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“Un Estado institucionalmente corrupto en sentido moral es aquel cuyas instituciones, de iure o de facto, permiten a los funcionarios o cargos públicos usar el poder del Estado como si fuera propio”… tal corrupción es contradictoria con la soberanía popular y con el imperio de la Ley. Un Estado corrupto en un grado significativo pierde su legitimidad”
Esta es la conclusión del autor a partir de la distinción entre dos significados de la palabra “corrupto”. En un primer sentido, decimos que alguien o algo se ha corrompido cuando ha recibido una influencia externa que le ha hecho perder su “buen” estado (“dañado, perverso, torcido” dice el diccionario de la RAE como segunda acepción de “corrupto” y podría añadirse “contaminado”).
El primer sentido – corrupción como “contaminación” – es el que se encuentra en la famosa frase sobre el poder de Lord Acton: el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. Acton no está diciendo que el que tiene el poder vende ese poder, en el sentido de que alguien se deja sobornar o se vende al mejor postor. Sería superfluo: si detentas un poder absoluto, no necesitas intercambiar favores por dinero. Tienes un ejército para apoderarte de todo el que quieras. Es más, los tiranos, históricamente, desde Atenas hasta Hitler han preferido la confiscación a la negociación. Más bien, lo que dice Lord Acton es que el poder deforma, contamina el alma del que lo detenta.
Entregar el poder a individuos de carácter débil o mal formado generará una oligarquía (Platón, Maquiavelo, Montesquieu), es la “corrupción del alma por el deseo de riquezas” como el deseo de heroína corrompe al adicto. Dice Gowder que esta descripción de la corrupción no incluye, necesariamente, un reproche moral. Un adicto es un adicto, como es un niño malcriado. No controla sus actos y la respuesta social es la de aplicarle un tratamiento para deshabituarlo.
En el segundo sentido, cuando alguien que ocupa un puesto público lo utiliza en su propio interés, o sea hace prevalecer el propio interés sobre el interés público. Dado que la legitimidad del ejercicio del poder que atribuimos a los cargos y funcionarios públicos deriva de que lo ejerzan en interés general, el “deber de lealtad” de los cargos y funcionarios públicos es semejante al de los administradores de una corporación: no anteponer el interés propio sobre el interés social/corporativo/general. Por tanto, dice Gowder, corrupción en este segundo sentido, se equipara a deslealtad. Y el reproche es moral: “lo que más nos preocupa no es el estado de su alma sino la maldad de su conducta… Y la quintaesencia de la corrupción en este sentido es el cohecho: un funcionario o cargo público traiciona sus deberes a cambio de dinero”. Gowder generaliza el “cohecho” para identificar la corrupción en este sentido moral con la “deslealtad transaccional”. Recuérdese que, precisamente, son los conflictos de interés transaccionales los que han de ser reprimidos – y prevenidos – vigorosamente cuando se regula la conducta de los administradores sociales y, en general, de cualquiera que desarrolla una función en interés de otro y tiene capacidad para actuar discrecionalmente. Y, añade Gowder, el reproche moral no va dirigido – necesariamente – al carácter del sujeto que incurre en la conducta inmoral: un funcionario público puede aceptar una coima ocasionalmente y ser un ciudadano y padre ejemplar por lo demás. Es corrupto, en la medida en que acepta la coima (pro tanto) y lo que hay que hacer con el sujeto es castigarlo, no reformarlo porque puede haber sido un error de conducta que no afecta a la “integridad” de su carácter.
Aunque la distinción no es completa, es útil (que es el sentido de hacer una distinción): la conducta del corrupto en el segundo sentido es reprochable mientras que la del primero, no lo es. Lo que tiene toda la relevancia en el ámbito jurídico. La corrupción, en el primer sentido, no es “objeto” de las normas jurídicas y no pone en peligro la integridad del sistema jurídico. La segunda, sí.
Y la segunda es idéntica a la infracción de su deber de lealtad por parte de un fiduciario en el caso, por ejemplo, de un administrador de una sociedad anónima. Gowder dice que el corrupto en el segundo sentido (pone el ejemplo de una inspectora de Hacienda que condona una infracción a un particular a cambio de que éste logre que el hijo de la inspectora entre en la Universidad de Yale) es una ladrona. Se apodera de los bienes cuya “administración” le ha sido encargada, “usa las facultades que se le han atribuido como si fueran suyas”. Lo característico de su posición es que goza de discrecionalidad (de iure o de facto) para disponer sobre esos bienes. (A propósito, ¿es la valoración idéntica cuando un profesor universitario da un aprobado a cambio de un favor o una cantidad de dinero?). La inmoralidad de su conducta – de la inspectora de Hacienda – deriva de que ocupa una función pública, es decir, que gestiona bienes e intereses ajeno y que tiene el encargo de hacerlo en interés de su principal, esto es, de “los intereses generales” (art. 103 CE del interés social en el caso de los administradores sociales art. 225 LSC). La infracción de su deber de lealtad – dice Gowder – no exige, para ser completa, ni siquiera que el cargo o funcionario público reciba a cambio una cantidad de dinero u otro favor. Pero ese caso es completamente irreal (Gowder pone el ejemplo de que el inspector de hacienda esté dispuesto a perdonar una deuda tributaria a cambio de que el contribuyente trabaje gratis para los pobres durante un año) y el Derecho Penal hace bien en exigir el ánimo de lucro (“dádiva” art. 409 CP).
Gowder añade un segundo elemento a la corrupción que está ínsito, sin embargo, en la idea de deslealtad y que explica igualmente por qué exigimos la existencia de una contraprestación recibida por el agente para hablar de corrupción: el agente – el cargo o funcionario público – antepone el interés propio o el interés de un tercero relacionado con él sobre el interés al que ha de servir (el interés público o el interés social en nuestros ejemplos). Es decir, el agente utiliza su poder “transaccionalmente”
la forma en que el agente corrupto utiliza los bienes de su principal como propios es transaccional: utiliza el poder que ostenta para representar al principal para realizar una transacción por su propia cuenta con un tercero, una transacción por cuenta propia o por cuenta de otra persona en lugar del principal ; al hacerlo, su lealtad hacia su principal se ve menoscabada y al menos parcialmente transferida a esa otra persona.
De forma que, concluye Gowder, el reproche moral de la conducta del agente será más intenso cuanto mayor valor atribuyamos a la lealtad debida por el agente que se corrompe: por eso sancionamos con una pena mucho más grave la corrupción de un funcionario o cargo público – delito de cohecho – que la corrupción entre particulares, en la que también se produce un comportamiento desleal por parte del empleado que se deja comprar por un proveedor o un cliente de su empleador (de hecho, corromper a otro particular no era delito hasta fechas recientes).
Gowder añade – criticando a Underkuffler – que también es corrupción la que genera una consecuencia “justa” (el guardia de un campo de concentración nazi que libera a una familia judía a cambio de un soborno) lo que ocurre, generalizando, cuando la norma que el funcionario o cargo público tiene que hacer cumplir es injusta (por eso, Gowder tiene razón cuando imagina el caso de un guardia nazi que libera a uno de cada 10 judíos aleatoriamente). Se explica así por qué, en la lucha contra la corrupción internacional, las autoridades que ponen enormes multas a las empresas no atribuyan especial gravedad a los sobornos pagados a los agentes de aduanas en países donde éstas funcionan extraordinariamente mal y tal funcionamiento es provocado dolosamente por los propios funcionarios para extraer sobornos de los comerciantes que quieren importar o exportar productos.
El resto del trabajo está dedicado a analizar cuándo podemos hablar de corrupción institucionalizada. En su opinión, ésta es una corrupción, no de las conductas, sino de las normas: los agentes tienen la autorización de las normas para utilizar sus facultades en su propio beneficio y para hacer prevalecer los intereses propios o de terceros relacionados con ellos sobre el interés general. Es pues, una situación en la que los corruptos se han apoderado del poder normativo.
Paul Gowder, Institutional Corruption and the Rule of Law, 2014