no reciban instrucciones expresas por parte de los accionistas, instrucciones que han de ser seguidas por los administradores salvo que, como cualquier otro acuerdo de la junta, sean contrarias a la ley, a los estatutos o al interés social, en cuyo caso, los administradores pueden estar obligados a no seguirlas o a impugnar judicialmente el acuerdo correspondiente. Pero en el caso de las actividades de lobby no es probable que la instrucción de la Junta a los administradores de dejar de gastar dinero en presionar o influir en los políticos sea ilegal, antiestatutaria o contraria al interés social. Al mismo tiempo, los administradores deben disponer de libertad para decidir cuándo y cuánto gastar en tales actividades, de manera que la regla española, considerando legítima tal actividad pero permitiendo a los accionistas dictar instrucciones al respecto, es eficiente.
Por un lado, estas actividades generan riesgo (“político”) porque aumentan las posibilidades de que la compañía cometa delitos de corrupción o se vea envuelta en hechos que reduzcan la reputación de la empresa y puede generar una cultura en la empresa en la que el cumplimiento de las normas sea una cuestión secundaria. Todo lo cual, como hemos explicado en otras entradas, reduce el valor de las empresas.
Por otro, los accionistas pueden tener preferencias “fuertes” y bien informadas respecto del nivel de riesgo jurídico y político que quieren asumir. De manera que instrucciones de este tipo por parte de los accionistas mandan una clara señal al Consejo de Administración respecto de la selección de los ejecutivos y directivos de la compañía que los accionistas prefieren (más aversos al riesgo) y concretan lo que los accionistas entienden por “interés social”, en la medida en que señalan qué vías pueden utilizar legítimamente los administradores para aumentar los beneficios y cuáles les están vedadas.
El argumento de los profesores es más “potente” en relación con sociedades no cotizadas que tienen accionistas minoritarios o dispersos. Aunque, intuitivamente, los accionistas de una sociedad cerrada no tienen posibilidades de “salida” si son minoritarios porque no hay un mercado para participaciones minoritarias, suelen tener más “voz” y posibilidad de influir en las decisiones societarias. Sin embargo, aducen ejemplos y estudios que mostraron que el valor de las acciones de compañías comparables aumentaba en un 25 % cuando empezaban a cotizar. Dado que el precio de cotización refleja el valor que tienen las acciones en manos de accionistas minoritarios o dispersos, se deduce que el “descuento por falta de liquidez” que sufre un accionista minoritario de una sociedad cerrada es muy elevado.
Pero incluso en las sociedades cotizadas, la información que facilita la contabilidad sobre las actividades de lobby es escasa y a posteriori, sobre todo cuando esos gastos adoptan la forma de pagos a grupos de presión (asociaciones o corporaciones que defienden intereses sectoriales) o a empresas que prestan servicios relacionados con la gestión de las relaciones públicas o la influencia política en general (incluyendo los despachos de abogados). Los autores añaden que los ciudadanos individualmente ya no poseen directamente acciones en las sociedades cotizadas, sino que lo hacen a través de inversores institucionales (fondos de inversión, aseguradoras, fondos de pensiones) de manera que las posibilidades de influir sobre las actividades políticas de la compañía mediante el ejercicio del voto son todavía menores. El inversor institucional, como agente de los inversores individuales, preferirá centrar su capacidad de influencia sobre los administradores en otras materias en las que pueda estar seguro que todos sus “principales” están de acuerdo y, en cuestiones políticas, lo razonable es suponer que habrá un importante desacuerdo entre dichos inversores individuales, de manera que los administradores se ven libres de cualquier presión y pueden hacer lo que mejor les parezca. Más aún cuando esos inversores institucionales son los titulares de las acciones (no meros depositarios por cuenta de inversores individuales).
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