martes, 30 de julio de 2019

Corporaciones de base personal y corporaciones de base real



Ronda
Una corporación es propietaria, suscribe contratos y aparece ante un tribunal, en su propio nombre. Es decir, una corporación tiene derechos de propiedad y de contratación (lo que yo llamo "contracting individuality"  pero que más comúnmente se llama, en un sentido demasiado sugerente. personalidad jurídica). En segundo lugar (y esto se olvida con demasiada frecuencia), recibe una competencia dentro de la cual puede dictar y hacer cumplir normas que van más allá del derecho positivo siempre y cuando no sean incompatibles con éste. Los monasterios, por ejemplo, siguen la regla de San Benito. Los municipios tienen y aplican ordenanzas. Las universidades aplican sus estatutos. Y las corporaciones comerciales sus estatutos y reglamentos internos. En en otras palabras, la corporación tiene derecho a autogobernarse. Sin patrimonio separado y derechos a suscribir contratos, la corporación sería un mero contrato de sociedad (partnership). Sin autogobierno, sería un trust. Estas características son las que hacen de la corporación una corporación. Corresponden a la corporación como entidad jurídica distinta, separada, de las personas físicas relacionadas con ella. Por supuesto, dado que carece de capacidad de obrar, los derechos de una corporación han de ser ejercidos por personas físicas que actúan en su nombre. Pero las consecuencias de tal actuación recaen sobre la corporación y no sobre los actuantes.

Un trabajo que empieza así, promete porque contiene una descripción bastante ajustada de las personas jurídicas como patrimonios. Por ejemplo, la definición que da de “contracting individuality” se corresponde casi exactamente con lo que dice el art. 38 del Código civil que es la capacidad de las personas jurídicas. La idea de que no puede haber patrimonios separados sin organización o gobierno – es decir, reglas sobre la toma de decisiones sobre el patrimonio – es también acertada. La idea de que cualquier patrimonio organizado tiene personalidad jurídica y que la summa divisio entre estas es la que existe entre personas jurídicas de base personal – que tienen miembros, son asociaciones – y personas jurídicas de base real – no tienen miembros, son fundaciones – también. Incluso es acertado decir que sin patrimonio, lo único que tendríamos es un contrato de sociedad meramente obligatorio – societas –. No estoy tan seguro de que un trust carezca de reglas de gobierno. Es verdad que, como no hay miembros en un trust, el gobierno del patrimonio corresponde a un tercero – el trustee – pero el trustee es perfectamente equiparable al alcalde y los concejales, o sea, al board of directors de una ciudad o al patronato de una universidad constituida como corporación.

El trabajo se ocupa, sin embargo, de otra cuestión: ¿qué derechos, además de los del art. 38 CC, deben reconocerse a las personas jurídicas? El autor realiza una crítica radical de la jurisprudencia del Tribunal Supremo de los EE.UU. sobre los derechos de las personas jurídicas (Citizens United) a partir de la observación de que sólo los individuos están mencionados en la Constitución americana. No las “corporations”. De modo que – continúa – el TS ha tratado “a la corporación, que es una contracting person as if it had the status of a constitutional person”. Describir a las corporaciones como “contracting persons” es acertado – diría Bonelli –: son patrimonios que es lo que se requiere para poder ser parte de una relación jurídico-patrimonial. La estrategia del Tribunal Supremo para extender los derechos constitucionales a las personas jurídicas ha consistido en considerar a éstas como grupos de individuos.
Esta es la posición que el Tribunal ha adoptado desde su primer caso constitucional societario, Bank of the United States v. Deveaux (1809), hasta los casos sobre impuestos sobre ferrocarriles a finales del siglo XIX, y hasta Citizens United v. FEC (2010), que es el caso constitucional societario más reciente e importante de la Corte,
Esta imagen de la corporation supone, dice el autor, que
“la sociedad anónima es una corporación de base personal – que tiene miembros – y que estos miembros son los accionistas; que el derecho a expresarse de la corporación no es más que el derecho a la libertad de expresión de sus miembros como individuos y que cuando un administrador <<habla>> en nombre de la corporación está ejercitando el derecho de los accionistas a expresarse por cuenta de éstos”
Todo en este párrafo está mal, continúa el autor. Y tiene razón. Pero no porque – como pretende el autor – la sociedad anónima no sea una corporación de base personal – “members corporation” universitas personarum – y sea, como pretende el autor, una “property corporation” – una corporación de base real – una universitas rerum como la fundación – sino porque, como he explicado en otro lugar, los members de una sociedad anónima con un objeto social empresarial no se han asociado al constituir la sociedad o al adquirir las acciones para ejercitar – mejor – sus derechos fundamentales, sino para ganar dinero realizando la actividad que constituya el objeto social en forma empresarial y encargando la gestión de la empresa a los administradores.

El autor pretende, sin embargo, explicar cómo llegó el TS a considerar a los accionistas como los “miembros” de la corporación – sociedad anónima. Se embarca para ello en una exposición histórica de la que cabe destacar la separación entre el Derecho europeo-continental y el common law al respecto: en el Derecho inglés no existían las fundaciones, de manera que había que distinguir, dentro de las corporaciones las de base personal y base real como se ha explicado. En realidad, lo que no existía era el nombre “fundación” para referirse a las segundas. Porque también en Europa continental, las fundaciones han sido consideradas corporaciones hasta hoy. Lo que pretende argumentar el autor es que las “business corporations”, esto es, las sociedades anónimas, no eran, históricamente “members corporations” sino “property corporations”. Por tanto, los accionistas no pueden ser considerados “members” ni puede admitirse que ejercen derechos constitucionales cuando actúan en el seno de una corporación. Al desarrollar este argumento, el autor señala, correctamente, que en la doctrina norteamericana se habla indistintamente de la corporation y de la firm (“the English language blinds us to the basic structure because of its failure to verbally mark the distinction between the corporate entity (the corporation proper) and the corporate firm built around it... We instead use the word “corporation” for both”). Y concluye que la corporación “es una entidad jurídica que es dueña de todos los bienes de la empresa (“a legal entity that owns all firm property”). En este punto, el problema parece ser también achacable al inglés. En inglés no hay una palabra equivalente a “patrimonio”, (estate se refiere a los bienes hereditarios y a inmuebles) de modo que el autor tiene que decir de las personas jurídicas como “the corporation itself” que “ it is not owned. It is an owner. As you and I are owners”. Como explicó Bonelli sin embargo, las personas jurídicas no son propietarios como lo somos usted o yo.
la relación de pertenencia es distinta de la relación de propiedad que es la que existe entre los individuos y las cosas. Por eso, dice Bonelli que la relación de pertenencia “es una característica general de todos los patrimonios”, la relación de propiedad “no debería aplicarse más que a los patrimonios individuales… la propiedad es esencialmente individual porque es el dominio de la voluntad individual”. Cuando se dice que unos bienes son de una persona jurídica, lo que se dice es que esos bienes forman parte – pertenecen – al patrimonio que es esa persona jurídica y que deben seguir formando parte del mismo en tanto, a través de una relación jurídico-patrimonial de la que sea parte ese patrimonio, pase a formar parte de otro patrimonio.
La pregunta semejante pero referida, no a un bien, sino al patrimonio entero – dice Bonelli – carece de sentido
“porque el conjunto patrimonial se encuentra unificado por el fin al que se destina que no se remite a ningún ser humano”.
Se puede decir que tal inmueble pertenece a la Iglesia pero no se puede decir que el patrimonio de la Iglesia (identificado así) es propiedad de la Iglesia.
“No existe un sujeto de ese patrimonio. El sujeto de la relación de pertenencia de los elementos singulares es el patrimonio”.
Exactamente la misma conclusión a la que llega el autor pero por una vía menos precisa. Dice el autor que “si pudiera ser objeto de propiedad, dejaría de ser una persona jurídica” y añade algo muy interesante:
“pero la cuestión es hipotética porque no hay un mercado para las corporaciones. Sólo hay un mercado para sus acciones – la bolsa – Cuando oímos que se ha comprado una corporación, sólo significa que el control sobre ella ha sido objeto de adquisición porque se ha comprado la mayoría de sus acciones con derecho a voto. Eso es lo que los accionistas tienen en propiedad: acciones…. Pero ser propietario de acciones no les da ninguno de los derechos de propiedad sobre la corporación o sus activos. Incluso el derecho de los accionistas a elegir a los administradores no expresa un derecho de propiedad. Los dueños de partes de una empresa, como los socios de una sociedad de personas tienen un derecho de veto, no un derecho de voto. El voto del accionistas es un privilegio proporcionado por el legislador, no un derecho de propiedad (property right).
La referencia a que no hay un mercado para las personas jurídicas es iluminadora. Lo que se intercambia en los mercados son bienes singulares, derechos, incluso incorporales como los créditos y las deudas. No se intercambian patrimonios. Pero no porque sea metafísicamente imposible, sino porque, siendo cada patrimonio distinto en su composición a cualquier otro, es imposible que se formen precios de mercado. Por eso no hay un mercado anónimo donde se intercambien patrimonios separados y, en las bolsas, lo que se intercambian son “partes” homogéneas – acciones – de empresas lo suficientemente grandes como para que compense “calcular” el valor de ese patrimonio y, por tanto, determinar el precio de una acción que representa una parte alícuota de ese patrimonio. El resto de la discusión contenida en el párrafo transcrito es – como buena parte del trabajo – una petición de principio. El autor da por demostrado (que los accionistas no son dueños de la empresa que constituye el objeto de la corporación, el patrimonio social) lo que ha de ser demostrado: que la posición de los accionistas en relación con el patrimonio social no es semejante a la del individuo que es titular de su propio patrimonio. La posición del titular de un patrimonio y la de un accionista son semejantes en algunos aspectos esenciales: los accionistas, en conjunto, son los titulares residuales (Hart), tanto de los derechos de decisión sobre ese patrimonio como del residuo económico una vez satisfechas las pretensiones fijas sobre el mismo (que es tanto como decir, una vez pagados los acreedores de ese patrimonio). Lo que el autor tendría que demostrar es que esta semejanza no es suficiente para afirmar que los accionistas son titulares del patrimonio social. No que los accionistas son propietarios de los bienes que forman el patrimonio social individualmente considerados. Porque nadie afirma tal cosa. Nadie ha afirmado nunca que un accionista de Telefonica pueda vender una de las centralitas telefónicas que forman parte del patrimonio que es Telefonica. De nuevo hay que citar a Bonelli: ser propietario – incluso copropietario – y ser titular – o cotitular – de un patrimonio no son posiciones idénticas más que en el caso de los patrimonios individuales.

La arbitrariedad en el manejo de los conceptos se repite cuando el autor define lo que considera una “members’ corporation”. Dice que sólo podemos calificar una corporación como una “corporación de miembros” (de base personal, en nuestra terminología, o universitas personarum) si los miembros actuales controlan conjuntamente la admisión de nuevos miembros; si se vota por cabezas y si eligen a un “gobierno” que les gobierna a ellos mismos: “si un grupo de personas no opera de esta forma, podemos decir con seguridad que los individuos que componen esa organización no son miembros de la corporación”. La prueba sería la siguiente: “si se elimina a los miembros de una verdadera corporación de miembros, la corporación se disuelve y no queda nada más que una pila de activos sin dueño. Si eliminamos a los accionistas de una corporación comercial, la empresa sigue existiendo alegremente y la única cuestión es cómo elegir a los administradores cuando caduque su nombramiento, lo que, en principio, podría hacerse por cooptación, por los empleados…”

El argumento no convence. Porque la definición de lo que es una “corporación de miembros” es arbitrariamente restrictiva. Sólo incluiría las asociaciones que carecieran de patrimonio dedicado a la consecución del fin común, esto es, las asociaciones que no explotaran el patrimonio por sí mismas y se limitasen a regular la conducta de sus miembros o, a lo más, las que dispusieran de un patrimonio pero destinaran ese patrimonio, exclusivamente, al "objeto social" consistente en regular la actividad individual de sus miembros, es decir, y en términos más aceptados, sólo serían "corporaciones de miembros" las corporaciones de tipo consorcial como por ejemplo la agrupación de interés económico si se la dotase de estructura corporativa. Según el autor, si el gobierno de la corporación lo es de la empresa a la que se han dedicado las aportaciones de los socios y no el gobierno del propio grupo de miembros, no hay “autogobierno” y la corporación deja de ser una corporación de miembros y pasa a ser una corporación de propiedad. Corporaciones de miembros eran los consulados y los gremios medievales que fijaban las condiciones en las que los miembros podían ejercer individualmente el comercio o el oficio o profesión de que se tratase. Las corporaciones comerciales modernas, que aparecen en el siglo XVII no gobiernan a sus miembros, gobiernan a "sus empleados" en el ejercicio del comercio o la industria por sí misma. 

Imagínese una asociación recreativa como un club de cazadores. Supongo que el autor aceptaría que se trata de una corporación de miembros. Si la asociación, con las cuotas de los miembros, compra un inmueble y unos terrenos donde los socios pueden departir, preparar las cacerías, comerse lo cazado, exponer los trofeos, dar charlas sobre temas cinegéticos y elaborar propuesta para la Administración, o compra o arrienda los derechos de caza en una finca para crear un coto para sus miembros y, a continuación, “elimina a sus miembros” y los convierte en clientes que pueden utilizar esas instalaciones contra el pago de un precio, estaríamos exactamente en la misma situación en la que estaríamos si se elimina a los accionistas de una sociedad anónima. Es obvio que, en tal caso, el patrimonio social puede seguir siendo explotado como tal – no liquidado – y los que eran socios, ahora pueden ser “clientes” del club de caza que pagan por los servicios que ofrece el club. De hecho, es frecuente la transformación de las asociaciones en sociedades anónimas o limitadas o, mejor aún, la separación de la condición de socio de la asociación con la condición de accionista de la sociedad anónima titular del patrimonio de los accionistas dedicado a la persecución del fin común de la asociación. Pero nada impide que la asociación sea la titular del patrimonio del que disfrutan sus miembros y las leyes de asociaciones dan derechos económicos sobre ese patrimonio si se ha formado con las aportaciones de los socios (v., art. 23.2 LODA), esto es, con aportaciones distintas de las cuotas periódicas que sirven para sufragar el mantenimiento de ese patrimonio. De manera que el autor tiene que restringir el concepto de “corporación de base personal” a las corporaciones sin patrimonio, o sea, a los contratos de sociedad meramente obligatorios. Porque las corporaciones con patrimonio siempre pueden sobrevivir a la desaparición de sus miembros. Sucedería únicamente que pasarían de ser patrimonios sociales a patrimonios fundacionales.

A continuación, el autor explica que el error de considerar que las corporaciones comerciales – las sociedades anónimas – son agrupaciones de individuos (recuérdese que ese es el argumento del TS para extender a las sociedades anónimas la titularidad de derechos fundamentales como la libertad de expresión) proviene del Derecho histórico inglés: en concreto, haber aplicado a las corporaciones comerciales las reglas de las sociedades (de la partnership). La pregunta es ¿qué otras reglas podrían haberse aplicado?

Dice el autor que los ingleses – con su Compañía de Indias EIC – copiaron a los holandeses – con su Compañía de indias VOC – pero copiaron mal. Quiere decir que mientras la VOC era una “comanditaria por acciones” – los accionistas no participaban en el gobierno de la sociedad – la EIC, a diferencia de otras compañías contemporáneas, no era una asociación de comerciantes, una regulated company sino una joint-stock company que empezó a ejercer el comercio por su cuenta y no a servir de mero proveedor de servicios (armadura de la flota, contratación de las tripulaciones…) de los comerciantes asociados que transportaban y vendían por su cuenta la mercancía que se cargaba en los barcos. Estos comerciantes participaban en el gobierno de la compañía. De aquellos polvos, estos lodos dice el autor. La sociedad anónima en los siglos siguientes (XVIII-XIX) se configuró como una “members corporation” en lugar de una “property corporation”. De nuevo, el argumento del autor es arbitrario. Lo que he contado en la anterior entrada sobre la sociedad anónima alemana es un buen ejemplo. Pero, además, al autor se le escapa la razón de las diferencias entre la VOC y la EIC. El Derecho inglés no conocía la “sociedad comanditaria” y la VOC era una sociedad comanditaria por acciones. Los comerciantes eran socios “colectivos” y los partizipanten, los miles de holandeses que compraron acciones que se empezaron a negociar en la bolsa de Amsterdam, eran comanditarios. Sus derechos, naturalmente, eran mucho más reducidos que los de los comerciantes ingleses que se asociaron para constituir la EIC con el monopolio real del comercio desde Inglaterra con las Indias Orientales.

Las formas corporativas forman un continuum desde la fundación a las sociedades limitadas o anónimas cerradas o incluso, si se acepta la posibilidad de formas corporativas sin patrimonio, hasta la societas organizada corporativamente (piénsese en una federación de asociaciones o una cooperativa de segundo grado que carece de patrimonio y se limita a coordinar las decisiones de las asociaciones o cooperativas de primer grado en las relaciones del sector con las Administraciones Públicas). Para calificar a los individuos relacionados con la corporación como “miembros” de ésta debe ser suficiente que tengan atribuidos derechos residuales patrimoniales y de decisión. La mayor o menor amplitud de estos derechos no es determinante de su calificación como miembros.  Y es evidente que los accionistas pueden disponer del patrimonio social – disolviendo y liquidando la sociedad anónima – y tienen asignadas, conjuntamente, las decisiones más relevantes sobre el patrimonio social y su gobierno. Hay, pues, que utilizar un concepto muy estricto de “miembro” de un grupo para negar la condición de miembros a los accionistas en relación con una sociedad anónima especialmente cuando la finalidad con la que los accionistas se han asociado y han realizado su aportación es la de desarrollar una actividad empresarial.

Ciepley, David A, Member Corporations, Property Corporations, and Constitutional Rights Law and Ethics of Human Rights 11 (1): 31-60 (April 2017)

lunes, 29 de julio de 2019

Maximizar el valor de la empresa social, de eso se trata


La polémica sobre si los administradores de una sociedad anónima deben diligencia y lealtad – deberes fiduciarios – a los accionistas o a la “corporación” o a todos los grupos que tienen un interés en la actividad – objeto social – de la compañía sigue produciendo “doctrinas” a gran ritmo.

A mi juicio, muchas de las objeciones a la tesis que llamaré a partir de ahora “tradicional” sobre el interés social (los administradores son “agentes” de los accionistas considerados como un grupo y deben diligencia y lealtad exclusivamente a los accionistas; el interés social es el interés común de los accionistas y ambas afirmaciones se traducen en la obligación de los administradores de maximizar el valor de la empresa social) desaparecen cuando se examina con cuidado qué es lo que no sostiene la tesis tradicional.

La tesis tradicional y dominante no sostiene que los administradores
  • deban enriquecer en la mayor medida posible al accionista mayoritario;
  • que deban enriquecer a todos los accionistas pero a unos más que a otros
  • que deban expropiar o explotar a proveedores, empleados o clientes si eso permite enriquecer más a los accionistas aunque se reparta el “botín” correspondiente proporcionalmente a su participación en el capital social.
  • que deban maximizar el reparto de dividendos entre los accionistas.
Repito: la doctrina tradicional y mayoritaria sobre el interés social sostiene que los administradores han de maximizar el valor de la empresa a largo plazo si se trata de una sociedad anónima o limitada constituida para el desarrollo de una empresa con ánimo de lucro. Los administradores, además, como fiduciarios, disfrutan de discrecionalidad, es decir, han de adoptar las decisiones que, con independencia de juicio, consideren preferibles para lograr el objetivo de maximizar el valor de la empresa a largo plazo.

Maximizar el valor de la empresa a largo plazo es, efectivamente, la voluntad hipotética de los accionistas. Pero como la sociedad anónima y la limitada son corporaciones – no sociedades de personas – las personas concretas de los accionistas que suscribieron el capital inicial o que adquirieron acciones o participaciones son fungibles. Sus deseos o expectativas subjetivas son irrelevantes para determinar qué es lo que deben hacer los administradores. Estos, como fiduciarios, se deben a los accionistas en el sentido abstracto descrito, no a los Antonio, Beatriz o Carlota que, en cada momento, sean accionistas. Porque al suscribir o adquirir acciones de una sociedad anónima dedicada a la producción de mayonesa, Antonio Beatriz y Carlota consintieron en que su inversión se destinara a maximizar el valor de la compañía produciendo mayonesa. Y esa es una cláusula del contrato de sociedad que sólo puede cambiarse por unanimidad. Porque afecta a la causa del contrato. Cuando todos los socios que lo son en un momento determinado deciden cambiar la causa del contrato, las reglas de gobierno sustentadas en la maximización del valor de la empresa y los deberes fiduciarios de los administradores en particular, dejan de aplicarse y se sustituyen por las que pongan en vigor, por unanimidad, todos los socios.

Esta doctrina tradicional permite explicar qué sea y en qué medida pesa sobre las compañías una “responsabilidad social” pero, ahora es lo que interesa, permite explicar también por qué este problema – el del interés social – surge en relación con las corporaciones y no en relación con las sociedades de personas. A nadie se le ha ocurrido decir que Cafetería Cervantes, propiedad de los hermanos Antonio, Beatriz y Carlota tiene responsabilidad social corporativa o que en su gestión no ha de tenerse en cuenta exclusivamente el interés de Antonio, Beatriz y Carlota. Y que a nadie más le importa si deciden cerrar o dejar de vender alcohol o pasar a vender helados o bajar los precios y reducir sus ganancias. El interés social en las corporaciones tiene algo de especial. Y es esto que el carácter fungible de los socios – de los miembros – de una corporación modifica el objetivo o fin común. Si hay que permitir que los miembros entren y salgan, que las acciones sean libremente transmisibles, el fin común debe desprenderse de los anhelos y propósitos subjetivos de cada uno de los accionistas. El fin común debe “objetivarse”. De esta forma se reducen drásticamente los costes de información de los adquirentes de las acciones. Pueden tomar su decisión de adquirir acciones como una de optimización de sus inversiones.

Esto aproxima notablemente a las corporaciones de base personal – las sociedades anónimas singularmente – y las corporaciones de base “real” – las fundaciones – porque lo que las distingue es, precisamente, que en las primeras hay miembros que son individuos (u otras corporaciones) y en las segundas, no: sólo hay un patrimonio con capacidad de obrar. La aproximación entre ambas se produce por la importancia creciente del objetivo o fin de la corporación.

En ambos casos – sociedades corporativas y fundaciones o, mejor, patrimonios sociales y patrimonios fundacionales – el patrimonio ha de destinarse a un fin. La diferencia estará en el fin (de interés particular en el caso de las sociedades anónimas y de interés general en el caso de las fundaciones) y en quién determina ese fin (los socios fundadores y, por adhesión, los accionistas que entran en la sociedad vía adquisición de acciones en el caso de las sociedades anónimas y el fundador en el caso de las fundaciones). Como los miembros de la corporación-sociedad anónima son fungibles, el protagonismo del fin común es total que, dado el motivo que impulsó a los accionistas a constituir la corporación, no puede ser otro que el de maximizar el valor de la empresa social.

Se explica así, por ejemplo, que la sociedad anónima Aktiengesellschaft alemana estuviera en un tris de calificarse como una fundación, para subrayar que, como era imposible que en una gran sociedad con miles de accionistas éstos pudieran adoptar decisiones unánimes, una mejor protección de los socios considerados individualmente se conseguiría dando independencia total a los administradores para gestionar la empresa con el objetivo de maximizar el valor de la empresa social y limitando estrictamente la posibilidad de modificar el contrato social ¡por mayoría! La regulación alemana se explica, no porque se quisiera controlar políticamente a las grandes empresas. Más bien porque se quería evitar que accionistas o grupos de accionistas pudieran hacerse con el control de grandes empresas. El interés social se objetiviza en estos casos y deja de formularse como el interés común de los socios a maximizar el valor de la empresa para formularse como el “interés de la corporación”, interés al que habrían de servir los administradores sociales. Pero, como se ha visto, si se examina con más cuidado la cuestión, es un cambio puramente nominal. Al referirse al interés de la corporación, lo que se quiere decir es que el objetivo común no está al albur de las mayorías o de accionistas de control y que éstas no pueden alterarlo mediante una modificación del contrato social.

Se explica igualmente la sorprendente longevidad de la doctrina ultra vires en los países de common law. Su papel es el mismo que el carácter imperativo de las normas del Derecho de sociedades anónimas alemán: evitar que la mayoría – o una minoría de control – se apropiaran del patrimonio social desviando los fondos a fines o actividades no incluidas en el “pacto corporativo”.

En ambos casos, de lo que se trataba era de proteger a los accionistas. Todo el derecho de sociedades anónimas histórico se explica desde el intento del legislador de facilitar la acumulación de capital para lo que era imprescindible asegurar a los particulares inversores que los insiders (que designaban a los administradores) no se apropiarían del patrimonio social. Así, no es necesario apelar a que las personas jurídicas son “criaturas del Estado” que éste puede configurar como le parezca. La formación de patrimonios separados y estables con capacidad para participar en el tráfico jurídico forma parte de la autonomía privada. Y el Derecho puede, naturalmente, limitar la autonomía privada para proteger los intereses de los individuos cuando éstos no pueden protegerse denegando o retirando su consentimiento.

Naturalmente, esta concepción del “interés social” es inaceptable cuando la forma corporativa se utiliza para gobernar patrimonios pequeños – empresas pequeñas – en manos de grupos pequeños de accionistas. No hay razón alguna para prescindir de los intereses subjetivos de los accionistas. Estos no son “fungibles” aunque las acciones sean transmisibles. Pero en estas sociedades, la protección de los socios la garantiza que adoptar decisiones por unanimidad no sólo es posible sino que es la regla en las sociedades de personas y, vía las correspondientes protecciones estatutarias, en las empresas con forma corporativa en la que sus miembros están ligados por lazos de sangre, vecindad o amistad. Los socios pueden, en tal caso, revisar continuamente el objetivo que les llevó a constituir la sociedad.

Y, naturalmente también, para proteger a los accionistas hay que prohibir que pueda extenderse más allá de lo pactado el compromiso asumido por los accionistas. Antonio, Beatriz y Carlota, accionistas de Telefonica, se han asociado exclusivamente para maximizar el valor de la empresa de Telefonica a largo plazo. No para mejorar su handicap jugando al golf ni para mejor atender a los que carecen de hogar en su país. Y se han obligado, exclusivamente, con su aportación. Se trata, pues, de un compromiso muy delimitado. Los administradores de Telefonica carecen de “mandato” para inmiscuirse en la vida de A, B y C más allá del objeto social y del objetivo de maximizar el valor de la empresa para, de esa forma, permitir a A, B y C maximizar el valor de su inversión.

Bonelli explicó hace más de un siglo (naturalmente, Miller y Gold no citan a Bonelli) que hay dos tipos de patrimonios en función de lo que unifica a un conjunto de bienes, derechos, créditos y deudas, esto es, el fin que explica la constitución de un patrimonio: o bienel dominio de una voluntad única y absoluta – la de un ser humano o algunos seres humanos – que Bonelli llama patrimonios en propiedad, o la asignación a una finalidad objetiva”, esto es, los patrimonios “destinados” en el lenguaje jurídico italiano y que Bonelli llama patrimonios por destino. Las sociedades de personas con personalidad jurídica generan un “patrimonio en propiedad” solo que propiedad de varias personas en lugar de una sola. Las corporaciones – sociedades o fundaciones – generan un patrimonio por destino porque es el propósito que llevó a los que constituyeron la corporación a crear el corpus lo que unifica los bienes y dirige el comportamiento de los administradores, esto es, de los que proporcionan capacidad de obrar al patrimonio.

Pues bien, Ciepley parece apuntar en esta dirección en el trabajo que resumo a continuación. Su afirmación central es que hay dos tipos de fiduciarios: los que deben actuar en el mejor interés de individuos concretos (p. ej., el tutor en interés del pupilo) y los que deben actuar para lograr la mejor consecución de un objetivo o “propósito” (purpose). Es obvio que los administradores de una sociedad anónima o los patronos de una fundación son del segundo tipo. Y es obvio, también, que si es así, los administradores no deberían actuar en el mejor interés de los accionistas concretos que, en cada momento sean tales en una sociedad anónima cotizada cuyos accionistas cambian diariamente. Este planteamiento es correcto pero trivial. Porque, como he explicado más arriba, la doctrina tradicional sobre el interés social no sostiene que los administradores hayan de poner por delante los intereses de Antonio, Beatriz o Carlota. Sólo su interés como accionistas de Telefonica, interés que siempre y salvo cláusula estatutaria acordada unánimemente, se concentra en maximizar el valor de Telefonica. Ciepley hace decir a la doctrina tradicional que los practicantes del análisis económico y los académicos de la escuela de Chicago de las finanzas afirman que los administradores deben lealtad a los “currently-existing stockholders”. Pero esto, no es necesario reiterarlo, es una distorsión de la doctrina tradicional – contractualista. Las necesidades financieras concretas de Beatriz o Antonio en cuanto accionistas de Telefonica son irrelevantes para los administradores de Telefonica. Sus deseos respecto a la calidad de los productos o sobre los mercados geográficos en los que debería estar presente Telefonica, también.

También es una distorsión de la doctrina tradicional afirmar que el objetivo sea  maximizar el “shareholder value,” entendido como “maximizar los dividendos” o el precio de cotización (generous dividends and increasing stock price). Sucede que ambos criterios (dividendos, precio de cotización) están correlacionados con el objetivo de maximizar el valor de la empresa. Pero es un error craso identificar unos con el otro.

Su tesis le permite descartar la doctrina según la cual los administradores sociales deben lealtad a todos los interesados en la suerte de la empresa social (empleados, proveedores, vecinos de la zona…) ya que todos estos son también “personas de carne y hueso” y, en su tesis, los administradores sociales deben lealtad a un “propósito” u objetivo: el fin común.

De modo que la tesis es errónea en su punto de partida. La doctrina tradicional sobre el interés social no mantiene que los administradores sociales sean fiduciarios de los accionistas individual y personalmente considerados. Mantiene que los administradores son servidores del contrato social, esto es, y salvo que otra cosa se diga en éste, de los accionistas en cuanto tales, esto es, como partes del contrato social que se celebró con el objetivo (fin común) de maximizar el valor de la empresa social desarrollando una actividad determinada en el contrato – el objeto social –.

Ciepley pretende que afirmar tal cosa supone “admitir que los administradores son fiduciarios de un objetivo o propósito” y no “personal fiduciaries”. Pero esto no implica contradicción alguna. Los administradores, según la doctrina tradicional, son fiduciarios de los accionistas en su condición de accionistas, no en su condición de individuos, y lo que los califica como accionistas es que han decidido invertir su dinero en una empresa con la esperanza de que la empresa aumente de valor y, con ellos, el valor de lo invertido. Por tanto, los beneficiarios de la actuación de los administradores no pueden estar definidos con más precisión. Tanta precisión que pueden prescindir de las características, deseos, preocupaciones, anhelos y objetivos vitales de los individuos que, en cada momento, sean accionistas de la sociedad.

Pero las sociedades anónimas – ni siquiera las cotizadas – no se convierten en fundaciones porque los individuos que son sus miembros devengan fungibles. Porque, siendo una asociación voluntaria, el objetivo de la corporación, el fin común, sigue en manos de sus miembros de los que en cada momento sean sus miembros. El destino de los bienes y derechos de Telefonica, el de sus beneficios y el del trabajo de sus empleados sigue estando en manos de los accionistas de Telefonica como quedaría paladinamente claro en el caso de que, tras una OPA, un individuo se hiciera con el 100 % de su capital. Al día siguiente, este individuo podría disponer de los activos de Telefonica como podría disponer de cualquier otro bien de su propiedad (eso sí, respetando los derechos de crédito de cualesquiera que los ostentase dado el carácter de patrimonio separado de Telefonica, esto es, dado que tiene personalidad jurídica). Tal cosa no puede ocurrir con la Fundación Ramón Areces o la Fundación Telefonica.

Lo que despista a Ciepley, a mi juicio, es que en las corporaciones de base personal, las decisiones se toman por mayoría y la regla de la mayoría – que es constitucional de las corporaciones – permite la “traición” del fin común, la explotación de unos miembros por otros y la malversación del patrimonio social. Para evitarlo, se imponen deberes fiduciarios hacia la corporación a los administradores del patrimonio social, se limitan los poderes de la mayoría a través de normas imperativas, se otorgan remedios impugnatorios y de separación a los minoritarios etc. Pero no se priva a los accionistas de su condición de “dueños” del patrimonio social – corporativo. Si actúan de común acuerdo pueden decidir cualquier cosa en relación con dicho patrimonio. Todo. Incluso cambiar el objetivo o propósito que llevó, a ellos o a sus causantes en la posición de accionistas, a constituir la corporación. Eso sí, teniendo en cuenta siempre que se trata de un patrimonio (y, por tanto, que hay créditos y deudas que le pertenecen) y que no pueden retirar bienes o derechos de dicho patrimonio sino es previa liquidación, esto es, previo pago de las deudas que pertenecen a ese patrimonio. Así se explica, sencillamente, la legitimidad de las pretensiones sobre el patrimonio social de los demás “stakeholders” distintos de los accionistas (empleados, proveedores, clientes…).

Que una sociedad pueda constituirse “sucesivamente” (arts. 41 ss LSC) no es un obstáculo. Los administradores, en tal caso, – los fundadores – actúan por cuenta o en interés de los futuros accionistas y estos no están determinados, pero son determinables. Nunca ha habido ningún problema para imponer deberes (no personales) a alguien en beneficio de sujetos no determinados pero determinables.

La legitimación activa de los accionistas para demandar a los administradores tampoco es una objeción a la doctrina tradicional. Que ésta sea más o menos amplia y que esta sea “derivative”, esto es, lo que en España sería la legitimación de la minoría para ejercer la acción social (lo que implica que la indemnización va a parar al patrimonio social) no es importante. Lo importante es que los accionistas, individual o colectivamente puedan exigir el cumplimiento del contrato al fiduciario y tiene sentido que se exija algún porcentaje de participación o una decisión colectiva de los accionistas para que se pueda interponer la demanda y no que estén legitimados individualmente los accionistas. Son razones de eficiencia y practicidad. No razones “constitucionales” o conceptuales. Mientras que en las fundaciones es necesaria la existencia de un protectorado para asegurar el control de la conducta de los fiduciarios – los patronos – en la sociedad anónima y en las corporaciones de base personal no hay ninguna razón para no atribuir esa función a los que tienen los incentivos para desarrollarla, esto es, los accionistas.

Tiene interés la distinción que hace Ciepley entre “members corporation” y “property corporation”. Los consulados mercantiles o los gremios medievales serían corporaciones de miembros mientras que la sociedad anónima – a partir del siglo XVII – sería una corporación de propiedad. La distinción es sugerente porque, en efecto, los consulados y los gremios son corporaciones cuyo fin común no es desarrollar por cuenta propia la actividad que desarrollan sus miembros, sino agrupar a todos los comerciantes o a los artesanos de un ramo de actividad para permitirles cooperar entre sí y defender mejor sus intereses. El consejo de administración de una corporación de miembros tiene, pues, unas funciones muy diferentes al de una corporación de propietarios. Pero eso tampoco afecta a la cuestión central. La historia de las instituciones es un continuum y las instituciones sufren transformaciones en sus funciones y características pero mantienen la continuidad externa. Nada que no pueda decirse de cualquier otra institución histórica desde los Montes de Piedad hasta los Parlamentos pasando por los bancos centrales.

Y también lo tiene la referencia de Ciepley a que, en lo que a las corporaciones se refiere, Estados Unidos es un “outlier” porque la distinción, perfectamente establecida en Europa entre corporaciones de base personal (asociaciones/sociedades/collegia) y corporaciones de base real (fundaciones) no lo estaba en los EE.UU. donde las primeras corporaciones a través de las cuales se fundaron universidades o ciudades carecían de miembros. Añádase la posibilidad de utilizar el trust para articular patrimonios empresariales (business trust) y se comprenderá que en los EE.UU. los deberes fiduciarios de los administradores se construyan calificando a éstos como trustees de los accionistas mientras que en Europa se construyen sobre la base de los deberes de un mandatario. Además, como he explicado en otro lugar, en los EE.UU. el Corporate Law era parte de la regulación económica en cuanto la constitución de corporaciones comerciales era la forma que tenían los Estados de llevar a cabo obras públicas y de explotar infraestructura.

Ciepley, David A, Corporate Directors as Purpose Fiduciaries: Reclaiming the Corporate Law We Need (July 25, 2019)

La deducción positiva y la deducción negativa en el cómputo de los votos en las juntas de sociedades cotizadas


Murillo

Dice el Reglamento de la Junta de Iberdrola (y prácticamente idénticos el de Santander o Telefonica)
…  a los efectos de la votación de las propuestas de acuerdo se procederá a determinar el sentido de los votos de los accionistas como sigue: 
a) Cuando se trate de propuestas de acuerdo relativas a asuntos comprendidos en el orden del día de la convocatoria, se considerarán votos a favor los correspondientes a todas las acciones presentes y representadas, deducidos los votos correspondientes a: las acciones cuyos titulares o representantes manifiesten que votan en contra, votan en blanco o se abstienen, haciéndolo constar al notario o al personal que lo asista (o, en su defecto, al secretario de la Junta General de Accionistas), para su constancia en el acta de la reunión;… 
b) Cuando se trate de propuestas de acuerdo relativas a asuntos no comprendidos en el orden del día de la convocatoria, se considerarán votos contrarios los correspondientes a todas las acciones presentes y representadas, deducidos los votos correspondientes a: las acciones cuyos titulares o representantes manifiesten que votan a favor, votan en blanco o se abstienen, mediante la comunicación o expresión de su voto o abstención al notario (o, en su defecto, ante al secretario de la Junta General de Accionistas) o personal que le asista, para su constancia en el acta de la reunión;...

Este sistema ha sido objeto de críticas por parte de la doctrina y Javier García de Enterría ha publicado un artículo en ssrn – y una entrada en el blog de Oxford – defendiéndola. Resumo a continuación el trabajo con algún apunte de cosecha propia.

Como se deduce de la transcripción del de Iberdrola, en los reglamentos de la junta de las sociedades cotizadas es frecuente que el sentido que se atribuye al voto del accionista varíe en función del acuerdo que se somete a la junta. Así, en relación con las propuestas de acuerdo que se hayan incluido por los administradores en el orden del día, se realiza una deducción negativa”, es decir, se considera que han votado a favor todas las acciones presentes o representadas en la junta excepto aquellos que hayan votado expresamente en contra. Y, para las propuestas de acuerdo que hayan sido introducidas en la propia reunión (porque, como ocurre con la destitución de un administrador o el ejercicio de la acción social de responsabilidad no requieran de su constancia en el orden del día para que la junta pueda pronunciarse al respecto), la presunción es la contraria (“deducción positiva”): se computan en contra todas las acciones presentes o representadas salvo las que hubieran votado expresamente a favor.

La forma de votar en contra o a favor respectivamente en estas juntas consiste en que los que deseen votar así, han de informar expresamente al notario o al que actúe como secretario de la reunión del sentido de su voto para que éste se excluya de la presunción.

Esta práctica ha sido criticada pero hay buenos argumentos a su favor que ha resumido García de Enterría: es eficiente, en el sentido de que reduce notablemente los costes de llevar a cabo las votaciones en sociedades con un elevado número de socios y no desprotege a los accionistas minoritarios porque, (i) en primer lugar, sólo afecta a una proporción ínfima de los accionistas, esto es, a aquellos que asisten personalmente a la junta y no delegan su voto que no pasan, normalmente, de unas pocas decenas o centenares; (ii) en el caso de los accionistas que se han hecho representar, el documento que recoge la delegación del voto prevé normalmente lo que debe votar el representante en relación con esos puntos que no aparecen en el orden del día: (iii) en la generalidad de los casos, las propuestas de los administradores cuentan con el apoyo de amplias mayorías y las propuestas de los accionistas que no han sido incorporadas al orden del día rara vez tienen éxito. –; (iv) la deducción no se aplica a las propuestas avaladas por accionistas minoritarios pero significativos que pueden forzar la inclusión de éstas en el orden del día si representan el 5 o el 3 % (sociedades cotizadas) del capital ex arts. 172 y 519 LSC y v., al respecto la recomendación 10 c del Código de Buen Gobierno).

García de Enterría tiene razón. Se podría añadir que, en la medida en que el “coste” de reflejar el propio parecer no es elevado – basta con dirigirse al notario –, bien puede decirse que la regla de la deducción positiva o negativa se corresponde con la “voluntad hipotética (ex ante) de todos los accionistas”, es decir, es la que adoptarían todos los accionistas antes de saber si formarán parte de la mayoría o de la minoría y, en esa medida, podría ser perfectamente incorporada por el legislador a la ley de sociedades de capital como regla supletoria.

El trabajo de García de Enterría se publicó también en español en la revista LA LEY mercantil nº 59, junio 2019, Nº 59, 1 de jun. de 2019

viernes, 26 de julio de 2019

Por qué es fácil para los cartelistas de la contratación pública hacer cumplir el cártel (Alchian)


A finales de la década de 1950, hubo un importante caso antimonopolio contra los fabricantes de equipos eléctricos que supuestamente se habían puesto de acuerdo y habían fijado los precios. En un artículo inédito y sin fecha, presumiblemente escrito poco después del caso, Alchian muestra que lo que sucedió era coherente con la teoría económica. La colusión tuvo éxito, señala, principalmente porque parte de la demanda provenía de la Administración Pública que utilizaba subastas para adjudicar los contratos con ofertas selladas, esto es, secretas por parte de cada fabricante ¿Por qué eso era relevante? Alchian explica que uno de los mayores problemas que tienen los que participan en un cártel es hacer cumplir sus acuerdos colusorios. Si no pueden saber si alguno de ellos incumplió e hizo una oferta a un precio más bajo del acordado, es fácil para las autoridades de competencia descubrir y sancionar el cártel dados los incentivos de los cartelistas para incumplir y quedarse con todo el mercado. Lo que hace que sea relativamente fácil para los cartelistas saber quién ha incumplido (y desincentiva, por tanto, el incumplimiento dando estabilidad al cártel) es que el comprador del producto cartelizado publique las ofertas de cada uno de los participantes. Y eso es exactamente lo que hacía la Administración Pública, publicar todas las ofertas con los nombres de los oferentes y el precio ofrecido por cada uno de ellos. Los compradores particulares, por el contrario, señala Alchian, no utilizan este tipo de licitación lo que los hace menos vulnerables a la colusión de sus proveedores. … se dan cuenta de que la publicación de todas las ofertas a todos los licitadores socavaría esa estrategia.

David R. Henderson, Economics Works

El desarrollo económico de España desde 1850 a 2017 (Prados de la Escosura/Sánchez-Alonso)


La convergencia de España con los países más desarrollados


España quedó rezagada entre 1815 y 1950. El siglo XIX y principios del siglo XX fueron testigos de un crecimiento sostenido del PIB per cápita mientras que paradójicamente la brecha con los países industrializados se amplió entre 1883 y 1913. La brecha se profundizó aún más durante la primera mitad del siglo XX. Este resultado va contra las predicciones de la teoría de la convergencia que postulan un crecimiento más intenso cuanto más bajo es el nivel inicial de ingresos. Pero entre 1950 y 2007 se produjo tal convergencia.La Edad de Oro (1950-74), especialmente, el período desde 1960 (un rasgo común de los países de la Periferia Europea: Grecia, Portugal, Irlanda) se destaca como una fase de crecimiento sobresaliente que permitió acercarse a las naciones más avanzadas. Un crecimiento constante aunque más lento tras la ralentización que se produjo coincidiendo con la transición a la democracia (1974-84) permitió a España seguir recuperando terreno hasta 2007, tendencia que se invirtió con la Gran Recesión. En general, la posición relativa de España con respecto a los países occidentales ha evolucionado a lo largo de una forma amplia en U, deteriorándose hasta 1950 (excepto en las décadas de 1870 y 1920) y recuperándose. (excepto para los episodios de la transición a la democracia y el Gran Recesión)

Las causas


¿Cómo explicar esta inversión en la fuente del crecimiento de la productividad del trabajo de las ganancias de eficiencia a la acumulación de capital? Se puede plantear la hipótesis de que, en tanto que la economía crecía, España se acercó a la frontera tecnológica por lo que lograr nuevos avances en eficiencia resulta más difícil. Además, el cambio estructural, a saber, la transferencia de la mano de obra desde los sectores de menor productividad laboral a los de mayor productividad (es decir, desde la agricultura a la industria) es un cambio que se produce una sola vez y que en gran medida ya se había completado en el momento de la adhesión de España a la Unión Europea. De este modo, España habría agotado su potencial de converger con los países más ricos y las ganancias de eficiencia se ralentizaron al ajustarse a las tasas de crecimiento en la productividad total de los factores de los países más avanzados.
Sin embargo, una inspección sumaria de las pruebas sugiere que esto no es lo que ha ocurrido porque en términos de crecimiento de la productividad total de los factores, España se mantuvo en el nivel más bajo entre los países de la OCDE entre mediados de la década de 1990 y 2007, al producirse la Gran Recesión (Corrado et al., 2013). Por lo tanto, se requiere una explicación alternativa. Los datos comparativos indican que el gasto de las empresas en investigación y desarrollo son menores en España que en la mayoría de los países de la OCDE, como también es el caso de la inversión en intangibles (propiedad intelectual) y en capital humano. El contexto se agrava aún más por el bajo grado de competencia de los mercados de productos y factores. Además, la reasignación de recursos hacia los servicios y la construcción ha tenido lugar en un contexto de menor inversión e innovación que condujo a una disminución de la eficiencia.

La evolución de la desigualdad



¿Cómo se pueden interpretar estas tendencias de desigualdad? En la primera fase de la globalización, desde principios del siglo XIX hasta la Primera Guerra Mundial, la caída de la desigualdad durante las fases de apertura a la competencia internacional (finales de los años 1850 y principios de los años 1860, finales de los años 1880 y principios de los años 1890) y el aumento de la desigualdad (desde finales de los años 1890 hasta el final de la Primera Guerra Mundial) coincidieron con un retorno al proteccionismo estricto, podría predecirse dentro del marco teórico de Stolper-Samuelson que postula que las políticas proteccionistas favorecen los factores de producción escasos (tierra y capital, en este caso) mientras que penalizan el abundante (mano de obra). A principios del siglo XIX, esta tendencia se habría visto reforzada por el hecho de que la protección arancelaria no empujo a emigrar a los trabajadores como en otros países europeos proteccionistas (es decir, Italia y Suecia). La depreciación de la peseta en la década de 1890 y principios del siglo XX dificultó la decisión de emigrar, ya que el costo del pasaje aumentó drásticamente…  Los datos cuantitativos muestran que, si no se hubiera depreciado tanto la peseta, la emigración española habría podido ser superior en más de un 40 por ciento durante el período 1892-1905 (Sánchez-Alonso 2000a)... Durante un período por lo demás totalmente favorable a la migración internacional debido a los bajos costos del transporte, la mayor demanda de mano de obra no calificada en las economías del Nuevo Mundo y las grandes diferencias salariales entre Europa y las Américas, la emigración de mano de obra siguió siendo baja en España en comparación con otros países del sur de Europa, como Italia. La emigración española estaba limitada por los ingresos de modo que los posibles emigrantes no podían hacer frente a los costes de migrar. (Sánchez-Alonso 2000b). La migración interna siguió siendo baja hasta la Primera Guerra Mundial. El modesto ritmo de la industrialización fue la principal razón… (Silvestre (2005)

Sin embargo, esto no explica el aumento de la desigualdad entre mediados de la década de 1860 y principios de la de 1880, que podría atribuirse a un aumento de los rendimientos del capital y de la tierra en relación con los salarios asociados a la construcción de ferrocarriles y a la explotación de los recursos mineros después de su liberalización, y no sólo al auge de las exportaciones agrícolas.

La reducción de la desigualdad durante la década de 1920 y principios de la de 1930, un período de retroceso de la globalización, exigiría una explicación diferente, ya que otras fuerzas condicionaron la evolución de la desigualdad. El crecimiento acelerado, la intensificación del capital y el cambio estructural contribuyeron a reducir la desigualdad total en la década de 1920. La desigualdad salarial aumentó con la migración del campo a la ciudad y la urbanización, dado que los salarios en las zonas urbanas eran más altos y presentaban una mayor variación que los salarios en las zonas rurales, pero la diferencia entre el rendimiento de la propiedad y el de la mano de obra disminuyó. Las reformas institucionales que incluyeron nueva legislación social, especialmente la reducción del número de horas de trabajo por día, y la creciente voz de los sindicatos, contribuyeron a un aumento de los salarios en relación con los ingresos de la propiedad (Cabrera y del Rey 2002, Comín 2002).

El hecho de que la Guerra Civil estallara después de una década y media de disminución de la desigualdad y tras el crecimiento económico de la década de 1920, que condujo al alivio de la pobreza absoluta, exige hipótesis explicativas. ¿Tuvo raíces económicas la Guerra Civil? Las expectativas insatisfechas de compartir el aumento de la riqueza por parte de los que se encontraban en el punto más bajo de la distribución durante la II República (1931-36) pueden contribuir a explicar el malestar social que precedió a la Guerra Civil. Además, la disminución de la brecha entre el retorno a la propiedad y al trabajo en un contexto de malestar social, incluidas las amenazas a la propiedad, a principios de la década de 1930, ofrece una posible explicación para el apoyo prestado por un sector no desdeñable de la sociedad española al golpe de Estado militar que desencadenó la Guerra Civil (1936-39).

¿Cómo se puede interpretar el aumento de la desigualdad durante los años de la autarquía después de la guerra? La compresión salarial se produjo como consecuencia de la re-ruralización de la economía española (la participación de la agricultura aumentó tanto en la producción como en el empleo) y de la prohibición de los sindicatos. Paralelamente, se produjo una disminución de la concentración del ingreso en la cúspide durante la década de 1940 (Alvaredo y Saez, 2009). Así, en contraste con la experiencia de los años treinta, mientras que la desigualdad caía tanto en los rendimientos del trabajo como en los del capital, la polarización entre la propiedad y el trabajo causó un aumento de la desigualdad total. El aislamiento internacional, resultante de las políticas autárquicas, intensificaría estas tendencias, con el aumento de la desigualdad en la medida en que los factores escasos como la tierra y el capital, se veían favorecidos a expensas de la mano de obra, que era un factor abundante y más distribuido de manera más homogénea.

Una drástica disminución de la desigualdad comenzó a finales de los años cincuenta y llegó hasta principios de los sesenta, es decir, antes de la fase de liberalización y apertura que siguió a las reformas de 1959. El auge del crecimiento económico en la década de 1950 trajo consigo mejoras en los niveles de vida, la urbanización y un aumento de la participación de la mano de obra en el ingreso nacional. Además, las políticas populistas del ministro de Trabajo de Franco llevaron a un aumento sustancial de los salarios en 1956 (Barciela, 2002). Se requiere una investigación cuidadosa del proceso de reducción de la desigualdad durante la década de 1950.

La apertura de los años sesenta y principios de los setenta favoreció el trabajo como factor abundante y, por lo tanto, contribuyó a reducir la desigualdad, al tiempo que estimuló el crecimiento y el cambio estructural que, a su vez, desempeñó un papel nada despreciable en el mantenimiento de la desigualdad en niveles moderados.

El aumento del ahorro, ayudado por el desarrollo financiero que acompañó al crecimiento económico, facilitó el acceso a la propiedad de la vivienda, lo que, a su vez, contribuyó a reducir la concentración de los ingresos de la propiedad (Comín, 2007; Martín Aceña y Pons, 2005). La difusión de la educación seguramente jugó un papel en la disminución de la desigualdad al reducir la concentración de capital humano (Núñez, 2005). Además, la disminución de las disparidades regionales, condicionada por la convergencia tecnológica, la generalización de la educación básica y la convergencia en la composición del empleo (de la Fuente 2002, Martínez Galarraga et al., 2015), también debe haber incidido en la distribución del ingreso. Además, el aumento del gasto social en el último franquismo (1960-75) debe haber tenido un efecto en la reducción de la desigualdad.

El aumento de la participación política tras el restablecimiento de la democracia en 1977 condujo a una reforma fiscal progresiva y a aumentos sustanciales del gasto público en transferencias sociales (desempleo, pensiones), educación y salud que tuvieron un fuerte impacto redistributivo. Sin embargo, las fases de disminución y aumento de la desigualdad han alternado desde la restauración de la democracia, con el resultado de que los niveles de desigualdad se han mantenido dentro de un rango de 30-35 Gini.

Así, se puede argumentar que las transferencias sociales y la fiscalidad progresiva aportadas por el Estado del bienestar han permitido la contención de los niveles de desigualdad dentro del rango de 30-35 Gini, mientras que el Gini de " mercado " (es decir, la medida de la desigualdad antes de las transferencias sociales) se incrementó. De hecho, la evidencia para el siglo XXI muestra que, en ausencia de transferencias sociales, la desigualdad de ingresos alcanzaría niveles similares a los de principios de la década de 1950. Un resultado similar se obtiene para los países de la OCDE (OCDE, 2016). Por qué España, junto con otras sociedades de la OCDE, se han vuelto tan desiguales antes de que los impuestos progresivos y las transferencias sociales exige una investigación cuidadosa.

El fracaso de la Revolución industrial española y la emigración


La evidencia cuantitativa arroja serias dudas sobre el argumento de que la agricultura fue la clave del `fracaso' de la Revolución Industrial Española. (Prados de la Escosura 1988; Simpson 1995). La producción agrícola creció tanto en términos absolutos como per cápita durante el siglo XIX. Sin embargo, en el contexto de las naciones de Europa Occidental, la agricultura española no es tan boyante: la productividad experimentó menores tasas de crecimiento, y las diferencias con Gran Bretaña y Francia (ya de por sí grandes en 1800) tendieron a ampliarse durante el siglo XIX, y no hubo una reducción significativa durante el siglo XX (O'Brien y Prados de la Escosura 1992). Las diferencias en la mezcla de productos y en la producción por hectárea son factores clave, no síntomas del retraso agrícola español. Qué parte de la culpa corresponde a factores naturales o sociales es una cuestión que requiere aún más investigación.

No todas las interpretaciones culpan a la agricultura exclusivamente por el atraso económico de España en comparación con Europa Occidental. Una investigación reciente ha puesto de relieve el bajo rendimiento industrial a finales del siglo XIX (Carreras 1984; Prados de la Escosura 1988).Varios estudiosos subrayan las actitudes de los empresarios españoles que buscaban protección en lugar de enfrentarse a su competencia en los mercados internacionales (Tortella 1981; Fraile 1991).

La evidencia cuantitativa arroja serias dudas sobre la interpretación tradicional del atraso industrial de España, según la cual la demanda interna fue el principal obstáculo para el crecimiento de las manufacturas durante el siglo XIX. La incapacidad de la industria para vender en el mercado internacional y el bajo nivel de productividad industrial parecen tener un buen valor explicativo de este fenómeno. En este contexto, las actitudes y estrategias de los empresarios industriales españoles cobran especial relevancia. En vista de la competencia internacional, reorientaron sus esfuerzos hacia el mercado interno en busca de rentas y protección gubernamental (Fraile 1991). La baja renta per cápita asociada a un sector agrícola atrasado ya no es una explicación suficiente para el rezagado crecimiento industrial español durante el siglo XIX.

No hay pruebas concluyentes que apoyen la opinión de que la pérdida del Imperio fuera responsable del retraso económico de España a largo plazo. A pesar de los indudables efectos negativos a corto plazo sobre la formación de capital, los ingresos públicos, el comercio de bienes y servicios y la industria manufacturera, el impacto global sobre el PIB fue mucho menor (menos del 8% del PIB) de lo estimado por los historiadores, y se concentró en determinadas regiones (Prados de la Escosura, 1993). A partir de la evidencia cuantitativa disponible, se puede sugerir que la pérdida de las colonias parece haber tenido un impacto menos profundo y generalizado en la economía española de lo que la literatura histórica ha sugerido. Los sectores más competitivos y flexibles de la economía se adaptaron finalmente a las nuevas circunstancias, en particular la agricultura comercial que orientó la oferta hacia los mercados en crecimiento del noroeste de Europa.

En cuanto al cambio de los mercados coloniales a los europeos, el hecho es que los primeros ya representaban una parte más pequeña antes de la independencia colonial.

Desde finales del siglo XIX, las restricciones a la competencia, tanto interna como externa, ayudan a explicar la lentitud del crecimiento durante 1883-1920, a pesar de la estabilidad institucional de Restauración (1975-1923), que debería haber proporcionado un entorno favorable para la inversión y el crecimiento.

La autarquía


La débil recuperación posterior a la Guerra Civil implicó que el nivel máximo del PIB per cápita de antes de la guerra (1929) no se alcanzó hasta 1954, en contraste con los 6 años que, en promedio, se tardó en volver al nivel máximo anterior a la Segunda Guerra Mundial en Europa Occidental. En la búsqueda de explicaciones del comportamiento idiosincrático de España, se puede plantear la hipótesis de que la mayor pérdida de capital humano frente al capital físico que contribuyó a la reconstrucción retrasada, ya que la destrucción de capital físico durante la Guerra Civil fue aproximadamente igual a la media de Europa Occidental durante la Segunda Guerra Mundial, pero el exilio después de la Guerra Civil y, posiblemente en mayor medida, el exilio interno resultante del nuevo régimen. la represión política, significó un agotamiento significativo del limitado capital humano de España (Prados de la Escosura y Rosés, 2010; Núñez, 2003; Ortega y Silvestre, 2006")”


Leandro Prados de la Escosura/Blanca Sánchez-Alonso, Economic Development in Spain, 1815-2017, July 2019

Canción del viernes y nuevas entradas en el Almacén de Derecho Madredeus Ainda Guitarra

#¿porunaleyjusta?

  Por Juan Antonio Lascuraín y Jacobo Dopico*   Da que pensar la tan distinta percepción que tienen de los delitos y de las penas los especialistas y la población en general. Baste recordar lo que sucede con la prisión permanente revisable: si importante es...
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miércoles, 24 de julio de 2019

El Supremo se pronuncia sobre las convocatorias de junta por alguno de los administradores mancomunados


Tesla

Se trata de la Sentencia del Tribunal Supremo de 16 de julio de 2019 ECLI: ES:TS:2019:2390

Es una sociedad limitada de cinco socios con cuatro administradores mancomunados (?). El quinto socio – el que no es administrador – impugna una junta convocada por sólo dos de los cuatro. De esta cuestión me he ocupado en otras entradas del blog. A mi juicio, el hecho de que sean administradores mancomunados es relevante a efectos del poder de representación de la sociedad, esto es, de las relaciones con terceros. Ad intra, como gestores de la empresa social y en las relaciones con los socios, el carácter mancomunado o solidario no es relevante. Cualquiera de los administradores puede tomar decisiones como las de dar órdenes a los empleados o convocar una junta. Su deber de diligencia les exige coordinarse y no proceder contra la oposición de cualquiera de los demás si esta oposición está justificada (oponerse injustificadamente es contrario a su deber de lealtad). La jurisprudencia, sin embargo, entiende que la junta ha de ser convocada por todos los administradores mancomunados. Esta opinión la he defendido en el comentario a esta resolución de la DGRN y en esta y la resolución a la que hace referencia la sentencia la he comentado aquí
El socio D. Modesto , que no era administrador, fue el único que no asistió a ninguna de tales juntas generales. Sí lo hicieron, en ambas juntas, todos los administradores, inclusive los que no habían sido convocantes… El demandante recurrió en apelación, cuyo recurso fue desestimado por la Audiencia Provincial. La sentencia de segunda instancia consideró que, aunque hubiera una irregularidad formal en la convocatoria de las juntas, la misma quedó sanada desde el momento en que los otros administradores no convocantes asistieron a las juntas generales y consintieron sus respectivos órdenes del día.
El Supremo dice unas cuantas generalidades sobre la convocatoria de la junta y añade
En el caso de la administración mancomunada, existe una disociación entre la titularidad del poder de representación, que depende de lo dispuesto en los estatutos y se sujeta a las reglas del artículo 233.2.c LSC (anterior art. 62.2 c) LRSL); y el poder de gestión, que corresponde al conjunto de los administradores mancomunados y que, por tanto, habrá de ejercitarse por todos ellos de forma conjunta ( art. 210 LSC , anterior art. 57 LSRL ).

Al requerir la unanimidad de decisión de todos los administradores, este sistema de administración tiene el riesgo de propiciar situaciones que pueden desembocar en la parálisis de la sociedad. Y en particular, las disensiones sobre la convocatoria de la junta general pueden dar lugar al bloqueo del principal órgano societario, como resaltó la sentencia de primera instancia, aunque ese no sea propiamente el caso que se planteó en este procedimiento.

La competencia de convocatoria de la junta general se encuadra en el poder de gestión o administración de los administradores, por lo que tiene una dimensión estrictamente interna, en la medida en que afecta al círculo de relaciones entre la sociedad y sus socios . En consecuencia, no son aplicables las reglas sobre ejercicio del poder de representación, es decir, al ámbito externo de representación frente a terceros, conforme a lo dispuesto en los arts. 233.2 c) LSC y 185.3.c) RRM .

… Es decir, la mancomunidad parcial se prevé legalmente solo respecto de la representación, pero no en cuanto a la gestión, salvo que los estatutos establezcan que los administradores con poder mancomunado pueden gestionar de forma solidaria los asuntos internos de la compañía (lo que últimamente ha sido admitido por la DGRN, por ejemplo, en la Resolución de 4 de mayo de 2016).

Aunque esa dicotomía legal pueda resultar discutible en cuanto a una protección efectiva del interés social, en tanto que establece unos requisitos de actuación a efectos internos superiores a los existentes a efectos externos, habrá de estarse a tales previsiones legales, mientras no sean modificadas.

La interpretación que hace la Audiencia Provincial, en atención a las específicas circunstancias del caso, no contradice dicha normativa. Todos los administradores sociales, tanto los convocantes como los no convocantes de las juntas generales impugnadas, asistieron a ellas y no hicieron objeción alguna ni a su convocatoria ni al contenido de sus respectivos órdenes del día. Lo que constituye un inequívoco acto concluyente de conformidad con la convocatoria, con lo que la finalidad legal de que la misma se hiciera por la totalidad del órgano de administración quedó cumplida, en cuanto se hizo con la conformidad de todos ellos.
Del fallo de la sentencia se deduce que las convocatorias realizadas por solo algunos de los administradores mancomunados será válida si los demás la ratifican de cualquier forma, incluyendo la asistencia a la junta.

Actualización: v., Este comentario a la sentencia de Lara Jiménez Hajduka

Aprobación por la junta de accionistas de una transacción propuesta por los administradores cuando éstos sufren un conflicto de interés


HENRI FANTIN-LATOUR — Narcisses in an Opaline Glass Vase, 1875

Si un accionista considera que un acuerdo de la junta es contrario al interés social puede, obviamente, impugnarlo. En general, no irá muy lejos, ya que la carga de argumentar la contrariedad al interés social pesa sobre él salvo que se trate de aprobar una transacción en la que el socio mayoritario tenga un conflicto de interés (por ejemplo, porque se trate de aprobar la venta de un activo social al socio mayoritario o a una parte relacionada con él) en cuyo caso, el art. 190.3 LSC pone la carga de argumentar y probar que la transacción no es contraria al interés social sobre la sociedad y sobre el socio mayoritario. El socio mayoritario puede evitar esta inversión de la carga de la prueba si se abstiene de participar en la votación. En tal caso, el acuerdo social no habrá sido adoptado con sus votos – o éstos no habrán sido decisivos para el resultado de la votación – y corresponderá, como es el caso normal, al socio impugnante la prueba de que el acuerdo – la transacción – es perjudicial para el interés social lo que significa, en definitiva, que la transacción permite una expropiación de valor a costa de la compañía y en beneficio de cualquier otro. No es suficiente, a estos efectos, demostrar que puede ser una “mala idea” llevar a cabo la transacción, salvo que sea tan mala idea que el empeño de la mayoría – y de los administradores – de llevarla a cabo no pueda explicarse sino como una forma de obtener un beneficio particular a costa de la sociedad (este es el sentido de la máxima según la cual el dolo y la culpa grave se equiparan).

La jurisprudencia societaria norteamericana va en esta línea aunque su articulación dogmática es diferente. Como ha sido explicada muchas veces no la voy a reiterar aquí. Ahora sólo quiero dar noticia de un par de sentencias de Delaware sobre el efecto sanador del voto mayoritario en la junta favorable a una transacción de una transacción aprobada por el Consejo de Administración cuando algunos de los miembros de éste se encontraban en conflicto de interés.

Como es sabido, cuando un órgano social – la mayoría de sus miembros – sufre de un conflicto de interés, una forma de eliminarlo es transferir la competencia para aprobar la transacción correspondiente a otro órgano social. Tal es lo que dispone el art. 230.2 LSC: la dispensa de un conflicto de interés (esto es, la autorización para que la sociedad realice la transacción con un administrador o para que un administrador pueda recibir una remuneración o pueda aprovecharse de una oportunidad de negocio de la sociedad) corresponde al propio órgano de administración (sin la participación, naturalmente, del administrador conflictuado) o a la junta de socios cuando la operación tiene cierta envergadura y para evitar la “contaminación” de los compañeros de consejo del afectado por el conflicto. Si el administrador conflictuado es, también, accionista y accionista significativo o mayoritario, la aprobación de la transacción por la junta no garantiza su inocuidad para el interés social. De ahí la regla del art. 190.3 LSC: si su voto es decisivo para la aprobación del acuerdo por la junta y un socio lo impugna, corresponderá la carga de la prueba de la inocuidad a la sociedad. Esta puede evitar tal inversión de la carga de la prueba pidiendo al administrador – socio que no participe en la votación del acuerdo en la junta. Si se abstiene, la transacción será aprobada por lo que se conoce como “mayoría de la minoría”, es decir, por una mayoría de los accionistas no conflictuados (disinterested en inglés) y, en tal caso, el juez no tiene ningún motivo para sustituir a tal mayoría en el juicio sobre si el acuerdo social es dañino o beneficioso para la sociedad. La doctrina norteamericana aplica a este control judicial la “business judgment rule”. Considera esta decisión como una decisión estratégica o de negocio no sometida a control judicial del contenido adoptada por los accionistas quienes, al hacerlo y a diferencia de lo que ocurre con los administradores, están ejerciendo un derecho (a decidir sobre sus inversiones), ejercicio sometido únicamente a los límites generales, esto es, a la prohibición de abuso de derecho. Esto es lo que vino a decir el Tribunal Supremo de Delaware en el caso Corwin c. KKR Financial Holdings, LLC.

En dos sentencias recientes, recogidas en este post del Blog de Corporate Governance de Harvard, los tribunales de Delaware han añadido a esta doctrina algo de interés y bastante obvio: que los accionistas que aprueban una transacción como las descritas han de hacerlo con información completa y “de calidad” suministrada por los administradores cuando formulan la propuesta de acuerdo de la junta. En el caso Chester County Employees’ Retirement Fund v. KCG Holdings, Inc., 2019 WL 2564093 (Del. Ch. June 21, 2019) la queja de los demandantes era que la junta de accionistas de KCG había aprobado aceptar una oferta de adquisición por parte de Virtu pero que los administradores de KCG no habían informado a los accionistas de que Virtu había dispuesto de información confidencial de KCG facilitada por un asesor financiero de ésta muy interesado en que la adquisición se llevara a cabo (se llevó 7 millones de dólares como pago por su trabajo) lo que, sin duda, permitió a Virtu ofrecer menos de lo que habría tenido que ofrecer en otro caso. En concreto, se ocultó a los accionistas que
cuando Virtu y el Asesor Financiero discutieron inicialmente la posibilidad de una adquisición de KCG, su Consejero Delegado sugirió a Virtu que simplemente "debería tener en cuenta el valor contable tangible por acción de KCG, que, tras ciertas desinversiones, podría superar los 20 dólares por acción". Pero el tribunal estuvo de acuerdo con el demandante en que esta revelación creó la impresión engañosa de que el Asesor Financiero estaba simplemente especulando que el valor contable tangible de KCG podría exceder los 20 dólares por acción cuando, de hecho, había indicado que la venta de la plataforma BondPoint (propiedad de KCG) aumentaría dicho valor de KCG y había proporcionado a Virtu información confidencial sobre la plataforma para ayudar a llevar a cabo esa estrategia de venta. El tribunal también estuvo de acuerdo en que la frase "podría exceder los $20 por acción" no reflejaba la verdadera opinión del Asesor Financiero y era ésta que KCG valía entre $21 y $21.50 por acción.
Es decir, que el Asesor Financiero – que trabajaba para KCG – parecía más bien hacerlo para Virtu, el comprador.

Además, el Tribunal sugiere que Virtu – a través del asesor financiero – “sobornó” al consejero-delegado de KCG que se mostró muy contrario a que se aceptase la oferta de compra de Virtu durante todo el proceso para cambiar de opinión cuando Virtu añadió a su oferta una buena cantidad de millones destinada a asegurar la remuneración de los ejecutivos de KCG. El CEO (consejero-delegado) de KCG
se opuso inicialmente a aceptar la oferta de $20 o incluso $20.21 por acción y apoyó finalmente una oferta de $20 pero sólo tras obtener de Virtu la dotación de un considerable fondo destinado a retribuirle a él y a otros miembros de la dirección de la empresa
y se avino a cambiar las proyecciones de ingresos de la compañía para justificar así mejor la bondad de la oferta de Virtu, que era muy baja si se comparaba con el valor de empresa que resultaba de las proyecciones de ingresos inicialmente realizadas por el CEO.

Si a esto añadimos el papel decisivo que jugó en la transacción, – concluye el Tribunal -  junto con su papel en la transacción, esa información sobre los beneficios que para él y otros directivos derivaría de que la transacción se ejecutase era “material”, esto es, relevante para que los accionistas pudieran tomar una decisión informada. En este punto, tiene interés que el Tribunal considera que, aunque el administrador conflictuado era el CEO (tenía un “interés personal” en que la transacción se llevara a cabo porque recibiría una retribución del comprador), los demás consejeros de KCG podrían haber incumplido sus deberes fiduciarios hacia los accionistas por no asegurarse de que el CEO no participara en la transacción por parte de KCG, sobre todo, en la parte final de éstas y una vez que Virtu puso sobre la mesa la posibilidad de crear un fondo para remunerar a los directivos. Al permitir al CEO seguir pilotando la transacción, los consejeros no ejecutivos incumplieron sus deberes fiduciarios por omisión: deberían haber detectado el conflicto de interés que pesaba sobre el CEO y haberlo apartado de la negociación con Virtu. Al no hacerlo, los consejeros podrían haber “antepuesto los intereses de los miembros del equipo directivo – que se beneficiaron del fondo de remuneración sobre los intereses de los accionistas”.
Esa conclusión enlaza con otras sentencias recientes del Tribunal de la Chancery  en las que se reprochó a los consejos de administración permitir que consejeros conflictuados negociaran transacciones, incluyendo Blueblade Capital Opportunities, LLC v. Norcraft Companies, Inc. en las que el consejo de administración eligió como su negociador principal a un consejero que "estaba al menos tan enfocado en asegurar ventajas para sí mismo como en asegurar el mejor precio posible para[la compañía]"
Con estas observaciones, el Tribunal está señalando claramente que, cuando se trata de transacciones como la del caso – el consejo de administración negocia por cuenta de los accionistas la venta de la compañía – el consejo de administración ha de supervisar activamente la conducta de los administradores a los que se haya encargado la negociación y la de los asesores a tal fin contratados por la compañía. Esta supervisión incluye, especialmente, asegurarse de que ni unos – los ejecutivos – ni otros – los asesores – incurren en conflictos de interés que puedan resultar en un daño para los accionistas. En el caso, el asesor financiero reveló motu proprio y sin permiso de KCG información confidencial relativa a esa plataforma de KCG que Virtu podría vender tras la adquisición de la compañía. Existe jurisprudencia que hace responsable al Consejo de Administración por no haber despedido o, al menos, controlado la conducta de los asesores financieros cuyo interés prevalente es que la transacción se lleve a cabo – porque si no, no cobran – en lugar de que se lleve a cabo sólo si es beneficiosa para los accionistas de la compañía que le ha contratado.

En fin, tiene interés lo que dice el Tribunal respecto de las valoraciones de la empresa que se utilizan en estas transacciones para decidir si la oferta debe aceptarse y someterse a la aprobación por los accionistas: si las proyecciones de ingresos – más optimistas – se habían realizado previamente y sin ninguna transacción concreta a la vista son más “de fiar” que las revisadas específicamente para apoyar la bondad de la oferta una vez que ésta se ha recibido. Además, en el caso, tal revisión a la baja permitió a Goldman Sachs – que fue el banco que emitió la fairness opinion – situar la oferta de Virtu en el rango medio de su valoración de la empresa. O sea que, como dijo Coase, si se tortura suficientemente a los números, éstos acaban “cantando” lo que el torturador quiera. El Tribunal consideró que la información correspondiente a las valoraciones iniciales y a las modificadas debió suministrarse a los accionistas antes de la votación.

En consecuencia, el Tribunal de Delaware desestima la solicitud de la demandada de que no se proceda a entrar en el fondo del asunto (motion to dismiss).

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