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Cualquiera que se asome, aunque sea someramente, al BOE estará de acuerdo en que, en las últimas décadas y especialmente en los últimos años, todas las leyes prevén expresamente la sanción de nulidad para los contratos, cláusulas y actos realizados por particulares en contravención de dichas leyes. Nulidad que, se declara solemnemente, es “de pleno derecho”. Los laboralistas son los más grandes forofos de la nulidad como consecuencia jurídica de la infracción (o el cumplimiento incompleto) de cualquier norma legal o de elaboración jurisprudencial que deba ser cumplida por el empleador.
Esta proclamación sorprende por innecesaria, ya que el Código civil establece, como es sabido, la consecuencia de la nulidad para el caso de contravención de una norma imperativa si no se deduce de la finalidad de ésta otra consecuencia más ajustada (art. 6.3 CC).
Si ya el art. 6.3 CC dice que los actos contrarios a normas imperativas y prohibitivas “son nulos de pleno derecho salvo que en ellas se establezca un efecto distinto para el caso de contravención”, lo que cabría esperar de un legislador culto y respetuoso de los derechos de los ciudadanos – uno que hiciera honor a sus deberes constitucionales como legislador (¿el legislador no tiene deberes hacia los ciudadanos?) – es que nunca estableciera la nulidad de pleno derecho en ninguna ley de Derecho Privado.
Simplemente, debería dejar claro que está poniendo en vigor una norma imperativa. Es decir, podría sustituir, por ejemplo, la cantinela del “Serán nulas de pleno derecho” (las cláusulas que X o Y, art. 102 LCU) por “las disposiciones de esta ley se entienden imperativas” (así, p. ej., la Ley de Contrato de Agencia, artículo 3.1 “cuyos preceptos tienen carácter imperativo”). Serán así los jueces y los profesores los que determinarán, en cada caso, si la consecuencia jurídica que mejor se adapta a la finalidad de la norma es la nulidad de pleno derecho, la anulabilidad, la nulidad parcial, la atribución de un derecho de denuncia a la parte no incumplidora o de un derecho a resolver el contrato, el reconocimiento de una indemnización, la llamada “reducción conservadora de la validez” de la cláusula etc. La nulidad de pleno derecho no debería banalizarse por el legislador.
En este trabajo, Madero explica la concepción de las sanciones para la infracción de las normas que tenían los romanos y que analizó en detalle Yan Thomas. Para los romanos, la nulidad de pleno derecho es una consecuencia “sagrada” (sagrado significa “no negociable”) y en una sociedad moderna no queremos vivir rodeados de cosas sagradas. Lo sagrado ahoga la libertad e impide la cooperación. Por eso los romanos reservaban la nulidad de pleno derecho como consecuencia jurídica de la violación de una norma para las leges perfectae, leyes que preservan valores fundamentales de la Sociedad, valores que, para ésta son ‘no negociables’. Por eso, la nulidad de pleno derecho debe sólo aplicarse a los actos y negocios de los particulares (otra cosa es a los actos administrativos o de los poderes públicos en general) en los casos extremos en los que, como muy bien dice el Código civil no haya otra consecuencia jurídica que se adapte mejor a la finalidad para la que se promulgó la norma y, a la vez, – esto es lo que se suele olvidar – permita preservar lo que de valioso tiene el acto de libertad que supone la conducta negocial o jurídica, en general, de los particulares.
Dice Madero resumiendo a Yan Thomas:
…En su máximo grado de eficacia las leyes romanas declaraban nulos los actos contrarios a ellas: los esclavos liberados en violación de la ley Aelia Sentia seguían siendo esclavos, el matrimonio prohibido entre una liberta y un senador no era un matrimonio, los Latinos que habían adquirido fraudulentamente la ciudadanía romana contra la ley Claudia no eran ciudadanos romanos. Las leyes perfectas contienen la ficción de la inexistencia, califican negativamente la realidad que ha ido contra ellas, lo que ha sido es declarado no hecho (pro infectis).
Obsérvese que las normas protegidas con la nulidad de pleno derecho eran normas que hoy nos parecen repugnantes pero, precisamente por esta razón, la nulidad de pleno derecho era la consecuencia más apropiada para su violación. No había un remedy más leve que pudiera garantizar la vigencia efectiva de la norma y preservar, así, la vigencia de la institución (por muy repugnante que nos parezca hoy la esclavitud o la diferente dignidad de dos seres humanos o la discriminación de los extranjeros)
En el otro extremo, el grado cero, las leyes que no tendrían ninguna capacidad de ordenar, son en verdad, afirma Yan Thomas, hipótesis doctrinales que completan un sistema en el que ubicar las leyes menos que perfectas, puesto que ir en contra de una ley privada de sanctio sería sólo improbe factum, una suerte de impudencia.
Las leyes “menos que perfectas” (minus quam perfectae) son las que debían incluir la ‘sanción’ que el legislador consideraba apropiada para su infracción: la imposición de una pena (entiéndase en el sentido más amplio que incluye las penas públicas y las penas privadas).
A través del artificio de la sanción, la ley “menos que perfecta” “realizaba la perfección en la imperfección de la realidad de un mundo que la ley no investía plenamente”.
Ahora bien, ¿qué significa sanctio? Verrius Flaccus, anticuario contemporáneo de Augusto, citaba la opinión tradicional según la cual sanctum, por oposición a sacrum y a religiosum, era aquello cuya violación estaba sancionada por una pena y recibía por lo tanto su sanctio. Pero todos sabían también que las cosas sanctae por excelencia en el mundo romano eran los muros de la ciudad, que portaban, como las leyes, el mismo interdicto de violación, a lo que deben agregarse los tratados (foedera) y los tribunos de la plebe, protegidos por una ley jurada (lex sacrata) que conlleva la muerte de quien atente a su persona. “Se denomina sancta, afirma Ulpiano, la cosa que no es ni sagrada ni profana sino que está confirmada por una sanción (…) Puesto que lo que se apoya en una sanción es santo, aun cuando no haya sido consagrado a un dios” (D.1.8.9.3).
Los romanos no eran idiotas. Eran conscientes de que podían fingir (en otra entrada me ocuparé de la teoría de Yan Thomas sobre las ficciones) que un matrimonio no había tenido lugar o que un esclavo no había sido manumitido o que un latino no había adquirido la ciudadanía romana (en realidad, negar efectos jurídicos). Pero no podían fingir que los muros de la ciudad no habían sido asaltados o que el atentado contra un tribuno no se había producido (como pretenden, a menudo, los jueces de lo laboral con los despidos individuales o colectivos "nulos"). La nulidad no era, pues, la consecuencia adecuada para estas violaciones del Derecho. Lo que había que hacer era imponer una pena (indemnizar daños, resolver el contrato etc).
Las leyes santas no son perfectas, como las que anulan el acto que las infringe, sino precisamente las que, menos que perfectas, requieren una sanción que las proteja. Sanctum, contrariamente a sacrum y a religiosum, no define un régimen de propiedad sino el tabú de la violación, cuyo prototipo son los primeros muros que delimitan Roma, y así, en el paso de los muros “santos” a las leyes “santas” está el acto de sancire, de dotar a una ley de su pena, de ponerla en vigor bajo la amenaza de una sanción.
Sancire es, según H. Fugier, hacer que algo devenga sak es decir real: “hacer real” y por lo tanto “garantizar la realización”. Garantizar que lo real se realice - sancire- se aproxima a un proceso de creación: la ‘garantía’ no es otra cosa que el complemento necesario del acto por medio del cual algo es producido a la existencia.
También podría aprender el legislador contemporáneo de los romanos el “santo temor” a la inconstitucionalidad de las normas que pone en vigor. Entre los romanos, había cosas “sacrosantas” que limitaban lo que se podía poner en vigor como ley:
(eran sacrosantos)… los tratados y (el)… estatuto que protege a los tribunos de la plebe. Las leyes deben expresar su voluntad de no contravenir a este derecho anterior y venerable, pero no se trata de una sanctio, sino de una exceptio, que sirve para paralizar la ley frente a principios externos. La ley excluye de sí misma todo lo que vaya contra estos ámbitos de sacrosantidad. “Si algo ha sido prescripto contrario al derecho sacrosanto, sobre eso, la ley se considera como no habiendo prescripto nada”.
Marta Madero, Una lectura de Yan Thomas, GLOSSAE. European Journal of Legal History 11 (2014), pp. 4-41