Este extracto del capítulo II del libro V de “Nuestra Señora de París” de Victor Hugo es extraordinario y explica por qué muchos han considerado la imprenta como la innovación más importante de la historia de la Humanidad. Lo que tiene de extraordinario es que Victor Hugo relacionara la imprenta con la arquitectura y viera en ésta la expresión más absoluta del pensamiento humano hasta que la sustituyó el libro y los efectos que esa sustitución tuvo sobre las demás artes como la escultura, la pintura o la música. Pero no sólo. No en vano el artista del Renacimiento es el último artista total y no en vano la revolución científica y, como consecuencia parcial de ella, la industrial se producen a partir del siglo XVII, es decir, cuando la imprenta y el libro se consolidan como vehículos de transmisión y difusión del pensamiento
El libro va a matar al edificio
Y cuando se llegue a la conclusión de que este modo de expresión (los libros) es no sólo el más conservador, sino el más sencillo, el más cómodo, el más práctico para todos; cuando se observe que no arrastra consigo un enorme bagaje y que no necesita pasado instrumental; cuando se compare la enorme dificultad para traducir un pensamiento en piedra, utilizando para ello la asistencia de cuatro o cinco artes y toneladas de oro y montañas de piedra y bosques enteros de andamios y todo un pueblo de obreros; cuando todo esto se compara al pensamiento, que para hacerse libro no necesita más que un aporte de papel y de tinta y una pluma,
¿cómo vamos a sorprendernos de que la inteligencia humana haya cambiado la arquitectura por la imprenta?
Cortad bruscamente el lecho primitivo de un río; abrid un canal a un nivel inferior y veréis cómo el río abandona su cauce.
Igualmente puede observarse cómo a partir de la invención de la imprenta la arquitectura se va desecando poco a poco, se atrofia y se desnuda. Cómo se nota que las aguas bajan, que la savia se retira y que el pensamiento de los tiempos y de los pueblos la abandonan
Este enfriamiento no se nota todavía en el siglo xv, pues la prensa es demasiado joven aún y no hace sino retirar a la poderosa arquitectura un excedente de su abundancia de vida. Pero, a partir del siglo xvi, la enfermedad de la arquitectura es visible; ya no es la expresión esencial de la sociedad y se convierte en un miserable arte clásico. De ser gala, europea, indígena, se hace griega y romana; de personal y moderna se hace seudoantigua. Es a esta decadencia a la que llamamos Renacimiento. Decadencia magnífica a pesar de todo, pues el viejo genio gótico, ese sol que se pone tras la gigantesca prensa de Maguncia, ilumina aún, durante algún tiempo, con sus últimos rayos, todo el amontonamiento híbrido de arcadas latinas y columnatas corintias. A este atardecer es a lo que llamamos amanecer. Sin embargo, desde el momento en que la arquitectura ya no es más que un arte como otro cualquiera; en cuanto deja de ser el arte total, el arte soberano, el arte tirano, carece entonces de la fuerza necesaria para retener a las demás artes y éstas se emancipan, rompen el yugo del arquitecto y cada una se va por su lado y salen ganando en este divorcio. El aislamiento lo acrecienta todo.
La escultura se hace estatuaria, la imaginería se convierte en pintura y el canon en música.
Algo así como un imperio que se desmorona a la muerte de su Alejandro y cuyas provincias se transforman en reinos. De ahí Rafael, Miguel Ángel Jean Goujon, Palestrina, esos esplendores del deslumbrante siglo xvi. Al mismo tiempo que las artes, el pensamiento se emancipa por codas las partes. Los heresiarcas de la Edad Media habían mellado fuertemente el catolicismo y es en el siglo xvi cuando se rompe la unidad religiosa.
Antes de la imprenta, la reforma no hubiera sido más que un cisma,pero la imprenta la convierte en revolución. Suprimid la prensa y la herejía quedará abatida.
Fatal o providencial, Gutenberg es el precursor de Lutero. Sin embargo, cuando el sol de la Edad Media se ha puesto del todo, cuando el genio gótico se ha extinguido para siempre en el horizonte del arte, la arquitectura se va desluciendo, se decolora cada vez más y hasta llega a desaparecer; el libro impreso, ese gusano roedor del edificio, la succiona y la devora. La arquitectura se despoja, se deshoja y adelgaza a ojos vista; se hace mezquina, se empobrece y hasta se anula. Ya no es capaz de expresar nada, ni siquiera el recuerdo del arte de to que fue en otro tiempo. Reducida a ella misma, abandonada por las demás artes, porque el pensamiento humano la abandona, recurre a artesanos en lugar de artistas y así el vidrio sustituye a las vidrieras; el picapedrero reemplaza al escultor. Adiós, pues, a toda la savia, a toda originalidad, a la vida y a la inteligencia. Se arrastra como una triste mendiga de taller, de copia en copia. Miguel Ángel, que desde el siglo xvi la sentía morir, había tenido una última idea desesperada. Aquel titán del arte había amontonado el Panteón sobre el Partenón y había creado San Pedro de Roma. Gran obra que merecía ser única, última originalidad de la arquitectura, firma de un artista gigantesco al pie de un colosal registro de piedra que se cerraba. Pero muerto Miguel Ángel, ¿qué puede hacer esta miserable arquitectura que se sobrevive a sí misma en estado de espectro y de sombra? Toma San Pedro de Roma y lo calca, to parodia; es una manía lastimosa. Cada siglo tiene su San Pedro de Roma: en el xvii el Val-de-Grâce, en el xviii Sainte-Geneviève.
Cada país tiene su San Pedro de Roma: Londres tiene el suyo y San Petersburgo también; París tiene dos o tres.
Insignificante testamento, último desvarío de un gran arte decrépito que vuelve a su infancia antes de morir.
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