lunes, 5 de febrero de 2018

Cuestiones pendientes relativas al contrato entre la sociedad y el consejero-delegado

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Foto: @thefromthetree

En el blog nos hemos ocupado a menudo del contrato entre el consejero-delegado y la sociedad (v., entradas relacionadas) y lo hemos hecho recientemente para resumir y comentar un trabajo de Campins y Juste sobre el particular y alguna resolución de la Dirección General de Registros y una sentencia de la Audiencia Provincial de Barcelona. Estas entradas me habían llevado al convencimiento de que podíamos “pasar” a otros temas porque se había alcanzado un consenso satisfactorio sobre bastantes de los problemas que plantea la retribución de los administradores ejecutivos. 

Para el que no esté al tanto, la mejor forma de empezar pasa por leer el trabajo de Paz-Ares titulado “El enigma de la retribución de los consejeros ejecutivosInDret, 2009 y, modestamente, esta entrada del Almacén de Derecho titulada expresivamente “Adiós a la teoría del vínculo” además del trabajo de Campins y Juste citado.

¿Qué debería estar completamente resuelto?


Al menos, las siguientes cuestiones
  1. La teoría del vínculo (imposibilidad de que existan dos relaciones contractuales entre  el administrador ejecutivo y la sociedad) debe ser abandonada: el administrador ejecutivo está unido a la sociedad por un doble vínculo, uno cuyo contenido es la relación de administración y el otro cuyo contenido es el desempeño de las funciones ejecutivas
  2. La segunda relación – desempeño de funciones ejecutivas – en la medida en que se refiere al desempeño, por delegación del consejo, de las funciones de éste, es una relación entre el ejecutivo y el consejo que tiene, en consecuencia, carácter laboral de alta dirección porque hay, normalmente, dependencia y ajenidad. Sólo en el caso de que el consejero-delegado sea, además, titular de una participación de control en el capital social, podría modificarse esta conclusión.
  3. La retribución del consejero delegado se fija por el Consejo, no por los estatutos sociales, los cuales se ocupan, naturalmente, de la retribución de los administradores “en cuanto tales”.


Cuestiones dudosas son, al menos, las siguientes


  1. Si es imprescindible la documentación de la relación entre la sociedad y el consejero-delegado en el caso – no poco frecuente en sociedades cerradas – de que el puesto de consejero-delegado no sea retribuido
  2. Si es acertado requerir una mayoría de 2/3 no solo para la delegación de funciones sino también para la aprobación del contrato con el consejero-delegado
En lo que sigue, trataremos de dar respuesta a estas dos cuestiones y para ello utilizaremos como guía el trabajo de Cristina Guerrero Trevijano, La retribución de los consejeros ejecutivos en sociedades cerradas, Liber Amicorum Rodríguez Artigas/Esteban Velasco, tomo I pp 975 ss. Lo utilizaremos porque la autora abre de nuevo todas las cuestiones enumeradas como resueltas, por lo que creemos conveniente reafirmar las posiciones que hemos venido manteniendo hasta ahora aconsejando a nuestros jóvenes profesores que no traten de ser originales. Las innovaciones se les regalan “por añadidura” a los que siguen a los mejores en el estudio de las cuestiones difíciles. 

¿Debe figurar en los estatutos el sistema de retribución del consejero-delegado y ser aprobado por la Junta el contrato de delegación? Aunque ella lo aborda en último lugar, comenzaremos por reafirmar que como ha dicho la Audiencia Provincial de Barcelona, la mayoría de la doctrina y la DGRN,

La retribución del consejero-delegado no tiene que figurar en los estatutos sociales


La autora, sin embargo, afirma que
“la existencia de una retribución adicional a los consejeros ejecutivos debe constar estatutariamente, independientemente de que el contrato de delegación concrete el contenido de la misma tanto desde la perspectiva de los deberes y derechos de las partes como especialmente en lo que respecta a la remuneración por el desempeño de tales funciones. Y ello porque… las retribuciones variables no serán la vía habitual de retribución de los consejeros no ejecutivos y si lo serán, en cambio para los ejecutivos”
El argumento es que en los artículos 218 y 219 LSC se regula la retribución de los administradores por medio de participación en beneficios y entrega de acciones de modo que si se va a dar al consejero-delegado una participación en beneficios o se le van a entregar acciones, como éstas formas de retribución “a los administradores” han de constar en los estatutos y aprobadas por la junta
“no será válido el contrato de delegación que contemple una retribución por alguno de estos sistemas si no está expresamente previsto en los estatutos”.
Esta forma de razonar es ilógica ya que presume lo que ha de ser demostrado. Presume que la retribución del consejero-delegado por las funciones ejecutivas es retribución en su condición de administrador y el legislador ha dejado claro, justamente, que no lo es cuando ha dicho, en el art. 217.2, al establecer los sistemas de retribución que pueden ser percibidos “por los administradores en su condición de tales” entre los que se incluyen, precisamente, la participación en beneficios y la entrega de acciones. Por tanto, es obvio que el legislador no se está refiriendo a la retribución con esa forma por el desempeño de las funciones ejecutivas. Para que pueda percibir cualquier retribución por el desempeño de tales funciones es necesario y suficiente que estén previstas en el contrato de delegación (v., art. 249.4 LSC donde se contiene la sanción que consiste en que el ejecutivo
“no podrá percibir retribución alguna por el desempeño de funciones ejecutivas cuyas cantidades o conceptos no estén previstos en ese contrato”).

La retribución que recibe el consejero-delegado por el desempeño de funciones ejecutivas no es “una retribución adicional”


Una retribución adicional es la que recibe el consejero que es miembro de una comisión del consejo respecto de la que recibe cualquier otro consejero o la que recibe el presidente – chairman – del consejo. Las cantidades que recibe como tal sí que son retribución adicional. Pero las funciones ejecutivas son un aliud respecto de las tareas que desempeña un miembro de un consejo de administración. En el consejo, cuando hay delegación de funciones, el consejo se “transforma” en un órgano de supervisión y deja de ser un órgano de gestión (en realidad es metafísicamente imposible que un órgano colegiado desempeñe de forma permanente funciones ejecutivas pero en fin).

Para demostrarlo basta con señalar que se trata de retribuciones por funciones que se realizan fuera del ámbito de funcionamiento del órgano colegiado. Cuando hay consejo de administración (lo que ha llamado Paz-Ares administración “compleja”), los administradores “en cuanto tales” son miembros de un órgano colegiado y sus deberes, funciones y retribución se determinan por su actividad en el seno del órgano colegiado, es decir, por su participación en el mismo. Los consejeros no son “nada” fuera del órgano que es el consejo de administración y el consejo, como todo órgano colegiado, no puede actuar – tomar decisiones – sino en forma de acuerdos. Por tanto, las funciones ejecutivas no pueden ser desarrolladas por los miembros del consejo en su condición de tales. Necesitan, o bien ser nombrados directivos de la compañía y recibir el mandato - y, en su caso, el poder de representación - correspondiente, o bien que se produzca una delegación de las funciones del órgano en su favor. La comparación con el nombramiento de un empleado para desempeñar funciones ejecutivas demuestra con claridad que los administradores ejecutivos tienen un doble conjunto de funciones: las que les corresponden en cuanto miembros del órgano colegiado y paridad con los demás miembros y las que les corresponden – las ejecutivas – en virtud de la delegación de facultades y su designación para el cargo.

Como explica Recalde (Liber Amicorum Rodríguez Artigas/Esteban Velasco, p 1056) en relación con la responsabilidad por daños causados por los administradores a la sociedad derivados de su gestión negligente de la compañía (Recalde llama la atención sobre la posibilidad de que la reforma del consejo en las sociedades cotizadas haya podido alterar las reglas sobre responsabilidad solidaria de los miembros del consejo en función del reparto de funciones entre los miembros del consejo fijado en el Reglamento del Consejo, por ejemplo).
"Si son varios los administradores y actúan colegiadamente, todos responden de forma solidaria cuando intervinieron en la adopción del acuerdo o en la realización del acto lesivo (art. 237 LSC). ... la colegialidad presupone que los cometidos de cada uno son homogéneos. Esto permite imputar colectivamente la responsabilidad a todos los consejeros. En caso de una delegación de facultades, esa homogeneidad desaparecía. Por ello, los consejeros que carecen de facultades delegadas no deberían responder por actos que sólo serían imputables a los consejeros que tienen funciones ejecutivas y en quienes se delegaron las facultades inherentes a tales funciones. Para exonerarse de responsabilidad, el administrador sin facultades delegadas no necesitaría probar que no participó en el acto y se opuso a él. La delegación de facultades tiene eficacia ad extra, como consecuencia del carácter constitutivo de la inscripción en el Registro Mercantil (art. 249.2 in fine LSC). En este sentido, la inscripción es necesaria para exonerarse de responsbilidad. En cambio la distribución de funciones entre los consejeros se sitúa en el ámbito de la organización interna del consejo, no es objeto de publicidad y, por tanto, no se puede oponer a los terceros (art. 245 LSC)… no rompería la solidaridad. El administrador que no intervino en el acto enjuiciado y luego fue condenado sólo pod´ria reclamar en vía de regreso contra quien personalmente causó el daño”.

Por tanto, la autora debería repensar afirmaciones tan rotundas como la que sigue:
“Los administradores con funciones ejecutivas no son distintos de los demás administradores… Existe una única categoría de administradores, lo que no impide que… unos u otros tengan atribuidas distintas competencias, asuman una responsabilidad mayor… y perciban un plus de retribución porque su dedicación es mayor (retribución)… aprobada en los estatutos… y… por la junta”
No es sólo que esta afirmación es contraria a la Ley. Es que, de lege ferenda es un mal consejo al legislador. Dice la autora que la inclusión en los estatutos – del sistema de retribución del consejero-delegado – y la aprobación por la junta de la retribución concreta es la única forma disponible para los socios de controlar la retribución de los consejeros delegados. Pero esto no es correcto.

En primer lugar, el contrato de delegación aprobado por el consejo puede ser impugnado por los socios que tengan un 1 % del capital social (art. 251.1 LSC) si la retribución es excesiva o injustificada (“tóxica”).

En segundo lugar, en sociedades cerradas con consejo de administración, normalmente, los socios son, a la vez, consejeros, de forma que no se pierde capacidad de control porque la retribución del consejero-delegado la fije el consejo de administración si los socios minoritarios participan en el consejo.

En tercer lugar, los socios siempre pueden pedir información respecto del contrato en la junta y pueden proponer la adopción de acuerdos al respecto. Simplemente, no es verdad que los socios carezcan de control sobre el contrato de delegación porque éste sea aprobado por el consejo.

Y, lo que es peor, exigir la fijación estatutaria de la retribución de los consejeros-delegados introduce rigidez innecesariamente o es una simple traba burocrática (que ha costado millones a las empresas españolas en sus relaciones con el registro mercantil y con la Hacienda pública) y puede impedir a pequeñas y medianas empresas profesionalizar su gestión contratando a gestores externos a los que ofrecerán retribuciones competitivas que sólo pueden gestionarse ágilmente atribuyendo al consejo de administración la competencia para su fijación.

Los “problemas tradicionales” en la materia: ¿qué regula el art. 220 LSC? 


“la realidad es que tradicionalmente se ha venido admitiendo que los administradores de las sociedades mantuvieran con estas una relación contractual adicional a su relación de gestión”.
Se aduce, para justificar tal afirmación, el art. 220 LSC que, como es sabido se refiere al establecimiento de “relaciones de prestación de servicios o de obra entre la sociedad y uno o varios de los administradores”.

Quizá sea mejor entender – y así lo hemos dicho varias veces en el pasado - que el precepto no se refiere al doble vínculo del consejero ejecutivo. Quizá sea mejor entender que se refiere a la celebración de un contrato concreto para la prestación de un servicio concreto. Por ejemplo, la sociedad encarga al administrador – que es abogado – un dictamen o la llevanza de un pleito, o al administrador que tiene, además, una empresa de construcción, que realice unas obras en la sede social. En esta dirección apunta el hecho de que el art. 220 LSC simplemente establezca que esos contratos deban ser aprobados por la junta. Se trata de evitar el riesgo asociado a las transacciones vinculadas. Nada más. Por tanto, el contenido de esos acuerdos no puede ser la realización de las actividades de gestión de la empresa social. El art. 220 LSC no regula el contrato de delegación entre el administrador ejecutivo y la sociedad. Así lo reconoce inmediatamente la autora quien, no obstante, mucho más adelante en su exposición vuelve a interpretar el precepto en el sentido erróneo y a considerar que el contrato de delegación de facultades (entre el consejero-delegado y el consejo de administración), en la sociedad limitada debe aprobarse por la junta, lo cual choca derechamente con el tenor literal del art. 249 LSC que no distingue entre anónima y limitada.

Repasa, a continuación, la doctrina del vínculo y las distintas posiciones doctrinales al respecto. para reconocer, finalmente que la posición de Paz-Ares – y el abandono de la doctrina del vínculo – “ha sido la finalmente adoptada por la reforma de la LSC operada por la ley 31/2014”. Reconoce tal cosa sobre la base de la introducción de la expresión en el artículo 217 sobre retribución de administradores “en su condición de tales” y por la introducción del art. 249.3 que prevé la documentación por escrito del contrato entre el consejo de administración y el consejero-delegado en el que deben plasmarse las condiciones de ejercicio y la retribución del cargo de consejero-delegado. “Es decir” – en el 249 LSC – “se consagra la posibilidad de que existan retribuciones adicionales por el desempeño de funciones ejecutivas por la vía de un contrato de delegación”. Llama a tal contrato “contrato de delegación de facultades”. Y señala que hay tres cuestiones que no quedan definitivamente resueltas: “la determinación del órgano competente para la formalización del contrato de delegación, la naturaleza jurídica del mismo y la precisión de su contenido”

Comienza por la “naturaleza” del contrato de delegación. Sin embargo, lo que analiza es la naturaleza de la relación entre los administradores y la sociedad anónima o limitada que es un problema distinto. Los administradores que carecen de funciones ejecutivas (cuando la sociedad está administrada por un consejo de administración, todos aquellos que no son administradores ejecutivos) no pueden celebrar con la sociedad un contrato de delegación, simplemente, porque no tienen funciones delegadas. Un administrador único desempeña las funciones ejecutivas por razón de su nombramiento, no por delegación del consejo (inexistente). Por tanto, hablar de contrato de delegación en relación con cualquier administrador que no sea un administrador delegado (que ha recibido sus funciones por delegación del consejo) es absurdo.

¿Qué naturaleza tiene la relación del administrador delegado con la sociedad?


Como hemos expuesto más arriba, a nuestro juicio, es una relación laboral porque hay ajenidad y dependencia. El consejero-delegado “trabaja” para la sociedad y lo hace bajo la supervisión del consejo de administración. No debería haber dudas de que se trata de una relación laboral aunque puede haberlas sobre si se trata de una de alta dirección o laboral común. La autora parece sostener una posición diferente. Tras reconocer que hay un contrato entre el consejero-delegado y la sociedad por el que el primero desempeña las funciones ejecutivas por delegación del consejo, afirma que
“se trataría de un contrato de prestación de servicios en el que se detallan los deberes del administrador para con la sociedad y, en su caso, la remuneración que va a percibir… (y) si el fundamento de la relación del administrador con la sociedad es una relación orgánica, parece evidente que el contrato suscrito… para el desempeño de funciones de dirección de la sociedad será un contrato mercantil, caracterización que se extiende también al supuesto de delegación de facultades puesto que también esta relación ha de considerarse orgánica y, en consecuencia, sujeta a la regulación mercantil societaria. Pero, aún si no se considerara la delegación como una relación orgánica sino contractual, la caracterización del contrato al que nos referimos mantendría su carácter mercantil de prestación de servicios”
¿Y por qué descarta la calificación como laboral? No lo sé. Se limita a afirmar que no lo cree y que el Tribunal Supremo – patrocinador de la doctrina del vínculo – la ha rechazado. Y, apenas unas páginas después, reconoce que
“a pesar de que… este contrato no sea per se un contrato laboral de alta dirección, es habitual acudir a este tipo de contratos como modelo para redactar el contenido de los contratos de delegación, dada la evidente similitud de prestaciones”
Si hay una “evidente similitud de prestaciones” ¿no deberíamos calificar al contrato de delegación como un contrato laboral? ¿Qué criterio habría que seguir para calificar un contrato sino es el de la “similitud de prestaciones” con uno regulado legalmente? Luego explicaremos más detalladamente esta cuestión. Ahora baste señalar que, el problema es que la doctrina de la Sala 4ª es errónea y ha sido rechazada por el legislador como la propia autora reconoce.

El problema es también que la calificación de la relación entre la sociedad y el consejero-delegado como laboral es la más conforme con el art. 1.3 c) del Estatuto de los Trabajadores
(no será laboral: “La actividad que se limite, pura y simplemente, al mero desempeño del cargo de consejero o miembro de los órganos de administración en las empresas que revistan la forma jurídica de sociedad y siempre que su actividad en la empresa solo comporte la realización de cometidos inherentes a tal cargo”).
Y el problema es, en fin, que nuestra doctrina sigue sin explicar claramente

en qué se diferencia una relación “orgánica” de una relación “contractual” 


Como hemos explicado unas cuantas veces, ambas calificaciones no son incompatibles. El carácter orgánico de la posición de los administradores se refiere, en las relaciones externas, a la representación de la sociedad. En cuanto persona jurídica, – patrimonio separado – los administradores son los que permiten que algo que tiene personalidad/capacidad jurídica pero carece de capacidad de obrar pueda contraer obligaciones, adquirir bienes y derechos y ejercitar estos en juicio y fuera de él. Es decir, el órgano de administración es el que puede vincular el patrimonio social con terceros e introducir en el tráfico jurídico el patrimonio separado que es la persona jurídica. Y, precisamente porque el administrador es órgano de una “persona jurídica”, no representante de un individuo de carne y hueso, las normas sobre la representación voluntaria no se aplican en toda su extensión y se sustituyen por otras que tienen en cuenta el carácter no personal de las personas jurídicas (no son más que patrimonios separados) y, por tanto, la inexistencia de un dominus como existe en todas las relaciones de representación voluntaria. La posición representativa del administrador social se asemeja así a la representación legal de lo que es buena prueba el art. 234 LSC con sus conocidas reglas excepcionales respecto de la representación voluntaria en cuanto al alcance del poder de representación, la protección de la apariencia y la ineficacia de las limitaciones al poder de representación dentro del giro o tráfico de la empresa social personificada. Pero, ¿qué significa que la relación del administrador con la sociedad es orgánica en la relación entre el administrador y la sociedad? o

¿dónde nos lleva calificar de orgánica la posición de los administradores en las relaciones internas?


En este punto, es preferible distinguir entre el “cargo” y la relación contractual entre el que ocupa el cargo y la persona jurídica. Para explicarlo podemos recurrir al art. 249.2 LSC que, con gran precisión dice
Cuando los estatutos de la sociedad no dispusieran lo contrario y sin perjuicio de los apoderamientos que pueda conferir a cualquier persona, el consejo de administración podrá designar de entre sus miembros a uno o varios consejeros delegados o comisiones ejecutivas, estableciendo el contenido, los límites y las modalidades de delegación.
La delegación permanente de alguna facultad del consejo de administración en la comisión ejecutiva o en el consejero delegado y la designación de los administradores que hayan de ocupar tales cargos requerirán para su validez el voto favorable de las dos terceras partes de los componentes del consejo y no producirán efecto alguno hasta su inscripción en el Registro Mercantil.
Al expresarse así, el legislador distingue entre la creación de un órgano (“comisión ejecutiva”, “consejero-delegado”) como consecuencia de la “delegación permanente” de las facultades del consejo y “la designación” de los individuos que “hayan de ocupar tales cargos”. Es decir, el legislador distingue entre la creación del órgano-cargo y la ocupación del mismo por un individuo “designado”.

Hablamos de “órgano” cuando una posición en el seno de un grupo está tipificada por la ley, que es la que le asigna funciones, competencias, facultades y deberes que son asumidos por el individuo que ocupa el cargo por el hecho de su nombramiento.

La discusión se centra, pues, en qué medida la “posición” dibujada legalmente (funciones, facultades, competencias, deberes) puede ser modificada por los que erigen la persona jurídica y configuran voluntariamente sus órganos (los socios en el caso de las personas jurídicas de base societaria). En el caso de los consejeros-delegados, el legislador deja expresamente en libertad al órgano delegante – el consejo – para dibujar “el contenido, los límites y las modalidades de delegación” . En el caso de los órganos sociales de carácter “necesario” (el órgano de reunión de los socios – la junta – y el órgano de administración), lo normal es que el propio legislador realice la definición de sus facultades, funciones y deberes.

Así los que dicen que el administrador y la sociedad tienen entre sí una relación orgánica y los que dicen que tienen una relación contractual no dicen cosas sustancialmente diferentes.

Las discrepancias comienzan cuando tenemos que decidir cuán institucionalistas son unos y cuán contractualistas son otros. Los institucionalistas quieren limitar la autonomía privada (y limitar la capacidad de los socios o del consejo de administración en el caso del art. 249 LSC) para dibujar el estatuto del órgano y los contractualistas no ven razones para tal limitación. En el caso de la delegación de facultades por el consejo, los contractualistas tienen a su favor, claramente, el art. 249.1 LSC.

Los institucionalistas tienen más argumentos a su favor en relación con los órganos necesarios pero sólo en el caso de la sociedad anónima alemana, esto es, de la sociedad cotizada de capital disperso y de la corporation estadounidense y muy poquitos argumentos para defender que, en la esfera interna, el administrador o administradores de una sociedad anónima cerrada o de una sociedad limitada sean mucho más que un mandatario de los socios colectivamente organizados o para defender que la junta sea un órgano necesario, esto es, que los socios no puedan adoptar acuerdos “por escrito y sin sesión”.

En definitiva, los institucionalistas tienen pocos argumentos para limitar la libertad de los socios para configurar la relación interna como tengan por conveniente. La discusión no es más que un efecto secundario de la correspondiente acerca de la consideración de las sociedades como “instituciones” en lugar de como contratos que generan un patrimonio separado cuya gestión se realiza corporativamente.

Cuando se analiza el “contrato de delegación” no se trata de problemas que nos pueda solucionar la calificación de la posición del consejero delegado como “orgánica” o “contractual”


Sucede, sin embargo que, cuando las sociedades se limitan a seguir el esquema de funciones, deberes, competencias y facultades dibujado por la Ley, la celebración expresa de un contrato entre la sociedad y cada uno de los administradores se hace innecesaria: basta su designación para que, casi automáticamente, la relación entre el administrador y la sociedad esté perfectamente definida, de modo que puede documentarse simplemente mediante una “nota de nombramiento”. Cuando, como ocurre con el consejero-delegado, el riesgo de conflicto de interés se exacerba porque la remuneración es muy significativa, el estatuto del “cargo” – orgánico - que deriva de las normas legales es insuficiente y se hace necesaria una regulación contractual y es por ello por lo que el legislador reformó el art. 249 LSC en 2014. Porque la relación entre los individuos que ocupan el cargo y la sociedad, esto es, el patrimonio separado que es la persona jurídica, tendrá la calificación que corresponda de acuerdo con el contenido de la misma (la “causa” en su función calificadora de los distintos tipos de contratos). Por tanto, dado que los administradores prestan un servicio a la sociedad, la calificación más plausible es la de mandato, arrendamiento de servicios y contrato de trabajo, que son los tres tipos contractuales que conoce nuestro Derecho para articular la prestación de servicios personales. No vemos por qué se ha de descartar el contrato de trabajo como tipo contractual que articule la relación entre un administrador social y la persona jurídica a la que presta sus servicios cuando es precisamente el contrato de trabajo la forma normal de articular una relación de prestación de servicios de carácter estable cuando se dan las notas de ajenidad y dependencia y habiendo quedado el mandato y el arrendamiento de servicios con una función residual. Tal calificación, sin embargo, no procede para los administradores no ejecutivos porque la nota de la dependencia no está presente porque el consejo no depende de nadie, ni siquiera de la Junta aunque ésta pueda darle instrucciones respecto de asuntos concretos.

El contenido del contrato de delegación


La explicación de por qué la LSC no regula el contenido de ese contrato mas que por referencia a la retribución es sencilla a la luz de lo que se ha expuesto hasta aquí. Si el legislador ha obligado a documentar la relación entre el consejero-delegado y la sociedad no ha sido porque existieran dudas acerca de lo que puede y no puede hacer un consejero-delegado cuando se ocupa de la gestión de la empresa social. Los problemas se plantean cuando el consejero-delegado ostenta, como es normal, el poder de representación de la sociedad y se discute si, para vincular al patrimonio social con terceros, basta con su consentimiento o es necesaria la autorización de algún otro órgano social. De ahí que, normalmente, el órgano delegante limite – con efectos puramente internos – lo que el delegado puede hacer por sí solo en punto a vincular el patrimonio social con terceros. Para todo lo demás, basta con calificar correctamente el contrato para determinar el régimen jurídico aplicable.

Por eso el legislador de la LSC no se ha molestado en regular el contenido del contrato de delegación. Basta calificarlo como contrato de trabajo y como contrato que articula la delegación de funciones del consejo para que el régimen jurídico de ese contrato quede completamente dibujado: el consejero-delegado debe gestionar la empresa social y es el “mandamás” en la organización empresarial; tiene todas las competencias que sean necesarias ad intra y el poder orgánico de representación por delegación del consejo. El consejo podrá limitar sus poderes ad intra como tenga por conveniente (por ejemplo, exigiéndole autorización previa del consejo para determinadas decisiones, nombramiento o destituciones, enajenaciones o adquisiciones etc tal como se deduce del art. 249.1 LSC). Y en lo no previsto, habrá que acudir a las normas del contrato de trabajo y del mandato en la medida en que sean útiles. Así las cosas,

es lógico que el legislador se haya ocupado exclusivamente de la cuestión de la retribución.


En primer lugar, porque no hay dos retribuciones iguales del primer ejecutivo de una compañía y, como sucede con el precio en la compraventa o la renta en el arrendamiento, el legislador no puede sustituir a las partes en la fijación del precio del contrato (del salario) salvo que se afirme – como ocurre con el mandato – que, a falta de pacto, se entienda gratuito (lo que no ocurre con la comisión mercantil en la que el legislador se remite a los “usos” pero no hay "usos" en el caso del desempeño de las funciones ejecutivas como acabamos de explicar).

En segundo lugar, porque esta cuestión había resultado polémica por estar envuelta en conflictos de interés. Si el consejero-delegado participa en la aprobación del contrato, estaría en los dos lados de la mesa y se estaría, prácticamente, fijando su propia retribución. La influencia del consejero-delegado sobre los restantes miembros del consejo de administración aconsejaban regular específicamente la aprobación del contrato de delegación, de ahí que se exigiera una mayoría reforzada – 2/3 – y se obligara al consejero-delegado a abstenerse de participar en la aprobación del contrato por parte del consejo.

En definitiva, pues, la retribución del consejero ejecutivo es la única cuestión en la que el legislador no puede sustituir a las partes (al consejo, de un lado, y al consejero-delegado de otro) estableciendo una regulación supletoria en la ley más allá de afirmar que, a falta de pacto, se entenderá gratuito (art. 217.1 LSC o retribuido, como se prevé para los administradores de las sociedades cotizadas).

¿Es necesario documentar el contrato de delegación en el caso de que el cargo sea gratuito?


La autora da un argumento literal para responder en la afirmativa: el art. 249.3 LSC ordena que
“cuando un miembro del consejo de administración sea nombrado consejero delegado o se le atribuyan funciones ejecutivas en virtud de otro título, será necesario que se celebre un contrato entre éste y la sociedad”
criticando así a los que habían sostenido lo contrario porque – dice la autora – el precepto obliga a celebrar el contrato en todo caso y no sólo “cuando el administrador delegado vaya a recibir una retribución por el ejercicio de esas funciones”. Añade que el propio precepto dice que el contrato
“se deberá incorporar como anejo al acta de la sesión del consejo”
en la que se haya aprobado, lo que no deja dudas
“de la necesidad de redactar este contrato aun cuando se decida no retribuir adicionalmente al administrador por el ejercicio de funciones delegadas”
Además, el mismo precepto exige que la aprobación sea “previa” a la designación como consejero-delegado, con una mayoría idéntica a la del acuerdo de delegación de facultades y de designación del consejero-delegado. Y, en fin, se establece una consecuencia jurídica para el caso de que algún concepto retributivo no se incluya en el contrato de delegación
El consejero no podrá percibir retribución alguna por el desempeño de funciones ejecutivas cuyas cantidades o conceptos no estén previstos en ese contrato.
No estamos seguros de que se deduzca de esta regulación la necesidad de documentar el contrato cuando, como ocurre a menudo en sociedades cerradas, el cargo de consejero-delegado no sea retribuido.

En primer lugar, conviene deshacer una confusión. El art. 249 LSC no ha innovado nuestro Derecho al establecer la necesidad de que se “celebre” un contrato entre la sociedad y el consejero-delegado. Es obvio que dicho contrato existe, con independencia de su documentación por escrito, desde el momento en que el administrador acepta la delegación de facultades a su favor. Por tanto, aplicando correctamente las consecuencias del carácter de órgano del consejero-delegado, no hay nada en la naturaleza de las cosas que impida afirmar que éste es órgano social y que, a la vez, tiene una relación contractual con la sociedad. No queda otra si se tiene en cuenta el carácter voluntario y el contenido patrimonial de la relación. El contrato se perfecciona con la aceptación del nombramiento para el cargo de consejero-delegado. Por tanto, ha de concluirse que, cuando el art. 249.2 habla de que habrá de "celebrarse" un contrato se refiere, en realidad a que ha de plasmarse por escrito el contrato que resulta de la designación del administrador como consejero-delegado.

En consecuencia, el art. 249.2 LSC es una norma de forma


El contrato entre la sociedad y el consejero-delegado o los miembros de la comisión ejecutiva deberá adoptar la forma escrita y ser celebrado por la sociedad a través de un acuerdo del consejo de administración adoptado por una mayoría de 2/3 en el cual no participe el administrador que va a recibir la delegación de funciones.

Como respecto de todas las normas de forma contractual, hay que determinar si se trata de una forma ad solemnitatem. Y la respuesta es, a nuestro juicio, para el caso del consejero-delegado no retribuido, negativa. No hay ninguna justificación para imponer la documentación por escrito del contrato como forma solemne.

En primer lugar porque, como hemos visto, el régimen legal supletorio es completo incluyendo la fijación del “precio” o contraprestación que recibirá el consejero-delegado (ninguna porque el cargo es gratuito).

En segundo lugar, porque el legislador ha separado el acuerdo de nombramiento – designación y el acuerdo de aprobación del contrato y ha prohibido la participación del consejero-delegado sólo en el segundo, no en el primero lo que es completamente lógico porque, en relación con su nombramiento, el consejero-delegado sólo sufre un conflicto “posicional” (art. 228 c) LSC in fine “tales como su designación o revocación para cargos en el órgano de administración u otros de análogo significado”) y, por tanto, no ha de abstenerse de participar. Dado que la regulación de su relación con la sociedad está determinada por la ley y que no hay salario, tampoco hay ningún conflicto de interés transaccional entre el consejero-delegado y la sociedad en lo que a su relación se refiere.

Por último, podría discutirse si el futuro consejero-delegado está en un conflicto de interés transaccional en lo que se refiere al “dibujo” del cargo de consejero-delegado, esto es, al “contenido, los límites y las modalidades de delegación” (art. 249.1 LSC). Podría pensarse que el consejero-delegado podría influir sobre sus compañeros de consejo para que le deleguen todas sus facultades sin límite alguno, pero, en tal caso, tampoco estaríamos ante un conflicto transaccional, sino posicional: si el administrador puede votarse para el cargo, podrá votar para que el cargo tenga maximizadas sus competencias en el marco de lo que la ley permita.

En definitiva, el legislador de la LSC ha hecho lo mismo que el codificador cuando reguló los intereses en el préstamo (art. 314 C de c: “Los préstamos no devengarán interés si no se hubiere pactado por escrito”). El incumplimiento del requisito de forma establecido en el art. 249.2 y 3 LSC no tiene como consecuencia la lógicamente imposible de afirmar que el sujeto designado no es consejero-delegado (la inexistencia del contrato de delegación), sino simplemente, la de que no podrá cobrar retribución alguna por el desempeño de las funciones ejecutivas.

Recuérdese que, en cualquier caso, habría de ser considerado un consejero-delegado “de hecho” si ejerce tales funciones y que el legislador ha distinguido entre el acuerdo de delegación de funciones y el acuerdo de designación de un administrador para el cargo de consejero-delegado, de manera que las funciones que corresponden a éste no están recogidas en el contrato al que se refiere el art. 249.2 y 249.3 sino en el acuerdo por el que el consejo decide delegar sus funciones.

También de acuerdo con las reglas generales (arts. 1279 y 1280 CC), las partes (o sea el consejo y el administrador delegado) podrán compelerse a rellenar la forma.

Y, más importante, el hecho de que el legislador haya dicho que el consejo apruebe el contrato de delegación “previamente” al nombramiento no impide que, con las mismas cautelas, se proceda a aprobarlo con posterioridad. En tal caso, habrá que entender que se ha producido una novación del contrato de delegación, novación perfectamente válida si se cumplen los requisitos del art. 249 LSC. Esto significa que el consejo de administración deberá aprobar los términos del contrato – que incluirán, entonces, una retribución por las labores ejecutivas – por dos tercios de sus miembros y sin la participación del – ya – consejero-delegado. Con estas cautelas, el conflicto de interés que ha querido conjurar el legislador no se materializa. Es más, una estrategia semejante puede ser de utilidad para algunas sociedades que podrían nombrar a un primer ejecutivo y ponerlo a prueba durante un tiempo (durante el que no recibiría retribución) para comprobar que su gestión es la preferida por el Consejo de modo que, más adelante, se le retribuya convenientemente o se le sustituya en el cargo.

¿Debe requerirse la misma mayoría reforzada para la delegación de facultades, para el nombramiento y para la aprobación del contrato con el administrador delegado?


Como hemos dicho, el administrador tiene derecho a votar en el acuerdo de delegación de facultades y en su nombramiento como consejero-delegado pero debe abstenerse de participar en el acuerdo por el que se aprueba el contrato de delegación. En los dos primeros casos tiene un conflicto posicional mientras que en el segundo tiene un conflicto transaccional.

Si la existencia del conflicto transaccional justifica la abstención del administrador que recibe la delegación, no justifica que se exija la mayoría reforzada de 2/3 para su aprobación. Tal exigencia parece proceder de un razonamiento lógico aparentemente intachable: si para nombrarlo (elegirlo) hacen falta 2/3, también debe hacer falta esa mayoría para aprobar su contrato, esto es, su retribución.

La falta de lógica del argumento se aprecia, sin embargo, si se tiene en cuenta lo que hemos dicho sobre la inexistencia/existencia de un conflicto transaccional por parte del administrador delegado en una y otra decisión. Al exigir la mayoría reforzada de 2/3, los consejeros que han salido “derrotados” en la delegación y en el nombramiento, pueden resultar triunfadores si se niegan a aprobar el contrato de delegación.

Imaginen un consejo de 9 en el que 6 votan a favor de delegar las funciones a favor de un consejero-delegado y designar al administrador X como consejero-delegado. Cuando se vota el contrato de delegación, sin embargo, votan a favor del mismo 5 y en contra 3 porque el designado no participa en la votación. Dado que 5 no representan los dos tercios del consejo (“de sus miembros” dice el art. 249.2 LSC), el contrato no sería aprobado. Ni siquiera aunque consideráramos que los dos tercios deben calcularse respecto de 8 y no de 9 ya que hay que descontar al consejero conflictuado (5/8 < 2/3 porque 5/8 = 15/24 y 2/3 = 16/24).

Si la razón por la que el consejero delegado debe abstenerse del acuerdo es para conjurar el conflicto de interés, no vemos por qué ha de extenderse esa ratio a la exigencia de una mayoría reforzada. El contrato de delegación debería poder aprobarse por la mayoría ordinaria de adopción de acuerdos una vez garantizada la no participación del consejero-delegado. Recuérdese que se trata, exclusivamente, de aprobar su retribución. En consecuencia, a nuestro juicio, el consejo que no consiga la mayoría de 2/3 para la aprobación del contrato deberá poder referirlo a la junta para que ésta revoque el “veto” de los consejeros que están en minoría o, alternativamente, acudir a los tribunales para que el juez fuerce a los consejeros minoritarios a votar a favor de la aprobación del contrato si el juez no encuentra justificación para tal oposición (porque la retribución pactada sea “tóxica”). Votar a favor sería, en tal caso, una consecuencia del deber de lealtad del administrador.

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domingo, 4 de febrero de 2018

El artículo 1939 CC

Davit Kakabadze (a.k.a. David Kakabadze; Georgian, 1889 – 1952) - Imeretian Still Life, 1919

Davit Kakabadze (a.k.a. David Kakabadze; Georgian, 1889 – 1952) - Imeretian Still Life, 1919
Artículo 1939
La prescripción comenzada antes de la publicación de este código se regirá por las leyes anteriores al mismo; pero si desde que fuere puesto en observancia transcurriese todo el tiempo en él exigido para la prescripción, surtirá ésta su efecto, aunque por dichas leyes anteriores se requiriese mayor lapso de tiempo.

 

En sede de prescripción, el art. 1939 CC incluye una regla de derecho transitorio. Según este precepto, la prescripción comenzada antes de la publicación del Código se regirá por las leyes anteriores al mismo; pero, si desde que fuere puesto en observancia, transcurriese todo el tiempo en él exigido para la prescripción, surtirá ésta su efecto, aunque por dichas leyes anteriores se requiriese mayor lapso de tiempo.

La regla general que incluye es que la prescripción comenzada antes de la publicación del Código se regirá por las leyes anteriores al mismo y esta regla fija el momento decisivo para el cómputo del tiempo en el momento del comienzo de la prescripción y no en el momento del nacimiento del derecho. (El art. 1939 encierra una cierta retroactividad, si bien sea de grado mínimo pues la ley nueva se aplica a los derechos nacidos bajo el imperio de la ley antigua).

La regla especial que también se incluye en este precepto establece que si desde la entrada en vigor del Código civil transcurre todo el tiempo que dicho Código exige para la prescripción, ésta surte sus efectos, aunque las leyes anteriores exigiesen un mayor lapso de tiempo. Fijémonos en que no se trata de una aplicación retroactiva de la prescripción más breve. El tiempo de prescripción establecido en la ley nueva tiene que transcurrir entero bajo el imperio de la ley nueva, es decir, que no se suma el tiempo transcurrido bajo el imperio de la ley antigua con el pasado bajo la ley nueva, para completar así el plazo más breve. En realidad, lo que hay es una especie de autorización para que no obstante haber comenzado la prescripción bajo la ley antigua, se inicie con la entrada en vigor de la ley nueva un nuevo cómputo de la prescripción.

Ana Cañizares, La prescripción: una reforma necesaria, Discurso de ingreso en la Academia de Jurisprudencia y Legislación de Granada, 2017

De cómo la imprenta acabó con la arquitectura y liberó al pensamiento de la piedra


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Este extracto del capítulo II del libro V de “Nuestra Señora de París” de Victor Hugo es extraordinario y explica por qué muchos han considerado la imprenta como la innovación más importante de la historia de la Humanidad. Lo que tiene de extraordinario es que Victor Hugo relacionara la imprenta con la arquitectura y viera en ésta la expresión más absoluta del pensamiento humano hasta que la sustituyó el libro y los efectos que esa sustitución tuvo sobre las demás artes como la escultura, la pintura o la música. Pero no sólo. No en vano el artista del Renacimiento es el último artista total y no en vano la revolución científica y, como consecuencia parcial de ella, la industrial se producen a partir del siglo XVII, es decir, cuando la imprenta y el libro se consolidan como vehículos de transmisión y difusión del pensamiento

El libro va a matar al edificio

Y cuando se llegue a la conclusión de que este modo de expresión (los libros) es no sólo el más conservador, sino el más sencillo, el más cómodo, el más práctico para todos; cuando se observe que no arrastra consigo un enorme bagaje y que no necesita pasado instrumental; cuando se compare la enorme dificultad para traducir un pensamiento en piedra, utilizando para ello la asistencia de cuatro o cinco artes y toneladas de oro y montañas de piedra y bosques enteros de andamios y todo un pueblo de obreros; cuando todo esto se compara al pensamiento, que para hacerse libro no necesita más que un aporte de papel y de tinta y una pluma,

¿cómo vamos a sorprendernos de que la inteligencia humana haya cambiado la arquitectura por la imprenta?

Cortad bruscamente el lecho primitivo de un río; abrid un canal a un nivel inferior y veréis cómo el río abandona su cauce.

Igualmente puede observarse cómo a partir de la invención de la imprenta la arquitectura se va desecando poco a poco, se atrofia y se desnuda. Cómo se nota que las aguas bajan, que la savia se retira y que el pensamiento de los tiempos y de los pueblos la abandonan

Este enfriamiento no se nota todavía en el siglo xv, pues la prensa es demasiado joven aún y no hace sino retirar a la poderosa arquitectura un excedente de su abundancia de vida. Pero, a partir del siglo xvi, la enfermedad de la arquitectura es visible; ya no es la expresión esencial de la sociedad y se convierte en un miserable arte clásico. De ser gala, europea, indígena, se hace griega y romana; de personal y moderna se hace seudoantigua. Es a esta decadencia a la que llamamos Renacimiento. Decadencia magnífica a pesar de todo, pues el viejo genio gótico, ese sol que se pone tras la gigantesca prensa de Maguncia, ilumina aún, durante algún tiempo, con sus últimos rayos, todo el amontonamiento híbrido de arcadas latinas y columnatas corintias. A este atardecer es a lo que llamamos amanecer. Sin embargo, desde el momento en que la arquitectura ya no es más que un arte como otro cualquiera; en cuanto deja de ser el arte total, el arte soberano, el arte tirano, carece entonces de la fuerza necesaria para retener a las demás artes y éstas se emancipan, rompen el yugo del arquitecto y cada una se va por su lado y salen ganando en este divorcio. El aislamiento lo acrecienta todo.

La escultura se hace estatuaria, la imaginería se convierte en pintura y el canon en música.

Algo así como un imperio que se desmorona a la muerte de su Alejandro y cuyas provincias se transforman en reinos. De ahí Rafael, Miguel Ángel Jean Goujon, Palestrina, esos esplendores del deslumbrante siglo xvi. Al mismo tiempo que las artes, el pensamiento se emancipa por codas las partes. Los heresiarcas de la Edad Media habían mellado fuertemente el catolicismo y es en el siglo xvi cuando se rompe la unidad religiosa.

Antes de la imprenta, la reforma no hubiera sido más que un cisma,pero la imprenta la convierte en revolución. Suprimid la prensa y la herejía quedará abatida.

Fatal o providencial, Gutenberg es el precursor de Lutero. Sin embargo, cuando el sol de la Edad Media se ha puesto del todo, cuando el genio gótico se ha extinguido para siempre en el horizonte del arte, la arquitectura se va desluciendo, se decolora cada vez más y hasta llega a desaparecer; el libro impreso, ese gusano roedor del edificio, la succiona y la devora. La arquitectura se despoja, se deshoja y adelgaza a ojos vista; se hace mezquina, se empobrece y hasta se anula. Ya no es capaz de expresar nada, ni siquiera el recuerdo del arte de to que fue en otro tiempo. Reducida a ella misma, abandonada por las demás artes, porque el pensamiento humano la abandona, recurre a artesanos en lugar de artistas y así el vidrio sustituye a las vidrieras; el picapedrero reemplaza al escultor. Adiós, pues, a toda la savia, a toda originalidad, a la vida y a la inteligencia. Se arrastra como una triste mendiga de taller, de copia en copia. Miguel Ángel, que desde el siglo xvi la sentía morir, había tenido una última idea desesperada. Aquel titán del arte había amontonado el Panteón sobre el Partenón y había creado San Pedro de Roma. Gran obra que merecía ser única, última originalidad de la arquitectura, firma de un artista gigantesco al pie de un colosal registro de piedra que se cerraba. Pero muerto Miguel Ángel, ¿qué puede hacer esta miserable arquitectura que se sobrevive a sí misma en estado de espectro y de sombra? Toma San Pedro de Roma y lo calca, to parodia; es una manía lastimosa. Cada siglo tiene su San Pedro de Roma: en el xvii el Val-de-Grâce, en el xviii Sainte-Geneviève.

Cada país tiene su San Pedro de Roma: Londres tiene el suyo y San Petersburgo también; París tiene dos o tres.

Insignificante testamento, último desvarío de un gran arte decrépito que vuelve a su infancia antes de morir.

La imitación, el problema de la correspondencia y el valor de la sincronización

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Foto: La Vanguardia

“Creo que nuestra capacidad de imitación es en sí misma una adaptación cultural

La selección cultural de grupo también puede haber favorecido prácticas sociales que fomentan el desarrollo de una mejor capacidad para imitar. Muchas sociedades poseen tradiciones de baile sincronizado, y entrenan a los militares a través de extensos ejercicios de marcha y lucha sincrónizados. Tales grupos pueden haber sido más exitosos que otros en parte debido a que esta actividad sincrónizada mejoró la capacidad de los circuitos neuronales de los individuos para imitar al permitirles conectar la propia actividad con la percepción de los otros individuos que realizan la misma actividad lo que reforzaría los lazos de unión entre los miembros del grupo. La actividad síncronizada libera endorfinas (por ejemplo, un grupo de indivíduos que hacen ejercicio físico juntos) lo que puede llevar a que los individuos asocien la actividad simultánea con una recompensa positiva, lo que, a su vez, convierte en gratificante a la propia sincronización. Alternativamente, la asociación entre sincronía y recompensa puede convertirse en un comportamiento aprendido si se reciben recompensas al final de una actividad sincronizada, como ir de caza en grupo lo que hace más probable que se repitan las conductas sociales que promuevan la realización de actividades sincronizadas. En este contexto, sería fácil que se extendiera el uso del ritmo (por ejemplo, tambores) y la música como un medio para ayudar a coordinar las acciones de grandes grupos de individuos y estrechar los vínculos sociales.

Los grupos de soldados que gritan o cantan cuando corren, corren más, corren más rápido, sufren menos y se sienten más unidos entre ellos durante el ejercicio.

... la selección de formas más precisas y eficientes de aprendizaje social podría haber generado a su vez una selección para mejorar la capacidad para imitar y otros aspectos cognitivos. Dichas capacidades imitativas podrían, por ejemplo, estar respaldadas por estructuras o redes en el cerebro que hubieran evolucionado para resolver el problema de la correspondencia (este consiste en que la percepción de uno mismo y la de otro individuo que realiza la misma actividad o acción que nosotros mismos puede ser bastante diferente, piénsese en hacer el nudo de la corbata a uno mismo a partir de ver cómo otra persona se lo hace) o al menos conferir la plasticidad suficiente a las neuronas para poder resolver este problema a partir de un conjunto de experiencias suficientes y suficientemente relevantes…

… la selección natural ha actuado intensa y extensamente sobre el cerebro humano en el período de seis millones de años desde que los humanos y los chimpancés dejaron de compartir un ancestro común, lo que prueba de que nuestra capaciad para aprender ha mejorado drásticamente y ha venido determinada por cambios en la estructura física y química de nuestro cerebro. Todo nuestro aprendizaje es social, y así ha debido serlo durante los últimos dos millones de años. Por tanto, parece más lógico considerar que

la mejorada capacidad del ser humano para aprender asocialmente es un efecto secundario de la selección natural de la capacidad de copiar lo que hacen otros que al contrario

o sea, que (es probable que)… los rasgos cognitivos de los humanos son adaptaciones para promover el aprendizaje social… incluído el lenguaje… la extraordinaria motivación social para imitar… la tendencía de los niños pequeños a mirar a los ojos y seguir la mirada de los demás y… la capacidad para prestar atención conjuntamente… incluso el blanco de los ojos puede ser resultado de una evolución para hacer más fácil seguir la mirada de otro individuo…la extraordinaria tendencia de los humanos a adaptar su conducta a la de la mayoría (conformidad social) es otro candidato potente para ser considerada una adaptación dirigida a mejorar el aprendizaje social… En definitiva, hay pruebas de que la cooperación a gran escala que se observa exclusivamente en las sociedades humanas surge de nuestras potentes y exclusivas habilidades para el aprendizaje social, para la imitación y para enseñar a otros combinados con las respuestas coevolutivas que esas capacidades han generado en la mente humana. La cultura llevó a la especie humana por caminos evolutivos que no disfrutaron las especies no culturales… la evolución cultural de los grupos humanos… y la coevolución genes-cultura… generó aparentemente una psicología … que incluía una habilidad mejorada y una motivación para aprender, enseñar, comunicar a través del lenguaje, imitar así como una predisposición a la docilidad, a la tolerancia social y a compartir objetivos, intenciones y atención. Esta psicología evolutiva es completamente diferente de la que se aprecia en cualquier otro animal o la que podría haber resultado de la evolución genética por sí sola”

Kevin N. Laland, Darwin’s Unfinished Symphony. How Culture made the Human Mind, 2017, pp 278-281

 

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miércoles, 31 de enero de 2018

Los reglamentos de la junta

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Foto: @juancla Juan Claudio de Ramón, Bolonia

González Castilla reconoce, porque no le queda otra (porque el art. 204.1 LSC dice que “son impugnables los acuerdos sociales que sean contrarios a la Ley, se opongan a los estatutos o al reglamento de la junta de la sociedad o lesionen el interés social en beneficio de uno o varios socios o de terceros) que el reglamento de la junta puede alegarse ex art. 204 LSC para sustentar la impugnación de un acuerdo social.

Tras repasar el contenido de los reglamentos de las juntas de nuestras sociedades cotizadas (que han de tener uno obligatoriamente ex arts. 512 y 513 LSC), comprueba que dicen todos más o menos lo mismo. Su contenido se centra, típicamente,

  • “clarificar… la delimitación y ejercicio de las competencias del presidente y la deliberación y ordenación de los debates”
  • “aportar mayor detalle en las competencias propias de la junta”

Al respecto, dice González Castilla que no cree que sea ilícito que el Reglamento de la Junta atribuya competencias a la Junta que no estén recogidas en la Ley o en los estatutos (v., art. 160 j LSC que se remite a los estatutos) porque

“esa prescripción no se puede entender como un requisito de forma, sino del… carácter estatutario de la configuración de la junta”

de modo que no hay problema de “rango” porque también el RJG se inscribe en el Registro y se publica en la web. Lo que no podría hacer el RJG es restringir las competencias de la junta según prescriban los estatutos pero por aplicación del art. 512 LSC in fine.

Pues bien es difícil – dice el profesor de la UV – imaginar que esas cuestiones permitan al accionista demandante conseguir una sentencia estimatoria basándose exclusivamente en que la mayoría adoptó un acuerdo que infringía una regla contenida, exclusivamente, en el Reglamento de la Junta. Dice el profesor de la UV

“Es evidente que cuando el contenido del reglamento de la junta (en adelante, RJG) sea reproducción de la ley o los estatutos, el acuerdo contrario al mismo será nulo por la infracción de dichas normas”

2º Cuando su contenido concrete o desarrolle las cláusulas estatutarias o las normas legales sobre la junta (arts. 159 ss LSC), entonces habrá que comprobar, primero si no juega la regla de la (ir)relevancia, esto es, que la infracción del reglamento se refiera – como es típico contenido del reglamento – al derecho de información del socio o a cuestiones procedimentales y es muy posible que no sean cuestiones relevantes porque “a efectos prácticos, cualquier contenido del RJG que orden el ejercicio de los derechos del socio no será sino un complemento de lo dispuesto en la LSC y en los propios estatutos y desde ese punto de vista podría ser tildada de procedimental

3º “el contenido de los RJG de las cotizadas suele recortar mas que potenciar la participación de los accionistas, por ejemplo, limitando la participación del socio a una sola vez en cada junta o reduciendo el tiempo de intervención u otorgando al presidente amplias facultades de expulsión del accionista”.

4º Respecto de las cláusulas del RJG que atribuyan competencias a la junta, podrían fundar una impugnación de un acuerdo del consejo de administración que supusiera el ejercicio de una competencia atribuida por el RJG a la junta, lo que es posible, pero altamente improbable.

En definitiva, aunque el legislador permite fundar en una infracción del RJG la impugnación de los acuerdos sociales, será muy raro que alguien logre una sentencia estimatoria aduciendo exclusivamente el contenido de estos reglamentos. Naturalmente, a salvo de que las sociedades se “animen” a trasladar a dicho reglamento contenido sustantivo. Mayor interés puede tener, en este sentido, la impugnación de acuerdos del consejo de administración por infracción de su reglamento porque el contenido de éste suele ser más enjundioso que el de la junta (art. 251.2 LSC) ya que la ley atribuye al Reglamento la regulación de la organización y funcionamiento del Consejo.


Francisco González Castilla, Reflexiones sobre el reglamento de la junta general como parámetro de impugnación de los acuerdos sociales, Liber Amicorum Rodríguez Artigas/Esteban Velasco, Madrid 2017, p 847 ss

¿Se equivocó el legislador cuando suprimió las referencias a la anulabilidad en la regulación de la impugnación de los acuerdos sociales?

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He sostenido en varios lugares que la acción de impugnación de los acuerdos sociales es una acción de incumplimiento y que la acción de nulidad lo es sólo respecto de los acuerdos que la ley califica como “contrarios al orden público” aunque, en realidad, quiere decir, acuerdos nulos de pleno derecho. Esta es la calificación más extendida en la doctrina alemana y, esperamos, en la doctrina española en el futuro ya que es la única que explica el régimen jurídico establecido por el legislador en el art. 204 y siguientes LSC, en particular, de la regla de la relevancia, de la regla de la resistencia, de la limitación de la legitimación para impugnar; del brevísimo plazo para hacerlo etc. Al mismo tiempo, considerar que se ejercita una “acción” de nulidad cuando se pide que se declare un acuerdo social como inexistente o como contrario al orden público (causa, objeto ilícitos) cuadra con el régimen legal previsto: imprescriptibilidad, no caducidad, legitimación activa universal etc.

Tapia, en su trabajo publicado en el Liber Amicorum Rodríguez Artigas/Esteban Velasco considera, por el contrario, que el legislador, con la reforma de 2014 lo que ha hecho es optar por la anulabilidad y, en concreto, como

“sanción general implícita asociada a los acuerdos impugnables en los que concurre un déficit informativo como causa de impugnación del acuerdo de conformidad con la interpretación del precepto con sus precedentes legislativos y con los principios de eficiencia empresarial y de seguridad jurídica”.

Tapia atribuye la no utilización por el legislador de la palabra “anulabilidad” para referirse a los efectos o al régimen jurídico de la impugnación de acuerdos sociales a un error

“en efecto, el silencio del texto español respecto de la posible calificación del acuerdo podría explicarse en un error formal en la transición de los preceptos relacionados con la impugnación desde el texto del anteproyecto de Código Mercantil al Anteproyecto para la Reforma de la Ley de Sociedades de Capital”

Y lo considera así porque el Derecho italiano sí que habla de la “anulabilidad de las deliberaciones” (delibera quizá se traduzca mejor por resolución o acuerdo que por deliberación). No sé si en derecho italiano hay un régimen de anulabilidad de los negocios jurídicos. Pero en Derecho español, la anulabilidad no es más que una forma de ineficacia de un contrato que sólo puede ser alegada por la parte que ha sufrido un vicio del consentimiento o que carecía de capacidad para celebrar ese contrato.

Dado que las razones que justifican que un juez declare ineficaces los acuerdos sociales (que la mayoría, al adoptar el acuerdo, haya infringido las normas legales sobre los acuerdos, o haya infringido las obligaciones contractuales incluidas en el contrato de sociedad, esto es, en los estatutos, o que haya abusado de su derecho a decidir por mayoría para obtener beneficios particulares a costa de la sociedad o de la minoría) no tienen nada que ver ni con la capacidad de los socios que adoptaron el acuerdo ni con que hayan sufrido un vicio del consentimiento, lo que hay que concluir, más bien, es que el legislador español acertó por primera vez en 2014 cuando suprimió de la ley de sociedades de capital cualquier referencia a la anulabilidad.

Relevancia de los defectos de convocatoria y de la vulneración del derecho de información del socio

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Un auto que resuelve un incidente de previo pronunciamiento en pleitos de impugnación de acuerdos sociales (art. 204.3 LSC)

A través de la referencia de Teresa Martínez Martínez – Liber Amicorum Rodríguez Artigas/Esteban Velasco, pp 721-746 – tengo noticia de un Auto del Juzgado de lo Mercantil de Barcelona de 1 de abril de 2016 en el que se decide sobre la relevancia de los defectos en la convocatoria de la junta y de la información solicitada y facilitada por los administradores a efectos de permitir la impugnación de los acuerdos sociales adoptados en una junta de una sociedad. Como es sabido la nueva redacción del art. 204.3 LSC ha configurado como “de previo pronunciamiento” por el juez que entiende de una impugnación de acuerdos sociales la cuestión de si los defectos procedimentales en la convocatoria y celebración de la reunión de socios aducidos por los socios demandantes son o no “relevantes”, es decir, son de suficiente envergadura como para haber lesionado el derecho de los socios a participar en la toma de decisiones de los órganos sociales de los que forman parte.

Presentada la demanda, la cuestión sobre el carácter esencial o determinante de los motivos de impugnación previstos en este apartado se planteará como cuestión incidental de previo pronunciamiento.

Si el juez considera, en dicho incidente, que los defectos son “irrelevantes”, el proceso termina. Los defectos de procedimiento serán irrelevantes si no eran idóneos para perjudicar a los socios en su interés de conocer de la convocatoria de la junta y de lo que se iba a discutir en ella, de forma que pudieran tomar las medidas para votar eficaz y racionalmente. Además, la regla de la relevancia se aplica también a las infracciones del derecho de información del socio: cuando el socio no haya recibido toda la información solicitada con anterioridad a la junta, podrá impugnar los acuerdos sociales alegando la infracción del derecho de información, pero la sociedad podrá oponerse y pedir en este incidente que ni siquiera se dicte sentencia si la sociedad pueden argumentar que la información no facilitada no era esencial para que el socio pudiera ejercer razonablemente su derecho de voto.

Preferiría no tener que preferir

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He dicho en algunas ocasiones que, a menudo, la mejor política legislativa para reducir los daños que sufren los consumidores que padecen elevados costes de información, o asimetrías informativas o cualquier otro “fallo” en la contratación que no se corrige fácilmente por la competencia es, simplemente, prohibir la comercialización de los productos correspondientes. La gente no quiere más información, quiere buenos consejos y, a menudo, quiere que las elecciones se las impongan porque elegir en muchos contextos no tiene ningún valor para el “libre desarrollo de la personalidad” del individuo y genera, simplemente, angustia y costes.

La prohibición no consiste, naturalmente, en que no se puedan poner en el mercado esos productos sino en que esos productos han de ofrecerse estandarizadamente de manera que la comparación sea sencilla lo que excluye las opciones peores del mercado porque estas opciones implicarán un grado de complejidad de la oferta mayor del autorizado por la norma. Esta estandarización y limitación de las ofertas que se pueden presentar en el mercado es especialmente valiosa para los consumidores cuando no tengamos razones para pensar que hay preferencias idiosincráticas por parte de los consumidores.

Tal ocurre, por ejemplo, con los seguros, especialmente los que cubren la asistencia sanitaria o con la telefonía y, en general, cuando las prestaciones son relativamente homogéneas. Un seguro es un producto que se puede hacer todo lo complejo que se quiera. A mayor complejidad (franquicias, riesgos cubiertos, riesgos no cubiertos, riesgos parcialmente cubiertos, límites a la indemnización, sujetos excluidos de la cobertura, circunstancias o comportamientos personales que excluyen la cobertura, comienzo y finalización del período de cobertura…) más fácil es que el consumidor se equivoque y acabe con un seguro ineficiente y mayores posibilidades para las empresas incumbentes en el mercado de retener a su clientela porque esos costes de información actúan como una barrera de entrada al mercado.

Pues bien, dicen los autores que para “corregir” las decisiones defectuosas de los consumidores (eligen la tarifa telefónica que menos les conviene o el seguro de salud o de automóvil más caro), los poderes públicos pueden actuar de dos formas:

  • En primer lugar, pueden sustituir al consumidor en la elección prohibiendo que se les presenten determinadas alternativas, es decir, prohibiendo las opciones más “ineficientes”. Los autores las llaman “políticas de asignación”. Se ponen en práctica, por ejemplo, obligando a las empresas a ofrecer sólo un número limitado de planes a los consumidores u obligando, por ejemplo, a los farmacéuticos a ofrecer al cliente el medicamento genérico salvo que el consumidor insista en que quiere el de marca.
  • En segundo lugar, los poderes públicos pueden rediseñar las circunstancias en las que el consumidor toma la decisión para que ésta sea la más racional con mayores probabilidades. Es lo que se llaman nudges.

Dicen los autores que, contra lo que parece, las políticas de asignación son “más conservadoras” que los nudges “cuando no sabemos por qué motivos eligen mal los consumidores”, esto es, no sabemos si los consumidores eligen mal porque tienen problemas para procesar la información disponible o porque deciden/no pueden evitar ignorar dicha información. En este marco de incertidumbre, “las políticas de asignación no requieren que entendamos los mecanismos concretos que llevan a los consumidores a adoptar decisiones equivocadas”. Basta con que conozcamos que hay una franja entre la curva de la demanda y la de maximización del bienestar. O, dicho de otra forma, que los expertos sepan mejor que los consumidores lo que les conviene.

Benjamin Handel and Joshua Schwartzstein , Frictions or Mental Gaps: What’s Behind the Information We (Don’t) Use and When Do We Care? Journal of Economic Perspectives 32, 2018

Laudatio de McEwan por Pilar Carreras



“Todo comenzó con la recomendación de un amigo…
     <<Tienes que leer On Chesil Beach>>.
Así lo hice…
     <<¿Y bien?>>
     <<Muy interesante>>…
No me gusta herir los sentimientos de los amigos pero si en aquel momento hubiese sido bruscamente sincera, habría contestado:
     <<Irritante>>
Y aquí radica… el quid de la cuestión. Hay escrituras que consideramos afines… cuya lectura es gozosa y reconfortante porque en ellas nos sentimos a salvo y son consonantes con nuestras ideas y nuestros gustos; hay lecturas que nos son indiferentes, que caen en el olvido, sin más, y que habitualmente lo hacen antes de la página 10. Y hay lecturas – las menos – que, directamente, nos declaran la guerra porque cuestionan nuestras certezas y, en cierto modo, nos hacen perder pie. En este contexto beligerante… la experiencia lectora más genuina, me encontraba… ¿Qué era lo que me provocaba aquella reacción que no era ni de indiferencia ni de placer? ¿… que McEwan no tenía piedad con los protagonistas y los condenaba a pagar de por vid por… errores de juventud que eran, en gran parte, producto de las convenciones sociales… ? ¿Por qué los condenaba al desamor sin permitirles una segunda oportunidad? No hacía falta ningún final feliz, por supuesto, pero al menos… no estaría mal que les concediese la posibilidad de recomenzar, aunque sólo fuese para tropezar… en la misma piedra”

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lunes, 29 de enero de 2018

La relación entre la responsabilidad de los administradores y las instrucciones de la junta

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Mapas imaginarios de la Biblioteca Nacional de España

De acuerdo con el art. 236 LSC, la autorización o aprobación de la junta no exime de responsabilidad a los administradores. De acuerdo con el art. 161 LSC, la junta puede dar instrucciones a los administradores. El problema es, pues, cómo cohonestar ambos preceptos porque parecen colocar a los administradores sociales en un catch-22: incurren en responsabilidad tanto si atienden a las instrucciones de los socios – y de su cumplimiento resulta un daño para la sociedad – como si no atienden a las instrucciones de los socios y se les demanda por haber desobedecido a los socios. Dice Juste que la solución pasa

“por acomodar el tenor literal de ambas disposiciones… afirmando el deber de seguir las instrucciones de la junta con carácter general, sin perjuicio de que los administradores hayan de llevar a cabo una tarea de filtro que les imponga abstenerse de ejecutarlas en determinados supuestos”

Juste propone recurrir a la regulación de la comisión mercantil, de la que deduce, por un lado que

“si se aplicara la expresa obligación de seguir instrucciones de los arts. 1719 CC o 256 CCom, o incluso se incorporara al Derecho de sociedades una exoneración expresa como la que contiene el art. 254 CCom a favor del comisionista que las ejecuta… no debería procederse a la exoneración de la responsabilidad… (porque)… la tajante expresión del precepto citado se ve… matizada por el art. 259 CCom que hace descansar sobre el comisionista la responsabilidad por actos ilegales y establece la responsabilidad añadid del comitente si el acto ilícito se hizo siguiendo sus instrucciones”

¿Cuál es el sentido del art.236.2 LSC? Evitar que los administradores puedan librarse de su responsabilidad con el expediente de “endosar” a los socios las decisiones que deben tomar ellos de acuerdo con la distribución de competencias. Esta conducta de los administradores es desleal por un lado, porque los socios no estarán normalmente en condiciones de información e incentivos para adoptar la mejor decisión posible y, por otro, porque se les atribuyeron esas competencias a los administradores (separación entre propiedad y control) por una buena razón y es ésta el carácter de especialistas en gestión de los administradores. Por tanto, “no existe dificultad alguna para que el art. 236.2 LSC se aplique… (cuando)… la competencia sea exclusiva de los administrador, que no podrán exonerarse declinando su responsabilidad en otro órgano”. Por ejemplo,

si los socios autorizaran a convocar la junta fuera de plazo, instruyeran sobre una llevanza de contabilidad escasamente ortodoxa, dispensaran al consejo de celebrar un número de sesiones tal como marca la ley etc”.

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