miércoles, 15 de marzo de 2017

Roncero sobre la business judgment rule

tejidos época soviética 2

tejidos época soviética

Antonio Roncero ha publicado un excelente trabajo sobre el art. 226 LSC. En cuanto al fondo, estoy de acuerdo con Roncero en prácticamente todas las cuestiones que aborda pero, dado que he escrito abundantemente sobre el tema, paso a comentar algunos de los pasos de su trabajo en los que puede existir alguna discrepancia, lo que, quizá, cree la equivocada impresión de que esta entrada es indebidamente crítica. He seguido el orden de exposición del propio Roncero, lo que es una señal de vagancia por mi parte que hará, para el lector interesado, menos agradable la lectura de este post.

1. Roncero no presenta fielmente el argumento – formulado por muchos autores – que justifica la existencia de la regla de la discrecionalidad de juicio empresarial en el hecho de que los jueces carecen de los conocimientos necesarios para enjuiciar las decisiones de carácter empresarial.

“este argumento resulta cuestionable pues tampoco a los jueces se les exige poseer conocimientos técnicos en medicina o en arquitectura, por ejemplo, y ello no impide que puedan valorar, con el auxilio de expertos, si el comportamiento de un médico o de un arquitecto ha sido acorde al nivel de diligencia que se exige en el desempeño de su profesión”.

Inmediatamente, añade, como si fuera otro argumento que

“el problema derivaría de la supuesta inexistencia de una lex artis de la actividad empresarial conforme a la cual quepa valorar la conducta de los administradores en la adopción de decisiones empresariales”

y, se le olvida añadir, lex artis que sí que existe en la labor de un médico o de un arquitecto.

Por tanto, el argumento es válido: los jueces carecen de los conocimientos necesarios para enjuiciar las decisiones de carácter empresarial y no hay disponible una lex artis a la que puedan recurrir (con ayuda de expertos en dicha lex artis) para enjuiciar dichas decisiones en términos de diligencia / negligencia.

2. La crítica a la validez del “sesgo retrospectivo” como fundamento de la business judgment rule (en adelante, BJR) Simplemente, no entendemos el razonamiento de Roncero. Transcribo

“Ahora bien, para evitar o reducir el sesgo retrospectivo es necesario no sólo que se apliquen reglas o criterios que permitan valorar el comportamiento o actuación de los administradores sin tomar en consideración el resultado favorable o desfavorable de sus decisiones, sino también que el enjuiciamiento del cumplimiento del estándar de conducta exigido se aisle del enjuiciamiento de la razonabilidad o racionalidad de la decisión… el problema, aunque se mitigue, se sigue planteando si el juez debe decidir conjuntamente sobre el cumplimiento del estándar de conducta exigido a los administradores y la razonabilidad o racionalidad de la decisión adoptada por éstos una vez que ya se conoce el resultado de la decisión, en este sentido, en Derecho español se ha señalado que la inexistencia de vista preliminar en el proceso declarativo determina que el tribunal deba tomar la decisión sobre la existencia de responsabilidad a la vista de todas las pruebas practicadas incluyendo también las relativas al fondo del asunto… lo que sin duda puede restar eficacia a la medida como instrumento para eliminar el sesgo retrospectivo”

Precisamente, la BJR evita que el juez tenga que hacer un juicio de razonabilidad de la decisión de los administradores y le ordena que se concentre en el procedimiento a través del cual se tomó la decisión y en la existencia o ausencia de conflictos de interés. De este modo, el hecho de que el juez intervenga inevitablemente cuando ya se ha revelado si la decisión fue beneficiosa o perjudicial para el patrimonio social deviene irrelevante. Es más, el juez sólo intervendrá si la decisión fue perjudicial, porque, si fue beneficiosa, no habrá pleito. Si la decisión fue disparatada (y, por tanto, no cubierta por la BJR), será difícil argumentar que se adoptó tras un procedimiento adecuado y con la información pertinente.

3. La aversión al riesgo de los administradores. Roncero acepta el argumento (la BJR contribuye a reducir la aversión de los administradores a adoptar decisiones arriesgadas – por si les hacen responsables de los daños – ) pero añade

“habrá de tomarse en consideración el grado o nivel de riesgo que los accionistas querrían que asumiesen los administradores de las sociedades en las que participan”

¿Cómo podemos saber qué nivel de riesgo “querrían” los accionistas que asumiesen los administradores? Si no nos lo dicen… A veces, lo dicen, como cuando dan instrucciones a los administradores (art. 161 LSC) o cuando deniegan su autorización para una operación (art. 160 f). Pero, por lo general, el legislador tiene que presumir que los accionistas – diversificados o potencialmente diversificados – son menos aversos al riesgo que los administradores – que tienen todos sus huevos en la misma cesta – y esta presunción es suficiente para justificar la bondad, a estos efectos, de la BJR como derecho “supletorio” eficiente (el que se habrían dado las partes de un contrato si hubieran previsto la cuestión).

4. Roncero dedica varias páginas a explicar que la BJR estaba ya incorporada al Derecho español de manera que se pregunta por “las razones que han fundamentado la incorporación de la regla al Derecho español” en lugar de dejar el asunto en manos de la jurisprudencia. Y luego, dedica otras pocas, a explicar si se daban en nuestro Derecho las razones que han llevado a otros legisladores a incluirla en sus leyes de sociedades. Pero decepciona cuando concluye que la cuestión es irrelevante, que lo que debemos hacer es “analizar la concreta configuración de la misma y su inserción en el sistema de deberes… de los administradores”. Esta forma de presentar los problemas es irritante. Si la cuestión es relevante, explíquese la opinión del autor. Si es irrelevante, prescíndase de la literatura que se ha ocupado de ella. Y es irritante porque coarta la discusión. ¿tienen razón los que dicen que no hacía falta el art. 226 LSC y que hubiera sido mejor dejar la cuestión en manos de los jueces? ¿Se ha reforzado la responsabilidad de los administradores en la reforma de 2014? Más adelante, Roncero dice lo siguiente

“En suma… la tipificación de la regla de protección de la discrecionalidad empresarial, innecesaria en sentido estricto, en tanto ya era reconocida… plantea un nuevo conjunto de dudas y problemas de interpretación para la delimitación de su ámbito de aplicación, derivado fundamentalmente de la opción por el concepto de decisiones estratégicas y de negocio frente al de decisiones empresariales, que puede generar más incertidumbre e inseguridad en su aplicación de la que podría existir de no haberse optado por incorporar la regla expresamente al Derecho positivo”

Este es uno de los párrafos en los que estamos más en desacuerdo con Roncero por lo que tiene de formalista. La promulgación del art. 226 LSC no ha generado ningún problema hasta la fecha, simplemente, porque los casos en los que se ha aplicado, no han ofrecido dudas al respecto. Y, antes de su promulgación, los mismos problemas de interpretación del término “empresarial” se habrían producido con los casos dudosos. Y, de no incorporarse a la ley, los profesores españoles, los jueces españoles y los abogados españoles no dispondrían, entre otras cosas, de mi trabajo y del trabajo de Roncero. Yo, desde luego, no me habría estudiado el tema de no ser por la promulgación de la norma. Y los operadores jurídicos tendrían los mismos problemas que resolver sólo que con menos herramientas para resolverlos (apenas un par de sentencias). Los jueces podrían contestar a Roncero que ellos están mejor con una delimitación legal de la BJR que sin ellas, aunque la delimitación legal genere, a su vez, dudas cuando tiene que aplicarse. Si Roncero tuviera razón, y llevando el argumento al absurdo, apenas necesitaríamos reglas legales en Derecho Privado. La crítica sería más atendible si la BJR no fuera una doctrina legal consolidada en todo el mundo o fuera dudosa desde el punto de política jurídica. Pero hay un sector de la doctrina mercantilista española (no me refiero a Roncero, quede claro) que tiene el “gatillo fácil” cuando de criticar al legislador se trata y un gatillo durísimo cuando hay que criticar a los colegas.

5. Roncero plantea correctamente que la BJR puede entenderse en dos sentidos distintos: como una norma que excluye la responsabilidad de los administradores por infracción del deber de diligencia (como sucede en algunos Derechos de Sociedades de EE.UU) o como una regla que facilita (o, ya veremos, asegura) a los administradores la prueba de que han cumplido con su deber de gestionar diligentemente la sociedad: si la decisión fue adoptada en los términos del art. 226 LSC, no podrá exigirse a los administradores que indemnicen los daños causados a la sociedad por la decisión porque habrían cumplido con su deber de diligencia.

Esta segunda es la concepción dominante en Alemania y, creemos, en España y se corresponde con la idea de Eisenberg (recogida en el Código de comercio para los socios-administradores de una sociedad colectiva) de disociar el estándar de diligencia del estándar de revisión. Roncero se suma a esta segunda interpretación del art. 226 LSC aunque, como veremos, su posición respecto a si la norma facilita a los administradores la prueba del cumplimiento del deber de diligencia o asegura dicho cumplimiento (puerto seguro) no es tan clara.

En los términos más breves: si la sociedad (i) sufre un daño y este daño (ii) está conectado causalmente con (iii) la conducta de los administradores, para que los administradores deban responder – indemnizar – el daño debe concurrir, adicionalmente un (iv) criterio de imputación subjetiva, es decir, que, además, los administradores hayan causado el daño incumpliendo sus deberes como administradores (o hayan infringido la ley o los estatutos) y, entre éstos, singularmente, su deber de diligencia. Y, lo que hace el art. 226 LSC es señalar que si se dan los requisitos del art. 226 LSC, el daño, aún causado por los administradores, no les será imputable a título de incumplimiento de su deber de diligencia. Por tanto, el que pretenda hacer responder a los administradores deberá encontrar otro criterio de imputación subjetiva del daño a los administradores distinto de la infracción de su deber de diligencia.

Tras una larga discusión, Roncero concluye que, si se acepta nuestra opinión (la BJR en Derecho español no hace mas que establecer un “puerto seguro” para que los administradores puedan demostrar que no actuaron negligentemente)

“debería haberse establecido un régimen específico de distribución de la carga de la prueba de los presupuestos de aplicación de la BJR que la hiciese recaer expresamente sobre los administradores sociales a partir de la aportación por el demandante de indicios de una conducta negligente”

(luego veremos que tampoco hace falta)

Así pues, parece que estamos todos de acuerdo en que el art. 226 se limita a facilitar la prueba a los administradores de que han cumplido su deber de diligencia. Y, naturalmente, nadie ha defendido que, verificado que no se cumplen los presupuestos de la BJR, se siga automáticamente la responsabilidad de los administradores. Simplemente se aplicarán las reglas generales.

De manera que la discrepancia se limita ahora a si el art. 226 LSC sólo “facilita” o además, “asegura” a los administradores la prueba de su diligencia. Es decir, si el “se entenderá cumplido” admite prueba en contrario por parte del demandante de la responsabilidad. Roncero parece (sólo parece) decantarse por la consideración del art. 226 LSC como una regla que sólo facilita a los administradores la prueba de que actuaron diligentemente:

“Resulta más equilibrado y mejor fundamentado… entender que el cumplimiento de los presupuestos de la BJR (no)… debería excluir por completo la posibilidad de exigir responsabilidad a los administradores (por infracción del deber de diligencia) aunque reduzca ésta a casos excepcionales en los que, a pesar del cumplimiento de dichos presupuestos la decisión aparezca desprovista de toda racionalidad”.

Decimos que sólo parece decantarse por esa interpretación porque el inciso final del texto que hemos transcrito elimina la apariencia. En efecto, también los que creen que la BJR es un puerto seguro y asegura a los administradores la prueba de su diligencia consideran que, no obstante, no cubre las actuaciones disparatadas de los administradores. La única diferencia se encuentra en que, según esta opinión, la BJR no cubre estas actuaciones “desprovistas de toda racionalidad” porque actuaciones desprovistas de cualquier racionalidad no pueden considerarse como producto de un juicio discrecional. Por tanto, la diferencia en la interpretación del art. 226 LSC se desvanece. Roncero, sin embargo, añade que el tenor literal del art. 226 LSC “el estándar de diligencia… se entenderá cumplido” le obliga a admitir que

“acreditado el cumplimiento de los presupuestos de aplicación de la regla, no cabrá exigir responsabilidad a los administradores sociales”

o sea, que el art. 226 LSC es un puerto seguro pero no cubre los disparates.

En efecto, 

“entendemos que el juicio sobre la racionalidad de la decisión de los administradores no es adicional respecto a la aplicación de la regla (en el sentido de que deberá realizarse dicho juicio al margen de que se cumplan los presupuestos de la regla), sino que está implícito en el propio examen de la concurrencia de los presupuestos de aplicación de la regla: no puede considerarse que concurren dichos presupuestos si la decisión es irracional, por ejemplo, porque conlleva la asunción de un riesgo innecesario o excesivo en atención a las circunstancias concurrentes en el momento de adoptar la decisión. Si la decisión es irracional, no puede entenderse que haya sido adoptada conforme a un procedimiento de decisión adecuado, ni tampoco de buena fe…

Al final dice que “con esta interpretación, prima facie, el derecho español se alinearía con la formulación de la BJR en los Principios ALI… y en Derecho alemán… (lo)… que lleva consigo que la acreditación del cumplimiento de los presupuestos de aplicación corresponde al administrador… demandado”, distribución de la carga de la prueba que Roncero considera razonable.

6. Cuando el art. 226 LSC se refiere a las “decisiones estratégicas y de negocio” dice exactamente lo mismo que el Derecho alemán o el Derecho norteamericano. Roncero discute esta afirmación porque traduce “unternehmerische” o “business” como “empresarial”. Pero la traducción del legislador “negocio” es mejor castellano. Negocio y business significan (incluso etimológicamente) lo mismo. Lo que ha hecho el legislador, con buen criterio es ejemplificar “negocio” añadiendo la expresión “estratégicas” que tiene una connotación saludable de ámbito de discrecionalidad. Los administradores han de diseñar y poner en práctica la “estrategia” que conduzca, de forma más prometedora, a la maximización del valor de la compañía, esto es, a la consecución del fin común. Por tanto, el legislador español no merece crítica alguna en este sentido ni tampoco en que la expresión legal cree dificultades de interpretación sobre el ámbito de aplicación de la regla que no existirían si se hubiera utilizado el adjetivo “empresarial”, lo que no significa negar que estas dificultades existan, sobre todo, cuando las decisiones estratégicas o de negocio han de ser ejecutadas a través de decisiones corporativas que son competencia exclusiva de la Junta de socios (modificaciones estructurales).

7. La relación entre “estratégica” y “de negocio”. Dice Roncero que

“el tenor literal del precepto parece referirse a decisiones que puedan ser calificadas simultáneamente de estratégicas y de negocio y no, en cambio, a dos tipos diferenciados de decisiones”

A nuestro juicio, la conjunción “y” que une a “estratégicas” y a “de negocio” no debe entenderse aditivamente como predicados de la “decisión”, sino ejemplificativas del tipo de decisión cubierto por la norma. La BJR cubre las decisiones discrecionales de los administradores, esto es, las decisiones no programadas por la ley respecto de las que los administradores han de ejercer su juicio y que vayan referidas a la estrategia de la empresa y, en general, a cualquier decisión de negocio. Porque “estratégicas” es demasiado estrecho en el sentido de que hay muchas decisiones de negocio que no son estratégicas pero no hay decisiones estratégicas que no sean de negocio. Lo que ha querido el legislador, al poner los dos predicados juntos es indicar al intérprete que la BJR se aplica a cualquier decisión de negocio y no sólo a aquellas de tal importancia que puedan afectar al desarrollo de largo plazo de la empresa. Al mismo tiempo, dado que el Consejo de Administración no puede delegar las decisiones estratégicas en el consejero-delegado, la expresión legal nos proporciona una pista importante para concluir que también los consejeros no ejecutivos están protegidos por la BJR.

8. El apartado 2 del art. 226 LSC limita el ámbito de aplicación de la BJR en nuestro Derecho más allá de otros porque el legislador ha considerado que cuando un administrador tiene que decidir, por ejemplo, sobre la retribución del consejero delegado, o sobre si dispensar a uno de sus colegas de la prohibición de competencia, no hay por qué darle un “puerto seguro” ya que no se exige, al administrador que realice un “juicio empresarial”, sino un juicio moral y la BJR no debe cubrir los juicios morales.

En fin, y como nos tiene acostumbrados, un buen trabajo del profesor Roncero que contribuye a que los que no saben del tema y los que sabemos algo del tema afilemos nuestras ideas y comprobemos su resistencia a las refutaciones de personas inteligentes que, como el profesor Roncero, actúan de buena fe, sin interés personal en el asunto, tras proveerse de la información necesaria y siguiendo el procedimiento debido en la academia.

Antonio Roncero Sánchez, Protección de la discrecionalidad empresarial y cumplimiento del deber de diligencia, en AA.VV. Junta General y Consejo de Administración en la sociedad cotizada, II, 2016, pp 383-423

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120 páginas apenas legibles para concluir esta barbaridad

“Siendo ésta la doctrina general que resulta de poner enrelación el art. 161 LSC con los arts. 236 ss LSC y en especial con el art. 236.2 LSC, en el ámbito de la sociedad cotizada entendemos que la singularidad derivada de la especial configuración competencial/funcional del consejo de administración, en los términos expuestos anteriormente, juega como límite legal a la validez y eficacia de los acuerdos de la junta (licitud) dando instrucciones o sometiendo a autorización previa decisiones o acuerdos del consejo en asuntos de gestión. Fuera de los supuestos antes referidos ligados esencialmente a determinadas decisiones de gestión singularmente relevantes o a situaciones especiales en que pueda encontrarse la sociedad, en la sociedad cotizada, dada su singularidad tipológica en cuanto a la configuración funcional del consejo y sus relaciones con la dirección, la intervención de la junta podría considerarse ilícita por contravenir dicha singularidad y por tanto los administradores no vendrán obligados a ejecutar el acuerdo de instrucción o autorización de la junta, de manera que no estarían exonerados de responsabilidad con base en el art. 236.2 LSC si ejecutasen dichos acuerdos de la junta… En todo caso, somos conscientes de las inseguridades que derivan de la reforma, dada la literalidad del art. 161 LSC y por tanto de las dificultades de esta interpretación que, en nuestra opinión, deriva de poner en relación el art. 161 LSC con la configuración funcional que la propia ley hace del consejo de administración en la sociedad cotizada”

Y, en el mismo libro, otros tres montones de páginas sobre las facultades indelegables del Consejo que no parecen darse cuenta que el carácter de indelegable de las competencias del consejo va referido a la relación del Consejo con el consejero delegado. Es decir, son normas sobre ¡la delegación de sus competencias por el consejo a favor del consejero-delegado o de la comisión ejecutiva! El legislador, naturalmente, no se refiere a las relaciones entre el consejo y la junta de accionistas, cuyas competencias no se ven, en absoluto, afectadas por el carácter delegable o indelegable de las competencias del consejo.

Y lo que más enfada de estos montones de páginas es que están llenas de “regañinas” al legislador que nunca hace las cosas bien. Nunca redacta las normas legales con suficiente cuidado. No quiero pensar qué ocurriría si dejamos en manos de estos escribidores, a los que cuesta un esfuerzo ímprobo simplemente leerlos, la fijación de la política legislativa.

Proporcionalidad entre participación en el capital y derechos de voto en la historia del Derecho de sociedades español

D.2.2.2b

 

En el siglo XVIII

En la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas (1728), el derecho de voto se atribuía de manera proporcional a la participación, pero solamente podían ejercitarlo quienes fuesen titulares de un mínimo de ocho acciones (art. 7). La misma regla se estableció, posteriormente, en la Real Compañía de San Cristóbal de la Habana (1740), a fin de «que el excesivo número de votos no dificultase] la deliberación, y expedición de los negocios de la Compañía» (art. 12), al igual que en la Real Compañía de Fábricas y Comercio de Toledo (1748), en la que, sin embargo, el número mínimo de acciones se reducía a cinco (art. 16). En sentido análogo, los estatutos de la Real Compañía de Barcelona (1755), limitaban el derecho de voto a los titulares de al menos ocho acciones, pero ningún accionista podía emitir más de un voto (art. 21). Por su parte, los estatutos de la Real Compañía de San Fernando de Sevilla (1747), reconocían un derecho de voto por cada seis acciones (art. 9), si bien concedían un voto preferente a los directores y fundadores para acordar los aumentos de capital, así «como para todos los casos, y cosas de gravedad, que ocurriesen]» (art. 8), fórmula que calcaba la del artículo 12 de los estatutos de la Real Compañía de Comercio y Fábricas de Granada (1747), … Idéntico privilegio se otorgaba también al presidente de la junta en la Real Compañía de Filipinas (1785), que actuaba en representación del Rey y tenía reconocido un voto «preeminente y decisivo» (art. 84). A finales de siglo, nos encontramos con que, en la Real Compañía de Seguros Terrestres y Marítimos (1789), eran necesarias cinco acciones para poder votar en la junta … Y, ya en los albores del siglo XIX, la Compañía de Seguros Marítimos , establecida en la ciudad de Cádiz con el nombre de Reyna Maria Luisa (1800), reconocía a todos sus socios el derecho a asistir y votar en la primera junta, aunque se requerían, al menos, veinte acciones «propias o reunidas en una misma persona» para poder hacerlo en las juntas sucesivas (art. 6).

Y en el siglo XIX

… el Código de Comercio de 1829 tampoco regulaba esta cuestión. No obstante, el Reglamento de ejecución de la Ley de 28 de enero de 1848, publicado el 17 de febrero de ese mismo año, pasó a exigir que los socios tuvieran iguales derechos y que éstos se distribuyeran proporcionalmente al número de acciones poseídas por cada uno (art. 2), aunque ello no impedía fijar un límite máximo al número de votos. Posteriormente, el Real Decreto de 19 de octubre de 1853, por el que se aprobaba el reglamento para la formación y régimen de las sociedades anónimas en la isla de Cuba estableció para éstas un sistema de voto de carácter dispositivo, en virtud del cual cada socio tenía derecho a un voto por cada mil pesos de participación en el capital social, hasta un máximo de 10 votos (art. 32).

Más tarde, la Ley de sociedades anónimas de 1869 volvería a guardar silencio acerca del modo en el que habían de repartirse los derechos de voto. Pero, si atendemos a la práctica estatutaria del momento, todo indica que la distribución del poder de decisión conforme a un principio de proporcionalidad estricta debió ser un fenómeno absolutamente marginal. A este respecto, y aunque la muestra no sea muy representativa, es revelador que, de entre 41 sociedades anónimas constituidas entre 1869 y 1885, únicamente hayamos encontrado tres en las que se reconocía un derecho de voto a cada acción, sin limitar el número máximo de votos por accionista. …Algunas sociedades -aproximadamente el 14% del total- tenían un sistema de sufragio escalonado decreciente en perjuicio de los accionistas mayoritarios, … Tan sólo una de las compañías analizadas acogía el voto viril o por cabezas. Además, era bastante común que, con independencia del sistema previsto, los estatutos atribuyesen un voto decisivo al presidente de la junta en caso de empate. En 1892, estando ya en vigor el nuevo Código de Comercio, encontramos publicados en la Gaceta de Madrid los estatutos de una sociedad constituida todavía al amparo de la Ley de 1869 -la Compañía General de Tranvías - en los que se prevén acciones de voto plural; en concreto, se establecen dos «series» de acciones, A y B , ambas de idéntico valor nominal (500 ptas.), aunque las primeras con el triple de votos que las segundas (art. 2163)).

Y en el siglo XX

(de acuerdo con) la Ley de Sociedades Anónimas española de 1951… en ningún caso podría quebrantarse el principio de la proporcionalidad entre el capital de la acción y el derecho de voto (pero el) texto definitivo de la Ley… optó simplemente por prohibir la creación de acciones de voto plural… esta prohibición fue objeto de una interpretación tan sumamente amplia que, en la práctica, abarcaba cualquier cláusula estatutaria que supusiera una desviación directa o indirecta del citado principio: en virtud de esta interpretación, se entendían prohibidas la concesión del mismo voto a las acciones de distinto valor nominal, la concesión de un mismo voto por grupos iguales de acciones de distinto valor nominal o por grupos desiguales de acciones del mismo valor, la concesión de un voto por acción ordinaria y de un voto también por grupos de acciones especiales del mismo valor nominal que las ordinarias, la limitación del voto de algunas acciones a determinados acuerdos, etc.108)… se acabó (así) adoptando uno de los sistemas más restrictivos de la época… (excepto que) se admitía la limitación al número máximo de votos que podía emitir un mismo accionista (art. 38.2) y… se permitía a las sociedades conservar las acciones de voto plural «o cualesquiera otras que [supusieran] una derogación del principio de proporcionalidad entre el capital de la acción y el derecho de voto» que hubieran emitido válidamente antes de la entrada en vigor de la Ley (DT 7.ª).

… La Ley 19/1989, … declaró inválida la creación de cualquier clase de acciones que, de forma directa o indirecta, alterasen la proporcionalidad entre el valor nominal y el derecho de voto ( art. 36.2 LSA), aunque admitió, a renglón seguido, la emisión de acciones privilegiadas sin derecho de voto por un importe no superior a la mitad del capital social desembolsado [ arts. 47.a) y 47.b)LSA]… opción legislativa, trasladada después al Texto Refundido de la Ley de Sociedades Anónimas ( arts. 50.2, 90, 91 y 92),

….Sin embargo, en materia de sociedades de responsabilidad limitada ya durante la vigencia de la Ley de 1953, parte de la doctrina interpretó que… cabía admitir participaciones con voto plural. Más tarde, la Ley de Sociedades de Responsabilidad Limitada de 1995 pasó a decir que cada participación concedía a su titular el derecho a emitir un voto «salvo disposición contraria en los estatutos» ( art. 53.4)122), fórmula que, sin lugar a dudas, daba cobertura legal a las participaciones de voto plural y que, según la mejor doctrina, amparaba también la creación de participaciones privadas del derecho de voto sin límite de cuantía e, incluso, sin necesidad de reconocerles privilegio económico alguno.

Enrique Gandía, Reflexiones en torno al principio de proporcionalidad a propósito de la reciente introducción del voto privilegiado en Italia. Revista de Derecho Mercantil 300 Abril - Junio 2016

 

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martes, 14 de marzo de 2017

El desenlace del asunto Central Lechera Asturiana

paisaje-asturias

De este asunto, nos hemos ocupado en varias ocasiones (v., entradas relacionadas) y nos parece que será un “leading case” en el estudio de los deberes de lealtad de los administradores dominicales en particular y de los administradores de sociedades filiales designados por la matriz en general.

Como se recordará, los consejeros designados por la matriz participaron en el acuerdo del consejo de administración de la filial por el que éste aprobaba los términos de un acuerdo de licencia de marca entre la matriz y la filial. El socio minoritario de la filial, que tenía varios consejeros, impugnó el acuerdo porque consideraba que los términos del nuevo contrato de licencia de marca eran contrarios al interés social de la filial (el canon “pactado” era mucho más elevado). La mejor solución técnica pasa por afirmar que los administradores designados por la matriz sufrían un conflicto de interés “por cuenta ajena” puesto que se veían sometidos a dos deberes contradictorios entre sí: su deber hacia la matriz que les había nombrado (y de la cual eran, también, socios) y su deber hacia la filial (maximizar el valor de la filial). El asunto acabó judicialmente con la anulación del acuerdo del consejo de administración y, por tanto, con la falta de firma de un nuevo contrato de licencia

Rodríguez Villa nos cuenta el desenlace empresarial: el socio mayoritario – la SAT de ganaderos – y matriz de la filial – CAPSA, la empresa operativa que explota la marca Central Lechera Asturiana – ha comprado su participación en la filial al socio minoritario y, una vez sin la presencia de éste, el nuevo contrato de licencia de marca se ha celebrado sin problemas.

De una parte, parece que estamos ante un ejemplo más que demuestra el empleo que los minoritarios suelen hacer de los procesos de impugnación de acuerdos sociales como instrumentos para forzar a la mayoría a que compre su participación social. Tal riesgo, como vemos, se acentúa en el seno de los
grupos de sociedades, a menos que se tomen las medidas oportunas para evitar esta tiranía de la minoría, que conduciría a inhabilitar prácticamente
las decisiones de la mayoría. En este caso, la sociedad de capital francesa obtuvo que, al fin y a la postre, los ganaderos asturianos comprasen dicha participación accionarial minoritaria. Y de otro lado, que, teniendo en cuenta
que los otros dos socios minoritarios que permanecieron en CAPSA son entidades financieras y las cifras económicas que se derivan del segundo contrato, convendría reflexionar sobre si hubo o no razones de peso para estimar la impugnación del acuerdo del Consejo por el que se aprobó el primer contrato.

Con todo el respeto para Rodríguez Villa, creo que le pierde su “asturianía”. Que los minoritarios utilicen la impugnación de acuerdos sociales para convencer al mayoritario de que compre su participación no habla ni para bien ni para mal de los méritos de la impugnación. Aunque el único objetivo perseguido por los minoritarios fuera forzar la compra de su participación a buen precio, la impugnación es legítima si, como era el caso, los términos del nuevo contrato de licencia de marca eran claramente peores para la filial que los del contrato precedente. Y los jueces hicieron lo que debían: decidir sobre la validez o nulidad del acuerdo del consejo de la filial según su leal saber y entender y con independencia de las presiones locales. Es más, la sentencia del Tribunal Supremo que cita Rodríguez Villa en su trabajo y que ha recogido la doctrina de las “ventajas compensatorias” (aunque no como ratio decidendi) para los grupos de sociedades, no merece consolidarse. Supone alterar la causa del contrato de sociedad sin consentimiento de los socios minoritarios al poner a las filiales “al servicio” del interés del grupo. De nuevo, el art. 190.3 LSC marca la pauta para resolver estos conflictos: exigir a la matriz que vota como administrador o como socio en la filial que pruebe que el acuerdo social – de la junta o del consejo – adoptados en la filial se corresponden con el interés social de la filial.

Al parecer (gracias NC), el problema está en la estructura de precios de la matriz. Para favorecer a los ganaderos, la matriz compra la leche a éstos a un precio superior al de mercado pero la revende a la filial a precio de mercado, de forma que sufre pérdidas que pretende compensar con los ingresos de la filial por la cesión de la marca. Estas subvenciones cruzadas son incompatibles con la presencia de minoritarios en la filial que no sean, a su vez, los ganaderos que reciben “dividendos” de su participación en la matriz en forma de precios supracompetitivos por la leche. La única solución a los conflictos de interés que se generan por las subvenciones cruzadas pasa por eliminar la presencia de minoritarios en la filial. Una vez que coinciden los accionistas de la filial con los socios de la SAT que funge como matriz, desaparece el típico conflicto propio de los grupos de sociedades.

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La prohibición de voto del accionista. A propósito de Sánchez Ruiz en Lex Mercatoria

foto: jjbose

En el artículo 190 LSC se prevén dos supuestos en los que el socio de una limitada ha de abstenerse en la votación de la junta pero el accionista de una sociedad anónima no ha de hacerlo salvo que la prohibición de votar esté recogida en los estatutos. La lógica del precepto salta a la vista con su simple lectura:

1. El socio no podrá ejercitar el derecho de voto correspondiente a sus acciones o participaciones cuando se trate de adoptar un acuerdo que tenga por objeto:

a) autorizarle a transmitir acciones o participaciones sujetas a una restricción legal o estatutaria,

b) excluirle de la sociedad…

En las sociedades anónimas, la prohibición de ejercitar el derecho de voto en los supuestos contemplados en las letras a) y b) anteriores solo será de aplicación cuando dicha prohibición esté expresamente prevista en las correspondientes cláusulas estatutarias reguladoras de la restricción a la libre transmisión o la exclusión.

Es decir, el legislador, consciente de que en la sociedad anónima las acciones son, a falta de pacto estatutario, libremente transmisibles y que no hay causas legales de exclusión del accionista, exige, para que el accionista se vea privado del derecho a votar, dos condiciones.

  1. que los estatutos sociales prevean una cláusula de autorización como restricción a la transmisibilidad de las acciones o una cláusula de exclusión de accionistas (lo que es una “prueba” de la licitud de las cláusulas estatutarias de exclusión de socios en las sociedades anónimas) y
  2. que en la cláusula estatutaria correspondiente se prevea que, en los correspondientes acuerdos de la junta por los que se autoriza la transmisión o se excluye a un socio, se establezca que el accionista afectado no vota.

De modo que, a falta de la expresa previsión estatutaria, el accionista podrá votar, tanto en uno como en otro acuerdo. Pero si lo hace, será de aplicación el párrafo 3º del precepto que, como es sabido, pone la carga de la prueba de la conformidad del acuerdo con el interés social a cargo de la sociedad o del accionista que votó cuando su voto hubiera sido decisivo del sentido del acuerdo.

La regulación legal – nos dice Sánchez – no parece haber dejado sin vigencia la doctrina de la Sentencia del Tribunal Supremo de 12 de noviembre de 2014, a tenor de la cual, son válidas las cláusulas estatuarias (incluso establecidas por acuerdo mayoritario de la junta, esto es, sin consentimiento de todos los socios) que prohíben a los socios votar cuando se encuentren en un conflicto de interés “siempre que se refieran a supuestos concretos” y siempre que se describan auténticos conflictos de interés. En efecto, a pesar del aparentemente duro tenor literal del art. 190.1 1ª frase (“no podrá ejercitar el derecho de voto” y del art. 190.1 II (“la prohibición de ejercitar el derecho de voto en los supuestos contemplados en las letras a) y b) anteriores solo será de aplicación”) y el art. 190.3 (“En los casos de conflicto de interés distintos de los previstos en el apartado 1, los socios no estarán privados de su derecho de voto”) no hay ninguna razón para considerar la norma imperativa y limitativa de la libertad estatutaria. Si acaso, dudas acerca de si es necesario el consentimiento de todos los accionistas dado que se les está privando de un derecho individual. Pero, a la vista de las limitaciones que se derivan de la propia sentencia para la validez de estas cláusulas, no puede decirse que estemos ante una cláusula estatutaria que priva a los accionistas de un derecho individual ya que no les priva de la titularidad del derecho de voto sino que les impide su ejercicio en circunstancias concretas. Tampoco el art. 190.3 – nos dice Sánchez – es un obstáculo a esta interpretación del precepto ya que su sentido no es limitar la libertad estatutaria sino aclarar la inversión de la carga de la argumentación que se contiene en el mismo.

Sánchez se pregunta, además, por qué el legislador no estableció que la prohibición de voto del accionista se aplicara automáticamente una vez que en los estatutos se recoge la limitación a la transmisibilidad de las acciones o la causa de exclusión del accionista. En su opinión, el requisito legal favorece a los mayoritarios, que verán así facilitada la concesión de la autorización para transmitir y dificultada su exclusión de la sociedad gracias a que participarán en las votaciones correspondientes y no es previsible, naturalmente, que voten en contra de la autorización o a favor de la exclusión cuando son ellos los afectados.

“Además, salvo disposición en contrario, el órgano competente para otorgar la autorización (para transmitir) no es la junta sino el órgano de administración, lo que reduce mucho el alcance del supuesto que nos ocupa”

Y, en relación con la exclusión, hace prácticamente imposible la exclusión del socio mayoritario o de control. Y añade que

Contraviene claramente el principio de igualdad de trato que, en presencia de una misma causa de exclusión, prevista como tal en los estatutos, pueda haber accionistas que sean inmunes a la exclusión y, al mismo tiempo, estén dotados del poder de excluir a los restantes.

Aunque admiramos sinceramente el trabajo de Sánchez Ruiz (siempre se sabe lo que sostiene, no rellena páginas por rellenarlas y se aprende al leerla) creemos que su crítica del art. 190 es exagerada.

La primera razón es que la institución de la exclusión de socios es una institución “sesgada” en su propia configuración dogmática y legal. Así como el derecho de separación es un instrumento de protección del socio minoritario, la exclusión es una institución que sirve a la mayoría para terminar su relación con el socio minoritario cuando la presencia de éste en la sociedad pone en peligro la consecución del fin común. Eso lo hemos defendido desde nuestros primeros trabajos sobre la exclusión de socios. La mayoría siempre puede disolver la sociedad aún contra la voluntad del socio minoritario. Pero el recurso a la disolución es una solución más costosa para el mayoritario que la exclusión ya que si disuelve, el mayoritario ha de proceder a liquidar la sociedad y reconstituirla ya sin la presencia del minoritario. La exclusión, pues, es un mecanismo eficiente para deshacer la relación entre mayoría y minoría sin tener que liquidar la sociedad. Reduce los costes de transacción, por así decirlo. Pero, para garantizar que el mayoritario no expropia al minoritario, la Ley exige que exista justa causa (legal, estatutaria o justos motivos, en mi opinión) de exclusión. Además, el “sesgo” legal de la exclusión se aprecia en la regulación del art. 352 LSC que requiere de una sentencia para que se pueda excluir a un socio que ostenta un 25 % del capital.

De manera que la regulación del art. 190 LSC es coherente con la figura de la exclusión: no se puede mayorizar al socio minoritario que es lo que ocurre cuando, en la exclusión, el socio mayoritario es el excluido y no puede participar en la votación. Si acaso, lo criticable es que, el legislador de la sociedad limitada incluyera la prohibición de voto en el antiguo artículo 52 LSRL. Al prohibirse al socio mayoritario votar en el acuerdo sobre su exclusión se puede poner en manos de un socio que tenga sólo un 10 % tal decisión (si el capital está repartido entre dos socios al 90/10 %). Es lo que sucede cuando se ponen “límites rígidos” al derecho de voto en lugar de “límites flexibles” como el del art. 190.3 LSC.

La regla del art. 190.3 LSC constituye una solución equilibrada, conforme valorativamente con los derechos individuales del socio y con el derecho de la mayoría a gestionar la sociedad y, sobre todo, constituye la regla central de solución de los conflictos de interés de los socios (y, en alguna medida, de los administradores cuando nos encontremos en casos de conflictos de interés de éstos “por cuenta ajena”). Si en el acuerdo de autorización de la transmisión de las acciones o de exclusión de un socio, participa el interesado y, con su voto decisivo, la sociedad adopta un acuerdo contrario al interés social, el socio que impugne el acuerdo tiene una posición cómoda ya que habrá de ser la sociedad o el socio afectado el que demuestre que la decisión de autorizar o de no excluir era la conforme con el interés social.

No es tan difícil imaginar cómo podría proporcionarse tal prueba. Por ejemplo, supongamos que se autoriza a un accionista a transmitir sus acciones a un delincuente como lo era Ruiz-Mateos (este señor se dedicó, algunos años, a prestar servicios de este tipo a socios descontentos) o supongamos que el socio mayoritario está expropiando sistemáticamente a la sociedad y a los demás socios con sus actividades desleales. No creemos que sea difícil para un juez anular el acuerdo y declarar adoptado el acuerdo contrario (como ha demostrado que puede hacer en su trabajo de próxima publicación en la Revista de Derecho Mercantil el profesor Iribarren).

Mercedes Sánchez Ruiz, Voto y conflicto de intereses del accionista, Lex Mercatoria, 4(2016)

Hamilton sobre los cizañeros

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La verdad es, sin duda, que el único camino para la subversión del sistema republicano de nuestro país es el de halagar los prejuicios de la gente, sus emociones, celos y temores, para crear confusión y provocar conmoción civil de forma que, finalmente cansada de la anarquía o falta de gobierno, la gente se refugie en los brazos de la dictadura que proporciona reposo y seguridad.

Alexander Hamilton

Buenas instituciones hacen ciudadanos generosos

 

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Biblioteca Estocolmo

La tesis del trabajo puede condensarse en este párrafo del mismo

Las instituciones formales que aumentan la responsabilidad y la aplicación crean incentivos de arriba hacia abajo para cooperar, llevando a la gente a adoptar una heurística prescribiendo cooperación que se aplica incluso en entornos de cooperación puramente ajenos al alcance de cualquier institución; Y que la variación transcultural en la calidad de estas instituciones formales, por lo tanto, ayuda a explicar la variación transcultural en los niveles de pura cooperación.

Recuérdese que el concepto de “institución” es uno de los más ambiguos de los utilizados por las ciencias sociales incluido el Derecho. S. R. Waldman tiene una buena definición de institución aquí. Básicamente, dice que, aunque técnicamente, las instituciones son “pautas de conducta social con roles estereotipados” (patterns-of-social-behavior-with-stereotyped-roles): rol de madre, de administrador de una compañía, de patrono de una fundación, de policía, de prostituta, de chapero…, una definición más expresiva y sencilla es la que rezaría que

las instituciones son a los grupos de personas lo que los hábitos o las costumbres son a los individuos.

La sociedad anónima es una institución, la prostitución es una institución, la maternidad es una institución, la seguridad social es una institución, la bolsa de valores es una institución, la banca es una institución, el Obispado es una institución. El kiosko de prensa es una institución.

Y, lo que dicen los autores de este trabajo es que las pautas de conducta que nos han servido bien en el pasado, tienden a interiorizarse y a adoptarse en el futuro también en contextos en los que no se dan todas las circunstancias de hecho que justificaron la adopción de esa pauta de conducta en el pasado. Es la forma heurística de razonar de los seres humanos.Y, si esa pauta de conducta ha generado beneficios para el individuo (a través de su participación en los beneficios que la conducta social ha generado para el grupo en el que se inserta ese individuo, beneficios de la cooperación que se reparten entre los miembros del grupo) y se internaliza, de forma que el individuo no se pregunta en cada ocasión usando grandes dosis de computación cerebral y prescindiendo de buena parte de la información disponible, si debe o no seguir la pauta de conducta que le ha servido bien, es lógico que observemos que los individuos cooperan incluso en contextos en los que no están presentes los incentivos – beneficio individual – para cooperar.

Si las sociedades se diferencian entre sí en la extensión y “calidad” de las instituciones que favorecen la cooperación, es lógico que asistamos a diferencias en la disposición a la cooperación, en general, entre los individuos que pertenecen a unos grupos y otros definidos cultural y geográficamente. Los individuos, “acostumbrados” a cooperar, a responder cooperativamente de forma intuitiva, cooperarán también en contextos en los que la respuesta racional – la que resulta de la deliberación “perfecta” – sería no cooperar.

De modo que, “cuando las instituciones son fuertes”, en el sentido de que generan comportamientos muy cooperativos en los individuos afectados por la institución en “situaciones típicas” en las que cooperar beneficia individualmente al sujeto (repetimos, porque participa en los beneficios que la cooperación genera para el grupo y que se reparten entre los miembros de ese grupo), es natural que los miembros de ese grupo dotado de instituciones fuertes desarrollen heurísticas que les llevan a cooperar intuitivamente y, por tanto, a hacerlo aun cuando no estén presentes las circunstancias que garantizarían la obtención del beneficio individual.

Lo que el trabajo añade es la dirección causal: son las instituciones fuertes las que producen un incremento de la sociabilidad o prosocialidad de los individuos afectados por tales instituciones y que ésta sea mayor en los grupos que disfrutan de buenas instituciones en comparación con los individuos que pertenecen a grupos que sufren malas instituciones.

Los autores advierten que los incentivos psicológicos para cooperar y para castigar al que no coopera o, simplemente, al incumplidor son diferentes, porque, por ejemplo, se castigue, simplemente, para expresar el desprecio hacia el otro. De modo que si cooperamos más – desplegamos más conductas prosociales – simplemente porque hemos internalizado esas conductas y las desplegamos sin deliberación alguna ni análisis “coste-beneficio”, eso no significa que también castiguemos más a otros (que es una conducta costosa) si el castigo no es altruista sino expresivo, por ejemplo. Es decir, que si la razón por la que observamos más cooperación bajo instituciones fuertes o buenas es la internalización de una heurística (“coopera, que es bueno para tí”) que se utiliza en contextos en los que cooperar no beneficia necesariamente al individuo, no deberíamos ver más “castigo” (prosocial o expresivo) pero

si los efectos externos (más cooperación) se deben a cambios en el entendimiento de las normas sociales aplicables en esa situación y no a la heurística, es decir, a que, al ver que otros participantes cooperan bajo instituciones fuertes, se fortalece la creencia de uno de que ser prosocial es la conducta debida en el contexto actual (y ver a otros no cooperar bajo instituciones débiles socava esta creencia), en la medida en que las personas castiguen comportamientos que ven como violaciones de normas, debemos esperar ver más castigo cuando los individuos están expuestos a instituciones más fuertes. Por lo tanto, examinar si los incentivos para cooperar para influir en el castigo ayudan a distinguir entre la SHH y las cuentas basadas en normas de los spillovers.

Por tanto, el aumento de los castigos a los incumplidores nos permite distinguir si los comportamientos prosociales son causados por la internalización del razonamiento heurístico o por la mera existencia de normas sociales.

A través de dos experimentos, los autores concluyen que “vivir bajo instituciones fuertes aumenta la prosocialidad”, es decir, que los comportamientos prosociales y las instituciones fuertes están correlacionados. Y que “una institución que sanciona los comportamientos egoístas, afecta positivamente al nivel de prosocialidad de las conductas en un contexto distinto a aquel donde se ha impuesto la sanción al egoista. Por tanto, conductas prosociales en un contexto refuerzan las conductas prosociales en otro contexto y esas conductas prosociales derivan de la existencia de instituciones fuertes que incentivan a la cooperación. Pero no se observa “un efecto directo de la calidad institucional sobre el nivel de castigo” por los individuos a los individuos que se comportan egoistamente, lo que indicaría que la “calidad institucional no impacta sobre la prosocialidad vía un cambio en las normas sociales que se perciben como aplicables”, esto es, en la percepción de qué conductas son las apropiadas en cada contexto y qué conductas no son aceptables, de modo que “las instituciones que incentivan los comportamientos prosociales deberían generar más prosocialidad (en otros momentos y en otros contextos) pero no deberían influir el nivel de castigo futuro”. Debemos, pues, garantizar el nivel de castigo óptimo, cuando éste sea mayor que el observado, a los que no cooperan, a los que hacen trampas, recurriendo a una institución formal, centralizada porque no podemos esperar que las tendencias y heurísticas cooperativas aumenten el nivel de castigo que infligen los propios individuos.

El planteamiento es muy intuitivo. Piensen sólo en la limpieza de un bar y la decisión de tirar al suelo del bar los restos de las gambas que nos acabamos de comer. 

Stagnaro, Michael N and Arechar, Antonio A. and Rand, David G., From Good Institutions to Generous Citizens: Top-Down Incentives to Cooperate Promote Subsequent Prosociality But Not Norm Enforcement (February 17, 2017) publicado en Cognition

El deber de recato de las personas que profesan una religión

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Es el asunto C‑157/15 (Achbita). Las Conclusiones de la Abogado General están aquí. La sentencia del TJUE está aquí. El otro asunto es el asunto C-188/15. Las Conclusiones de la Abogado General están aquí. La sentencia del TJUE está aquí.

Veamos el primero de ellos (Achbita)

El 12 de febrero de 2003, Samira Achbita, de confesión musulmana, fue contratada como recepcionista por la empresa G4S. Esta empresa privada presta, en particular, servicios de recepción y acogida a clientes tanto del sector público como del sector privado. En el momento de la contratación de la Sra. Achbita, regía en el seno de G4S una norma no escrita que prohibía a los trabajadores llevar signos visibles de sus convicciones políticas, filosóficas o religiosas en el lugar de trabajo.

Pues bien, parece que la señora Achbita se convirtió o devino más piadosa porque “en la época de su contratación ya profesaba la religión musulmana, llevó durante más de tres años un velo exclusivamente fuera de las horas de trabajo”

En abril de 2006, la Sra. Achbita comunicó a su empleador que tenía la intención de llevar un pañuelo islámico durante las horas de trabajo. Como respuesta, la Dirección de G4S le informó de que no se toleraría el uso de tal pañuelo porque ostentar signos políticos, filosóficos o religiosos era contrario a la neutralidad que la empresa se había impuesto seguir en las relaciones con sus clientes.

¡Qué casualidad!, Achbita se pone enferma y la empresa convierte la regla no escrita en una regla escrita de neutralidad indumentaria

El 12 de mayo de 2006, tras un período de baja por enfermedad, la Sra. Achbita comunicó a su empleador que reanudaría su actividad laboral el 15 de mayo y que a partir de entonces llevaría un pañuelo islámico. El 29 de mayo de 2006, el comité de empresa de G4S aprobó una modificación del reglamento interno, que entró en vigor el 13 de junio de 2006, con el siguiente tenor: «Se prohíbe a los trabajadores llevar signos visibles de sus convicciones políticas, filosóficas o religiosas u observar cualquier rito derivado de éstas en el lugar de trabajo».

La fe mueve montañas y hace que te despidan

El 12 de junio de 2006, en razón de la persistente voluntad de la Sra. Achbita de llevar el pañuelo islámico en su lugar de trabajo, ésta fue despedida.

y recibió la correspondiente indemnización

La Sra. Achbita impugnó el despido ante los órganos jurisdiccionales belgas. El Hof van Cassatie (Tribunal de Casación, Bélgica), que conoce del asunto, alberga dudas en cuanto a la interpretación de la Directiva de la Unión relativa a la igualdad de trato en el empleo y la ocupación.

Dirán Uds cómo llega un asunto tan nimio al TJUE. Intervino UNIA

El Tribunal supremo belga pregunta

si la prohibición de llevar un pañuelo islámico dimanante de una norma interna general de una empresa privada constituye una discriminación directa.

en el sentido de la Directiva 2000/78/CE del Consejo, de 27 de noviembre de 2000, relativa al establecimiento de un marco general para la igualdad de trato en el empleo y la ocupación

La Abogado General Kokkot comienza distinguiendo entre discriminación directa e indirecta

Existe una discriminación religiosa directa a efectos de la Directiva 2000/78 cuando una persona sea, haya sido o pudiera ser tratada de manera menos favorable que otra en situación comparable por razón de la religión [artículo 2, apartado 2, letra a), en relación con el artículo 1], de modo que la diferencia de trato que subyace se vincula directamente con la religión. En cambio, existe una discriminación religiosa indirecta cuando una disposición, criterio o práctica aparentemente neutros pueda ocasionar una desventaja particular a personas de una determinada religión respecto de otras personas [artículo 2, apartado 2, letra b)].

Un ejemplo claro de la primera sería cualquier regla que estuviera basada en “características físicas invariables o propiedades personales de las personas (como el sexo, la edad o la orientación sexual). Un ejemplo claro de la segunda sería: es obligatorio comer cerdo en el comedor de la empresa.

El Tribunal de Justicia – siguiendo a la AG - contesta que no hay discriminación directa

(el) concepto de «religión» cubre tanto el hecho de tener convicciones religiosas como la libertad de las personas de manifestar públicamente dichas convicciones. El Tribunal de Justicia observa que la norma interna de G4S tiene por objeto el uso de signos visibles de convicciones políticas, filosóficas o religiosas y, por ende, atañe indistintamente a cualquier manifestación de tales convicciones. Por consiguiente, dicha norma trata por igual a todos los trabajadores de la empresa, ya que les impone en particular, de forma general e indiferenciada, una neutralidad indumentaria.

De los autos que obran en poder del Tribunal de Justicia no se desprende que esta norma interna se haya aplicado a la Sra. Achbita de forma diferente a los demás trabajadores de G4S.

En consecuencia, tal norma interna no establece una diferencia de trato basada directamente en la religión o las convicciones en el sentido de la Directiva.

La Abogado General es más explícita:

la prohibición afecta por igual a todos los símbolos religiosos visibles. Por lo tanto, no existe ninguna discriminación entre religiones. … no se trata de una medida dirigida especialmente a los trabajadores de confesión musulmana, ni siquiera específicamente a las trabajadoras de dicha comunidad religiosa, pues… puede afectar de igual manera a los trabajadores hombres de religión judía que se presenten en el trabajo con una kipá, o a un sij que desee desarrollar su trabajo con un dastar (turbante), o incluso a las trabajadoras y los trabajadores de instituciones religiosas cristianas que lleven colgada una cruz en lugar visible o quieran ir al trabajo con una camiseta con la leyenda «Jesús te ama»…

Este principio de neutralidad afecta a un trabajador religioso exactamente igual que a un ateo convencido que quiera expresar su postura antirreligiosa en su vestimenta, o que a un trabajador políticamente activo que manifieste su predilección por un partido o determinados planteamientos políticos mediante elementos de la indumentaria (por ejemplo, símbolos, insignias o eslóganes impresos en su camisa, camiseta, gorra o sombrero).

Pero que puede haber discriminación indirecta

…no puede descartarse que el juez nacional llegue a la conclusión de que la norma interna establece una diferencia de trato basada indirectamente en la religión o las convicciones si se acredita que la obligación aparentemente neutra que contiene dicha norma ocasiona, de hecho, una desventaja particular a aquellas personas que profesan una religión o tienen unas convicciones determinadas.

El Tribunal de justicia indica al tribunal belga que, incluso en el caso de que se pueda apreciar que una prohibición afecta negativamente de forma particular a los practicantes de una religión, no hay discriminación ni directa ni indirecta si el objetivo del empresario con la regla es ofrecer una imagen neutra ante sus clientes y, además, necesaria y proporcionada para los trabajadores que trabajan en contacto con los clientes. Más discutible si también se impone a los trabajadores que no trabajan cara al público (aunque, como veremos, se puede justificar fácilmente la necesidad de una medida general de prohibición de ostentación de la religión en el centro de trabajo para proteger la paz laboral y las buenas relaciones entre la plantilla cuando en ella puede haber personas profundamente antirreligiosas y practicantes de religiones que llevan miles de años matándose recíprocamente). A este respecto, corresponderá al juez nacional comprobar

  • si G4S había establecido, con anterioridad al despido de la Sra. Achbita, un régimen general e indiferenciado en la materia.
  • si la prohibición atañe únicamente a los trabajadores de G4S que están en contacto con los clientes.

En tal caso, la prohibición deberá considerarse estrictamente necesaria para alcanzar la meta perseguida. También cabrá comprobar si, teniendo en cuenta las limitaciones propias de la empresa y sin que ello representara una carga adicional para ésta, G4S tenía la posibilidad de ofrecer a la Sra. Achbita un puesto de trabajo que no conllevara un contacto visual con los clientes en lugar de proceder a su despido.

 

La legitimidad de las políticas de neutralidad religiosa

La Abogado General es, de nuevo, más explícita

Puede ser que haya empresas que (quieran)…  hacer de (la)… diversidad… su imagen de marca. Pero, con igual legitimidad, una empresa (como G4S) puede optar por una política de estricta neutralidad religiosa y de convicciones y, con vistas a la realización de esa imagen, exigir a sus trabajadores como requisito profesional la correspondiente presencia neutral en el puesto de trabajo.

… el derecho fundamental a la libre empresa (artículo 16 de la Carta de los Derechos Fundamentales… comprende… decidir la forma y las condiciones en que se han de organizar y desempeñar las labores correspondientes a la empresa y en qué forma se han de ofrecer sus productos y servicios…. puede prescribir a sus trabajadores, dentro de una política empresarial por él definida, que se comporten y vistan de una determinada manera en su puesto de trabajo… Con mayor motivo… cuando el trabajador… ha de mantener frecuentemente contacto cara a cara con los clientes…

… tal política de neutralidad no excede los límites (de la libertad de empresa)… (y… resulta especialmente oportuna una política de neutralidad… por(que)… las actividades desarrolladas por… G4S… se caracterizan por un contacto permanente cara a cara con terceras personas y que determinan la propia imagen de G4S, pero sobre todo también la imagen pública de sus clientes.

Como ha señalado acertadamente Francia a este respecto, se trata de evitar, en particular, que las convicciones políticas, filosóficas o religiosas manifestadas públicamente por una trabajadora con su vestimenta puedan ser relacionadas, o incluso atribuidas por los terceros a la empresa G4S o a los clientes a quienes G4S presta sus servicios.

Añade la Abogado General que la medida de la empresa era proporcionada (veremos que no debería exigirse tal requisito cuando se trata de una relación entre particulares y no de una relación entre un particular y un poder público)

cuando un símbolo religioso forma parte del uniforme, el empresario está abandonando incluso el sendero de la neutralidad por él mismo elegido.

y que emplear a la Sra Achbita en actividades no cara al público no es una solución porque, precisamente, supondría que la empresa deba renunciar a su política de neutralidad permitiendo a los empleados que no están de acuerdo con la misma, saltársela y obligando a la empresa a tener en cuenta criterios no racionales para asignar a los empleados cometidos de uno u otro tipo. “A la musulmana no la podemos poner cara al público porque puede, cualquier día, aparecernos con un burka”. Dice la Abogado General que

la búsqueda concreta de funciones alternativas para cada trabajadora supone un gran esfuerzo organizativo añadido para el empresario, que no toda empresa puede asumir sin más.

Y hace referencia a las personas con discapacidad. Por ellas si que puede imponerse al empresario este esfuerzo organizativo ¿pero por llevar el velo islámico? La AG añade que si estuviéramos en el ámbito del fuero interno (la religión como sentimiento, creencia que permanece en el ámbito interno de cada persona), cualquier intromisión del empleador debería ser reprimida. Pero no así en el fuero externo. Al respecto, dice la AG con bastante expresividad que las personas religiosas

 

las personas religiosas tienen un deber de recato

Mientras que un trabajador no puede «dejar en el guardarropa» su sexo, su color de piel, su origen étnico, su orientación sexual, su edad ni su discapacidad al acceder a las instalaciones de su empresario, sí se le puede exigir un cierto recato en el trabajo con respecto al ejercicio de su religión, ya sea en relación con sus prácticas religiosas, sus comportamientos motivados por la religión o (como aquí sucede) su forma de vestir…  dependerá de lo visibles y llamativos que sean los elementos … Y para los trabajadores obligados a llevar una ropa de trabajo… pueden aplicárseles exigencias aún más estrictas … los trabajadores que ocupen puestos destacados o a las personas con autoridad se espera un mayor recato que de los trabajadores que desempeñan actividades subordinadas. Y a un trabajador que en su actividad profesional esté expuesto a contactos numerosos y frecuentes con terceros, se le puede exigir un mayor recato que a un trabajador que opera exclusivamente en el ámbito interno y no tiene contacto con los clientes.

¿Por qué está justificado imponer un deber de recato? Tiene que ver con la conversión de las religiones – hace muchos siglos – en “holísticas” o reguladoras de todos los aspectos de la vida de la gente. Una religión ritual como las previas a la religiones moralizantes no se ocupa de toda la vida de los individuos. El cristianismo, el islam o el judaismo regulan toda la vida de sus fieles. Pues bien, en una Sociedad en la que hay ateos, los ateos tienen cierto derecho a que no se les “imponga” la presencia de costumbres o reglas en la vida social y laboral por parte de los creyentes. 

Hay un derecho a que los religiosos, que adoptan conductas irracionales, que creen sin justificación empírica o racional en toda clase de supercherías o cosas sobrenaturales, no recuerden constantemente a los ateos sus creencias. Se explican así los criterios avanzados por la Abogado General (visibilidad de los símbolos religiosos, contacto frecuente con terceros, posición jerárquica en la organización…). Pero imponer el deber de recato está especialmente justificado cuando la religión ha sido una de las principales causas o excusas para los conflictos sociales desde que aparecieron las religiones moralizantes. No en vano, las dos sentencias y las Conclusiones y las referencias que contienen a la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos están llenos de apelaciones a la paz y a la armonía sociales y la AG dedica algunas reflexiones, precisamente, a los efectos de las manifestaciones de sentimientos religiosos sobre los demás y a los derechos de los demás – libertad de empresa singularmente – a no soportar la carga de las creencias irracionales y sobrenaturales de los empleados, incluyendo a otros empleados y a los clientes. 

Como dice muy bien la AG Kokkot, los símbolos religiosos en la vestimenta no son neutrales y no dejan de tener efectos “externos”, efectos sobre los terceros que conviven con la persona religiosa que hace ostentación de su religión. Imaginen que el jefe es un devoto musulmán que no saluda con un apretón de manos a las mujeres o un judío ortodoxo que lleva esos tirabuzones en el pelo y no se afeita la barba. Sus subordinados ateos como este, se sentirán cohibidos a la hora de hacer cualquier manifestación de sus opiniones sobre religión ya que temerán, con razón, no ser ascendidos o evaluados positivamente por este jefe. La libertad religiosa, ejercida en el fuero externo, induce a los que se relacionan con las personas religiosas, a reprimirse. Hay un cierto derecho a no vivir rodeado de símbolos religiosos. Cuando voy a ver a mi abogado, no quiero saber nada de lo que piensa sobre los transgénicos, la paz en el mundo o la vida después de la muerte. Voy a ver a mi abogado y lo único que quiero saber de él es lo competente que es. Si mi abogado aparece con una gran cruz colgándole del cuello, me está suministrando una información “litigiosa”, una información que yo no le he solicitado y sobre la que, normalmente, mantendremos opiniones divergentes.

No hagan ustedes ostentación de su religión, por favor, que eso facilita que acaben ustedes a tortas y nos pillen en medio

 

En otro resuelto el mismo día, el caso de la Sra. Bougnaoui

Los hechos (en Francia) eran los siguientes: Asma Bougnaoui entró en contacto con una empresa en una feria de estudiantes. El representante de Micropole le dijo que llevar pañuelo islámico sería un problema. Bougnaoui hizo prácticas en Micropole, al final de las cuales, la contrataron. Durante las prácticas, llevaba un pañuelo al cuello. Cuando ya era trabajadora indefinida, empezó a usar el pañuelo cubriéndole la cabeza. Micropole no le dijo nada hasta que recibió una queja de un cliente. La despidió tras pedirle que dejara de llevar el pañuelo.

La Abogado General, en este caso, se explaya y nos resume la doctrina constitucional de varios Estados y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre estos temas. Como el resumen es muy claro, nos remitimos a él (a partir del párrafo 28 de sus Conclusiones). Luego hace algunas disquisiciones entre la protección de la libertad religiosa en el CEDH y la protección frente a la discriminación – por razones de religión – en la Directiva y el Derecho europeo en general e insinúa que la ponderación juega en el primer caso, mientras que no lo hace en el segundo. Cuando aborda el asunto objeto de sus Conclusiones, la AG lo plantea en los siguientes términos:

conciliar la libertad de una persona de manifestar su religión con la libertad de empresa requerirá un difícil ejercicio de equilibrio entre dos derechos en conflicto.

Creemos que la AG no centra bien la cuestión. Si se trata de aplicar la excepción del art. 4.1 de la Directiva, que dice lo siguiente

No obstante lo dispuesto en los apartados 1 y 2 del artículo 2, los Estados miembros podrán disponer que una diferencia de trato basada en una característica relacionada con cualquiera de los motivos mencionados en el artículo 1 no tendrá carácter discriminatorio cuando, debido a la naturaleza de la actividad profesional concreta de que se trate o al contexto en que se lleve a cabo, dicha característica constituya un requisito profesional esencial y determinante, siempre y cuando el objetivo sea legítimo y el requisito, proporcionado.

primero habrá que demostrar que la regla ¡establecida por el empresario, no por el Estado miembro! es discriminatoria, antes de examinar si concurre la excepción. Y la AG considera que

Una regla establecida en la normativa de régimen interno de una empresa por la que se prohíbe a los trabajadores de la empresa llevar signos o vestimenta religiosos cuando están en contacto con los clientes de dicha empresa implica una discriminación directa por motivos de religión o convicciones,

Obsérvese la contradicción con el caso Achbita. ¿Bastaría con que la empresa dijera que están prohibidos los signos o vestimentas religiosos pero también los que reflejen convicciones políticas o filosóficas en el lugar de trabajo para que la regla empresarial dejara de ser discriminatoria? A nuestro juicio la AG Sharpston cae en la trampa de considerar la libertad religiosa como una “superlibertad” y no como una expresión de la libertad ideológica, de conciencia y de creencias. ¿El hecho de que la normativa interna de la empresa no se refiriera a signos o vestimentas que reflejen convicciones políticas o filosóficas daña al empresario? No debería si, como es normalmente, el caso, los que tienen convicciones políticas o filosóficas fuertes se recatan y no las reflejan en su vestimenta y, en el caso de las religiosas, la mitad de la población musulmana (mujeres) o sij (turbante masculino) o judía (kipa) siente el deber de llevar una vestimenta religiosa. En definitiva, la AG debería preguntarse si la empresa habría despedido igual al que se hubiera empeñado en llevar una camiseta con propaganda electoral de un determinado partido impresa en ella. Porque las reglas de conducta empresariales no están siempre – como demuestra el otro caso – “escritas” y no lo están porque es ineficiente regular una cuestión que sólo se plantea muy de cuando en cuando. De nuevo, tratar a las empresas – que son particulares – como si fueran poderes públicos no está justificado aunque se extienda la prohibición de discriminación a los particulares.

No sorprende, pues, que el Tribunal de Justicia – es una Gran Sala – se limite a decir algo bastante obvio

El artículo 4, apartado 1, de la Directiva 2000/78/CE del Consejo, de 27 de noviembre de 2000, relativa al establecimiento de un marco general para la igualdad de trato en el empleo y la ocupación, debe interpretarse en el sentido de que la voluntad de un empresario de tener en cuenta los deseos de un cliente de que los servicios de dicho empresario no sigan siendo prestados por una trabajadora que lleva un pañuelo islámico no puede considerarse un requisito profesional esencial y determinante en el sentido de esta disposición.

Decimos obvio porque si esa es la causa del despido, el despido es improcedente y discriminatorio. Lo importante es si Micropole tenía derecho a exigir a su empleada que no se pusiera el pañuelo en ningún momento en sus horas de trabajo y si tenía derecho a tal cosa (que es lo que se deduce de la otra sentencia), debería tenerlo a exigirle que no lo llevara cuando trabajara con clientes. Naturalmente, si Micropole no tenía política alguna al respecto, que la despidan porque un cliente se ha quejado de eso parece discriminatorio. Pero si la política de Micropole era la de neutralidad o si la aplicaba sólo en la medida en que sus empleados se presentaran ante sus clientes (el que puede lo más, puede lo menos), el despido está justificado y no es, en absoluto discriminatorio porque la causa del despido es que llevaba el pañuelo islámico en sus contactos con clientes, no que el cliente se hubiera quejado. Que esa era la política de la empresa se deduce de la advertencia que se hizo a la Sra Bougnaoui cuando hizo las prácticas en la empresa.

El Tribunal de Justicia dice que la información facilitada por el tribunal francés, no le permiten pronunciarse acerca de si existió discriminación directa o indirecta. Que se atiene a lo que ha dicho en la otra sentencia del día y que esa que hemos reproducido es su interpretación del art. 4.2 de la Directiva de igualdad.

 

Cualquier regla de conducta se convierte en una regla religiosa si la religión correspondiente ordena toda la vida de sus fieles

Observen que, a partir de ahora, todas las empresas que contraten mujeres musulmanas para atender al público, deberán poner en marcha una política interna en la que introduzcan la regla de la neutralidad indumentaria si no quieren tener incidentes como este. La cuestión es si debemos organizar nuestras empresas para garantizar que cualquier conducta irracional promovida por una religión pueda ser llevada a la práctica por los creyentes en esa religión. Téngase en cuenta que, históricamente, las religiones establecían reglas de conducta que afectaban a toda la vida de los miembros de la secta o iglesia. Desde cómo educar a los hijos hasta cómo enterrar a los muertos, desde cómo vestir a cómo comer o no comer (ayuno), lavarse o cómo tratar al cónyuge, desde cómo celebrar contratos de préstamo a cómo sancionar a los que infringen las reglas, desde cómo enseñar Historia a como trabajar

¿Qué ocurriría si alguien inventa una religión en la que ir vestido es un pecado y  la señora Achbita decide que su religión le obliga a estar desnuda durante las horas de trabajo? ¿o a llevar burka? ¿o a no lavarse? ¿o saludar a varones? ¿o si un varón musulmán se niega a saludar a las mujeres dándoles la mano? ¿diríamos que si se tratara del Sr. Achbita que comunica a su empresa que no saludará a las clientes – mujeres dándoles la mano (lo que no tiene inconveniente en hacer si el cliente es un varón), en tal caso, el despido estaría justificado? Calificar de religiosa una creencia o el fundamento de una conducta no puede generar una protección de derecho fundamental ni imponer obligaciones a terceros. Si queremos hacer tal cosa, debemos, en primer lugar, distinguir entre las reglas de comportamiento que las personas basan en su religión, aquellas que sean puramente religiosas de aquellas que sean culturales pero cuyo cumplimiento se ha reforzado con un mandato religioso.

Es por esta razón que la libertad religiosa se ha convertido en una “superlibertad” y es extremadamente peligroso que lo sea porque protege la realización de conductas irracionales y obliga a los demás ciudadanos (en el caso de normas como la que prohíbe a un particular discriminar a otro particular por sus creencias religiosas) a organizar sus actividades para permitir que tales conductas irracionales tengan lugar al incluir en la libertad religiosa no solo el fuero interno sino también el fuero externo, es decir, no solo la libertad de creer lo que uno quiera sino la libertad de manifestar en las relaciones sociales esas creencias por muy irracionales que sean.

Es una 'superlibertad' probablemente por la razón que explica Neil Van Leeuwen y que tomo de Neil Levy (Bad Beliefs, pp 13-14)

Van Leeuwen... sostiene que las creencias religiosas no son creencias fácticas... Desempeñan un papel constitutivo de la propia identidad... las creencias religiosas no dirigen la conducta... son constitutivas de la identidad, no orientadoras de la acción... Las creencias religiosas son muy parecidas (quizás incluso idénticas) a las imaginaciones. La imaginación, además, sólo guía nuestro comportamiento en determinados contextos (sólo cuando Wendy está jugando a los coches de bomberos se tapa los oídos en respuesta al ruido de la sirena que imagina; fuera del juego, actúa como corresponde al silencio del camión), mientras que la creencia guía nuestro comportamiento todo el tiempo (incluso mientras está jugando a los coches de bomberos, Wendy no se preocupa de que su casa del árbol se incendie, y sigue teniendo cuidado de mantenerse alejada del borde).

(recuérdese que Achbita sólo empezó a ponerse el pañuelo a partir de una cierta fecha)

Y sólo se libra de esta obligación el particular, en este caso, el empresario si, como dice el TJUE, el particular demuestra “una finalidad legítima y si los medios para la consecución de esta finalidad son adecuados y necesarios”, es decir, se le impone una carga semejante a la que se impone a los poderes públicos. Se equiparan los particulares – que es, a su vez, titular de derechos fundamentales – a un poder público. Se trata de una ponderación, a nuestro juicio, desequilibrada. Un particular no puede ser obligado a organizar su actividad de tal forma que garantice los derechos de otro particular porque tiene derecho – fundamental – a organizar sus actividades como le venga en gana. Estos casos no pueden tratarse igual que las prohibiciones que imponen los Estados a sus funcionarios en relación con los símbolos religiosos. Porque el Estado no es titular de derechos fundamentales y los demás particulares, sí.

Francia alegó, en el primer caso, que forma parte de su ordenamiento constitucional el principio de “laicidad”. Es una buena idea incluir en la Constitución tal principio para evitar cargar a los ciudadanos con obligaciones desproporcionadas – como a los empresarios en el caso de las Directivas y leyes antidiscriminación – para proteger el derecho de cada cual a sostener en privado y en público las creencias y comportamientos más irracionales. Sobre todo cuando, como en el caso del pañuelo islámico, tenemos argumentos de lo más serios para considerar que esa indumentaria exigida por la religión es expresión, a su vez, de la discriminación que esa religión practica con las mujeres a las que somete a los varones, reconoce menos derechos que a los varones y expulsa de la vida social (la AG Sharpston rechaza explícitamente este argumento). El Derecho no puede garantizar el cumplimiento de estas reglas sociales o religiosas sin comprometer la vigencia social del principio de igualdad de sexos. Deberíamos realizar una revisión de la regla religiosa a la luz de los principios constitucionales antes de asegurar su enforcement a través de las normas antidiscriminación y antes de imponer a otros particulares obligaciones de organización de su actividad.

Actualización: v., esta entrada El TJUE contra la libertad de empresa pero a favor de la “obligación de neutralidad”

Y la STJUE de 13 de octubre de 2022 que ha confirmado la jurisprudencia reseñada: 

El artículo 2, apartado 2, letra a), de la Directiva 2000/78 debe interpretarse en el sentido de que una disposición de un reglamento laboral de una empresa que prohíbe a los trabajadores manifestar, verbalmente, a través de la forma de vestir o de cualquier otra forma, sus convicciones religiosas o filosóficas, del tipo que sean, no constituye, respecto de los trabajadores que pretendan ejercer su libertad de religión y de conciencia mediante el uso visible de un signo o de una prenda de vestir con connotaciones religiosas, una discriminación directa «por motivos de religión o convicciones» en el sentido de dicha Directiva, siempre que esa disposición se aplique de forma general e indiferenciada.

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