jueves, 23 de abril de 2015

Valoración crítica de la reforma del Gobierno Corporativo de las Sociedades del Capital




@thefromthetree Decapados

José Carlos González Vázquez ha publicado una interesante columna en la revista Consejeros sobre la reforma de la Ley de Sociedades de Capital en materia de gobierno corporativo. Su juicio general sobre la reforma es positivo lo que no le impide realizar algunas críticas concretas, que examinamos a continuación.

1. La pérdida de nitidez en la distinción entre el tipo de la sociedad anónima y el de la sociedad limitada, reflejada, por ejemplo, en extender a la sociedad anónima la posibilidad de que la Junta interfiera en asuntos de gestión en el nuevo art. 161, posibilidad sólo legalmente reconocida para la sociedad limitada hasta esta reforma, o la extensión a la SA de la regulación del conflicto de intereses en materia de voto originariamente establecido para la SL (art. 190 LSC). “

La pregunta es obvia: ¿para qué seguir manteniendo la dualidad de tipos actual? O mejor dicho ¿qué sentido tiene la SRL tal y como ahora está concebida dada la ambivalencia cada vez mayor de la SA? La única respuesta que se me ocurre es que no tiene sentido tal dualidad a menos que convirtamos la SL en un tipo verdaderamente flexible, barato y desregulado de sociedad privada con limitación de responsabilidad, siguiendo el modelo de otros países de nuestro entorno o del proyecto europeo de sociedad privada unipersonal.
A nuestro juicio, la nueva norma legal es declarativa. Aún antes de su promulgación, debía entenderse que los accionistas podían dar instrucciones a los administradores en una sociedad anónima como podían hacerlo en una sociedad limitada. Nuestro argumento se basa en que el tipo de la sociedad anónima en España no se diferencia, en ese punto, del tipo de la sociedad limitada. En otra entrada hemos justificado por qué una sociedad de capital disperso – las cotizadas – en la que las partes de socio se negocian en un mercado anónimo puede merecer un régimen jurídico imperativo que alcance, no sólo a las normas de protección de terceros y de socios minoritarios, sino también a la propia estructura interna de la compañía. Para reducir los costes de circulación de las acciones, puede ser preferible considerar como competencia exclusiva y excluyente de los administradores sociales los asuntos de gestión e impedir la injerencia de los socios en dicha gestión. Esa prohibición hace más rígido el tipo de la SA pero, a la vez, homogeneiza a todas las sociedades anónimas cuyos accionistas son inversores bursátiles. Condición esencial para que exista un mercado profundo y líquido de cualquier activo es que los activos que se negocian sean homogéneos (piénsese en lo costoso que es un mercado de futuros sobre el trigo si el grano no fuera homogéneo en su calidad. No se podrían formar precios). Pues bien, al prohibir diferencias entre unas sociedades anónimas y otras – todas ellas cotizadas – los inversores pueden despreocuparse del distinto valor que hay que atribuir a cada acción por razones de la estructura de gobierno o el mayor o menor contenido de derechos de la posición de socio en una u otra o la mayor o menor posibilidad de influir en la gestión social o en las decisiones de los socios (piénsese en acciones con voto plural, acciones sin voto, acciones que obtienen doble voto en determinadas circunstancias, privilegios de cualquier clase…) y concentrarse en los flujos de caja que cabe esperar de la inversión en acciones de esa sociedad. La homogeneidad de régimen jurídico y la rigidez del tipo de la sociedad anónima bursátil reduce los costes de negociación de sus títulos en un mercado anónimo.

Como siempre, no hay soluciones óptimas. En la medida en que se desarrollan los mercados de capitales y se reducen los costes de comunicar la información y los mercados se hacen más profundos y líquidos, los beneficios derivados de permitir, también a las sociedades bursátiles, diferenciarse de otras sociedades anónimas también en su estructura de gobierno, en el haz de derechos que atribuye a sus accionistas y de diferenciar distintas posiciones de socio (admitir privilegios) pueden compensar a los mayores costes de información que se genera con la heterogeneidad de los contratos. Corresponde al legislador ponderar esos costes y beneficios y permitir una mayor o menor libertad estatutaria en la sociedad anónima. Y, si está justificada una mayor rigidez en las sociedades cotizadas, resulta absurdo extender esa rigidez a todas las sociedades anónimas ya que, aunque todas las cotizadas son sociedades anónimas, sólo una pequeña parte de las sociedades anónimas son cotizadas. La tendencia legislativa a regular específicamente las sociedades cotizadas no sólo a través de la normativa del mercado de valores sino también a través del Derecho de Sociedades, debe, pues, saludarse. Y debe llevar a la doctrina académica a saludar igualmente la “liberalización” del derecho de sociedades anónimas y, en definitiva, a la equiparación de su régimen jurídico con el de las sociedades limitadas. Pero tiene razón González Vázquez en que ese “movimiento” de liberalización de las sociedades anónimas no cotizadas debería ir acompañado de una liberalización añadida a la sociedad limitada. Volvería así la limitada a ser lo que fue en sus orígenes: una colectiva con responsabilidad limitada y las ventajas – que no los inconvenientes – de la estructura corporativa.

2. La regulación de la retribución de los administradores. En este punto, la reforma ha de saludarse igualmente. Y el autor valora favorablemente la mayor parte del contenido de la reforma. Esperemos que no se boicotee desde la Dirección General de Registros. La crítica de González Vázquez se dirige aquí a la regulación de “la transparencia y control en la retribución variable de los consejeros ejecutivos en las sociedades cotizadas”.  Este tema es importante porque ha conducido a algunos comentaristas a anular las ganancias de flexibilidad en el régimen general de la retribución de los administradores, precisamente, alegando que la reforma ha reducido la transparencia y control de la retribución de los consejeros ejecutivos. Si se tiene en cuenta que estas retribuciones han generado alarma y escándalo social en el marco de la discusión sobre la creciente desigualdad en los países ricos, no está de más que examinemos críticamente la nueva regulación y su contribución o no a exacerbar el problema.
Obsérvese que España es uno de los países donde los salarios de los ejecutivos son, proporcionalmente, más elevados del mundo, sólo por debajo de EE.UU, Suiza y Alemania. González Vázquez se queja de que la retribución de los consejeros ejecutivos, contenida en el “contrato de administración”, se apruebe
sin intervención alguna de la Junta general y sin transparencia o publicidad en cuanto a sus términos y condiciones. Esto parece chocar con la filosofía general de la reforma que pivota sobre la potenciación de la figura de accionista y de la Junta general, así como de la transparencia e información al mercado y tampoco lo soluciona el Código que, en este aspecto, se centra sólo en el diferimiento de la retribución variable y su posible reembolso, así como en la limitación de los golden parachutes (Recomendaciones 59 a 64)..
La crítica es legítima pero no completamente acertada. En primer lugar, los accionistas de las sociedades cotizadas han de aprobar la política de retribuciones, en la cual ha de incluirse información abundante sobre la retribución de los consejeros ejecutivos (art. 529 sexdecies y siguientes) ya que ésta debe “ajustarse” a la política de remuneraciones. Pero, además, nada impide a los accionistas, en ejercicio del derecho de información, que se publique la remuneración total que perciben los administradores ejecutivos individualmente. Y es que, en efecto, la información al respecto es muy relevante para controlar los costes de agencia en sociedades de capital disperso. Y la jurisprudencia ha venido afirmando, de forma constante, que se infringe el derecho de información cuando, a preguntas de un accionista, los administradores no revelan la remuneración individualmente percibida por cada uno de los miembros del consejo. Esa información es relevante para comprobar que, efectivamente, el contrato de administración con el consejero-ejecutivo se ajusta a la política de remuneraciones y, por tanto, se están proporcionando a éste los incentivos adecuados para no asumir riesgos excesivos o para pensar en el largo plazo o incluso para que el administrador ejecutivo tenga incentivos para comportarse desleal o ilegalmente. Por ejemplo, puede manipular las cuentas para aumentar su retribución o simular (“parquinazos”) la adquisición o venta de activos para cumplir con los requisitos para obtener la retribución variable o, por ejemplo, si se les paga un bonus muy elevado por conseguir obras o concesiones administrativas, se eleva el riesgo de que el administrador ejecutivo acabe aprobando o tolerando conductas ilegales en la organización tales como el soborno a funcionarios extranjeros o nacionales, la prevaricación administrativa o el cohecho. Esta conclusión se deriva, obviamente, del hecho de que el derecho de información se extiende a toda la información solicitada que esté relacionada con los puntos del orden del día salvo que pueda argumentarse, razonablemente, que el socio está ejercitando abusivamente su derecho. La retribución de los consejeros ejecutivos representa, a menudo, entre el 0,5 y el 2 % de los beneficios de la sociedad. No puede ocultarse la información al respecto. 

Y ya se ha abandonado, desde hace tiempo, cualquier pretensión de justificar la opacidad de esta remuneración en el derecho a la intimidad de los administradores ejecutivos. Su derecho a la intimidad no incluye su salario. Si quieren que se mantenga en secreto, deben desistir de dirigir una sociedad que cotiza en un mercado bursátil. Pueden verse la Sentencia de la Audiencia Provincial de Madrid de 28 de enero de 2011; la Sentencia de la Audiencia Provincial de Mallorca de 23 de mayo de 2011 y, sobre todo, la Sentencia del Tribunal Supremo de 21 de noviembre de 2011 que pone el dedo en la llaga en relación con el cumplimiento por los administradores de su deber de lealtad:
El control de eventuales nepotismos y favoritismos en la política de personal seguida por los administradores de la sociedad, y de obtención de beneficios al margen del reparto de dividendos, puede justificar el interés de los accionistas en el conocimiento de los datos requeridos, que no puede obstaculizarse al amparo de su pretendida "intimidad"… en principio los hechos referidos a las relaciones sociales y profesionales en que se desarrolla la actividad laboral"… tratándose de retribuciones, la referida sentencia 142/1993 del Tribunal Constitucional precisa que "Las retribuciones que el trabajador obtiene de su trabajo no pueden en principio desgajarse de la esfera de las relaciones sociales y profesionales que el trabajador desarrolla fuera de su ámbito personal e íntimo".
Cita en este sentido, una sentencia de la Sala 4ª de 3 de mayo de 2011 en la que se reitera que
"el salario o la retribución no es un dato de carácter personal ni íntimo susceptible de reserva para salvaguardar el respeto a la intimidad, sino que se trata de un elemento esencial del contrato de trabajo, de naturaleza contractual, laboral y profesional (...) Ni el derecho fundamental a la intimidad personal, ni el derecho a la protección de datos son absolutos pudiéndose y debiéndose, dentro de la relación jurídico laboral, modularse e incluso limitarse, sin que los datos de carácter profesional y laboral se integren, a estos efectos, como datos de carácter personal especialmente protegibles..."

3. Critica, en tercer lugar, el art. 230 LSC que recuerda que “el régimen relativo al deber de lealtad y a la responsabilidad por su infracción es imperativo”.
Esta frase, en realidad, sobraba pues todo el régimen de deberes de los administradores y, más aún, el de su responsabilidad ha sido siempre imperativo sin necesidad de que lo dijera de forma explícita norma alguna. Por ello, la verdadera importancia de esta norma estriba no en lo que afirma explícitamente sino en lo que conlleva de forma implícita: a sensu contrario, la regulación de los deberes de diligencia y la responsabilidad por su infracción no es imperativo, ergo puede dispensarse estatutariamente. Esto supone, sin duda, una novedad radical en materia de responsabilidad societaria que rompe con toda nuestra tradición jurídica para adoptar una solución foránea sin que se nos hayan explicado las bondades de tal giro copernicano y, sólo por ello, ya merece ser criticada, al margen de que casa mal con una reforma que pretende fortalecer el control de los socios y de la Junta sobre los administradores y reforzar, en general, los controles sobre los mismos y sobre el correcto desempeño de sus funciones.
En este punto, estamos con la reforma y no con el profesor de la Complutense. La que él califica como doctrina mayoritaria, no estaba asistida de buenas razones. El Derecho de sociedades es derecho contractual. La relación entre administradores y sociedad es una relación contractual y, en todos los contratos, se puede limitar la responsabilidad por culpa. ¿Por qué habría de ser diferente en el caso del contrato – semejante al mandato – de administración entre la sociedad y sus administradores? Por tanto, a nuestro juicio, esta norma también es meramente declarativa. El deber de diligencia puede modularse en los estatutos pero el deber de lealtad, no. Y la razón, que hemos explicado en otros lugares, es el art. 1256 CC. No es ya que la responsabilidad por dolo no pueda excluirse. Es que un administrador que celebra un contrato con la sociedad y dice en él que no responderá si adquiere un activo social para sí o para una parte relacionada con él por un precio vil o si regala los activos sociales a una cuñada o si distrae fondos de la compañía o si manipula dolosamente las cuentas para ver aumentada su retribución, en realidad, está diciendo que ese contrato no le vincula jurídicamente, puesto que ninguna consecuencia se sigue de que lo incumpla voluntariamente y, por tanto, se está dejando el cumplimiento de su contrato a su arbitrio, que es justamente lo que prohíbe el art. 1256 CC.

4. La última crítica se refiere al “bombo” que se le da en la Ley a la llamada “responsabilidad social corporativa”. Dice González Vázquez
En cuarto y último lugar, y a sabiendas de ser políticamente incorrecto, debo criticar la carta de naturaleza cada vez más relevante que está adoptado la responsabilidad social corporativa tanto a nivel legal (art. 529 ter LSC) como, sobre todo, en el Código de buen gobierno, a diferencia de cuanto acontecía en sus predecesores (1998, 2003 y 2006), tanto a nivel de Principios (24) como de Recomendaciones (12, 53, 54 y 55). Ello provoca incongruencias graves, como exigir que la actuación de los administradores se rija por el interés social entendido como maximización del valor económico de la empresa a largo plazo y, a la vez, que lo concilie con los legítimos intereses de los empleados, proveedores, clientes y restantes “grupos de interés” que puedan verse afectados por su actividad. A mi juicio, esto redunda en una discrecionalidad de los administradores que sólo puede perjudicar a los accionistas: su guía debe ser sólo el interés social, ya que esos otros intereses se protegen por la legislación imperativa aplicable en cada caso (medio ambiente, derecho laboral, fiscal, derechos fundamentales, etc.) y/o de forma contractual (trabajadores, proveedores, clientes, etc.). Todo lo que vaya más allá de dichas obligaciones legales o contractuales debería ser competencia exclusiva de los socios, ya que se ejecutará, al fin y al cabo, a costa de sus legítimos beneficios y, por ello, no deberían poder disponer autónomamente de ellos los administradores bajo el manto “sagrado” de la RSC que no es sino la nueva vestidura del viejo (y superado) concepto institucional del interés social.
No podemos estar más de acuerdo. Como hemos explicado en otras entradas, la responsabilidad social corporativa aumenta el valor de las empresas si se entiende y ejecuta “bien”. Por “bien” queremos decir que se mantiene en volúmenes pequeños y que se diseñe y ejecute con el objetivo de mejorar la reputación de la compañía como “buena ciudadana” y no a la mayor gloria personal del Consejero Delegado o a maximizar la reputación e influencia social y política de los miembros del consejo de administración. Pero de eso ya hemos hablado en otras entradas (aquí, aquí y aquí).

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