La discusión más viva sobre el régimen jurídico de las condiciones generales de los contratos o cláusulas abusivas se centra en los límites al control del contenido. En decidir si merece la pena dejar un espacio libre de control judicial o administrativo en la contratación entre empresarios y consumidores.
Hasta ahora se ha pensado que sí merece la pena. Que el respeto a la libertad contractual por parte del Estado exige que los jueces no puedan modificar con carácter general los pactos entre particulares más allá de ámbitos específicos: contratos usurarios y, en general, contrarios a la moral o el orden público, contratos en perjuicio de terceros (cárteles) y cláusulas introducidas en el contrato por una de las partes faltando a sus deberes de lealtad hacia la otra (condiciones generales abusivas).
¿Por qué no generalizar el control y anular todas las cláusulas contractuales que sean desequilibradas o perjudiquen a los consumidores? Por dos buenas razones que, en realidad, son una sola.
La primera es que es muy probable que un Juez de lo Mercantil o la Agencia Catalana del Consumo se equivoque muchas veces respecto a lo que sea “perjudicial” para el consumidor. Más generalmente, las cláusulas aparentemente perjudiciales pueden formar parte de un equilibrio económico contractual que, visto en conjunto, sea el preferido por un grupo de consumidores por lo que ese grupo de consumidores se vería perjudicado por la prohibición de la cláusula.
La segunda es que se perdería parte del valor social más importante de la libertad contractual: los particulares verían reducidos sus incentivos para idear nuevas formas de realizar los intercambios y las ganancias sociales correspondientes se perderían.
Por ejemplo, en un préstamo de larga duración, fijar el interés como variable beneficia a ambas partes en cuanto resulta más “justo” que un interés fijo. El prestamista puede contar con que el interés pactado es suficiente para cubrir sus costes de refinanciar el crédito (de obtener los fondos para prestarlos al consumidor) y el prestatario consumidor no pagará intereses superiores a los del mercado en ningún momento de la vida del contrato.
Pero como no hay comidas gratis, el consumidor puede preferir pagar un interés algo más elevado que el de mercado a cambio de protección frente a una situación de tipos de interés elevados. Porque así evita un escenario desastroso: que los intereses a pagar sean tan elevados que, dados sus ingresos, no tenga más remedio que incumplir el contrato y declararse insolvente.
En lugar de pagar un interés más elevado – en forma de un préstamo a interés fijo – el consumidor puede contratar un seguro o un derivado financiero (sustituir el tipo de interés variable por un interés fijo más elevado durante un período de tiempo) o puede obtener un mejor precio (un tipo de interés más cercano al que se cobra a los mejores prestatarios) a cambio de no aprovecharse de las bajadas de los tipos de interés en el mercado por debajo de una determinada cifra. Qué opción es preferible depende del coste de cada mecanismo.
Estos ejemplos ponen de manifiesto los dos problemas que hemos apuntado plantea el control del contenido de los contratos: ¿puede decirse que cualquiera de esos mecanismos es “perjudicial” para los consumidores? ¿quién debe seleccionar cuál de esos mecanismos se utiliza más en el mercado?
La discusión debe plantearse en términos de utilidad social de las innovaciones contractuales. Es decir, lo que procede es examinar cada uno de los mecanismos contractuales para comprobar que son valiosos socialmente. Hay muchas innovaciones inútiles. Sucede que, como los mercados de productos de consumo ordinario funcionan muy bien, las innovaciones inútiles desaparecen al poco tiempo y, en el peor de los casos, son modas pasajeras. Estas innovaciones inútiles se aprovechan de alguna externalidad, esto es, de que parte de los costes de su producción se desplazan sobre la comunidad o sobre terceros.
Con productos más complejos como los financieros o los que son objeto de contratos de larga duración en general, los mercados no funcionan tan bien e innovaciones contractuales dañinas pueden permanecer en el mercado por tiempos largos. Recuérdese la frase de Volcker acerca de que la última innovación financiera útil había sido el cajero automático. Son dañinas porque no generan un aumento de la tarta contractual sino que, simplemente, la redistribuyen entre las partes. Y pueden entrar y extenderse en el mercado aprovechando, precisamente, el fallo en su funcionamiento.
Los fallos de mercado que permiten que esto ocurra son, normalmente, asimetrías informativas severas (los que ofrecen el producto saben mucho más de él – de su carácter meramente redistributivo – que los que lo adquieren y éstos no pueden apreciar el coste real del producto fácilmente) en un entorno en el que los oferentes tienen grandes incentivos para coludir tácitamente.
Nuevamente, con productos de consumo ordinario, estas asimetrías informativas desaparecen rápidamente porque hay terceros interesados en hacerlas desaparecer: los competidores de los que están ofreciendo el producto “malo”. Sin embargo, si estos competidores no existen, los que están ofreciendo el producto “malo” no se verán obligados a retirarlo y se preocuparán muy mucho de que las malas cualidades del producto permanezcan ocultas. Por el contrario, tienen incentivos para invertir en extender la comercialización del producto “malo” dado que aumenta sus beneficios. Cuanto más complejo sea el producto, más tiempo y más fácilmente permanecerán en el mercado.
El mercado puede no expulsar rápidamente estos productos por varias razones. Una, es que haya barreras de entrada y no aparezca un nuevo producto con las ventajas del preexistente y sin esos efectos distributivos. Dos, que los que los ofrecen puedan segmentar el mercado y aprovecharse del segmento de consumidores con mayores costes de información o mayores costes para cambiar (“los pobres pagan más”).
En relación con los productos financieros, es probable que una intervención administrativa previa a su lanzamiento al mercado cuando se vaya a distribuir entre consumidores finales sea deseable. Por tres razones.
Porque es menos probable que haya ganancias sociales de la innovación, al menos en la misma medida que la innovación en el sector de los productos y servicios.
Porque es probable que la asimetría informativa sea muy elevada dada la muy escasa cultura financiera de la gente como se demuestra en todos los estudios al respecto y la especial influencia de los oferentes en la decisión de compra de estos productos por parte de los consumidores.
Y porque si el producto es dañino – redistributivo – los que lo ofrecen tendrán incentivos para invertir especialmente en la comercialización de los mismos en comparación con otros elevando los costes de los consumidores para comprender el verdadero valor del producto.
Una medida menos costosa que la intervención administrativa previa puede ser la que ha adoptado la CNMV en relación con las ofertas públicas de suscripción o venta de acciones de los bancos de las Cajas: que una parte sustancial del producto sea adquirido por compradores expertos que protejan a los inversores individuales.
Estas medidas funcionan si se garantiza, por un lado, que los inversores individuales recibirán el mismo trato que los compradores expertos (que no hay side payments a éstos) y, por otro, si se garantiza que el producto cubre una necesidad que tienen por igual unos y otros: invertir ahorros.
El primer problema se plantea de forma patente en los fondos de inversión: los inversores “sofisticados” pagan menos comisiones que los consumidores. Como reflejamos en una entrada anterior, las empresas que gestionan fondos de inversión han obtenido beneficios supracompetitivos durante décadas sin que la competencia los haya eliminado.
El segundo es más sutil. Un inversor sofisticado está expuesto a riesgos frente a los que querrá asegurarse a los que no lo está un ahorrador particular. Por ejemplo, un empresario europeo que vende sus productos en EE.UU está interesado en asegurarse frente al riesgo de que el euro se revalúe en relación con el dólar e incluso frente a una dispersión entre los tipos de interés del euro y del dólar según su endeudamiento. Pero el español que se compra una casa en España y cobra un sueldo en euros no tiene ninguna razón sensata para pedir un préstamo hipotecario en yenes. Decimos una razón sensata porque no consideramos que sea sensato irse al casino y jugarse el sueldo de los próximos diez años al rojo o al negro. Muchos de los productos financieros ofrecidos en los últimos tiempos inducen a los consumidores a especular y a asumir riesgos frente a los que no pueden protegerse. Por ejemplo, todos los llamados “depósitos estructurados” y, en muchas configuraciones, las obligaciones convertibles forzosamente en acciones.
Los consumidores deben especular en los casinos y en el hipódromo (con moderación), no cuando invierten sus ahorros o cuando se endeudan para adquirir bienes esenciales.
En definitiva, los productos financieros son productos peligrosos aunque por razones distintas a los que lo son los fuegos artificiales o las máquinas cortacésped. Y está justificado que vigilemos quién los pone en el mercado, a quién se venden y qué información se facilita respecto de los mismos. Pero mientras sabemos fácilmente cuál es la utilidad de un cohete o de una máquina cortacésped, a menudo, ni siquiera los que lo venden saben para qué sirve un producto financiero.