Por Calixto Alonso
El 14 de noviembre de 1887 toda La
Habana se congregó en la bahía para recibir al torero Luis Mazzantini.
Dos remolcadores salieron con orquestas
que atacaban pasodobles para acompañar al vapor correo Cataluña, barco procedente
de Cádiz.
Al torero le esperaba la plaza de
Calzada de Infanta con esquina a Carlos III.
Enero de 1888. En la cubierta de un
buque inglés se forma un revuelo en los andariveles de desembarco. Los
pasajeros, desde sus barandas, escuchan tañer de campanas, pregones de
vendedores ambulantes y el tamboreo de la soldadesca.
Madame Sarah Bernhardt hace escala en La
Habana. Mas marinos bajan entonces en hilera, interminables jaulas repletas de
pájaros y animales. Guacamayos azules, cotorras, tucanes, pichones de
cocodrilo, en fandango de plumas multicolores y sonidos desentonados.
La lancha de vela “La Manuela” tocó
tierra con la diva, su secretario y su perrito faldero.
Días después, el señor Mazzantini
contemplaba, desde su palco en el teatro Tacón, a la aristocracia habanera con
la que había compartido brindis y banquetes efectuados en su honor.
Allí estaba la condesa de la Fernandina,
en traje de seda negra, al lado del marqués de Santa Lucía y del señor
Castañeda, director del diario “La Lucha”.
El conde de Pozos Dulces, podrido en
dinero y conmovido por el champán,
exclamaba: “¿Quién es Sarah?. No sé decirlo. La palabra no existe. Sarah
es lo que impele, lo que arrastra, lo que llora y lo que ríe….”
Las luces de la gran lámpara del Tacón
disminuyeron su intensidad. Las candilejas iluminaron el escenario y el matador
sintió el mismo ligero temblor que sentía cada vez que entraba al ruedo.
La mujer salida de la miseria de un
oscuro nacimiento, y cuyo nombre en realidad era Rosina, la actriz que vivía obsesionada
en el triunfo y la muerte interpretaba “La Dama de las Camelias”.
La muerte le dio la fama. Nadie moría
dentro y fuera del escenario como ella. Lo hacía tan bien, tan real, que daban
ganas de enterrarla.
Cuando los aplausos se estrellaron contra el telón, Mazzantini dijo, - vamos -. Diego Cuatro Dedos y Badila, uno a cada lado del maestro, tomaron el pasillo del camerino.
La artista no recibía a nadie, y al oír abrirse la puerta de su estancia, apartó con furia un fino cepillo y se volvió con gesto enfadado. Ella fue a hablar, pero él no le dio tiempo.
"Su talento no es nada comparado con la belleza de verdadera hembra que dejan escapar sus gestos" dijo, dio media vuelta y cerró la puerta a sus espaldas.
El sábado 23 de enero hizo buen tiempo todo el día. A las cuatro de la tarde el sol rodaba por el oeste y los sombreros dejaban una marca de sombra en las caras del público de la plaza de Infanta.
Cuando los aplausos se estrellaron contra el telón, Mazzantini dijo, - vamos -. Diego Cuatro Dedos y Badila, uno a cada lado del maestro, tomaron el pasillo del camerino.
La artista no recibía a nadie, y al oír abrirse la puerta de su estancia, apartó con furia un fino cepillo y se volvió con gesto enfadado. Ella fue a hablar, pero él no le dio tiempo.
"Su talento no es nada comparado con la belleza de verdadera hembra que dejan escapar sus gestos" dijo, dio media vuelta y cerró la puerta a sus espaldas.
El sábado 23 de enero hizo buen tiempo todo el día. A las cuatro de la tarde el sol rodaba por el oeste y los sombreros dejaban una marca de sombra en las caras del público de la plaza de Infanta.
En un palco de los de a treinta pesos,
con peineta y mantilla a la española, estaba la Bernhardt.
La artista nada sabía de tauromaquias.
Resonó el clarín, y en la arena vio, en formación, a Mazzantini y su cuadrilla
de mozos macarenos.
El toro Cabezudo salió al ruedo. Negro
azabache, largo, fino de cuerna. Pronto
se encontró en medio del redondel con el hombre del vestido azul purísima y
oro, que le ofreció el capote al pecho. Una verónica atravesó al animal, con
los ojos del matador en el palco quince.
La multitud sacó los pañuelos y pidió
música. El pasodoble “Mazzantini” salió de los instrumentos de la orquesta de
negros tocados con sombreros cordobeses.
Picó Cantares, y el torero, casi volando
por encima del toro, le prendió los rehiletes. Luego, lanzó la montera al palco
quince. La vida de Cabezudo era de ella.
Mazzantini pegó la muleta en los ojos del
animal. El toro atravesaba el paño como una sombra, formando un torbellino
negro envuelto en naturales. En el centro de la arena habanera, el español le
presentó el engaño casi pegado al suelo para salir del burel con una estocada
recibiendo.
Mazzantini volvió al hotel Inglaterra y
encontró a un mozo con una carta en la mano. La carta decía: “Señor Mazzantini.
Las palabras suyas del sábado en mi camerino me parecieron insuficientes”.
Fue a verla al hotel Petit, en la
Chorrera. Cuando el día empezó a hundirse más allá de la desembocadura del
Almendares, los dos cruzaron los límites entre la vida y la muerte.
1 comentario:
Hoy lo mismo lo acusan de machista. Lo que ya es un retorno a la Edad Media es acusar con efecto retroactivo a la tipificación de un hecho que además presuntamente se ha cometido hace treinta años y no se sabe muy bien en qué se afirma que consistió, sin juicio, por unas meras publicaciones de prensa de fuentes dudosas y que bien pueden ser una venganza de una secta de la que recién se ha rescatado a la familia. El caso, todo el mundo sabe.
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