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sábado, 12 de mayo de 2018

Libre prestación de servicios: poner multas desproporcionadas puede ser contrario a las libertades de circulación

alejandro de la sota pueblos de colonización

Alejandro de la Sota. Pueblos de Colonización


En el asunto Čepelnik d.o.o.contra Michael Vavti, el Abogado General Wahl ha pedido al Tribunal de Justicia que declare contrario a la libertad de establecimiento la exigencia de fianza para poder recurrir una multa administrativa. La simple lectura de los hechos del caso demuestran que Europa sigue siendo un infierno para el libre desarrollo de actividades económicas. Un constructor esloveno se aprovecha – supongo – de los menores salarios en Eslovenia para realizar pequeñas obras en Austria. Consigue un encargo en Austria y desplaza a algunos trabajadores (los trabajos que hace Cepelnik para Vavti importan 12.200 euros). Pues nada, la inspección de trabajo austriaca “le pilla”, le abre un expediente por dos infracciones

en el caso de dos trabajadores desplazados, Čepelnik no había comunicado el inicio de su actividad con arreglo a lo dispuesto en el artículo 7b, apartado 8, punto 1, en relación con el apartado 7b, apartado 3, de la AVRAG.

En segundo lugar, Čepelnik no había presentado la documentación salarial en lengua alemana relativa a cuatro trabajadores desplazados, en contravención del artículo 7i, apartado 4, punto 1, en relación con las dos primeras frases del artículo 7d, apartado 1, de la AVRAG.

La policía austriaca retiene el pago anticipado que había realizado Vavti a Cepelnik y, en previsión de que se impusiera una multa, la policía financiera propone al tribunal austríaco que fije una fianza ¡al señor Vavti!, esto es, al cliente de Cepelnkik en “un importe equivalente al saldo pendiente, es decir, 5 200 EUR. Mediante decisión de 17 de marzo de 2016, BHM Völkermarkt impuso la fianza solicitada, alegando que «habida cuenta de que la sociedad Čepelnik d.o.o. del prestador de servicios está establecida en Eslovenia [...], cabe presumir que será muy complicado, si no imposible, instruir un procedimiento sancionador y ejecutar las sanciones»”. El Sr. Vavti no recurre y entrega la cantidad pendiente de pago como fianza

El Abogado General dice que la medida parece discriminatoria porque

todas las infracciones administrativas que, con arreglo al artículo 7m de la AVRAG, pueden dar lugar a la adopción de la medida controvertida (las infracciones previstas en los artículos 7b, apartado 8; 7i y 7k, apartado 4, de la misma Ley) están relacionadas con el desplazamiento de los trabajadores. Por lo tanto, la medida controvertida parece ir dirigida únicamente a los proveedores de servicios extranjeros….

En cualquier caso, aunque no sea directamente discriminatoria, la medida controvertida sí parece serlo al menos indirectamente. En efecto, el órgano jurisdiccional remitente señala que, en el presente asunto, se consideró que se cumplían las condiciones para su aplicación por el mero hecho de que el prestador de servicios era una empresa eslovena. Si es así, la disposición se aplica en la práctica de forma discriminatoria, pues los prestadores de servicios extranjeros y los prestadores de servicios locales reciben un trato diferente por razón de su lugar de establecimiento. Sin embargo, en la vista, el Gobierno austriaco alegó que en el caso que nos ocupa puede haberse producido simplemente una aplicación errónea del artículo 7m de la AVRAG. A su parecer, el hecho de que el prestador de servicios estuviese establecido en el extranjero no debe ser determinante para la adopción de la medida controvertida.

sábado, 21 de abril de 2018

Lo que queda de Marx: la incompletitud del contrato laboral

antonio lópez

Antonio López

Es una explicación de que las relaciones entre los titulares del capital y los que aportan la fuerza de trabajo puede ser una relación expropiatoria, esto es, no una relación contractual de la que ambas partes salen necesariamente beneficiados (como de cualquier intercambio voluntario). Porque el contrato de trabajo es incompleto. Dice Bowles que Marx describió la relación laboral como el pago de un precio – salario – a cambio del tiempo del trabajador (de la fuerza de trabajo) y que ese precio no reflejaba necesariamente el esfuerzo desplegado por el trabajador, de manera que, como lo que el mercado fija son los salarios, dado el “poder” del empleador para gobernar la relación laboral – reforzado por el “ejército de reservistas” que son los parados –, el empleador tenía los incentivos y la posibilidad de extraer más del trabajador sin alterar el precio pagado:

la propiedad de los medios de producción conlleva el derecho de excluir a otros del uso de los activos de la empresa y, por lo tanto, los propietarios de las empresas tienen una poderosa amenaza para inducir a los trabajadores a desplegar el esfuerzo que no podrían garantizarse contractualmente: o rinden (más), o quedan obligados a alistarse al "ejército de reserva".

Marx no explicó por qué el contrato laboral era incompleto. Asumió que se trataba de una observación empírica incontrovertible y la usó como punto de partida para su teoría económica. En esto, se parece a Charles Darwin, quien propuso una poderosa teoría de la selección natural sin comprender el mecanismo a través del cual se producía. La herencia genética sería luego explicada por Gregor Mendel

lunes, 5 de febrero de 2018

Cuestiones pendientes relativas al contrato entre la sociedad y el consejero-delegado

thefromthetree22i

Foto: @thefromthetree

En el blog nos hemos ocupado a menudo del contrato entre el consejero-delegado y la sociedad (v., entradas relacionadas) y lo hemos hecho recientemente para resumir y comentar un trabajo de Campins y Juste sobre el particular y alguna resolución de la Dirección General de Registros y una sentencia de la Audiencia Provincial de Barcelona. Estas entradas me habían llevado al convencimiento de que podíamos “pasar” a otros temas porque se había alcanzado un consenso satisfactorio sobre bastantes de los problemas que plantea la retribución de los administradores ejecutivos. 

Para el que no esté al tanto, la mejor forma de empezar pasa por leer el trabajo de Paz-Ares titulado “El enigma de la retribución de los consejeros ejecutivosInDret, 2009 y, modestamente, esta entrada del Almacén de Derecho titulada expresivamente “Adiós a la teoría del vínculo” además del trabajo de Campins y Juste citado.

¿Qué debería estar completamente resuelto?


Al menos, las siguientes cuestiones
  1. La teoría del vínculo (imposibilidad de que existan dos relaciones contractuales entre  el administrador ejecutivo y la sociedad) debe ser abandonada: el administrador ejecutivo está unido a la sociedad por un doble vínculo, uno cuyo contenido es la relación de administración y el otro cuyo contenido es el desempeño de las funciones ejecutivas
  2. La segunda relación – desempeño de funciones ejecutivas – en la medida en que se refiere al desempeño, por delegación del consejo, de las funciones de éste, es una relación entre el ejecutivo y el consejo que tiene, en consecuencia, carácter laboral de alta dirección porque hay, normalmente, dependencia y ajenidad. Sólo en el caso de que el consejero-delegado sea, además, titular de una participación de control en el capital social, podría modificarse esta conclusión.
  3. La retribución del consejero delegado se fija por el Consejo, no por los estatutos sociales, los cuales se ocupan, naturalmente, de la retribución de los administradores “en cuanto tales”.


Cuestiones dudosas son, al menos, las siguientes


  1. Si es imprescindible la documentación de la relación entre la sociedad y el consejero-delegado en el caso – no poco frecuente en sociedades cerradas – de que el puesto de consejero-delegado no sea retribuido
  2. Si es acertado requerir una mayoría de 2/3 no solo para la delegación de funciones sino también para la aprobación del contrato con el consejero-delegado
En lo que sigue, trataremos de dar respuesta a estas dos cuestiones y para ello utilizaremos como guía el trabajo de Cristina Guerrero Trevijano, La retribución de los consejeros ejecutivos en sociedades cerradas, Liber Amicorum Rodríguez Artigas/Esteban Velasco, tomo I pp 975 ss. Lo utilizaremos porque la autora abre de nuevo todas las cuestiones enumeradas como resueltas, por lo que creemos conveniente reafirmar las posiciones que hemos venido manteniendo hasta ahora aconsejando a nuestros jóvenes profesores que no traten de ser originales. Las innovaciones se les regalan “por añadidura” a los que siguen a los mejores en el estudio de las cuestiones difíciles. 

¿Debe figurar en los estatutos el sistema de retribución del consejero-delegado y ser aprobado por la Junta el contrato de delegación? Aunque ella lo aborda en último lugar, comenzaremos por reafirmar que como ha dicho la Audiencia Provincial de Barcelona, la mayoría de la doctrina y la DGRN,

La retribución del consejero-delegado no tiene que figurar en los estatutos sociales


La autora, sin embargo, afirma que
“la existencia de una retribución adicional a los consejeros ejecutivos debe constar estatutariamente, independientemente de que el contrato de delegación concrete el contenido de la misma tanto desde la perspectiva de los deberes y derechos de las partes como especialmente en lo que respecta a la remuneración por el desempeño de tales funciones. Y ello porque… las retribuciones variables no serán la vía habitual de retribución de los consejeros no ejecutivos y si lo serán, en cambio para los ejecutivos”
El argumento es que en los artículos 218 y 219 LSC se regula la retribución de los administradores por medio de participación en beneficios y entrega de acciones de modo que si se va a dar al consejero-delegado una participación en beneficios o se le van a entregar acciones, como éstas formas de retribución “a los administradores” han de constar en los estatutos y aprobadas por la junta
“no será válido el contrato de delegación que contemple una retribución por alguno de estos sistemas si no está expresamente previsto en los estatutos”.
Esta forma de razonar es ilógica ya que presume lo que ha de ser demostrado. Presume que la retribución del consejero-delegado por las funciones ejecutivas es retribución en su condición de administrador y el legislador ha dejado claro, justamente, que no lo es cuando ha dicho, en el art. 217.2, al establecer los sistemas de retribución que pueden ser percibidos “por los administradores en su condición de tales” entre los que se incluyen, precisamente, la participación en beneficios y la entrega de acciones. Por tanto, es obvio que el legislador no se está refiriendo a la retribución con esa forma por el desempeño de las funciones ejecutivas. Para que pueda percibir cualquier retribución por el desempeño de tales funciones es necesario y suficiente que estén previstas en el contrato de delegación (v., art. 249.4 LSC donde se contiene la sanción que consiste en que el ejecutivo
“no podrá percibir retribución alguna por el desempeño de funciones ejecutivas cuyas cantidades o conceptos no estén previstos en ese contrato”).

La retribución que recibe el consejero-delegado por el desempeño de funciones ejecutivas no es “una retribución adicional”


Una retribución adicional es la que recibe el consejero que es miembro de una comisión del consejo respecto de la que recibe cualquier otro consejero o la que recibe el presidente – chairman – del consejo. Las cantidades que recibe como tal sí que son retribución adicional. Pero las funciones ejecutivas son un aliud respecto de las tareas que desempeña un miembro de un consejo de administración. En el consejo, cuando hay delegación de funciones, el consejo se “transforma” en un órgano de supervisión y deja de ser un órgano de gestión (en realidad es metafísicamente imposible que un órgano colegiado desempeñe de forma permanente funciones ejecutivas pero en fin).

Para demostrarlo basta con señalar que se trata de retribuciones por funciones que se realizan fuera del ámbito de funcionamiento del órgano colegiado. Cuando hay consejo de administración (lo que ha llamado Paz-Ares administración “compleja”), los administradores “en cuanto tales” son miembros de un órgano colegiado y sus deberes, funciones y retribución se determinan por su actividad en el seno del órgano colegiado, es decir, por su participación en el mismo. Los consejeros no son “nada” fuera del órgano que es el consejo de administración y el consejo, como todo órgano colegiado, no puede actuar – tomar decisiones – sino en forma de acuerdos. Por tanto, las funciones ejecutivas no pueden ser desarrolladas por los miembros del consejo en su condición de tales. Necesitan, o bien ser nombrados directivos de la compañía y recibir el mandato - y, en su caso, el poder de representación - correspondiente, o bien que se produzca una delegación de las funciones del órgano en su favor. La comparación con el nombramiento de un empleado para desempeñar funciones ejecutivas demuestra con claridad que los administradores ejecutivos tienen un doble conjunto de funciones: las que les corresponden en cuanto miembros del órgano colegiado y paridad con los demás miembros y las que les corresponden – las ejecutivas – en virtud de la delegación de facultades y su designación para el cargo.

Como explica Recalde (Liber Amicorum Rodríguez Artigas/Esteban Velasco, p 1056) en relación con la responsabilidad por daños causados por los administradores a la sociedad derivados de su gestión negligente de la compañía (Recalde llama la atención sobre la posibilidad de que la reforma del consejo en las sociedades cotizadas haya podido alterar las reglas sobre responsabilidad solidaria de los miembros del consejo en función del reparto de funciones entre los miembros del consejo fijado en el Reglamento del Consejo, por ejemplo).
"Si son varios los administradores y actúan colegiadamente, todos responden de forma solidaria cuando intervinieron en la adopción del acuerdo o en la realización del acto lesivo (art. 237 LSC). ... la colegialidad presupone que los cometidos de cada uno son homogéneos. Esto permite imputar colectivamente la responsabilidad a todos los consejeros. En caso de una delegación de facultades, esa homogeneidad desaparecía. Por ello, los consejeros que carecen de facultades delegadas no deberían responder por actos que sólo serían imputables a los consejeros que tienen funciones ejecutivas y en quienes se delegaron las facultades inherentes a tales funciones. Para exonerarse de responsabilidad, el administrador sin facultades delegadas no necesitaría probar que no participó en el acto y se opuso a él. La delegación de facultades tiene eficacia ad extra, como consecuencia del carácter constitutivo de la inscripción en el Registro Mercantil (art. 249.2 in fine LSC). En este sentido, la inscripción es necesaria para exonerarse de responsbilidad. En cambio la distribución de funciones entre los consejeros se sitúa en el ámbito de la organización interna del consejo, no es objeto de publicidad y, por tanto, no se puede oponer a los terceros (art. 245 LSC)… no rompería la solidaridad. El administrador que no intervino en el acto enjuiciado y luego fue condenado sólo pod´ria reclamar en vía de regreso contra quien personalmente causó el daño”.

Por tanto, la autora debería repensar afirmaciones tan rotundas como la que sigue:
“Los administradores con funciones ejecutivas no son distintos de los demás administradores… Existe una única categoría de administradores, lo que no impide que… unos u otros tengan atribuidas distintas competencias, asuman una responsabilidad mayor… y perciban un plus de retribución porque su dedicación es mayor (retribución)… aprobada en los estatutos… y… por la junta”
No es sólo que esta afirmación es contraria a la Ley. Es que, de lege ferenda es un mal consejo al legislador. Dice la autora que la inclusión en los estatutos – del sistema de retribución del consejero-delegado – y la aprobación por la junta de la retribución concreta es la única forma disponible para los socios de controlar la retribución de los consejeros delegados. Pero esto no es correcto.

En primer lugar, el contrato de delegación aprobado por el consejo puede ser impugnado por los socios que tengan un 1 % del capital social (art. 251.1 LSC) si la retribución es excesiva o injustificada (“tóxica”).

En segundo lugar, en sociedades cerradas con consejo de administración, normalmente, los socios son, a la vez, consejeros, de forma que no se pierde capacidad de control porque la retribución del consejero-delegado la fije el consejo de administración si los socios minoritarios participan en el consejo.

En tercer lugar, los socios siempre pueden pedir información respecto del contrato en la junta y pueden proponer la adopción de acuerdos al respecto. Simplemente, no es verdad que los socios carezcan de control sobre el contrato de delegación porque éste sea aprobado por el consejo.

Y, lo que es peor, exigir la fijación estatutaria de la retribución de los consejeros-delegados introduce rigidez innecesariamente o es una simple traba burocrática (que ha costado millones a las empresas españolas en sus relaciones con el registro mercantil y con la Hacienda pública) y puede impedir a pequeñas y medianas empresas profesionalizar su gestión contratando a gestores externos a los que ofrecerán retribuciones competitivas que sólo pueden gestionarse ágilmente atribuyendo al consejo de administración la competencia para su fijación.

Los “problemas tradicionales” en la materia: ¿qué regula el art. 220 LSC? 


“la realidad es que tradicionalmente se ha venido admitiendo que los administradores de las sociedades mantuvieran con estas una relación contractual adicional a su relación de gestión”.
Se aduce, para justificar tal afirmación, el art. 220 LSC que, como es sabido se refiere al establecimiento de “relaciones de prestación de servicios o de obra entre la sociedad y uno o varios de los administradores”.

Quizá sea mejor entender – y así lo hemos dicho varias veces en el pasado - que el precepto no se refiere al doble vínculo del consejero ejecutivo. Quizá sea mejor entender que se refiere a la celebración de un contrato concreto para la prestación de un servicio concreto. Por ejemplo, la sociedad encarga al administrador – que es abogado – un dictamen o la llevanza de un pleito, o al administrador que tiene, además, una empresa de construcción, que realice unas obras en la sede social. En esta dirección apunta el hecho de que el art. 220 LSC simplemente establezca que esos contratos deban ser aprobados por la junta. Se trata de evitar el riesgo asociado a las transacciones vinculadas. Nada más. Por tanto, el contenido de esos acuerdos no puede ser la realización de las actividades de gestión de la empresa social. El art. 220 LSC no regula el contrato de delegación entre el administrador ejecutivo y la sociedad. Así lo reconoce inmediatamente la autora quien, no obstante, mucho más adelante en su exposición vuelve a interpretar el precepto en el sentido erróneo y a considerar que el contrato de delegación de facultades (entre el consejero-delegado y el consejo de administración), en la sociedad limitada debe aprobarse por la junta, lo cual choca derechamente con el tenor literal del art. 249 LSC que no distingue entre anónima y limitada.

Repasa, a continuación, la doctrina del vínculo y las distintas posiciones doctrinales al respecto. para reconocer, finalmente que la posición de Paz-Ares – y el abandono de la doctrina del vínculo – “ha sido la finalmente adoptada por la reforma de la LSC operada por la ley 31/2014”. Reconoce tal cosa sobre la base de la introducción de la expresión en el artículo 217 sobre retribución de administradores “en su condición de tales” y por la introducción del art. 249.3 que prevé la documentación por escrito del contrato entre el consejo de administración y el consejero-delegado en el que deben plasmarse las condiciones de ejercicio y la retribución del cargo de consejero-delegado. “Es decir” – en el 249 LSC – “se consagra la posibilidad de que existan retribuciones adicionales por el desempeño de funciones ejecutivas por la vía de un contrato de delegación”. Llama a tal contrato “contrato de delegación de facultades”. Y señala que hay tres cuestiones que no quedan definitivamente resueltas: “la determinación del órgano competente para la formalización del contrato de delegación, la naturaleza jurídica del mismo y la precisión de su contenido”

Comienza por la “naturaleza” del contrato de delegación. Sin embargo, lo que analiza es la naturaleza de la relación entre los administradores y la sociedad anónima o limitada que es un problema distinto. Los administradores que carecen de funciones ejecutivas (cuando la sociedad está administrada por un consejo de administración, todos aquellos que no son administradores ejecutivos) no pueden celebrar con la sociedad un contrato de delegación, simplemente, porque no tienen funciones delegadas. Un administrador único desempeña las funciones ejecutivas por razón de su nombramiento, no por delegación del consejo (inexistente). Por tanto, hablar de contrato de delegación en relación con cualquier administrador que no sea un administrador delegado (que ha recibido sus funciones por delegación del consejo) es absurdo.

¿Qué naturaleza tiene la relación del administrador delegado con la sociedad?


Como hemos expuesto más arriba, a nuestro juicio, es una relación laboral porque hay ajenidad y dependencia. El consejero-delegado “trabaja” para la sociedad y lo hace bajo la supervisión del consejo de administración. No debería haber dudas de que se trata de una relación laboral aunque puede haberlas sobre si se trata de una de alta dirección o laboral común. La autora parece sostener una posición diferente. Tras reconocer que hay un contrato entre el consejero-delegado y la sociedad por el que el primero desempeña las funciones ejecutivas por delegación del consejo, afirma que
“se trataría de un contrato de prestación de servicios en el que se detallan los deberes del administrador para con la sociedad y, en su caso, la remuneración que va a percibir… (y) si el fundamento de la relación del administrador con la sociedad es una relación orgánica, parece evidente que el contrato suscrito… para el desempeño de funciones de dirección de la sociedad será un contrato mercantil, caracterización que se extiende también al supuesto de delegación de facultades puesto que también esta relación ha de considerarse orgánica y, en consecuencia, sujeta a la regulación mercantil societaria. Pero, aún si no se considerara la delegación como una relación orgánica sino contractual, la caracterización del contrato al que nos referimos mantendría su carácter mercantil de prestación de servicios”
¿Y por qué descarta la calificación como laboral? No lo sé. Se limita a afirmar que no lo cree y que el Tribunal Supremo – patrocinador de la doctrina del vínculo – la ha rechazado. Y, apenas unas páginas después, reconoce que
“a pesar de que… este contrato no sea per se un contrato laboral de alta dirección, es habitual acudir a este tipo de contratos como modelo para redactar el contenido de los contratos de delegación, dada la evidente similitud de prestaciones”
Si hay una “evidente similitud de prestaciones” ¿no deberíamos calificar al contrato de delegación como un contrato laboral? ¿Qué criterio habría que seguir para calificar un contrato sino es el de la “similitud de prestaciones” con uno regulado legalmente? Luego explicaremos más detalladamente esta cuestión. Ahora baste señalar que, el problema es que la doctrina de la Sala 4ª es errónea y ha sido rechazada por el legislador como la propia autora reconoce.

El problema es también que la calificación de la relación entre la sociedad y el consejero-delegado como laboral es la más conforme con el art. 1.3 c) del Estatuto de los Trabajadores
(no será laboral: “La actividad que se limite, pura y simplemente, al mero desempeño del cargo de consejero o miembro de los órganos de administración en las empresas que revistan la forma jurídica de sociedad y siempre que su actividad en la empresa solo comporte la realización de cometidos inherentes a tal cargo”).
Y el problema es, en fin, que nuestra doctrina sigue sin explicar claramente

en qué se diferencia una relación “orgánica” de una relación “contractual” 


Como hemos explicado unas cuantas veces, ambas calificaciones no son incompatibles. El carácter orgánico de la posición de los administradores se refiere, en las relaciones externas, a la representación de la sociedad. En cuanto persona jurídica, – patrimonio separado – los administradores son los que permiten que algo que tiene personalidad/capacidad jurídica pero carece de capacidad de obrar pueda contraer obligaciones, adquirir bienes y derechos y ejercitar estos en juicio y fuera de él. Es decir, el órgano de administración es el que puede vincular el patrimonio social con terceros e introducir en el tráfico jurídico el patrimonio separado que es la persona jurídica. Y, precisamente porque el administrador es órgano de una “persona jurídica”, no representante de un individuo de carne y hueso, las normas sobre la representación voluntaria no se aplican en toda su extensión y se sustituyen por otras que tienen en cuenta el carácter no personal de las personas jurídicas (no son más que patrimonios separados) y, por tanto, la inexistencia de un dominus como existe en todas las relaciones de representación voluntaria. La posición representativa del administrador social se asemeja así a la representación legal de lo que es buena prueba el art. 234 LSC con sus conocidas reglas excepcionales respecto de la representación voluntaria en cuanto al alcance del poder de representación, la protección de la apariencia y la ineficacia de las limitaciones al poder de representación dentro del giro o tráfico de la empresa social personificada. Pero, ¿qué significa que la relación del administrador con la sociedad es orgánica en la relación entre el administrador y la sociedad? o

¿dónde nos lleva calificar de orgánica la posición de los administradores en las relaciones internas?


En este punto, es preferible distinguir entre el “cargo” y la relación contractual entre el que ocupa el cargo y la persona jurídica. Para explicarlo podemos recurrir al art. 249.2 LSC que, con gran precisión dice
Cuando los estatutos de la sociedad no dispusieran lo contrario y sin perjuicio de los apoderamientos que pueda conferir a cualquier persona, el consejo de administración podrá designar de entre sus miembros a uno o varios consejeros delegados o comisiones ejecutivas, estableciendo el contenido, los límites y las modalidades de delegación.
La delegación permanente de alguna facultad del consejo de administración en la comisión ejecutiva o en el consejero delegado y la designación de los administradores que hayan de ocupar tales cargos requerirán para su validez el voto favorable de las dos terceras partes de los componentes del consejo y no producirán efecto alguno hasta su inscripción en el Registro Mercantil.
Al expresarse así, el legislador distingue entre la creación de un órgano (“comisión ejecutiva”, “consejero-delegado”) como consecuencia de la “delegación permanente” de las facultades del consejo y “la designación” de los individuos que “hayan de ocupar tales cargos”. Es decir, el legislador distingue entre la creación del órgano-cargo y la ocupación del mismo por un individuo “designado”.

Hablamos de “órgano” cuando una posición en el seno de un grupo está tipificada por la ley, que es la que le asigna funciones, competencias, facultades y deberes que son asumidos por el individuo que ocupa el cargo por el hecho de su nombramiento.

La discusión se centra, pues, en qué medida la “posición” dibujada legalmente (funciones, facultades, competencias, deberes) puede ser modificada por los que erigen la persona jurídica y configuran voluntariamente sus órganos (los socios en el caso de las personas jurídicas de base societaria). En el caso de los consejeros-delegados, el legislador deja expresamente en libertad al órgano delegante – el consejo – para dibujar “el contenido, los límites y las modalidades de delegación” . En el caso de los órganos sociales de carácter “necesario” (el órgano de reunión de los socios – la junta – y el órgano de administración), lo normal es que el propio legislador realice la definición de sus facultades, funciones y deberes.

Así los que dicen que el administrador y la sociedad tienen entre sí una relación orgánica y los que dicen que tienen una relación contractual no dicen cosas sustancialmente diferentes.

Las discrepancias comienzan cuando tenemos que decidir cuán institucionalistas son unos y cuán contractualistas son otros. Los institucionalistas quieren limitar la autonomía privada (y limitar la capacidad de los socios o del consejo de administración en el caso del art. 249 LSC) para dibujar el estatuto del órgano y los contractualistas no ven razones para tal limitación. En el caso de la delegación de facultades por el consejo, los contractualistas tienen a su favor, claramente, el art. 249.1 LSC.

Los institucionalistas tienen más argumentos a su favor en relación con los órganos necesarios pero sólo en el caso de la sociedad anónima alemana, esto es, de la sociedad cotizada de capital disperso y de la corporation estadounidense y muy poquitos argumentos para defender que, en la esfera interna, el administrador o administradores de una sociedad anónima cerrada o de una sociedad limitada sean mucho más que un mandatario de los socios colectivamente organizados o para defender que la junta sea un órgano necesario, esto es, que los socios no puedan adoptar acuerdos “por escrito y sin sesión”.

En definitiva, los institucionalistas tienen pocos argumentos para limitar la libertad de los socios para configurar la relación interna como tengan por conveniente. La discusión no es más que un efecto secundario de la correspondiente acerca de la consideración de las sociedades como “instituciones” en lugar de como contratos que generan un patrimonio separado cuya gestión se realiza corporativamente.

Cuando se analiza el “contrato de delegación” no se trata de problemas que nos pueda solucionar la calificación de la posición del consejero delegado como “orgánica” o “contractual”


Sucede, sin embargo que, cuando las sociedades se limitan a seguir el esquema de funciones, deberes, competencias y facultades dibujado por la Ley, la celebración expresa de un contrato entre la sociedad y cada uno de los administradores se hace innecesaria: basta su designación para que, casi automáticamente, la relación entre el administrador y la sociedad esté perfectamente definida, de modo que puede documentarse simplemente mediante una “nota de nombramiento”. Cuando, como ocurre con el consejero-delegado, el riesgo de conflicto de interés se exacerba porque la remuneración es muy significativa, el estatuto del “cargo” – orgánico - que deriva de las normas legales es insuficiente y se hace necesaria una regulación contractual y es por ello por lo que el legislador reformó el art. 249 LSC en 2014. Porque la relación entre los individuos que ocupan el cargo y la sociedad, esto es, el patrimonio separado que es la persona jurídica, tendrá la calificación que corresponda de acuerdo con el contenido de la misma (la “causa” en su función calificadora de los distintos tipos de contratos). Por tanto, dado que los administradores prestan un servicio a la sociedad, la calificación más plausible es la de mandato, arrendamiento de servicios y contrato de trabajo, que son los tres tipos contractuales que conoce nuestro Derecho para articular la prestación de servicios personales. No vemos por qué se ha de descartar el contrato de trabajo como tipo contractual que articule la relación entre un administrador social y la persona jurídica a la que presta sus servicios cuando es precisamente el contrato de trabajo la forma normal de articular una relación de prestación de servicios de carácter estable cuando se dan las notas de ajenidad y dependencia y habiendo quedado el mandato y el arrendamiento de servicios con una función residual. Tal calificación, sin embargo, no procede para los administradores no ejecutivos porque la nota de la dependencia no está presente porque el consejo no depende de nadie, ni siquiera de la Junta aunque ésta pueda darle instrucciones respecto de asuntos concretos.

El contenido del contrato de delegación


La explicación de por qué la LSC no regula el contenido de ese contrato mas que por referencia a la retribución es sencilla a la luz de lo que se ha expuesto hasta aquí. Si el legislador ha obligado a documentar la relación entre el consejero-delegado y la sociedad no ha sido porque existieran dudas acerca de lo que puede y no puede hacer un consejero-delegado cuando se ocupa de la gestión de la empresa social. Los problemas se plantean cuando el consejero-delegado ostenta, como es normal, el poder de representación de la sociedad y se discute si, para vincular al patrimonio social con terceros, basta con su consentimiento o es necesaria la autorización de algún otro órgano social. De ahí que, normalmente, el órgano delegante limite – con efectos puramente internos – lo que el delegado puede hacer por sí solo en punto a vincular el patrimonio social con terceros. Para todo lo demás, basta con calificar correctamente el contrato para determinar el régimen jurídico aplicable.

Por eso el legislador de la LSC no se ha molestado en regular el contenido del contrato de delegación. Basta calificarlo como contrato de trabajo y como contrato que articula la delegación de funciones del consejo para que el régimen jurídico de ese contrato quede completamente dibujado: el consejero-delegado debe gestionar la empresa social y es el “mandamás” en la organización empresarial; tiene todas las competencias que sean necesarias ad intra y el poder orgánico de representación por delegación del consejo. El consejo podrá limitar sus poderes ad intra como tenga por conveniente (por ejemplo, exigiéndole autorización previa del consejo para determinadas decisiones, nombramiento o destituciones, enajenaciones o adquisiciones etc tal como se deduce del art. 249.1 LSC). Y en lo no previsto, habrá que acudir a las normas del contrato de trabajo y del mandato en la medida en que sean útiles. Así las cosas,

es lógico que el legislador se haya ocupado exclusivamente de la cuestión de la retribución.


En primer lugar, porque no hay dos retribuciones iguales del primer ejecutivo de una compañía y, como sucede con el precio en la compraventa o la renta en el arrendamiento, el legislador no puede sustituir a las partes en la fijación del precio del contrato (del salario) salvo que se afirme – como ocurre con el mandato – que, a falta de pacto, se entienda gratuito (lo que no ocurre con la comisión mercantil en la que el legislador se remite a los “usos” pero no hay "usos" en el caso del desempeño de las funciones ejecutivas como acabamos de explicar).

En segundo lugar, porque esta cuestión había resultado polémica por estar envuelta en conflictos de interés. Si el consejero-delegado participa en la aprobación del contrato, estaría en los dos lados de la mesa y se estaría, prácticamente, fijando su propia retribución. La influencia del consejero-delegado sobre los restantes miembros del consejo de administración aconsejaban regular específicamente la aprobación del contrato de delegación, de ahí que se exigiera una mayoría reforzada – 2/3 – y se obligara al consejero-delegado a abstenerse de participar en la aprobación del contrato por parte del consejo.

En definitiva, pues, la retribución del consejero ejecutivo es la única cuestión en la que el legislador no puede sustituir a las partes (al consejo, de un lado, y al consejero-delegado de otro) estableciendo una regulación supletoria en la ley más allá de afirmar que, a falta de pacto, se entenderá gratuito (art. 217.1 LSC o retribuido, como se prevé para los administradores de las sociedades cotizadas).

¿Es necesario documentar el contrato de delegación en el caso de que el cargo sea gratuito?


La autora da un argumento literal para responder en la afirmativa: el art. 249.3 LSC ordena que
“cuando un miembro del consejo de administración sea nombrado consejero delegado o se le atribuyan funciones ejecutivas en virtud de otro título, será necesario que se celebre un contrato entre éste y la sociedad”
criticando así a los que habían sostenido lo contrario porque – dice la autora – el precepto obliga a celebrar el contrato en todo caso y no sólo “cuando el administrador delegado vaya a recibir una retribución por el ejercicio de esas funciones”. Añade que el propio precepto dice que el contrato
“se deberá incorporar como anejo al acta de la sesión del consejo”
en la que se haya aprobado, lo que no deja dudas
“de la necesidad de redactar este contrato aun cuando se decida no retribuir adicionalmente al administrador por el ejercicio de funciones delegadas”
Además, el mismo precepto exige que la aprobación sea “previa” a la designación como consejero-delegado, con una mayoría idéntica a la del acuerdo de delegación de facultades y de designación del consejero-delegado. Y, en fin, se establece una consecuencia jurídica para el caso de que algún concepto retributivo no se incluya en el contrato de delegación
El consejero no podrá percibir retribución alguna por el desempeño de funciones ejecutivas cuyas cantidades o conceptos no estén previstos en ese contrato.
No estamos seguros de que se deduzca de esta regulación la necesidad de documentar el contrato cuando, como ocurre a menudo en sociedades cerradas, el cargo de consejero-delegado no sea retribuido.

En primer lugar, conviene deshacer una confusión. El art. 249 LSC no ha innovado nuestro Derecho al establecer la necesidad de que se “celebre” un contrato entre la sociedad y el consejero-delegado. Es obvio que dicho contrato existe, con independencia de su documentación por escrito, desde el momento en que el administrador acepta la delegación de facultades a su favor. Por tanto, aplicando correctamente las consecuencias del carácter de órgano del consejero-delegado, no hay nada en la naturaleza de las cosas que impida afirmar que éste es órgano social y que, a la vez, tiene una relación contractual con la sociedad. No queda otra si se tiene en cuenta el carácter voluntario y el contenido patrimonial de la relación. El contrato se perfecciona con la aceptación del nombramiento para el cargo de consejero-delegado. Por tanto, ha de concluirse que, cuando el art. 249.2 habla de que habrá de "celebrarse" un contrato se refiere, en realidad a que ha de plasmarse por escrito el contrato que resulta de la designación del administrador como consejero-delegado.

En consecuencia, el art. 249.2 LSC es una norma de forma


El contrato entre la sociedad y el consejero-delegado o los miembros de la comisión ejecutiva deberá adoptar la forma escrita y ser celebrado por la sociedad a través de un acuerdo del consejo de administración adoptado por una mayoría de 2/3 en el cual no participe el administrador que va a recibir la delegación de funciones.

Como respecto de todas las normas de forma contractual, hay que determinar si se trata de una forma ad solemnitatem. Y la respuesta es, a nuestro juicio, para el caso del consejero-delegado no retribuido, negativa. No hay ninguna justificación para imponer la documentación por escrito del contrato como forma solemne.

En primer lugar porque, como hemos visto, el régimen legal supletorio es completo incluyendo la fijación del “precio” o contraprestación que recibirá el consejero-delegado (ninguna porque el cargo es gratuito).

En segundo lugar, porque el legislador ha separado el acuerdo de nombramiento – designación y el acuerdo de aprobación del contrato y ha prohibido la participación del consejero-delegado sólo en el segundo, no en el primero lo que es completamente lógico porque, en relación con su nombramiento, el consejero-delegado sólo sufre un conflicto “posicional” (art. 228 c) LSC in fine “tales como su designación o revocación para cargos en el órgano de administración u otros de análogo significado”) y, por tanto, no ha de abstenerse de participar. Dado que la regulación de su relación con la sociedad está determinada por la ley y que no hay salario, tampoco hay ningún conflicto de interés transaccional entre el consejero-delegado y la sociedad en lo que a su relación se refiere.

Por último, podría discutirse si el futuro consejero-delegado está en un conflicto de interés transaccional en lo que se refiere al “dibujo” del cargo de consejero-delegado, esto es, al “contenido, los límites y las modalidades de delegación” (art. 249.1 LSC). Podría pensarse que el consejero-delegado podría influir sobre sus compañeros de consejo para que le deleguen todas sus facultades sin límite alguno, pero, en tal caso, tampoco estaríamos ante un conflicto transaccional, sino posicional: si el administrador puede votarse para el cargo, podrá votar para que el cargo tenga maximizadas sus competencias en el marco de lo que la ley permita.

En definitiva, el legislador de la LSC ha hecho lo mismo que el codificador cuando reguló los intereses en el préstamo (art. 314 C de c: “Los préstamos no devengarán interés si no se hubiere pactado por escrito”). El incumplimiento del requisito de forma establecido en el art. 249.2 y 3 LSC no tiene como consecuencia la lógicamente imposible de afirmar que el sujeto designado no es consejero-delegado (la inexistencia del contrato de delegación), sino simplemente, la de que no podrá cobrar retribución alguna por el desempeño de las funciones ejecutivas.

Recuérdese que, en cualquier caso, habría de ser considerado un consejero-delegado “de hecho” si ejerce tales funciones y que el legislador ha distinguido entre el acuerdo de delegación de funciones y el acuerdo de designación de un administrador para el cargo de consejero-delegado, de manera que las funciones que corresponden a éste no están recogidas en el contrato al que se refiere el art. 249.2 y 249.3 sino en el acuerdo por el que el consejo decide delegar sus funciones.

También de acuerdo con las reglas generales (arts. 1279 y 1280 CC), las partes (o sea el consejo y el administrador delegado) podrán compelerse a rellenar la forma.

Y, más importante, el hecho de que el legislador haya dicho que el consejo apruebe el contrato de delegación “previamente” al nombramiento no impide que, con las mismas cautelas, se proceda a aprobarlo con posterioridad. En tal caso, habrá que entender que se ha producido una novación del contrato de delegación, novación perfectamente válida si se cumplen los requisitos del art. 249 LSC. Esto significa que el consejo de administración deberá aprobar los términos del contrato – que incluirán, entonces, una retribución por las labores ejecutivas – por dos tercios de sus miembros y sin la participación del – ya – consejero-delegado. Con estas cautelas, el conflicto de interés que ha querido conjurar el legislador no se materializa. Es más, una estrategia semejante puede ser de utilidad para algunas sociedades que podrían nombrar a un primer ejecutivo y ponerlo a prueba durante un tiempo (durante el que no recibiría retribución) para comprobar que su gestión es la preferida por el Consejo de modo que, más adelante, se le retribuya convenientemente o se le sustituya en el cargo.

¿Debe requerirse la misma mayoría reforzada para la delegación de facultades, para el nombramiento y para la aprobación del contrato con el administrador delegado?


Como hemos dicho, el administrador tiene derecho a votar en el acuerdo de delegación de facultades y en su nombramiento como consejero-delegado pero debe abstenerse de participar en el acuerdo por el que se aprueba el contrato de delegación. En los dos primeros casos tiene un conflicto posicional mientras que en el segundo tiene un conflicto transaccional.

Si la existencia del conflicto transaccional justifica la abstención del administrador que recibe la delegación, no justifica que se exija la mayoría reforzada de 2/3 para su aprobación. Tal exigencia parece proceder de un razonamiento lógico aparentemente intachable: si para nombrarlo (elegirlo) hacen falta 2/3, también debe hacer falta esa mayoría para aprobar su contrato, esto es, su retribución.

La falta de lógica del argumento se aprecia, sin embargo, si se tiene en cuenta lo que hemos dicho sobre la inexistencia/existencia de un conflicto transaccional por parte del administrador delegado en una y otra decisión. Al exigir la mayoría reforzada de 2/3, los consejeros que han salido “derrotados” en la delegación y en el nombramiento, pueden resultar triunfadores si se niegan a aprobar el contrato de delegación.

Imaginen un consejo de 9 en el que 6 votan a favor de delegar las funciones a favor de un consejero-delegado y designar al administrador X como consejero-delegado. Cuando se vota el contrato de delegación, sin embargo, votan a favor del mismo 5 y en contra 3 porque el designado no participa en la votación. Dado que 5 no representan los dos tercios del consejo (“de sus miembros” dice el art. 249.2 LSC), el contrato no sería aprobado. Ni siquiera aunque consideráramos que los dos tercios deben calcularse respecto de 8 y no de 9 ya que hay que descontar al consejero conflictuado (5/8 < 2/3 porque 5/8 = 15/24 y 2/3 = 16/24).

Si la razón por la que el consejero delegado debe abstenerse del acuerdo es para conjurar el conflicto de interés, no vemos por qué ha de extenderse esa ratio a la exigencia de una mayoría reforzada. El contrato de delegación debería poder aprobarse por la mayoría ordinaria de adopción de acuerdos una vez garantizada la no participación del consejero-delegado. Recuérdese que se trata, exclusivamente, de aprobar su retribución. En consecuencia, a nuestro juicio, el consejo que no consiga la mayoría de 2/3 para la aprobación del contrato deberá poder referirlo a la junta para que ésta revoque el “veto” de los consejeros que están en minoría o, alternativamente, acudir a los tribunales para que el juez fuerce a los consejeros minoritarios a votar a favor de la aprobación del contrato si el juez no encuentra justificación para tal oposición (porque la retribución pactada sea “tóxica”). Votar a favor sería, en tal caso, una consecuencia del deber de lealtad del administrador.

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miércoles, 22 de noviembre de 2017

La misión imposible de despedir procedentemente a un trabajador no es imposible

Javier Jaen

Autor del dibujo Javier Jaén

Esta sentencia del TSJ de Asturias de 3 de octubre de 2017 resulta novedosa porque admite como prueba los registros electrónicos en la “tablet” que el empleador entregaba a los trabajadores y que muestran los incumplimientos de éste porque indican con exactitud dónde se encuentra en cada momento del día.

El Derecho laboral español, a diferencia del de los países más desarrollados como Alemania, se sitúa fuera del Derecho de los Contratos – el contrato de trabajo no parece ser un contrato entre dos particulares a juzgar por el análisis que del mismo hacen nuestros laboralistas – y la resolución del contrato laboral por parte del empleador no se considera lo que es – terminación unilateral del contrato cuando concurre justa causa (art. 1124 CC) – sino una “sanción”. Se habla de “despido disciplinario” o “procedente”.

Hemos explicado, en relación con las asociaciones y sociedades, que la expulsión de un asociado o de un socio no es una “sanción” que la asociación o la sociedad impongan al socio, sino resolución parcial del contrato de sociedad.

Un particular no puede sancionar a otro particular. Sólo alguien dotado de autoridad pública, esto es, sólo en una relación que no sea entre iguales, puede alguien sancionar a otro. Es obvio que, por ejemplo, el trabajador no puede “sancionar” al empleador negándose a trabajar u obligándole a hacer cualquier cosa (cambiar sus condiciones de trabajo, por ejemplo). Lo único que puede hacer el trabajador es terminar su relación con el empleador. Una autoridad pública – un juez, una administración pública – puede sancionar a un particular y el particular, obviamente, no puede sancionar a la Administración. Pero el lenguaje de nuestros jueces laborales y de nuestros profesores de Derecho del Trabajo sigue anclado en una concepción vulgar del contrato de trabajo que tiene efectos dañinos sobre el análisis jurídico (véase lo que se dirá después sobre la proporcionalidad) y, paradójicamente, debilita la dignidad del trabajo por cuenta ajena al aceptar la desigualdad jurídica entre las partes para, a continuación, adoptar medidas paternalistas de protección de la parte contractual con menor dignidad. La protección del trabajador no puede resultar en un menoscabo de su dignidad como sujeto libre e igual al empleador.

viernes, 20 de octubre de 2017

Canción del viernes y nuevas entradas en Almacén de Derecho. Stay, Hans Zimmer

lunes, 27 de marzo de 2017

Mutualidad en sociedades preindustriales: campesinos racionales con una Economía Moral

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Foto: Misiones pedagógicas



"It is scarcity not sufficiency that makes people generous"

Evans-Pritchard


En las economías de subsistencia (en buena parte de los países subdesarrollados) y en las relaciones en el seno de grupos – no en los intercambios de mercado – las interacciones no se basan en la reciprocidad sino en la solidaridad. La solidaridad es una forma de “seguro mutualístico”. “La persona que recibe la ayuda no ha de pagar a cambio un equivalente. Lo que se espera de ella es que ayude a los demás cuando se encuentren en una situación semejante a la suya”. Como hemos dicho en otro lugar, la regla de conducta en el seno de los grupos es “pide cuando necesites, da cuando te sobre”. La mutualidad es la forma más eficiente de cubrir los riesgos cuando el entorno es muy arriesgado y las probabilidades de que se produzca un “cero”, es decir, de morir, son significativas. Y es ese el entorno en el que la vida social de los humanos se ha desarrollado hasta bien recientemente. Y es la forma de articular las interacciones entre los individuos “más natural” (“mecanismos informales de solidaridad tienden a emerger naturalmente”) de manera que podemos esperar que haya acabado influyendo en la psicología humana (influencia de la cultura sobre la evolución y no sólo al revés). Los mercados, por el contrario, ni son “cognitivamente naturales” (Pinker) ni surgen espontáneamente. Requieren de enormes desarrollos de la acción colectiva y una reducción significativa de los riesgos vitales a los que se enfrentan los individuos: en un entorno "seguro", la gente no es solidaria. 

miércoles, 23 de noviembre de 2016

Operación acordeón: ¿en qué mano tengo el saltamontes?

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Se trata de la RDGRN de 26 de octubre de 2016. Se adoptó por una sociedad limitada un acuerdo de reducción a cero de la cifra de capital y simultáneo aumento a casi 30.000 €. La junta fue universal pero el acuerdo se adoptó por mayoría. El Registrador rechaza la inscripción porque la convocatoria de la junta se limitaba a explicar que se trataba de reducir y aumentar el capital pero no se decía específicamente que la reducción era a cero. Obsérvese que la DGRN no se ocupa de la única cuestión que debería ser relevante – la protección del tráfico, esto es, de los acreedores – sino que se arroga la función de proteger a los socios, que no son parte del procedimiento administrativo de inscripción de los acuerdos en el Registro Mercantil. O sea que, una vez más, la administración, de oficio, se alza en tutor de los particulares sin, ni siquiera, escuchar al ciudadanos “tutelado”. Pero esto ya lo hemos dicho muchas veces.

viernes, 7 de octubre de 2016

Normas de conducta y norma de control: las decisiones discrecionales de los particulares

Chema Rodríguez de Santiago ha publicado un libro de metodología del Derecho Administrativo que vale la pena que lean no sólo los administrativistas sino también cualquiera que se interese intelectualmente por la aplicación del Derecho. Como creo que la mejor forma de ocultar una buena idea es publicar un libro en una editorial jurídica, también vale la pena publicar en la red algunas entradas sobre él.

En la primera parte utiliza una distinción entre norma de conducta y norma de control (o de revisión) que es útil más allá de los límites de la actividad discrecional de la Administración pública. Con el primer concepto hace referencia a los instrumentos normativos y de acumulación y procesamiento de información (hechos) que debería utilizar la Administración en el proceso de adopción de una decisión. Desde aprobar un plan de urbanismo a conceder una licencia o el derecho a una prestación a un particular a aplicar una sanción administrativa. La norma de control, por el contrario, se refiere a la revisión – en su caso – de la conducta discrecional (si toda la actuación de la Administración está absolutamente programada por la norma, por ejemplo, con las infracciones de tráfico) por parte de los jueces. El estandar es, en el primer caso, dilucidar si la decisión administrativa ha sido correcta mientras que en el segundo es si ha sido ilegal.


miércoles, 25 de mayo de 2016

La imposición del uso de una lengua en relaciones entre particulares es contraria al Derecho Europeo

abogado general
Fuente

En otra entrada, hemos explicado que, a nuestro juicio, no hay dudas acerca de que las sanciones impuestas por la Generalidad de Cataluña a aquellos comerciantes que no disponen de la información que producen para los consumidores en lengua catalana son contrarias al Derecho Europeo y a la Constitución española. Como tantas otras veces, la indolencia de nuestro Tribunal Constitucional ha llevado a que el Tribunal de Justicia se “adelante” en la represión de estos comportamientos de los Estados miembro.

La razón es simple de explicar: aunque las libertades de circulación no son derechos fundamentales en términos dogmáticos, su eficacia para anular normas estatales que limitan los derechos de los particulares es semejante y sólo viene limitada porque la norma estatal afecte a los intercambios entre los Estados miembro, de manera que el TJUE carece de competencia para pronunciarse sobre las normas que tengan efectos estrictamente internos. De ahí que los procedimientos sobre los que se ha pronunciado el TJUE se refieran a asuntos “transfronterizos”. Pero, dada la amplitud con que el TJUE entiende la idea de afectación al comercio entre los Estados miembro, o el “mercado interior” o el “mercado común”, la capacidad limitativa que tiene la alegación de que se trata de un asunto puramente interno es reducida. Basta con que, potencialmente, un comerciante de otro Estado pueda verse afectado por la normativa nacional para que se consideren aplicables las libertades de circulación. Por otro lado, la eficiencia de la cuestión prejudicial es muy superior a la del recurso de amparo o la cuestión de inconstitucionalidad.

En el Asunto C 15/15, el Abogado General Saugmandsgaard Oe ha publicado sus Conclusiones el pasado 21 de abril de 2016. Los hechos del caso se resumen diciendo que se plantea un litigio entre una sociedad belga sita en la región flamenca y una sociedad italiana. La primera reclama a la segunda el pago de unas facturas debidas en virtud de un contrato de concesión. Las facturas están redactadas en italiano y el tribunal belga que entiende del litigio pregunta si es compatible con la libertad de circulación de mercancías (el tribunal que pregunta se equivoca y alega la libertad de circulación de trabajadores) que el Derecho flamenco-belga establezca la sanción de nulidad (apreciada de oficio por el tribunal) de las facturas por estar redactadas en una lengua distinta del neerlandés.

El juez belga pregunta al TJUE porque éste ya había declarado que
El artículo 45 TFUE debe interpretarse en el sentido de que se opone a una normativa de una entidad federada de un Estado miembro que, como la controvertida en el litigio principal, obliga a todo empresario que tenga su centro de explotación en el territorio de esa entidad a redactar los contratos laborales de carácter transfronterizo exclusivamente en la lengua oficial de dicha entidad federada, so pena de que el juez declare de oficio la nulidad de los contratos.

Diferencias entre la regulación lingüística flamenca y la catalana


Antes de resumir las Conclusiones del Abogado General, debemos señalar las diferencias entre el caso europeo y el de las multas lingüísticas impuestas por Cataluña. Las diferencias relevantes son de dos tipos.

Por un lado, respecto de la normativa nacional. 

En Bélgica, no hay una lengua oficial común a todas las regiones. En cada región es oficial la lengua propia – el neerlandés o el francés – y la legislación belga prevé que
En virtud del artículo 129, apartado 1, punto 3, de la Constitución, «los Parlamentos de la Comunidad francesa y de la Comunidad flamenca (con exclusión del legislador federal) establecerán mediante decreto… el empleo de las lenguas en: [...] las relaciones laborales entre empresarios y trabajadores, así como en las escrituras y documentos mercantiles exigidos por la ley y los reglamentos». 
Las leyes sobre el uso de las lenguas en asuntos administrativos … disponen, en su artículo 52, apartado 1, que «las empresas industriales, comerciales y financieras utilizarán en las escrituras y los documentos exigidos por las leyes y reglamentos [...] la lengua de la región en la que estén establecidos su domicilio social o sus distintos centros de actividad».
El Parlamento de la Comunidad flamenca adoptó un decreto sobre el uso de las lenguas (según el cual)…  «la lengua que debe utilizarse en las relaciones laborales entre empresarios y trabajadores, así como en las escrituras y documentos mercantiles exigidos por la ley, será el neerlandés». El artículo 5, párrafo primero, añade que «el empleador redactará en lengua neerlandesa todas las escrituras y documentos del empresario exigidos por la Ley». 
El artículo 10, párrafo primero, de ese mismo Decreto establece como sanción que «los documentos que sean contrarios a las disposiciones del presente Decreto serán nulos. La nulidad será declarada de oficio por los tribunales». Los párrafos segundo y tercero de ese artículo disponen que «en la sentencia se ordenará la sustitución de oficio de los documentos controvertidos» y que «el levantamiento de la nulidad sólo surtirá efectos a partir del día de la sustitución: para los documentos por escrito, a partir del día del depósito de los documentos sustitutivos en la secretaria del Tribunal Laboral».

La legislación catalana se limita a imponer a los empresarios que se relacionen con consumidores finales la obligación de disponer en catalán aunque pueden disponer de ellos en otras lenguas “de forma inmediata” de todas las
  • “invitaciones a comprar (o sea, cualquier material publicitario),
  • la documentación contractual (o sea, las condiciones generales de compra, los prospectos que acompañen al producto o servicio y las facturas, albaranes, notas de entrega, presupuestos, folletos descriptivos del producto…) y (esto me resulta incomprensible)
  • “otros documentos provenientes de establecimientos o empresas que presten servicios o comercialicen bienes” (supongo que es una cláusula de cierre para referirse a cualquier documento que no pueda calificarse de pre-contractual o contractual), lo que “cierra” con la obligación de
  • rotular en catalán cualquier texto informativo incorporado al “rótulo del establecimiento mercantil” porque éstos, así como las marcas y los nombres comerciales, lógicamente, no tienen que traducirse.
Se añade que
“Esto quiere decir que los empresarios o comerciantes que presten servicios o comercialicen bienes en territorio catalán, deberán utilizar el catalán en la documentación que, con carácter general, utilicen en sus relaciones de consumo” 
A lo que se añade que
Según la normativa de política lingüística aplicable a las entidades financieras, los cheques, los pagarés, los talonarios y otros documentos ofrecidos a sus clientes deben ser redactados como mínimo en catalán, sin perjuicio de que pueda utilizar el castellano a petición del cliente.
En fin,
La vulneración de los derechos lingüísticos de las personas consumidoras establecidos en el Código de Consumo y en la normativa de política lingüística puede tener la consideración de infracción administrativa.

De cuanto se ha expuesto se deduce los siguiente:


1. Que existe una diferencia notable en relación con el estatus del catalán en Cataluña y del neerlandés en la región flamenca de Bélgica. En efecto, en España el español es lengua oficial en todo el territorio nacional y las lenguas vernáculas son cooficiales en el territorio de la correspondiente Comunidad Autónoma, de modo que los españoles tienen un derecho constitucional a usar el castellano en todo el territorio nacional (art. 3 CE) y no tienen un deber, ex constitutione, de conocer ni de usar las lenguas cooficiales. En Flandes, el neerlandés es la única lengua oficial.

2. La legislación belga es mucho más restrictiva que la catalana, tanto en relación con el supuesto de hecho - la exclusividad del uso del flamenco/catalán - como en relación con las consecuencias jurídico-privadas (ninguna en el caso del catalán y la nulidad de los documentos en el caso del neerlandés). El derecho catalán impone una consecuencia jurídico-administrativa: una sanción pecuniaria.

3. El objetivo de la regulación flamenca y de la catalana se solapan sólo parcialmente, en cuanto que, en ambos casos, se trata de fomentar la difusión y el uso del catalán pero, en el caso flamenco, como veremos inmediatamente, se trata también de facilitar el control administrativo de la actividad de los particulares( objetivo que no puede alegar Cataluña porque todos sus funcionarios deben conocer el castellano mientras que, en el caso catalán, la regulación se justifica, para proteger los derechos de los consumidores (“derechos lingüísticos”), en concreto, un supuesto derecho a que otro particular se dirija al consumidor por escrito o verbalmente, en catalán. La legislación flamenca no trata de proteger al que recibe una factura en un idioma distinto del neerlandés o, por lo menos, no es esa la justificación que dio el gobierno belga como veremos más adelante.

Competencias en materia de consumo y regulación de derechos lingüísticos


Dice la Generalitat
El régimen jurídico que establece los derechos lingüísticos de las personas consumidoras en sus relaciones con los empresarios y comerciantes que prestan sus servicios o comercializan sus productos en el ámbito territorial de Cataluña se encuentra establecido en la Ley 22/2010, de 20  de julio, del Código de consumo de Cataluña y en la Ley 1 / 1998, de 7 de enero, de Política Lingüística.  Ambas normas regulan los deberes de los empresarios y comerciantes y precisan los derechos de las personas consumidoras desde el punto de vista de la lengua o las lenguas que los agentes económicos deben utilizar en las relaciones de consumo.  Esta regulación se hace de acuerdo con el régimen de cooficialidad de lenguas establecido en el Estatuto de Autonomía de Cataluña, reformado mediante la Ley orgánica 6 / 2006.  Según el Estatuto, la lengua propia de Cataluña es el catalán que, también, es la lengua oficial en Cataluña junto con el castellano.

No procede ahora realizar una valoración de estas diferencias y sus efectos sobre la compatibilidad de la legislación catalana con el Derecho Europeo. Lo dejamos para otra ocasión. Ahora sólo quiero señalar que, si las competencias sobre consumo pertenecen a la Comunidad Autónoma, corresponde a ésta proteger a los consumidores asegurándoles que la información que se les facilita por parte de los empresarios resulta comprensible. Esto explica que, en otras Comunidades Autónomas como Madrid,(art. 13 L 11/1998) se exija que la información facilitada a los consumidores esté en castellano. Pero si tal es el objetivo de la ley – proteger a los consumidores – la autoridad que tiene la competencia debe adoptar las medidas que protejan a todos los consumidores incluidos en el ámbito de aplicación de la norma. De manera que será interesante discutir la legislación catalana desde la perspectiva de la adecuación de las obligaciones que impone a los empresarios al objetivo de protección de los consumidores en sus “derechos lingüísticos”. Porque si se trata de proteger el derecho a la información de los consumidores, la normativa desprotege en términos prácticos a los consumidores catalanes que desconocen el catalán y cuya lengua habitual es el castellano ya que los mismos no pueden contar con igual protección por parte del legislador catalán. De forma que, si es obligación del legislador catalán proteger y garantizar la igualdad de trato ¡en sus relaciones con otros particulares! de los catalanohablantes y los castellanoparlantes, la normativa catalana debería imponer a los comerciantes que todos esos documentos se encuentren disponibles, también, en castellano. Porque la tarea de proteger a los consumidores ha sido asumida por la Comunidad Autónoma que no puede proteger sólo los derechos “lingüísticos” de una parte de su población esperando que el Estado – que no tiene la competencia – ordene específicamente a los comerciantes sitos en Cataluña que dispongan de la documentación en castellano. Esta valoración – que la legislación catalana es discriminatoria para los consumidores que no dominan el catalán – es suficiente para afirmar la inconstitucionalidad de la legislación catalana. Esta acusación se debe dirigir más al Código de Consumo catalán que a la Ley de Política Lingüística que es más respetuosa con el bilingüismo. (Dejamos también los detalles de las diferencias entre ambas – sorprendente - para otra ocasión).

De ahí la importancia de que el legislador sea “sincero” cuando expresa las razones u objetivos de cualquier regulación legal. Porque el Derecho Europeo nos ha enseñado que podemos “tomarle la palabra” y examinar si las medidas efectivamente adoptadas por un Estado se corresponden (son “adecuadas”) para el fin que la norma dice perseguir. Si no son adecuadas, la restricción a la libertad de circulación no estará justificada y la norma no será compatible con el Derecho Europeo.

El legislador catalán puede legítimamente aducir que se trata de fomentar el uso del catalán en las relaciones entre particulares, pero no puede decir que se trata de proteger el derecho de los consumidores a ser atendidos en la lengua de su elección entre las cooficiales en su territorio. Porque si se tratase de eso, como hemos dicho, debería imponer que toda esa información estuviera disponible en ambas lenguas.

No me resisto a añadir que la perversión del nacionalismo, tantas veces denunciada, de legislar sólo para una parte de la población, se ha extendido, probablemente sin intención, a una cuestión como la de la información al consumidor en las relaciones con los empresarios. Si los nacionalistas fueran liberales, habrían dejado a la autonomía privada y al mercado la extensión del uso de una u otra lengua en las relaciones entre particulares. Si los catalanes valoran que se les atienda y se les informe en catalán, los empresarios tendrán los incentivos para hacerlo. La necesidad de imponer multas no se justifica, por ninguna parte, si se tiene en cuenta que se imponen a particulares por ejercer su derecho constitucional a utilizar exclusivamente el castellano en sus relaciones con sus clientes. La legislación catalana no pondera el derecho del comerciante a elegir la lengua en la que desea expresarse y documentar sus relaciones contractuales.

Empecemos ya, con

El análisis del Abogado General


Sobre estas bases normativas, el Abogado General comienza examinando si existe alguna disposición europea de Derecho secundario que hubiera armonizado la legislación nacional. Descarta la Directiva 2006/112 relativa al IVA porque ésta no se ocupa de la lengua en la que deban estar redactadas las facturas. Ni siquiera su art. 248 bis, según el cual
Con fines de control, y por lo que atañe a las facturas correspondientes a entregas de bienes o prestaciones de servicios efectuadas en su territorio y a las facturas recibidas por sujetos pasivos establecidos en su territorio, los Estados miembros podrán exigir de determinados sujetos pasivos o en determinados casos la traducción a sus lenguas oficiales. No obstante, los Estados miembros no podrán imponer una obligación general de traducción de las facturas.
Al respecto, el Abogado General señala que el precepto dice justamente lo contrario de lo que pretendía el gobierno belga y añade que, justamente, la finalidad del mismo es evitar cargas innecesarias a las empresas
Ese artículo excluye expresamente que el Estado miembro de destino pueda imponer una obligación general de traducir las facturas a esos efectos, por cuanto que la traducción obligatoria de las facturas «constituye una carga significativa para las empresas», como se señaló acertadamente durante los trabajos legislativos que dieron lugar a la inclusión de ese artículo en la Directiva 2006/112.

La afectación del comercio intracomunitario


Entrando ya en materia y, tras distinguir el caso que hemos mencionado y que afectaba a la libre circulación de trabajadores, el Abogado General recuerda la jurisprudencia del TJUE en relación con un supuesto similar y la resume diciendo
«aun cuando una [normativa nacional] sea aplicable a todos los operadores que actúan en el territorio nacional», puede calificarse como medida de efecto equivalente a una restricción cuantitativa a la exportación cuando quede acreditado que «tiene un mayor efecto de hecho sobre la salida de los productos del mercado del Estado miembro de exportación que sobre la comercialización de los productos en el mercado nacional de dicho Estado miembro». 
Señala a continuación que no hay duda de que la legislación flamenca restringe la libre circulación de mercancías, aunque se aplique indistintamente a todas las empresas con sede en la región flamenca de Bélgica.
  debido a que la redacción de las facturas en neerlandés es imperativa… El hecho de no autorizar el uso de otra versión auténtica y, por consiguiente, vinculante, redactada en una lengua libremente elegida por las partes afectadas tiene como principal inconveniente que se les impide optar por una lengua que ambas dominen y, en particular, por una lengua de uso más común en el comercio internacional….
Y que la disposición legal flamenca puede 

disuadir al extranjero de contratar con empresas flamencas:


En cuanto al destinatario de la factura, el órgano jurisdiccional remitente observa fundadamente que éste se enfrentará a dificultades de comprensión inmediata, a menos que hable neerlandés, lo cual es a todas luces menos probable si el interesado está establecido en otro Estado miembro que si reside en Bélgica, donde el neerlandés es una de las lenguas oficiales.

A este respecto, el Gobierno belga aduce que el comprador que no comprenda una factura redactada en lengua neerlandesa puede, por una parte, exigir inmediatamente una traducción y, por otra parte, impugnar la factura en caso de duda. No obstante, considero que la carga que representan estos trámites para un comprador medio puede disuadirle de celebrar un contrato con una empresa establecida en la Región flamenca, si es consciente de esta dificultad antes de la firma del contrato, o, por lo menos, de volver a realizar operaciones con esa empresa, si percibe esa dificultad una vez concluida la transacción.
Y, por supuesto,

a las empresas flamencas, disuadirlas de vender a clientes procedentes de cualquier otra región europea


en la que el neerlandés no sea lengua de uso común quienes pueden usar estratégicamente la nulidad impuesta por el gobierno flamenco y, con ello, el flamenco verse expuesto al riesgo de
impagos como consecuencia de la incomprensión, real o pretendida, que su contraparte extranjera puede invocar, como parece admitir, por lo demás, el Gobierno belga.
Añade algo que nos parece especialmente importante: imponer el bilinguismo a los particulares es siempre una restricción onerosa de la libertad de éstos:
la imposición de un eventual bilingüismo ya constituye, en todo caso, una restricción material demasiado importante, sobre todo en el contexto del comercio internacional. En efecto, la obligación de emitir, en su caso, las facturas en dos lenguas, a saber el neerlandés para determinadas menciones obligatorias ―según indica ese Gobierno― y otra lengua elegida por las partes para las restantes indicaciones, constituye, en la práctica, una imposición difícil de cumplir para las empresas belgas exportadoras, sobre todo cuando exportan a gran escala, y se multiplican, por ende, las facturas destinadas a distintos socios extranjeros.

De ello resulta que la citada normativa tiene un efecto disuasorio con respecto a los intercambios intracomunitarios, no sólo para las empresas que tienen su domicilio social en la Región flamenca que desean exportar sus productos hacia otros Estados miembros, como alega New Valmar, sino también para las sociedades extranjeras que desearían concluir una operación con esas empresas, pero para quienes la incertidumbre sobre la entrega, debido a la obligación de que las facturas estén redactadas en lengua neerlandesa pueden suponer un freno. Procede añadir que dichas medidas nacionales generan una inseguridad jurídica significativa para ambas partes debido también a las sanciones tan drásticas que establece, (49) inseguridad que, en mi opinión, resulta particularmente apreciable cuando, como sucedió en el litigio principal, las partes optan por aplicar a su contrato la legislación de otro Estado miembro.

La justificación de la restricción a la libre circulación


El Abogado General rechaza que la protección de los consumidores pueda justificar la restricción, dado que se trata de una relación entre empresas.

Analiza a continuación si la difusión y fomento del uso de la lengua neerlandesa constituye una “razón imperiosa de interés general”, lo que acepta. Obligar a usar la lengua neerlandesa es una medida adecuada para ese fin que es un fin que, en abstracto, puede justificar una restricción a la libertad de circulación. Lo mismo ocurre con la alegación, por parte del Gobierno belga de que el uso de la lengua neerlandesa facilitaba la aplicación administrativa de las normas sobre IVA.

Ahora bien, que el fin aducido para imponer la restricción sea un fin de interés general y que la medida restrictiva sea adecuada para lograr tal fin no es suficiente. Hace falta que, además, no sea desproporcionadamente restrictiva. Los argumentos del Abogado General para negar la proporcionalidad de la medida belga se pueden resumir como sigue
1. Para garantizar un consentimiento libre e informado de las partes de un contrato, debe permitirse a éstas elegir la lengua que utilizan.
2. La restricción es tanto más intensa cuanto mayor sea el número e importancia de los elementos del contrato que deban redactarse en la lengua neerlandesa.
3. La imperatividad del uso de la lengua neerlandesa es desproporcionadamente restrictiva, es decir, no es necesaria para lograr el objetivo que dice perseguir.
En concreto, el Abogado General subraya que los documentos mercantiles se emiten, no para facilitarle la vida a la Administración ni para ejecutar las políticas (de promoción de la lengua en el caso) de las Administraciones públicas, sino en interés de los que los emiten. En el caso de las facturas, para asegurarse la prueba de la existencia de la deuda y la cuantía de ésta, de manera que se facilite el cobro de los bienes o servicios prestados. Y, entre las partes, obviamente, el interés en “peligro” es el del contratante que no domina la lengua en la que se impone la redacción del documento.
En mi opinión, unas normas lingüísticas como las controvertidas en el litigio principal van más allá de lo estrictamente necesario para promover el uso de la lengua neerlandesa y para permitir a las autoridades competentes comprobar determinadas menciones útiles. Desde mi punto de vista, bastaría con exigir en la práctica que, cuando las partes interesadas deseen emitir las facturas en otra lengua, se traduzcan al neerlandés únicamente las menciones legales o, en su caso, que se realice una traducción posterior en caso de que esa versión no se presente directamente en el marco de una inspección.
Obsérvese que el Abogado General no da especial valor a la finalidad de promoción de la lengua neerlandesa puesto que tal objetivo no se logra con una traducción posterior que, en su opinión, sólo habría que hacer cuando el documento deba ser presentado “en el marco de una inspección”. Es decir, el objetivo es “proteger” a los funcionarios públicos que no tienen por qué conocer todas las lenguas del mundo garantizándoles que los documentos que inspeccionan están redactados en la lengua neerlandesa. Así se deduce de la referencia inmediata que hace el Abogado General a la Directiva de IVA que hemos mencionado más arriba.

Añade, sin embargo, otra apreciación relevante:
la Comunidad francesa del Reino de Bélgica (establece)…que los documentos mercantiles, como las facturas, que emitan personas que tengan su sede en la región de lengua francesa, deben estar redactados, en principio, en lengua francesa, «sin perjuicio del uso complementario de una lengua elegida por las partes»… Esa posibilidad de recurrir con carácter adicional a una lengua distinta de la de la referida región, elegida por las partes interesadas y que, por tanto, es probable que todas ellas manejen con más soltura que el francés, es una medida menos restrictiva que la que impone el uso exclusivo en los intercambios comerciales de una determinada lengua.
Y recuerda que, como consecuencia de la sentencia Las que hemos citado más arriba, el gobierno flamenco cambió la regulación lingüística de los contratos de trabajo
En efecto, el artículo 5, apartado 1, de dicho Decreto sigue previendo que, en la Región flamenca, la norma general es el uso de la lengua neerlandesa, pero en su apartado 2 permite ahora que, para «los contratos laborales individuales» se establezca «una versión auténtica en una de las lenguas [oficiales de los Estados miembros de la Unión o del Espacio Económico Europeo (EEE)] que todas las partes interesadas comprendan», siempre que concurran determinados vínculos de conexión con esos territorios. 
En mi opinión, en el contexto del presente asunto podría adoptarse cualquier medida análoga a una u otra de estas opciones, ambas menos lesivas para la libre circulación de mercancías que la normativa objeto del litigio principal y que resultan asimismo adecuadas parar lograr los objetivos de interés general invocados por el Gobierno belga.


En fin, también es desproporcionada la sanción


las sanciones previstas por la normativa objeto del litigio principal no son indispensables para la realización de los objetivos de interés general invocados por el Gobierno belga, dado que el hecho de declarar nulas las facturas que no estén redactadas en lengua neerlandesa no contribuye directamente a la promoción de esa lengua ni facilita los controles administrativos o fiscales. Por otra parte, desde mi punto de vista, esas sanciones tan drásticas son claramente excesivas. 
la nulidad absoluta, … , puede generar una inseguridad jurídica considerable para las dos partes de la relación económica de que se trata, lo cual perjudica al comercio transfronterizo, … principalmente con respecto al vendedor. …  éste deba enfrentarse no sólo a dificultades en materia del IVA o a la pérdida de los intereses de demora devengados en relación con la factura original, sino también a cuestiones de prescripción en cuanto a la emisión de la nueva factura, … .(corre el riesgo de)…  que se impugne de forma meramente oportunista la validez de esos documentos que acreditan el derecho de crédito (y)… las facturas declaradas nulas perderían la totalidad o parte de su valor probatorio.
La STJUE de 21 de junio de 2016 sigue sustancialmente las Conclusiones del Abogado General

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