miércoles, 29 de enero de 2014

La doctrina del capital social: recuerdos de una discusión lamentablemente cerrada


“Colegas míos dignos de toda confianza me han contado que muchos profesores de Derecho de sociedades emplean una parte sustancial del tiempo de clase explicando la doctrina del capital. Mi innato optimismo me lleva a esperar que tú, estudiante de Derecho, no sufras semejante desgracia”
Robert Clark, Corporate Law, p 611


La doctrina del capital social obliga a los socios de una sociedad anónima o limitada a aportar y retener en el patrimonio social – no pueden repartirse dicho patrimonio - bienes o derechos en cuantía suficiente para cubrir todas las deudas sociales – todo el pasivo – incluyendo la propia cifra de capital (o sea, si una sociedad tiene deudas por valor de 500, ha de tener bienes en el activo por valor de 500 y, además, activos por valor de la cifra de capital social que, por esta razón, figura como primera partida del pasivo como pasivo “no exigible”). Si esta barrera se traspasa, la sociedad está obligada a recapitalizarse o disolverse.

Como es sabido, la justificación de estos límites a la autonomía de los socios para hacer con su patrimonio lo que les parezca se encuentra en la responsabilidad limitada por las deudas sociales. En lugar de ésta, los socios “ofrecen” a los acreedores sociales el capital social. Porque la responsabilidad limitada por las deudas sociales genera incentivos en los socios para esquilmar a sus acreedores arriesgando más, retirando bienes cuando las cosas se ponen “feas” y se aproxima la insolvencia y, en general, “externalizando” los costes de la quiebra sobre los acreedores. Los americanos se dieron cuenta muy pronto de la escasa eficiencia del capital social como mecanismo de protección de los acreedores. El más célebre profesor de Derecho de Sociedades de los EE.UU. escribió la frase que aparece como subtítulo de esta entrada. Los europeos, sin embargo, seguimos aferrados a la doctrina del capital. Hay, sin duda, razones culturales. No en vano se afirma que el Derecho norteamericano es, en general, más benévolo con los deudores (su régimen concursal es mucho más favorable a los deudores que el régimen europeo) y que esta benevolencia explica, en alguna medida, la menor aversión al riesgo de los norteamericanos cuando emprenden negocios y el mayor dinamismo empresarial en los EE.UU. por comparación con Europa, lo que es especialmente lamentable en el caso español porque seguimos sin disponer de un régimen mínimamente decente y respetuoso con la libertad de trabajo y la dignidad humana que regule la insolvencia de las personas físicas y de las pequeñas empresas garantizando un fresh start.

La doctrina del capital social ha sido defendida por quienes la inventaron. Es lógico. Y estos son los alemanes. Los alemanes, primeros exportadores mundiales, han exportado mucho Derecho. Cuando la “importación” es voluntaria, ser una potencia exportadora habla de la bondad de tus productos. Lo malo de la doctrina del capital social es que la importación al resto de Europa se produjo como consecuencia de la promulgación de la Segunda Directiva en unos momentos en los que – como ahora – Alemania tenía la “sartén por el mango” en estas cuestiones. Los cambalaches que acompañan cualquier proceso legislativo, la ignorancia y la inercia hicieron el resto. Cuarenta años después, seguimos con una regulación imperativa y seguramente ineficiente del capital social y del Derecho de Sociedades en toda Europa. Y los alemanes siguen defendiéndola con la pasión con la que se defiende “lo nuestro”.

Wiedemann (el más profundo de los mercantilistas alemanes dedicados al Derecho de Sociedades) llegó a decir que  que la doctrina del capital social merecía conservarse por el solo hecho de que se trataba de una “aportación cultural de primer orden”. Y lean cualquier cosa de Lutter que hizo su escrito de habilitación para la cátedra hace ya cincuenta años sobre el capital social, (en concreto, Kapital, Sicherung der Kapitalaufbringung und Kapitalerhaltung in den Aktien- und GmbH-Rechten der EWG) para darse cuenta que a uno le fastidia mucho que destrocen su “capital humano” eliminando del ordenamiento la institución a la que has dedicado tu mejor juventud (a mí me fastidió profundamente la bazofiosa Ley de Condiciones Generales de la Contratación, promulgada a los pocos años de que yo hubiera publicado mi tesis y después de haber trabajado gratis para el Ministerio de Justicia para tener una ley que fuera digna).

Los alemanes tenían buenos motivos para consagrar con carácter imperativo la doctrina del capital. Su sociedad anónima - Aktiengesellschaft - es una sociedad legalmente dibujada para servir a la captación de ahorro entre el público (sociedades cotizadas), de manera que su rigidez no causaba graves daños a los particulares y protegía - o eso creían los legisladores - a los accionistas dispersos. Pero, claro, el modelo de sociedad anónima como sociedad cotizada o de capital disperso es exclusivamente alemán. El resto de Derechos continentales conciben la sociedad anónima como una sociedad polivalente y la inmensa mayoría de ellas son sociedades cerradas a las que una regulación dispositiva serviría mejor.

El régimen imperativo del capital social que se aplica en toda Europa a todas las sociedades anónimas ha sido sometido a una fuerte crítica en la última década, crítica que no ha tenido demasiado éxito ante el legislador europeo que revalidó en 2012 la Segunda Directiva de Sociedades limitándose a aligerar las normas sobre asistencia financiera y adquisición de acciones propias. Además, el legislador español ha impuesto el régimen del capital a las sociedades limitadas – con algunas diferencias importantes en materia de reducción de capital – aunque la Segunda Directiva no se aplica a éstas, sin tener en cuenta el reforzamiento experimentado por las normas que imponen responsabilidad a socios y administradores por las deudas sociales en caso de insolvencia de la sociedad y demás normas a las que hemos hecho referencia.


La doctrina del capital social limita las posibilidades de reparto de los activos sociales entre los socios y obliga, en caso de pérdidas, a “recapitalizar o liquidar


(reducir o aumentar el capital social o disolver la sociedad. Estas obligaciones no implican que la sociedad sea insolvente y no impiden la aplicación de las normas del Derecho Concursal que tratan de proteger a los acreedores frente a conductas oportunistas – fraudulentas – por parte de administradores y socios precisamente en la fase – la próxima a la insolvencia – en la que el conflicto entre accionistas y acreedores se manifiesta con mayor claridad (deber de solicitar el concurso; subordinación de los créditos de personas “especialmente relacionadas” con el deudor; obligación de pagar las deudas sociales a cargo de administradores y socios de control-administradores de hecho en caso de concurso culpable…).

Además, los administradores sociales responden de las deudas de la sociedad contraídas con posterioridad a que la sociedad esté en causa de disolución y se aplican las reglas generales que protegen a los acreedores frente a conductas fraudulentas de sus deudores (incluida la doctrina del levantamiento del velo y las normas penales sobre alzamiento de bienes).

La principal defensa de la doctrina del capital ha consistido, históricamente, en negar que los acreedores de una sociedad que limita la responsabilidad de los socios por las deudas sociales puedan protegerse eficazmente a través de los contratos por los que conceden crédito a la sociedad. Se dice que no todos los acreedores son contractuales – las víctimas de daños extracontractuales causados por una sociedad anónima no pueden protegerse por esta vía porque no han celebrado contrato alguno – ni todos los acreedores contractuales tienen poder de negociación para imponer a las sociedades a las que dan crédito las necesarias salvaguardas. En particular, se dice que hay acreedores “fuertes” y acreedores “débiles”.

A nosotros nos parece que ese argumento no resulta convincente. Los acreedores “débiles” (proveedores, trabajadores, extracontractuales) están especialmente protegidos por la Ley (los salarios disfrutan de un fondo de garantía – el FOGASA – y están privilegiados en caso de insolvencia; la responsabilidad extracontractual es “personal” del que haya causado un daño y, por tanto, alcanza frecuentemente a los administradores sociales y a los socios de control como lo prueba la frecuencia con que son imputados penalmente los administradores sociales cuando se produce un accidente laboral por no recordar la obligatoriedad de seguros o fianzas para el desarrollo de actividades peligrosas) o por el mercado (los proveedores pueden reservarse el dominio de lo suministrado o pueden “cortar el crédito” al primer impago de la sociedad). Los acreedores que introducen covenants para protegerse frente a deudores oportunistas son los acreedores a largo plazo – crédito bancario y financiación de proyectos – para quienes las salvaguardas contractuales tienen especial valor. O sea, que el mercado funciona y los costes de transacción no son suficientemente elevados para impedir el acuerdo que incrementa el bienestar de los que lo celebran.


El mantenimiento del régimen imperativo del capital social se entiende cada vez menos


Porque no es una “comida gratis” y las normas que hemos descrito se han añadido – no han sustituido – a las normas sobre el capital. Los costes que impone el rígido régimen del capital social son muy elevados: no pueden emitirse acciones bajo par a pesar de que el valor real de éstas sea inferior a su valor nominal – hay que hacer una operación “acordeón” – para recapitalizar una compañía; están prohibidas transacciones perfectamente eficientes e inocuas porque implican asistencia financiera (leveraged by-outs); se hace más difícil la constitución de sociedades al exigir un capital mínimo etc.

Pero el coste principal del régimen del capital social deriva de su carácter estatutario. Al constituir la cifra del capital una mención esencial de los estatutos, cualquier modificación de ésta obliga a modificar los estatutos e incurrir en los costes de “verificación” correspondientes, esto es, a la formalización de los acuerdos sociales, a su elevación a escritura pública y a su inscripción en el Registro. Además de cumplir con normas muy onerosas en tiempo y esfuerzo como son las de verificación del desembolso de las aportaciones y su valoración por un experto independiente.

Que estos costes no son desdeñables (son muy elevados relativamente para empresas pequeñas) lo demuestra la “huida” de la sociedad anónima que se produjo cuando la Ley de 1995 eliminó la exigencia de dicha valoración por experto independiente para las aportaciones no dinerarias en la sociedad limitada. Porque, en lo demás, el régimen de la limitada no era especialmente flexible si se compara con el de una anónima. Nuestra Ley de Limitadas de 1995 fue una desgracia para el fomento de las actividades empresariales. Para una vez que podíamos haber copiado a los alemanes sin ningún riesgo y haber puesto a disposición de los empresarios un vehículo fácil de usar, decidimos ser más papistas que el Papa y les “ofrecimos” una anónima—sin-experto-independiente-para-valorar-las-aportaciones-no-dinerarias. Peor aún. Como “peaje” por liberarlas del experto independiente, les obligamos al desembolso completo del capital en el momento de la suscripción; prohibimos cualquier negocio sobre sus propias participaciones; hicimos más complejas las reglas sobre adopción de acuerdos; limitamos la libertad de pactos sobre la transmisibilidad de las participaciones sociales y regulamos de manera avara y desenfocada la separación y exclusión de socios condenando a los socios enfrentados a una convivencia forzosa en los peores términos de “conllevancia”. La consecuencia ha sido – y esto también podría demostrarse con un estudio empírico – que una buena parte de nuestras sociedades limitadas viven al margen del Registro. Se inscriben y no “vuelven a aparecer” por el Registro mas que cuando se produce la insolvencia o se transfiere el control sobre ellas y el adquirente “regulariza” la situación. Sería conveniente comprobar cuántas sociedades limitadas tienen cerrada la hoja del registro por no haber depositado cuentas y cuántas han modificado sus estatutos.

Deberíamos concluir afirmando que la doctrina del capital social no tiene quien la defienda, al menos, en círculos académicos libres de intereses en el mantenimiento del mismo por razón de las rentas que genera y de la que pueden apropiarse (Macey/Enriques). Sin embargo, otros profesores alemanes más jóvenes y más “modernos” (me refiero a Schön y Merkt) han tomado el relevo de Wiedemann y Lutter y han tratado de defender el régimen del capital social utilizando el mismo tipo de argumentos eficientistas que usan sus detractores. De esta defensa va esta entrada. Comprobaremos que es muy peligroso atacar al rival con sus propias armas si el rival es ducho en su manejo. No en vano, en los duelos, es el ofendido el que elige el arma y adquiere así una gran ventaja.

La construcción propuesta para defender, desde la voluntad de las partes, un régimen imperativo de capital social es la siguiente: el régimen del capital social constituye un pacto implícito entre accionistas y acreedores. La idea se formula afirmando que una elevada cifra de capital equivale a una señal al mercado que indicaría que los accionistas tienen un compromiso “fuerte” con la empresa y su éxito en el mercado y constituye, en este sentido, una “oferta” colectiva que los socios de una sociedad hacen a la totalidad de futuros acreedores de la misma prometiéndoles que existirá en el patrimonio social un conjunto de activos para su satisfacción en cualquier momento de la vida de la sociedad por un valor equivalente, por lo menos, a la cifra publicada de capital social.

Dado el carácter imperativo del capital social, la “imposición” de un “pacto” por el legislador a las partes – accionistas y acreedores – sólo se justificaría afirmando que los socios de una sociedad anónima soportan elevados costes de transacción para llegar a un acuerdo sobre su nivel de responsabilidad con todos los acreedores futuros de la sociedad (por su elevado número, su indeterminación en el momento de decidir el nivel de responsabilidad...) de modo que el Derecho de sociedades sustituye tal costoso acuerdo por una regulación legal – las normas sobre constitución y conservación del capital – que equivale a lo que pactarían las partes si los costes de transacción indicados no lo impidieran. El “acuerdo eficiente” que el legislador impone consiste en obligar a los accionistas a arriesgar un volumen mínimo de activos (el capital mínimo) asegurando su efectiva transferencia a la sociedad (normas sobre integración del capital social) y en prohibir a los accionistas distribuirse los activos correspondientes al capital antes de haber pagado a todos los acreedores (el capital como cifra de retención).

Tres argumentos se han dado a favor de considerar el capital social como

“un acuerdo implícito con todos los acreedores voluntarios”


Uno, es que mientras que en las emisiones de bonos norteamericanas – donde no hay normas sobre el capital – existen previsiones contractuales que limitan la distribución de activos a los accionistas, estas limitaciones no se encuentran en el Reino Unido – donde se aplica la doctrina del capital –.

Dos, que no es fácil contratar en beneficio de todos los acreedores una limitación al reparto a los accionistas porque si el que contrata es el acreedor financiero, carece de incentivos para establecer en su contrato que si la sociedad deudora incumple el acuerdo de no reparto y distribuye más allá de lo permitido, los accionistas devuelvan lo percibido a la sociedad. Lo que establecen es el vencimiento de su crédito o la obligación de la sociedad de constituir garantías añadidas a las previstas inicialmente. La regulación del capital social, al impedir la propia distribución, garantiza a todos los acreedores que no se producirán en cuantía suficiente para dejar el patrimonio social por debajo de la cifra de capital. A este respecto se ha afirmado que el capital nominal legal no resolvería tanto un conflicto entre acreedores y accionistas como un conflicto entre acreedores: las normas sobre el capital aseguran que los grandes acreedores se hacen pagar sus créditos frente a la sociedad con preferencia a los pequeños con la complicidad de los administradores sociales y de los accionistas de control. No entendemos bien el argumento. Si los insiders realizan transacciones para pagar preferentemente al gran acreedor reduciendo las posibilidades de cobro de los demás acreedores, serán de aplicación – en su caso – las normas del Derecho concursal que garantizan la par conditio creditorum. No vemos en qué medida pueden evitarse estos pagos privilegiados a través de la cifra de capital ya que si se paga, desaparecerá de las cuentas de la sociedad no sólo los activos transferidos, sino también el pasivo. En realidad, es una reformulación del argumento del signalling.

Y, tres, que gracias al régimen legal del capital social, se logra un nivel de estandarización que reduce los costes del crédito para todas las sociedades con responsabilidad limitada. Así, se eliminan los costes de celebrar acuerdos concretos y detallados a los acreedores que contratan con una sociedad y se evita tener que recurrir a mecanismos ex post para proteger a los acreedores como los descritos (acciones de responsabilidad contra los administradores o socios, acciones de levantamiento del velo, acciones concursales etc) que son, presumiblemente, más costosos.

La primera objeción –central- a tal planteamiento es que los costes de transacción no son tan elevados como para impedir que los accionistas y los acreedores pacten, en cada caso, el nivel de responsabilidad de los socios. Son precisamente sus menores costes de transacción para negociar con la persona jurídica en comparación con los accionistas los que explican que los acreedores sociales no sean, en ningún Derecho, los que tienen los derechos residuales de control sobre los activos sociales si la sociedad no es insolvente. La existencia en el mercado de numerosos mecanismos contractuales para determinar la responsabilidad de los accionistas por las deudas sociales frente a acreedores concretos y la contratación detallada que se contiene en los contratos de financiación es una demostración clara de que los costes de transacción no son elevados. Por otra parte, el caso de los bancos con múltiple responsabilidad que existieron en gran número hasta principios del siglo XX demostraría que los accionistas tienen incentivos – como consecuencia de la competencia en el mercado – para ofrecer a los acreedores el nivel de responsabilidad preferido por éstos.

En cuanto al argumento de la estandarización, el nivel de estandarización inducido por la norma puede ser excesivo, lo que puede deducirse razonablemente si hay motivos para pensar que el mercado produce “naturalmente” un determinado nivel de estandarización. Y no hay duda de que existe un elevado nivel de estandarización en el ámbito de los contratos de financiación a empresas. Al margen, el capital social es una institución demasiado inflexible e indiferenciada para que quepa suponer que constituye un nivel óptimo de estandarización. Si a lo anterior se añade que si los costes de transacción no son elevados, hay que considerar la libertad contractual como el mecanismo más eficiente de asignación de los recursos, se comprenderá que esta defensa del capital social es débil. No puede aceptarse, pues, que estemos ante un “impasse” en el sentido de que hay aspectos eficientistas en el capital social y aspectos eficientistas en el modelo contractual, sin que sea posible determinar cuál genera más costes como pretende Merkt.

La segunda objeción es que resulta muy dudoso que la regulación del capital social reproduzca los términos que establecería el mercado porque las “cláusulas” que podríamos extraer de la regulación legal del capital social se establecen históricamente, esto es, el legislador prohíbe a los socios distribuirse los activos sociales más allá de la cifra de capital fijada originalmente en los estatutos en el momento de la constitución de la sociedad y, por tanto, difícilmente puede estar adaptada al riesgo de insolvencia que soporta un acreedor que presta dinero a una empresa en un momento muy posterior a la constitución de la sociedad. Consecuentemente, una regulación legal que establece abstracta y preventivamente un nivel de responsabilidad mínimo es, cuando menos, una herramienta poco precisa para operar en las relaciones entre accionistas y acreedores. En este sentido, se ha dicho, con razón, que la cláusula contractual contenida en un contrato de crédito, por ejemplo, establecerá limitaciones a la posibilidad de distribuir los beneficios acumulados por la sociedad desde que se celebra el contrato de crédito y no desde que se constituyó la sociedad mientras que la aplicación de las normas sobre el capital social no impedirían a esa sociedad seguir distribuyendo beneficios con cargo a reservas aunque esté incurriendo en pérdidas desde que se celebró el contrato de crédito (Armour).

La tercera objeción, ligada con la anterior, es su carácter imperativo: si se trata de un mecanismo de señalización (un bond), debería ser voluntario de forma que el mercado pueda decidir si es un mecanismo eficiente o no. Y siendo voluntario, si es “una buena solución” para el problema del conflicto entre accionistas y acreedores, la veríamos surgir espontáneamente en el mercado en el sentido de que si un acreedor valora la protección que otorga la existencia de un capital social como cifra de retención más de lo que le cuesta mantenerlo a la sociedad deudora, le convencerá para lo mantenga porque ambos ganarán con que así se haga (Macey/Enriques); si el bond se impone a todas las sociedades, el mercado no puede distinguir entre unas y otras en función de la “calidad” del bond propuesto. Esta objeción se contesta afirmando que, si no existe una obligación de capital mínimo o la cifra legal de capital mínimo es muy baja, toda la regulación del capital social puede verse como una reglamentación dispositiva por cuanto los socios pueden fijar libremente la cuantía del capital social y, por tanto, el valor de los activos que quieren “ofrecer” como garantía a los acreedores sociales lo que reduce los costes de información de los acreedores que disponen así de una información gratuita inicial sobre la solvencia de la sociedad pero con ello no se salva la objeción fundamental respecto del costoso régimen de alteración del capital.

Este argumento habla,además, en contra del objetivo perseguido por quienes lo defienden porque


el valor informativo de la cifra de capital sobre la solvencia de la sociedad es muy escaso cuando no directamente negativo



y las limitaciones que impone a la gestión financiera de la sociedad son un coste del que no se libra ninguna sociedad por muy escasamente valioso que – para ella en concreto – sea el mecanismo de bonding del capital social. En efecto, se ha señalado, acertadamente, que a los acreedores comerciales (que lo son a corto plazo y no tienen incentivos para realizar investigaciones excesivas sobre la solvencia de la sociedad) lo que les preocupa es la liquidez de la sociedad deudora y no su solvencia (Enriques/Macey) y esta constatación no puede contestarse afirmando que, en tiempos de crisis, también los acreedores comerciales tienen que esperar mucho tiempo para cobrar sus créditos porque los acreedores comerciales “comprueban” la solvencia de las empresas clientes precisamente dando crédito en pequeñas cantidades y por tiempos cortos de forma que, frente al primer incumplimiento por parte de la sociedad deudora, cierran el crédito al margen de los mecanismos particulares de los que disponen los acreedores comerciales para asegurarse el cobro de los créditos. La cifra de capital de una sociedad proporciona nula información sobre la liquidez de la sociedad deudora y muy poca sobre las posibilidades de cobro de los créditos por parte de los acreedores porque el capital constituye una garantía para todos los acreedores de la sociedad, presentes y futuros de manera que su valor para permitir a un acreedor concreto tomar una decisión racional sobre el riesgo de extender crédito a la sociedad y, por tanto, hacerlo en unos términos determinados y en un momento determinado es muy escasa y, en muchos casos, engañosa (sociedades con una abultada cifra de capital que realiza inversiones arriesgadas que el acreedor concreto, lógicamente, desconoce). Aún más, una información más útil para la generalidad de los acreedores la proporciona la cifra de recursos propios de la sociedad y su relación con los recursos ajenos, cifra que no está en relación necesaria con la de capital.

Además, es probable que el significado del capital social (o de su aumento) sea muy ambiguo ya que las razones por las que una empresa recurre al capital o a la deuda para financiar su actividad son muy variadas por lo que sería extraño que los acreedores potenciales lo entendieran en el sentido indicado – confianza de los accionistas – y, sobre todo, que los accionistas lo utilicen para tal fin ya que no parece ser una señal muy eficaz aquella que no tiene un significado unívoco. Así, un aumento de capital no sólo puede ser interpretado como expresión de la confianza de los accionistas en el proyecto empresarial sino, en sentido contrario, como un signo de desconfianza de los terceros potenciales financiadores del proyecto porque el recurso al aumento de capital haya sido, precisamente, la única solución disponible ante la desconfianza de los terceros. Son conocidos, en este sentido, los efectos señalizadores de la buena marcha de un proyecto empresarial que la asunción de deuda tiene; que puede asumir la devolución de un volumen de deuda superior o que el proyecto de inversión es “bueno”. Si el proyecto es “malo”, los socios no tratarían de vendérselo a unos inversores – los potenciales prestamistas – desconfiados por principio. También son conocidos los efectos positivos que, sobre el gobierno de la sociedad, puede tener el incremento del endeudamiento en cuanto se limitan los recursos de “libre disposición” por los administradores sociales. Por ultimo, tiene también efectos positivos sobre la cotización de las acciones la colocación de deuda por parte de una empresa en el mercado en buenos términos por la confianza del mercado en el proyecto empresarial que refleja (Mülbert/Birke).

Por otra parte, ni siquiera el hecho de que el capital legal mínimo sea muy bajo permite a los accionistas destacarse en su compromiso con el proyecto empresarial que tienen en marcha elevando la cifra de capital con lo que el valor informativo del capital en relación con la solvencia individual de cada sociedad es nulo. No asistimos a una “carrera” entre las sociedades hacia el aumento de la cifra de capital. La uniformidad es casi absoluta lo que indica que la cifra de capital tiene escaso valor informativo.

En definitiva, una señal tan escasamente informativa y tan ambigua no ahorra costes de información a los acreedores. Estos, para valorar el riesgo que corren al dar crédito a la sociedad, deberán informarse acerca de la solvencia y liquidez de su deudora y protegerse contractualmente frente a los riesgos de desviación de fondos con independencia de la existencia de la regulación del capital social.
 

Las transferencias fraudulentas a favor de los accionistas.


La otra línea de defensa del capital se encuentra en su carácter de cifra de retención y, por tanto, su eficacia como mecanismo para evitar transferencias de activos fraudulentas entre la sociedad y los socios, esto es, transferencias que violen la regla de prioridad o preferencia de los acreedores sociales sobre los socios en el cobro de sus créditos. En los Derechos donde se abandonó la doctrina del capital, las normas de protección de acreedores se limitan a condicionar los repartos o distribuciones a los socios en forma de dividendos o mediante la recompra de acciones a que se cumpla el llamado “test de solvencia”, es decir, a asegurar que el reparto proyectado no pone en peligro la solvencia o la liquidez de la sociedad (v., art 25 2ª Directiva sobre este requisito de la adquisición por la sociedad de sus propias acciones). Si tal es el caso, el reparto se considera prohibido y, caso de ser realizado, y según las circunstancias, puede exigirse responsabilidad a los socios. Por otra parte, los contratos de financiación limitan notablemente las facultades de distribución de activos de la sociedad a los accionistas y las posibilidades de endeudamiento añadido al tiempo que obligan a los accionistas a mantener un nivel específico – no de capital social sino – de working capital.

La defensa del capital social como instrumento para lograr este fin se basa en los defectos del “test de solvencia”, defectos que se resumen afirmando que (i) el “test de solvencia” no es eficaz porque son los administradores los que deciden que el reparto no pondrá en peligro la solvencia de la sociedad y, por tanto, es una valoración subjetiva; (ii) si se usan valores de mercado, existe el riesgo de que se haga una valoración “optimista” de los activos sociales por parte de los administradores. Frente a ambos inconvenientes, el principio de prudencia y de coste de adquisición como criterios contables de valoración de activos garantizan la inmunidad del capital social frente a ambos defectos.

En realidad, tales defectos no existen, al menos, en la comparación entre el test de solvencia y el del capital social. Porque los administradores – que son más aversos al riesgo que los accionistas – no tienen incentivos para poner en peligro la solvencia de la sociedad ya que con la quiebra de ésta perderían su empleo, al margen de que la decisión sobre la distribución la ha de tomar finalmente la Junta de Accionistas y que tal decisión ha de ir acompañada de la verificación por parte de expertos auditores. Por otra parte, el criterio de valoración por el coste de adquisición o de producción puede no ser conservador en caso de que un activo se haya depreciado sustancialmente.

Además, el capital como cifra de retención no proporciona protección a los acreedores en los casos en los que el riesgo de redistribución a favor de los accionistas es mayor que es en aquellos en los que, aún existiendo activos suficientes para cubrir la cifra de capital, la decisión racional (maximizadora del valor) en relación con una sociedad determinada sea la de liquidarla porque el valor de sus activos en liquidación sea superior a su valor en funcionamiento. Los accionistas pueden preferir, no obstante, continuar con la empresa social si la liquidación tiene como principales beneficiarios a los acreedores sociales (Bebchuk, Fischer). En otros términos, las reglas del capital y su carácter de cifra de retención no impide las transferencias de activos a favor de los accionistas lo que vendría demostrado por la creación jurisprudencial de doctrinas para prohibir éstas, también en los países que tienen una construcción más depurada del capital social. Es obvio que construcciones basadas en la solvencia y liquidez de la sociedad son más aptas para contrarrestar las conductas oportunistas de los accionistas respecto de los administradores que las rígidas y abstractas reglas sobre el capital social. Téngase en cuenta, por último, que dado que las consecuencias serán normalmente indemnizatorias, un sistema que actúe ex post (como sería la imposición de responsabilidad a socios y administradores por las deudas sociales) puede ser eficaz.

La conclusión de Mülbert/Birke es plenamente compartible: un conflicto como el existente entre accionistas y acreedores no puede tratarse, dada la variedad de formas y circunstancias en las que aparece, con una herramienta tan rígida como el capital social. Hay que utilizar una pluralidad de herramientas y, sobre todo, permitir la experimentación.

1 comentario:

Jorge dijo...

MUY interesante, así con mayúsculas. En España seguramente la tradición de seguir la sistemática de Garrigues también ha contribuido a perpetuar el mito: lo de la función de garantía hubiera necesitado algún niño como El del vestido nuevo del emperador

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