miércoles, 25 de mayo de 2016

Apostilla al post sobre el artículo de Errejón

En la entrada correspondiente decía que no entendía bien lo que Errejón quería decir en este párrafo

“(las clases medias)… se ven en la posibilidad… de abandonar las opciones políticas a las que apoyaron en un inicio y que les facilitaron un cierto ascenso social (normalmente por la vía de liberar renta por la consolidación de derechos, para los que ya no hay que dedicar renta de las familias, que permite por ejemplo la democratización del consumo)”.

Creo que ya lo entiendo y, aunque no tengo que cambiar lo que expliqué en esa entrada, creo que la buena fe en la conversación me obliga a añadir algo al respecto.

De ese párrafo se deduce que en la transformación del Estado que anuncia Errejón, los beneficiados del mayor gasto público propio de un gobierno populista no serían exclusivamente las clases populares sino también las clases medias (si aceptamos que no se identifican unas con otras) o, quizá más exactamente, las “nuevas” clases medias, esto es, las clases populares que, gracias al maná del Estado, tienen ahora más capacidad de consumo. Esa mayor capacidad de consumo deriva, no de que hayan aumentado sus ingresos, porque sus salarios u otras fuentes de renta hayan crecido (eso es lo que ocurriría si hay crecimiento económico), sino de que el Estado les presta gratuitamente servicios públicos que, hasta la llegada de los populistas al poder tenían que ser financiados por las familias. En otros términos, si, con el gobierno liberal, las familias tenían que dedicar una parte de su renta a pagar la educación y la sanidad, con el gobierno populista, las familias se ahorrarán dichos gastos y podrán destinarlos a consumir otros bienes y servicios.

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El problema es que la afirmación de Errejón tiene sentido para países como los latinoamericanos en los que el gasto público representa una proporción pequeña de la producción total del país. No para países como España o cualquier otro europeo donde el gasto público representa proporciones cercanas al 50 % del PIB. Es verdad que en España es más bajo que en otros países de Europa, pero no significativamente más bajo y ha crecido más que en otros países en los últimos tiempos. España, por lo demás, tiene enormes dificultades para aumentar la recaudación fiscal que pudiera sostener un aumento significativo del gasto público y éste es bastante ineficiente, de modo que no hay ninguna garantía que un incremento del gasto se traduzca en una mejora significativa de los servicios públicos y de la equidad en su distribución (véase el caso de Italia que tiene una educación y una sanidad peores que las españolas y, sin embargo, un gasto público que supera el 50 % de su PIB. Recuérdese: cuando pensemos en cómo podrían resultar las cosas en España, el “espejo” debe ser Italia y Portugal, no Dinamarca y Suecia. Nos parecemos mucho más a Italia o Portugal que a Dinamarca o Suecia – Tortella –). Por no hablar de que, a menudo, son las clases medias y altas las que más se benefician del gasto público (por ejemplo, en becas universitarias, ya que, con un nivel de abandono escolar espeluznante, sólo los miembros de los deciles más altos de renta llegan a la Universidad).

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La crítica, no obstante, se puede mantener: las familias de clase media no destinarán esos ahorros a otros consumos. Si pueden (porque no se cierran los colegios privados o los hospitales privados) destinarán esos ahorros a mejorar la educación y la sanidad que obtienen para sí y para sus familias.

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Es decir, que las clases medias que vienen a mejor fortuna no se comportan al respecto de forma altruista. En otra ocasión recordamos una frase de Jon Elster que me impactó profundamente. Le preguntaron por un ejemplo de conducta altruista “pura”. Y él dijo: “Mandar a mis hijos a estudiar a la escuela pública”. Porque sus hijos contribuirían a mejorar la educación que recibirían sus compañeros de clase. No en vano, el principal criterio de los padres para seleccionar el colegio de sus hijos es el de averiguar quiénes serán los compañeros de pupitre de sus hijos.

Los vascos, por ejemplo, se han pasado a la inmersión lingüística en euskera (como lengua vehicular) porque los colegios en los que la lengua vehicular es el castellano se han llenado, lógicamente, de inmigrantes. la crítica que se hace a los colegios concertados es que no acogen alumnos de entornos culturales y económicos desfavorecidos en la misma proporción que los colegios públicos.

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Las inversiones privadas en educación y en sanidad son juegos de suma positiva cuando no existen los servicios públicos correspondientes de una mínima calidad. Pero son un juego suma cero – una arms’ race – cuando se convierten en puro consumo conspicuo, destinado a señalar el estatus relativamente más alto de unos en relación con otros. En los EE.UU., la cosa ha llegado al ridículo de que los bebés van a clases preparatorias para poder acceder a los centros de preescolar más reputados. Del mismo modo, en los EE.UU., el gasto público y privado en atención sanitaria es un “outlier” respecto del resto del mundo desarrollado. Gastan una proporción mucho mayor de lo que producen en atención sanitaria que otros países occidentales.

Pero también en este aspecto, la situación en España no tiene mucho que ver con la de los países latinoamericanos o la de Estados Unidos. La enseñanza pública es de mayor calidad que la privada en la secundaria y el bachillerato y es más cara, por alumno, en la primaria (aunque la crisis ha reducido la diferencia en términos de gasto por alumno). Cuando se extendió la enseñanza privada (en manos de la Iglesia), el Estado no estaba en condiciones de proporcionarla y el despliegue de colegios públicos se hizo, sobre todo, en las zonas de menor renta. El que podía pagarse – estoy hablando del franquismo – un colegio “de pago” se lo pagaba, de modo que la segmentación social se produjo. Con la democracia y en los años ochenta, la gratuidad se extendió a los colegios de “pago” vía conciertos. De modo que tampoco en este sentido, puede producirse en España algo como lo que barrunta Errejón: las clases medias no pagan significativamente ni por la educación ni por la sanidad aunque utilicen colegios y hospitales privados (el 85 % de la financiación de la educación es pública) pero, si disponen de los fondos, incrementarán su gasto en educación y salud.

Por esta razón, podemos concluir que los planteamientos de Errejón exigen de un grado de dirigismo estatal de la vida de los particulares muy superior al actual. Las “manías” del consejero de educación valenciano son un buen ejemplo: las clases medias no quieren que el Estado dirija la educación de sus hijos ni les comprima lo que gastan en eso y en cuidar de su salud. De ahí que haya que manipularlas para convencerlas. Lo que debería proponer un buen populista (a la Roosevelt) es mejorar sistemáticamente la calidad de la enseñanza pública y de la sanidad pública para que mandar a tus hijos a la escuela pública no sea un acto de altruismo, sino un acto de egoísmo (y de amor a tus hijos). Hacerlo manu militari solo es posible en épocas “constitucionales” (se explica así el modelo francés o por qué el belga es mucho más parecido al español). 

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Y, está demostrado, la mejora de la enseñanza y la sanidad públicas no pasan por aumentar (aunque es necesario “estabilizar”) el gasto público en países desarrollados, sino por dar autonomía a los centros, de manera que puedan experimentar; mayor protagonismo a padres y profesores que a políticos (lo que ha ocurrido en España con las lenguas vernáculas ha sido terrible, porque ha condicionado toda la intervención pública en la educación por parte de las autonomías) y exigir a los centros que compitan por atraer a los mejores maestros y alumnos y rindan cuentas a la Sociedad. El aumento del gasto público, dicen los expertos, ha de concentrarse en el preescolar y en la educación primaria.

En definitiva, la propuesta de Errejón tiene un tufo totalitario que sólo puede considerarse paternalista en el buen sentido de la palabra en países en vías de desarrollo. No es una buena receta para países desarrollados con amplísimas clases medias y donde los mercados funcionan razonablemente bien. En nuestro país, necesitamos menos recetas de chamanes y más exploradores.

Fe de erratas: atolondramiento y disolución

Hace poco publiqué una entrada en Almacén de Derecho bajo el título

 

Cuestiones: ¿Por qué el acuerdo de disolución en la sociedad limitada se adopta por la mayoría requerida para la modificación de estatutos?

que decía lo siguiente:

La sociedad de capital podrá disolverse por mero acuerdo de la junta general adoptado con los requisitos establecidos para la modificación de los estatutos. Art. 368 LSC

Esta norma es una regla especial respecto de la regla general contenida en el art. 199 LSC para la sociedad limitada. Dice el art. 199 LSC

a) El aumento o la reducción del capital y cualquier otra modificación de los estatutos sociales requerirán el voto favorable de más de la mitad de los votos correspondientes a las participaciones en que se divida el capital social.

b) La autorización a los administradores para que se dediquen, por cuenta propia o ajena, al mismo, análogo o complementario género de actividad que constituya el objeto social; la supresión o la limitación del derecho de preferencia en los aumentos del capital; la transformación, la fusión, la escisión, la cesión global de activo y pasivo y el traslado del domicilio al extranjero, y la exclusión de socios requerirán el voto favorable de, al menos, dos tercios de los votos correspondientes a las participaciones en que se divida el capital social.

Así pues, en la sociedad limitada, al acuerdo de disolución no se le aplica el art. 199 LSC, sino el art. 198 LSC por remisión del art. 368 LSC que se refiere explícitamente a “la sociedad de capital”. El art. 198 LSC establece como mayoría la de los votos válidamente emitidos

“siempre que representen al menos un tercio de los votos correspondientes a las participaciones sociales en que se divida el capital social. No se computarán los votos en blanco”.

La conclusión es que el acuerdo de disolución voluntaria de la sociedad limitada, a diferencia de los acuerdos de modificación de estatutos, de los acuerdos que implementen modificaciones estructurales o de los que afecten específicamente a socios determinados (igualdad de trato) no está sometido a mayorías reforzadas.

La explicación es la siguiente: el socio mayoritario debe tener siempre a su disposición la posibilidad de desinvertir. Desinvertir forma parte del contenido esencial del derecho de propiedad en relación, en el caso de empresas, con el derecho a la libertad de empresa. Por tanto, el legislador no puede dificultar la desinversión sin una causa justificada, de forma que la restricción del derecho de propiedad sea adecuada, necesaria y proporcional. La jurisprudencia alemana dice, en este sentido, que la decisión de disolver la sociedad puede ser adoptada por el socio mayoritario sin necesidad de alegar justificación alguna, está justificada por sí misma (“disuelvo porque me da la gana y he decidido desinvertir, esto es, liberar mis bienes de los vínculos a los que están sometidos en virtud del contrato de sociedad”)  STS 28-V-2002, Ar. 7347, lo que no santifica el destino que se dé a los activos sociales en fase de liquidación (como no parece apreciar la STS 17-III-2006).

El error en el que incurrí es, casi, evidente, aunque el título de la entrada era correcto. Cuando el art. 368 LSC establece la mayoría necesaria para adoptar el acuerdo de disolución, se remite a la necesaria para “modificar los estatutos” y el art. 199.1 LSC es el que establece, para la sociedad limitada, la mayoría necesaria para modificar los estatutos, no el art. 198. De manera que la explicación subsiguiente, siendo correcta, era claramente errónea. Lo que la Ley dice que es que la disolución es equivalente a una modificación de estatutos y, por tanto, el que “puede” lo segundo, “puede” lo primero. Y se aplican las mayorías requeridas para la modificación de estatutos, esto es, las del 199 a) LSC en el caso de la sociedad limitada.

La lección aprendida es que equivocarse en un post permite que la corrección de los errores sea más rápida. Faltó tiempo para que un atento lector me indicara el error y que un colega, que es menos atolondrado que el que suscribe, me indicara que el lector tenía razón. He suprimido la entrada del Almacén de Derecho. Como el error es de bulto, dejarlo aquí reseñado puede ser útil para que un estudiante pueda recordar más fácilmente la mayoría aplicable a los acuerdos de disolución y para recordar también que saber más que la media de un tema no te libra de meter la pata.

martes, 24 de mayo de 2016

Convenciones



“Imaginemos una fiesta… e imaginemos que un individuo lleva una ropa a la fiesta que no es acorde con las convenciones sobre la ropa que uno lleva a una fiesta. Este individuo no daña a nadie, pero está establecido en nuestras bases culturales comunes qué tipo de ropa lleva uno a una fiesta y este individuo se comporta, intencionadamente, de manera no conforme con la convención. Como todos asumimos que cualquiera se identifica con sus compatriotas culturalmente hablando y que quiere formar parte de ese grupo, la inferencia es que el in-conformista no quiere identificarse o asociarse con nosotros y, como él sabe lo que nosotros pensamos al respecto, no respeta nuestras valoraciones. En consecuencia, no nos fiamos de él porque él no favorece ni respeta a nuestro grupo”
Pero
“se puede interpretar vestir de cualquier forma en una celebración como inmoral si provoca daño o muestra falta de respeto de los demás, en el sentido de arruinar la celebración para los otros o hacer que los demás sientan que están siendo tratados como inferiores. No es, por tanto, la disconformidad con la convención per se, sino el daño que la falta de cumplimiento con la convención puede causar o la falta de respeto que refleja lo que induce al juicio moral negativo
Piensen en la polémica sobre los colegiales que querían ser exceptuados de la obligación – convencional – de saludar a sus profesoras dándoles la mano alegando que sus convicciones religiosas les impedían el contacto físico con personas del otro sexo. Sigue diciendo Tomasello que las normas culturales – las convenciones – se conectan con la moralidad exactamente en el grado en que se conectan, d cualquier forma, con las actitudes naturales en los humanos de simpatía y corrección – fairness – que preexisten a la formación de grupos unidos por una misma cultura. Dar la mano a tu maestro o maestra es una norma de buena educación tan básica en las sociedades occidentales que apela inmediatamente a esas actitudes morales previas de simpatía y comportamiento correcto en relación con otra persona que se dedica a educarte. Y esa conexión con la moralidad se vuelve, entonces, inmediata, lo que lleva a “no entender” la regla cultural a la que apelan los padres de estos niños para prohibirles que saluden a sus profesoras con un apretón de manos. Lo “incomprensible” de la norma religiosa – su falta de racionalidad – refuerza esa conexión con nuestras propias convicciones morales más primitivas: que los demás han de ser tratados con respeto e igual consideración. La regla religiosa sería más “comprensible” para un suizo y, por tanto, su condena moral menos inmediata si los musulmanes no saludaran con un apretón de manos a nadie, ni a hombres ni mujeres. Al concentrarse en mujeres, resulta inevitable para alguien que siente simpatía y respeto por la igual dignidad de los prójimos enjuiciar moralmente la negativa de esos chicos a cumplir con lo que no es, aparentemente, más que una convención.

Michael Tomasello A Natural History of Human Morality, p 99 y 126

¿El ocaso de los bancos de inversión?

DEAL

Fuente: When A Bank Works Both Sides, The New York Times, Andrew Ross Sorkin

Juan Sánchez Calero ha publicado una entrada en su blog en la que se plantea esta cuestión al hilo de un artículo de The Wall Street Journal (sí, Juan Sánchez-Calero se lee el WSJ a diario). Básicamente, el artículo explica que las empresas utilizan en menor medida los servicios de un banco de inversión cuando realizan una adquisición de una empresa, emprenden una fusión o se ponen en venta. Y el artículo trata de explicar las razones. Lean la entrada que lo explica claramente.

Si el problema es que los bancos de inversión son unos asesores muy caros sin que su intervención genere ganancias a las partes que cubran su retribución, el ocaso parece definitivo en relación con las grandísimas empresas, al menos. En estas, al igual que ocurre con los despachos de abogados, las labores correspondientes se realizarán en el seno de la propia empresa y, del mismo modo que tienen in house counsel para resolver los problemas jurídicos, tendrán un banquero de inversión in house para las operaciones de M & A. En cierta ocasión me dijeron que una gran petrolera internacional tenía un equipo interno de M & A que superaba las cien personas y que la compañía había realizado 700 operaciones de M & A en solo un año. Aunque sea exagerado y muchas de esas transacciones sean tan pequeñas como comprar o vender una estación de servicio, comprenderán que esa gran petrolera no necesita un banquero de inversión para nada. Ni para que le busque targets, ni para que le calcule el precio que ha de pagar, ni para obtener información sobre la empresa que se quiere comprar ni para saber como encaja esa empresa en el grupo adquirente. Y, por supuesto, tampoco para negociar ese tipo de contratos.

Por tanto, si este es el problema, salvo que los bancos de inversión se pongan las pilas, reduzcan su remuneración y añadan valor a la transacción en la que participan (y conozcan el mercado mejor que sus mayores players), asistiremos a una reducción de la parte del pastel del que pueden apropiarse los banqueros de inversión.

El problema puede ser, también, el de los conflictos de interés. En esta entrada nos ocupamos extensamente de tales conflictos y hacíamos referencia también a una serie de entradas publicadas por Epicureandeal – un banquero de inversión que permanece en el anonimato – acerca del interés personal de Warren Buffet en denigrar a los bancos de inversión: son sus competidores. Buffet se dedica a comprar y vender empresas y, normalmente, “trata” directamente con los dueños o con los compradores. La intervención de un banco de inversión asesorando a los dueños o a los compradores encarece la operación ¡para Warren Buffet! porque, normalmente, el dueño asesorado por el banco de inversión o los compradores asesorados consiguen un mejor precio para sus clientes y, naturalmente, ese mayor/menor precio perjudica a Buffet.

Quizá, junto al problema de los conflictos de interés, hay otro que pasa más desapercibido: los mejores – más reputados – bancos de inversión, al igual que los mejores – más reputados – despachos de abogados se diferencian de los menos reputados en que logran que la operación culmine en mayor medida que sus competidores. Esto es, un gran despacho de abogados tiene una ratio de operaciones que concluyen con la adquisición o fusión mayor que los de “segunda fila”. Si los clientes creen que esta “presión” por realizar la operación les lleva, a menudo, a caer en la maldición del ganador (winner’s curse) que sufre el que acaba pujando más alto y muy por encima del valor de lo subastado, pueden empezar a prescindir de aquellos que, no solo no les protegen frente al sobreprecio, sino que le inducen a sufrir tal maldición.

En fin, como el artículo de WSJ cuenta, los adquirentes pueden tener menos problemas para financiar la adquisición en estos tiempos y, por tanto, los servicios del banco de inversión son también menos necesarios. Y, sobre todo, la tendencia a prescindir de tales servicios es mucho más marcada en el lado comprador que en el lado vendedor. Como dice el WSJ

“es especialmente difícil para una compañía que está en el lado vendedor de una transacción ir por su cuenta… (porque) coordinar una subasta con múltiples postores sin un banco es muy difícil y expone a la compañía a riesgos jurídicos”.

Esto de los riesgos jurídicos se entiende si se tiene en cuenta que en los EE.UU., prácticamente todas las operaciones de M & A acaban ante los tribunales. Los abogados tienen enormes incentivos (cuota litis) para pleitearlas porque muchos de estos pleitos acaban en un acuerdo, esto es, no llegan a juicio, pero la compañía demandada acepta cubrir las costas de los demandantes. Sería curioso que la enorme ineficiencia del sistema jurídico norteamericano en lo que a generación de litigios se refiere fuera aún mayor porque obligase a las empresas a contratar a los intermediarios más caros del mercado para llevar a cabo operaciones económicas sin un riesgo significativo de acabar siendo condenado ante un tribunal.

lunes, 23 de mayo de 2016

Una firma en el reverso de una letra (y no solo en el anverso) es un aval si no es un endoso

en la valoración del artículo 36 LCCH , afloran tres consideraciones con relación a la cuestión planteada.

La primera, en contra de lo argumentado por la recurrente, y de acuerdo con los antecedentes de la norma, es que la propia configuración normativa del precepto no responde a una expresión rígida o taxativa, sino claramente alternativa en el desarrollo de su disposición («letra o suplemento», «aval o cualquier otra fórmula equivalente»).

La segunda es que el condicionante expresamente previsto para que la simple firma valga como aval es que dicha firma «pueda ser diferenciada» en el círculo cambiario («que no se trate de la firma del librado o del librador», reza el precepto, al que cabe añadir la del endosante).

Por último, la tercera consideración, conforme a la naturaleza y función del título valor, es que el alcance y significado de la firma cambiaria en el reverso, es decir, su diferenciabilidad como aval de garantía, debe inferirse de la interpretación intrínseca del propio título valor, sin acudir a otros medios extrínsecos al mismo.

En el presente caso, de acuerdo con las directrices y reglas de interpretación señaladas, la firma en el reverso de los citados pagarés es susceptible de ser apreciada como una declaración cambiaria de aval en garantía, pues atendiendo al propio título valor resulta claramente diferenciada e inconfundible con los otros firmantes del título, librador y librado, reconociéndose expresamente su no condición de endosante.

Conclusión interpretativa, de conservación de la declaración cambiaria, acorde también con el principio de conservación de los actos y negocios jurídicos [ STS de 15 de enero de 2013 (núm. 827/2014 )]. Que, a su vez, no puede ser generalizada o extrapolada, de forma indiscriminada, a aquellos supuestos en donde el título valor haya sido objeto de circulación. Por último, debe precisarse, en contra de lo alegado por el recurrente, que la firma como mera «toma de razón» no constituye una declaración cambiaria.

Sentencia del Tribunal Supremo de 5 de mayo de 2016

¿Cómo disuadir al próximo Volkswagen?

En esta entrada, publicada en el blog de la Law School de Columbia, Coffee (ya saben uno de nuestros favoritos) analiza el caso Volkswagen y nos cuenta algunas cosas que no sabíamos: que Volkswagen es reincidente. Que hubo un caso de manipulación de los motores el pasado siglo en los Estados Unidos que afectó a Ford y otras compañías y también, a Volkswagen y que estos casos se saldaron con unas multas que no tenían nada de disuasorias. Ergo, lo raro es – se pregunta Coffee – que cuando Volkswagen adoptó la decisión de volver a manipular los motores de sus vehículos diesel para cumplir con los severos requisitos de la legislación californiana, no acabara decidiendo que valía la pena incumplir la ley porque, incluso si los pillaban, la multa sería inferior al coste de cumplir con la ley.

A continuación, se pregunta por qué esas multas no son disuasorias y recuerda los límites a su elevación dado que, al final, quienes las pagan no son los que cometen materialmente la infracción, sino los accionistas dispersos de las grandes empresas, accionistas que son, en última instancia, los ahorradores para su pensión u otros inversores institucionales. Estos, que están diversificados, tienen pocos incentivos para vigilar de cerca el comportamiento moral y conforme a la ley de los que dirigen y gestionan las empresas. Además, las multimillonarias multas que han caído sobre los grandes bancos norteamericanos aumentan el riesgo de que el contribuyente tenga que rescatar más bancos y, en último extremo, si hay responsabilidad limitada por las deudas sociales, una compañía sobreendeudada no se verá disuadida de cometer ilegalidades puesto que no se puede caer más bajo que en la quiebra y liquidación de la compañía.

Hacer responsables personalmente a los directivos es muy costoso. Coffee da una razón que nos ha parecido especialmente interesante: para sancionar a un individuo (a diferencia de los acuerdos con las autoridades a las que nos tienen tan acostumbrados los norteamericanos) requiere probar el dolo o la culpa personal del directivo y, a menudo, eso no es tan fácil. Además, las posibilidades de derivar la responsabilidad indemnizatoria o pecuniaria del directivo sobre la compañía – o la compañía de seguros de D & O – son amplias.

De ahí que Coffeee proponga utilizar la retribución de los administradores para elevar los incentivos de éstos a asegurar el cumplimiento en el seno de la organización que dirigen. Y echa mano de una institución medieval: la responsabilidad colectiva o del grupo para inducir el comportamiento correcto por parte de los miembros del grupo. En la Edad Media, a menudo, las “naciones” de comerciantes eran responsables de los incumplimientos de sus miembros en relación con un comerciante local de la ciudad o país donde la “nación” tuviera su corporación. Y había represalias, esto es, si un comerciante genovés no pagaba una deuda en Amberes, los demás comerciantes genoveses podían verse obligados a pagar por él pero, si un comerciante flamenco hacía lo propio en Génova, sus paisanos podían verse igualmente obligados a pagar por él. La responsabilidad colectiva tiene el mismo sentido que la atribución de responsabilidad a cualquier tercero distinto del causante del daño o del contratante incumplidor. Las compañías de seguro, por ejemplo, actúan como garantes del cumplimiento del asegurado porque tienen incentivos para vigilar la conducta de éste y elevar la prima si observan que ha aumentado el riesgo y, en sentido contrario, rebajar la prima cuando el asegurado da señales de que se ha convertido en un riesgo “mejor” porque la probabilidad de incumplimientos se ha reducido.

Coffee propone que

“el Derecho podría imponer una sanción colectiva a todos los directivos de la compañía con independencia de que sean o no culpables personalmente de la infracción… siempre que la infracción supere un cierto umbral de gravedad. Por ejemplo, se podrían suspender automáticamente todos los bonus, los programas de opciones sobre acciones o la entrega de acciones y los incentivos retributivos semejantes durante un plazo de algunos años. Esta amenaza de responsabilidad colectiva disuadiría a los ejecutivos de todos los niveles y les incentivaría para asegurarse de que la compañía cumple con las normas.

Añade Coffee algo que tiene especial interés y es que la sanción que recibiría el directivo incumplidor sería más elevada: se ganaría el desprecio y la animadversión de sus compañeros a los que habría hecho incurrir en una pérdida económica significativa.

Al leer esto me acordé de lo que me contó un directivo para explicarme por qué se cambió de empresa. Uno de sus clientes – de los clientes asignados al grupo que dirigía este directivo – dejó de pagar a la compañía alegando dificultades financieras. Los máximos ejecutivos no querían ser duros con ese cliente porque se trataba de una empresa muy bien conectada políticamente y muy bien conectada en los “salotto buono” de la capital de España. ¿Con qué cara iban a jugar al golf los miembros del consejo de administración con la familia dueña de esa empresa después de haberle embargado sus propiedades y haber ejecutado las garantías? De manera que los máximos ejecutivos decidieron asumir la pérdida. Naturalmente, la pérdida la soportaron también los miembros del equipo de ese directivo que se quedaron sin bonus ese año porque éste dependía de que se cobrase efectivamente a ese cliente. El directivo, tras levantar la voz en el Consejo de Dirección, se cambió de empresa no antes sin decir a sus jefes que lo más intolerable de su decisión es que sus subordinados – los del directivo – se iban a quedar sin bonus ese año a pesar de que habían trabajado duramente para conseguir los objetivos marcados. Y, por tanto, que le habían dejado a él a los pies de los caballos. Les dijo otras cosas, por ejemplo, que si en vez de ser quien era el cliente hubiera sido otro, sin tantos contactos, no habrían tomado la misma decisión. La presión de tus iguales es la más efectiva para hacerte cumplir las reglas.

La propuesta de Coffee tendría una ventaja añadida, derivada también de la peer pressure: los más proclives al riesgo serían controlados por los que están en mejores condiciones de hacerlo. Si mi bonus depende sólo de lo que yo gane (¡en el corto plazo!) mis incentivos para saltarme las reglas son muy superiores a si mi bonus depende, negativamente, de que ninguno de mis colegas se salte las reglas.

Coffee propone una segunda medida – mucho más compleja de articular – para reforzar la protección de los delatores (whistleblowers) en el seno de las compañías. Como es sabido, el 20 % de las denuncias provienen de empleados de la compañía. Coffee propone crear una suerte de fundación – un trust – a la que las empresas que llegan a un acuerdo con las autoridades después de haber sido pilladas cometiendo una infracción grave de las normas aplicables, aportaran un porcentaje de la multa. Los patronos de esa fundación deberían destinar los fondos a pagar el premio a delatores que aportaran información relevante y que, tras su análisis por expertos, se trasladaría a la agencia pública encargada del enforcement de las normas infringidas en el mismo sector de la empresa infractora que hubiera “aportado” al fondo. Coffee cree que la existencia de esta fundación reduciría los costes de los whistleblowers de denunciar a la vez que reduce el trabajo de la agencia estatal encargada de hacer cumplir las normas.

viernes, 20 de mayo de 2016

Del lío de la estelada y el ridículo del PP

pisarello

El PP es un maestro en crear lío donde podía no haberlo y en enardecer a sus tropas a costa de la convivencia pacífica y armoniosa entre los españoles. Esa es la estrategia del PP en el último ciclo electoral. Fortalecer al enemigo de su enemigo (a Podemos en relación con el PSOE) y acusar de blandos (a Ciudadanos) a los que podrían robarle votos.

El Gobierno no ha movido un dedo para acabar con las multas lingüísticas en Cataluña que son, sin que quepa la menor duda, inconstitucionales y contrarias al Derecho europeo. No he encontrado la sentencia que se pronuncie sobre la constitucionalidad del art. 128 del Código de Consumo de Cataluña que es la base legal de las sanciones correspondientes. Sí se ha admitido a trámite el recurso interpuesto por ¡el Defensor del Pueblo! ¡en 2010! Y el Tribunal Constitucional ¿todavía no ha resuelto? Hay sentencias que han reconocido el derecho de cualquiera a que las normas por las que se le sancionan estén en castellano y en esta se anula una sanción impuesta a ING.

En relación con la estelada, el PP ha vuelto a dar una excusa excelente para presentarnos como unos cabestros ante los mismos que multan con alegría a los que deciden rotular sus establecimientos como les sale de su corazón y ante los mismos que intentan que la bandera de España o los símbolos que puedan recordar a España no estén presentes en Barcelona. La señora Dancausa debió asesorarse mejor antes de anunciar la prohibición de introducir esteladas en la final de la Copa del Rey.

¿Qué es lo que dice la Ley al respecto? No hace falta repetirlo aquí. Lo ha explicado Tsevan Rabtan en su blog.  La Ley 19/2007, de 11 de julio, contra la violencia, el racismo, la xenofobia y la intolerancia en el deporte prohíbe en su art. 6.1 b)

Introducir, exhibir o elaborar pancartas, banderas, símbolos u otras señales con mensajes que inciten a la violencia o en cuya virtud una persona o grupo de ellas sea amenazada, insultada o vejada por razón de su origen racial o étnico, su religión o convicciones, su discapacidad, edad, sexo o la orientación sexual.

¿Constituye la prohibición de la estelada una aplicación razonable de este precepto? Prima facie, no. Una interpretación amplia de la prohibición podría incluir a los españoles más nacionalistas para los que la presencia de la estelada suponga una ofensa o vejación. Pero es fácil concluir que esa norma – dada su ratio – no autoriza, sin más, a un poder público a impedir su exhibición, tampoco en un estadio de fútbol.

Repárese que hemos dicho que la norma no autoriza a un poder público, es decir, la Ley impone restricciones a los particulares y ordena a los poderes públicos que velen por su aplicación. Pero los particulares pueden establecer, en ejercicio de su autonomía, restricciones más intensas que las establecidas en la Ley y por las razones que tengan a bien considerar.

En consecuencia, el organizador de la competición en la que se enmarca el partido concreto puede establecer (con límites que no procede aquí examinar) limitaciones adicionales a las legales a lo que se puede introducir o no en un estadio si se quiere presenciar el partido de la competición correspondiente. En el fútbol, la champions la organiza la UEFA. El Mundial, la FIFA, el campeonato liguero, la LFP y la Copa del Rey, la Federación Española de Fútbol. Y, con más razón, el dueño del estadio u organizador del espectáculo futbolístico de que se trate.

La UEFA ha establecido una regulación autónomo-privada sobre los símbolos políticos en los estadios. Así reza un reglamento suyo (no sé si es el que está “en vigor” pero a los efectos que importan, nos vale). Queda prohibido introducir en los estadios

pancartas u otros carteles con textos o mensajes ofensivos, maliciosos, provocadores, políticos, racistas, sectarios o de alguna manera discriminatorios; (g) banderas, mástiles, pancartas, insignias, sombreros y otros tocados, artículos inflamables o símbolos susceptibles de alterar el orden, amenazar la seguridad u obstaculizar la vista a otros espectadores;

Los clubes que participan en los torneos de la UEFA han de cumplir con estas normas y velar porque, cuando venden entradas para los partidos, nadie entre en los estadios con este tipo de símbolos. El Barcelona no quiere enterarse de lo que significa ser de un club. Si no te gustan las reglas, las cambias – estos clubes son democráticos – o te sales del club (es más ridículo, porque el Barcelona prohíbe introducir símbolos políticos a los que acuden a su estadio).

La UEFA prohíbe los textos ¡políticos! y los ¡sectarios! y los ¡discriminatorios!

- ¡Eso sí que es una restricción de la libertad de expresión! ¿Por qué no puedo desplegar una pancarta que diga Visça Catalunya lliure en el Camp Nou en un partido de la Champions League? Eso si que es una expresión genuina de mi libertad ideológica.

-Bueno, no puede usted expresarse libremente aquí y ahora. Si quiere Vd., expresarse lo hace en la calle o en su casa, pero no en un partido de una competición que organizo yo.

- La UEFA está restringiendo mi libertad de expresión

- Mire, la UEFA no es un poder público. Su libertad de expresión está protegida frente a restricciones o injerencias de los poderes públicos. Pero fíjese si puedo restringir su libertad de expresión que ahora mismo le apago el micrófono y dejamos de oírle y que no sólo le prohíbo que despliegue símbolos políticos sino que le prohíbo hacerlo si, simplemente, molestan a otros espectadores porque reducen su visibilidad del campo de juego. ¡hala, a Parla!

¿Sospechan por qué la UEFA impone unas restricciones tan extensas a los mensajes políticos en sus competiciones? Porque son una organización internacional y no quieren líos. Dado el debate territorial en España y la vinculación entre los equipos y los territorios, hay que aprender, sin duda, de la UEFA en esta materia.

La Real Federación Española de Fútbol podría haber puesto en vigor una regulación similar a la de la UEFA desarrollando la Ley 19/2007 en relación con la Copa del Rey. Y, si lo hubiera hecho, seguramente habría copiado la regulación de la UEFA. Y no entiendo a qué espera la LFP para hacer lo propio respecto del campeonato de liga. Pero no lo ha hecho. Y lo que tenemos que enjuiciar es si un poder público – o sea, la Delegación del Gobierno – puede ordenar a la policía que impida la introducción en el estadio de la estelada.

Descartado que la estelada entre en el ámbito de aplicación del art. 6.1 b de la Ley 19/2007, la Delegada del Gobierno ha de encontrar un apoyo distinto para tomar tal decisión de prohibición. Y éste no puede ser otro que el de cumplir con su obligación de velar por el mantenimiento del orden público como jefa de las fuerzas de seguridad, obligación minuciosamente desarrollada en otros preceptos de la misma ley. En particular, el art. 10 sobre la declaración de un partido como de “alto riesgo” que permite, en tal caso, adoptar las medidas “previstas en el artículo 6 que se juzguen necesarias para el normal desarrollo de la actividad”. En el artículo 6 es donde se recoge la posibilidad de prohibir el acceso al estadio con pancartas o banderas. Y, en ese mismo artículo 6, en la letra f) se añade que se puede prohibir

cualquier otra conducta que, reglamentariamente, se determine, siempre que pueda contribuir a fomentar conductas violentas, racistas, xenófobas o intolerantes”.

Ahora ya tenemos más “mimbres” con los que enjuiciar la decisión de la delegación del gobierno.

Daremos por supuesto que el final de la Copa del Rey entre el Barcelona y el Sevilla es un partido de alto riesgo (aunque no haya sido declarado como tal por la Comisión antiviolencia regulada en el art. 20 de la Ley). Los acontecimientos políticos en los últimos dos o tres años y la creciente utilización de los partidos del Barcelona para fines políticos incluyendo la pitada al himno nacional y al Rey de España permiten deducir que los aficionados culés aprovecharán su visita a Madrid para reiterarnos su opinión acerca del himno nacional y el Rey de España. Y si repartieron silbatos en ocasiones anteriores para reforzar el estruendo de su desprecio al símbolo español por antonomasia, no cabe duda de que lo harán en esta ocasión. Con las agravantes de que, también en los últimos tiempos, se han sucedido los desprecios a los símbolos españoles en la ciudad de Barcelona retirándose bustos del rey emérito, intentándose por el vicealcalde impedir la exhibición de una bandera española y declarando que la presencia del Ejército Español en una feria educativa no era del agrado del Ayuntamiento de Barcelona. Añádanse las continuas ofensas a los símbolos españoles por parte de un gran número de cargos públicos catalanes y se comprenderá que la probabilidad de que se repitan esas ofensas tiende a la certeza absoluta.

Lo que tiene de particular el partido de la final es que se celebra, no en Barcelona sino en Madrid y que enfrenta al Barcelona con el equipo cuya hinchada es, probablemente, la más “nacionalista española” de todo el país. Sevilla es elegida habitualmente para los partidos de la selección porque los sevillanos, entre todos los españoles, son los hinchas que más aprecian los símbolos españoles. No creo que esto sea discutible.

De esta descripción se deduce que las circunstancias concretas en las que se va celebrar el partido de la final de la Copa del Rey de 2016 no permiten excluir que se produzcan incidentes de orden público. No ya, o no especialmente, porque los más exaltados de los culés hagan algo más que ondear banderas, soplar silbatos o insultar a personas jurídicas e instituciones. No. Sino porque existe el riesgo de que entre los más exaltados de los madrileños o sevillistas se produzcan reacciones violentas a estas actuaciones por parte de los aficionados barcelonistas. Tú y yo no lo haríamos. Pero, si fuera por tí y por mí, no harían falta medidas de seguridad en un estadio de fútbol. Jamás llegaríamos a las manos ni lanzaríamos objetos que puedan dañar a otros ni nada de nada. El problema es que no todo el mundo es como tú y como yo.

Por tanto, la Delegación del Gobierno puede plantearse razonablemente que la presencia masiva de banderas esteladas en el estadio eleva significativamente el riesgo de altercados violentos. No porque sea un símbolo de nada violento. Sino porque, en las circunstancias concretas, aumenta el riesgo de provocar comportamientos violentos. Cualquier símbolo político en un acontecimiento deportivo aumenta, en abstracto, el riesgo de conductas violentas si se trata de una cuestión – la política – sobre la que exista división de opiniones entre el público. El legislador, sin embargo, no ha prohibido en general la exhibición de símbolos políticos. Como sí lo ha hecho la UEFA. Pero el legislador ha permitido que las restricciones se intensifiquen cuando sea necesario atendiendo a las circunstancias del partido de fútbol que se disputa en un lugar y en un momento determinado.

De modo que, sobre la base del art. 6 f) de la Ley, la Delegación del Gobierno puede prohibir el acceso al recinto deportivo con objetos distintos de los prohibidos legalmente si tal prohibición constituye una medida adecuada, necesaria y proporcionada para evitar que se produzcan actos violentos en el estadio.

Tal juicio ha de hacerlo la autoridad pública ex ante, de manera que el control judicial de su decisión debe evitar caer en el llamado sesgo retrospectivo. Lo que ha de preguntarse el juez es si la decisión administrativa de prohibir el acceso al estadio con una estelada es una medida adecuada, necesaria y proporcionada para reducir el riesgo de violencia atendiendo a todas las circunstancias descritas. Y ¿cuál es el resultado de semejante ponderación?

A mi juicio, no es desproporcionado prohibir el acceso a la final de la Copa del Rey con cualquier pancarta o símbolo político. No ya la estelada o silbatos, sino con cualquier símbolo político. Dado que corresponde a la Delegación del Gobierno calibrar el coste, ha de hacerlo, sobre todo, teniendo en cuenta la intensidad y envergadura de la restricción a la libertad de expresión que se impone y los beneficios que, para el bien jurídico del “orden público”, supone la restricción. Creo que el coste es muy pequeño. Obviamente, un partido de fútbol no es uno de esos ámbitos – compárese con una manifestación o una reunión – que se generan, precisamente, para ejercitar el derecho a la libertad ideológica o de expresión,  de manera que el beneficio para el orden público no ha de ser demasiado grande para justificar la restricción.

Ahora bien, la carga de la argumentación corresponde a la Delegación del Gobierno porque, como hemos dicho más arriba, prima facie la exhibición de banderas esteladas no encaja en la letra b del art. 6.1 de la Ley 19/2007. Si Dancausa hubiera sido diligente, habría preparado un informe en el que justificase su decisión, informe que incluiría que, cuando se han desarrollado actos catalanistas en Madrid, se han producido incidentes (Blanquerna) y que la seguridad de todos los aficionados está mejor servida si los independentistas-culés no acuden al estadio con una bandera que simboliza, hoy por hoy, el separatismo y el rechazo a España.

El Juez ha anulado la instrucción de la Delegación del Gobierno afirmando ¡ay las reglas sobre la carga de la prueba y la argumentación! que

"En ningún caso ha resultado probado en este momento procesal que la exhibición de la llamada estelada puede incitar a la violencia, el racismo, la xenofobia o cualquier otra forma de discriminación que atente contra la dignidad humana"… "Como manifestación de una ideología política o creencia"…, "no se justifica [por parte de la Administración] en qué medida infringe el orden jurídico existente y en qué medida pudiera seguirse perturbación grave de los intereses generales".

El PP ha hecho el ridículo una vez más.

Canción del viernes y nuevas entradas en el Almacén de Derecho


Smokie: Living next door to Alice

Caso: adquisición de acciones propias

Por Jesús Alfaro Águila-Real Lo que sigue es un párrafo de una columna de Matt Levine “¿Puede comprarse una empresa a sí misma? La respuesta es no, pero casi… Biglari Holdings Inc., que se conocía anteriormente como Steak n Shake Co., y que cambió su...leer más

jueves, 19 de mayo de 2016

¿Puede impugnar el acuerdo un socio que hubiera votado a favor?

Sí. Massaguer:

“La reforma ha suprimido la exigencia de que se hiciera constar en acta la oposición del socio al acuerdo impugnado a la que antes se sometía la legitimación activa d los socios para impugnar los acuerdos anulables. De este modo se generaliza el régimen anteriormente previsto para impugnar los acuerdos nulos y se supera la doctrina jurisprudencial que negaba la legitimación activa del socio que hubiere votado a favor del acuerdo contrario a los estatutos o al interés social (SSTS 14 de julio de 1997, 18 de septiembre de 1998). En particular, el socio tiene reconocida legitimación para impugnar en todo caso, también cuando haya votado a favor del acuerdo impugnado o se hubiere abstenido de votar y, por supuesto, cuando no hubiere asistido a la junta que adoptó el acuerdo impugnado, se le hubiere privado ilegítimamente del derecho de voto, o hubiere asistido por medio de representante con independencia de que éste haya cumplido o no sus instrucciones de voto”

¿Por qué no repugna que esté legitimado el socio que votó a favor el acuerdo para impugnar un acuerdo que “le pareció bien”? Porque la acción de impugnación – como explica Massaguer – es una acción de incumplimiento del contrato societario y los efectos de la sentencia se extienden a todos los socios, de manera que hay un interés en que se determine judicialmente si se ha cumplido o no el contrato societario. Digamos pues, que la impugnación genera una externalidad positiva.

José Massaguer, Artículo 206. Legitimación para impugnar.  en Comentario de la reforma del régimen de las sociedades de capital en materia de gobierno corporativo (Ley 31/2014). Sociedades no cotizadas. Javier Juste Mencía (Coordinador) 2015

miércoles, 18 de mayo de 2016

Por qué no respetamos la propiedad intelectual

 

Primer-Privilegio-Espanol

En 1478, Pedro de Azlor, médico de Isabel la Católica, recibió de ésta una licencia en Sevilla para inventar molinos de harina y disfrutarlos en exclusiva durante veinte años por el inventor o aquellas personas designadas por el beneficiado.

Dicen los neurobiólogos que no es inusual que la gente admita que piratea en internet, a pesar de que saben que es ilegal. Sin embargo, esa misma gente no reconocería fácilmente que roba bienes corporales en una tienda. ¿Por qué? Los neurobiólogos lo explican por los distintos circuitos cerebrales implicados en uno y otro caso. A los individuos les cuesta más representarse mentalmente un bien incorporal que un bien corporal pero, sobre todo, parece que cuando el individuo se representa a sí mismo robando un bien corporal, se activa también la parte del cerebro que se utiliza para “gestionar” las decisiones morales, lo que no ocurre cuando se representa un bien incorporal. De manera que, sin el “vigilante moral” activado, el individuo tiene menos reparos al pirateo que al hurto.

Las cláusulas contractuales de “parte más favorecida”

Cuando una de las partes de un contrato desea asegurarse que el precio que paga o que recibe de la contraparte es siempre el precio de mercado, puede intentar incluir en un contrato de duración una cláusula por la que el precio del contrato se deba ajustar al precio prevalente en el mercado para ese producto o servicio. Pero, a menudo, no hay un precio de mercado disponible. Si lo hubiera, probablemente, las partes no habrían tenido que recurrir a un contrato de duración.

Las partes pueden recurrir entonces a sucedáneos del precio de mercado a través de la cláusula de parte (o nación) más favorecida que garantiza al contratante el mejor precio que haya ofrecido la otra parte a un tercero. De esta forma, el contratante puede estar seguro – si puede conocer los precios ofrecidos por su contraparte a otros clientes o proveedores – que no será “maltratado” en relación con terceros.

En mercados no concentrados, estas cláusulas cumplen una importante función contractual al permitir a las partes ahorrar costes de transacción en el establecimiento del precio que es, frecuentemente, lo que requiere más recursos en la negociación de un contrato, sobre todo, en mercados cuyos precios son volátiles y varían frecuentemente. Si el que ofrece la cláusula no es un participante asiduo en el mercado (de manera que sus precios pueden alejarse de los que se practican en el mercado), las partes pueden recurrir a una cláusula de adaptación del precio al de “la competencia”, designando a determinados competidores para que sirvan de referencia para adaptar el precio pactado en el contrato.

Estas cláusulas resuelven el problema de la adaptación de los precios al mercado en contratos de duración en mejor forma que las cláusulas basadas en incremento o reducción de los costes de producción porque tienen en cuenta la evolución de la oferta y la demanda reflejada en los precios practicados por los competidores y no sólo la evolución de los costes al margen de que éstas no incentivan adecuadamente al oferente del producto o servicio para minimizar costes porque el comprador le abonará el incremento de los mismos. Incentivos que si tiene el oferente cuando ha pactado – en un contrato de duración – una cláusula de precio fijo. Las cláusulas de parte más favorecida pueden utilizarse para asignar el riesgo de cambios en el precio de mercado de forma eficiente. Así por ejemplo, puede establecerse que

“si en cualquier momento antes de que se proceda por el vendedor a entregar el generador al comprador, el vendedor ofrece un precio más bajo por un generador semejante a cualquier tercero, tendrá que ofrecer dicho precio más bajo también al comprador”.

Este tipo de cláusula está asignando el riesgo de bajada del precio (entre la celebración y la ejecución del contrato) al vendedor y el riesgo de subida del precio también al vendedor ya que, si el precio baja, el comprador obtiene el mejor de los dos y si el precio sube, el comprador paga el precio original (más bajo). Pero puede configurarse a favor del vendedor, simplemente estableciendo que si el comprador paga un precio más elevado a cualquier tercero, el vendedor tendrá derecho a dicho precio. También puede establecerse que baste la existencia de una oferta por parte de un tercero a un precio menor o mayor.

Otra ventaja de este tipo de cláusulas es que protege al que la incluye en sus contratos frente a la posibilidad de verse en peor posición que sus competidores que compran (o venden) el mismo bien o servicio y, por tanto, que tienen muy escaso margen para subir el precio al que revenden dicho bien o servicio. Por ejemplo, si varias cadenas de televisión de pago compran los derechos para emitir películas de cine de estreno y pagan precios distintos, su posición competitiva en el mercado (descendente) de la televisión de pago será muy diferente. Ninguna de dichas cadenas querrá ser la primera en celebrar los correspondientes contratos (si no es en exclusiva) si no puede asegurarse que los titulares de los derechos sobre las películas no ofrecerán mejores condiciones a sus competidores.

Las cláusulas de parte más favorecida pueden tener efectos anticompetitivos en cuanto que favorecen la transparencia de los precios y, con ello, facilitan la colusión entre vendedores. Pero de esa cuestión nos ocuparemos en otra ocasión.

Asistencia financiera: los préstamos al consejero-delegado para adquirir acciones de la sociedad

En la interpretación dominante del artículo 150.2 LSC, el “personal” de la empresa no incluye a los administradores a efectos de aplicar la excepción a la prohibición de prestar asistencia financiera a un tercero para adquirir acciones de la sociedad. Por tanto, se ha considerado que un préstamo de la sociedad al consejero-delegado para que adquiera acciones de la sociedad constituye asistencia financiera prohibida.

Pues bien, tras la reforma de la LSC de 2015, parece necesario revisar esta interpretación de la norma. Una vez que se deroga la “doctrina del vínculo” y que el legislador ha establecido expresamente una regulación diferente para el contrato entre la sociedad y el consejero-delegado respecto de la aplicable a la relación entre la sociedad y los administradores “en cuanto tales”, la calificación de la relación con el consejero-delegado más procedente es la entender que es un contrato laboral de alta dirección, en su caso. Hay ajenidad (el consejero-delegado trabaja “para la sociedad”) y hay dependencia (del consejero-delegado respecto del consejo de administración y, en el caso del administrador único “externo”, hay dependencia respecto de los socios).

En consecuencia, procede entender que el consejero-delegado (y el administrador único “externo”) es “personal de la empresa” en el sentido del artículo 150.2 LSC, de modo que se aplica la excepción a la prohibición de prestarle asistencia financiera.

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