A efectos prácticos, la regla de la mayoría consigue los mismos resultados que la regla de la unanimidad (mejoras de Pareto) si no hay facciones o coaliciones en el seno del grupo. Porque, sabiendo que unas veces estarán con la mayoría y otras con la minoría, los miembros del grupo tienen incentivos para adoptar el acuerdo que mejora el bienestar del grupo. No tienen incentivos para adoptar acuerdos redistributivos o expropiatorios.
Pero la regla de la mayoría se justifica en términos de igualdad. Es la regla que hace iguales a todos los miembros del grupo, esto es, que atribuye el mismo valor a todas las voces del grupo. Esta justificación se remonta, por lo menos, a Locke.
El principio mayoritario hace que todos los miembros sean iguales en el sentido más radical. Se hace abstracción de si alguien tiene formación o es inculto, alto o bajo, gordo o delgado. Ignora las confesiones religiosas o los orígenes étnicos de quienes votan; no tiene en cuenta su condición social, económica, sexual y familiar. Reduce a todos los participantes en la decisión a meros ciudadanos que tienen absolutamente el mismo peso, al menos en el momento de la toma de decisiones, es decir, al votar. La regla de la mayoría es, por tanto, la única regla de decisión en la que puede expresarse la igualdad política. Y la igualdad política es el requisito fundamental de toda democracia. Eso sí, los órganos aristocráticos también pueden aplicar la regla de la mayoría, al igual que los órganos jerárquico-religiosos. Donde prevalece la regla de la mayoría, no tiene por qué haber democracia. Pero donde hay democracia, sólo se puede aplicar la regla de la mayoría.
En sentido contrario, la adopción de decisiones por consenso entre subgrupos dentro de la sociedad (recuérdese la definición de la Ley que dieron los revolucionarios franceses: la expresión de la voluntad de la nación como sujeto único) implica que las leyes no se aprueban por votación sino mediante acuerdos
Dado que estos acuerdos se alcanzan a través de la negociación, es inevitable que ganen los que se hacen oír y nunca ceden. El principio de consenso crea desigualdades políticas, por eso el eslogan común de "democracia de consenso" contiene una perversión semántica, un oxímoron... Sin la toma de decisiones por mayoría, no sólo cae la democracia, sino también las posibilidades de preservar la igualdad como ideal político (no social).
La negociación dirigida a obtener el consenso no sólo seca la cultura política de los parlamentos. También socava cualquier idea de bien común. Y crea enormes desigualdades, porque proporciona a las minorías concentradas un poder de veto que, a la larga, aporta importantes ventajas económicas, sociales y políticas y, por tanto, privilegios irresponsables.
El objetivo de los procesos de decisión no es hallar la verdad. Es decidir qué es mejor para el grupo en su conjunto. Los errores en el proceso de decisión se cuentan en forma de decisiones que no maximizan el bienestar del grupo que toma la decisión. De ahí la importancia de respetar el procedimiento legislativo – el de adopción de decisiones que se impondrán a todo el grupo (recuérdese el art. 159.2 LSC). Si la coalición mayoritaria no respeta las reglas procedimentales para la adopción de decisiones del grupo, no hay garantía alguna de la bondad de dichas decisiones. Por tanto, la mayoría no puede pretender la obediencia a la regla así establecida por la mayoría.
La toma de decisiones políticas colectivas nunca ha tenido que ver con la verdad, sino con la voluntad de la comunidad. En su debate constitucional, Heródoto definió el principio de la democracia de forma muy aguda hace 2440 años: "El más es el todo" - . Con ello se refiere al procedimiento, es decir, el debate con varias mociones y explícitamente a la regla de decisión: a saber, la determinación de la mayoría. Si la voluntad conjunta así determinada se dirige al bien de este grupo, entonces el grupo debe determinar necesariamente qué es lo que le conviene en el caso concreto. Y en esta determinación, la asamblea puede cometer errores sustanciales. Son precisamente los errores los que demuestran que hubo o pudo haber habido decisiones "más correctas"… Lo que se determina en el debate no es la "verdad" sino la distancia o proximidad de las decisiones individuales al bien común.
Añade el autor que, contra lo que sería intuitivo, “la inmensa mayoría de los grupos étnicos y culturas de la historia mundial han preferido el principio del consenso”. Y es lógico que así sea en grupos pequeños. Si el consenso no existe, hay que fingirlo (recuérdese cómo funcionaban las asambleas germánicas en las que imperaba la Folgepflicht, la obligación de los derrotados en la votación de sumarse a la mayoría, cual pez que forma parte de un banco).
¿Cuándo se extiende la regla de la mayoría? Cuando se hace más costoso lograr la unanimidad pero es necesario preservar la unidad del grupo y éste logra evitar la parálisis o la división, porque si el grupo no es capaz de tomar decisiones consensuadas, mayoría y minoría toman caminos separados. Dice el autor que eso le ocurrió a los indios norteamericanos que sufrieron divisiones – naciones – que les impidieron formar una “unidad política”. La alternativa – dice – es un gobierno “sacerdotal o una monarquía”. El razonamiento parece demasiado simplista y no recoge lo que sabemos acerca de la formación de los Estados con el desarrollo de la agricultura hace 10.000 años y su progresiva jerarquización.
Otro efecto de la aplicación de la regla de la mayoría es una reducción de la estabilidad institucional y una mayor reflexión sobre los límites a la democracia.
Dado que la regla de la mayoría permite decidir rápidamente y, por tanto, sobre muchas cosas, crece la tentación de cambiar y remodelar el orden político e incluso el social, y ello mediante simples decisiones mayoritarias. Esto era peligroso porque tales decisiones afectaban al consenso básico entre los diversos estratos sociales de la ciudadanía y provocaban guerras civiles. Pero era culturalmente productivo, porque de este modo las comunidades humanas se experimentaban a sí mismas como completamente soberanas; y porque las nefastas consecuencias de sus propias acciones proporcionaban el material para la reflexión política sobre esta soberanía. Los intelectuales tuvieron que asumir intelectualmente esta autonomía. De ahí la aparición del drama griego, especialmente la tragedia. En esta forma poética, hay una intensa reflexión sobre los límites que el hombre debe respetar, aunque se dé leyes y cree su propio orden.
En fin, el autor sugiere que la adopción de decisiones por mayoría está ligado a la existencia de “controversias y debates” lo que favorece el desarrollo intelectual, esto es, la evolución del “pensamiento lógico-racional” (Vernant 1962) que debemos señaladamente a los griegos.
Geoffrey Lloyd sigue la línea de Vernant, pero establece una diferencia más clara: "La racionalidad se encuentra también en muchas otras culturas, mientras que la lógica es una característica especial que sólo surgió entre los griegos".
Si tras la deliberación, se adopta una decisión por mayoría, deben desarrollarse técnicas de persuasión, lo que incluye la argumentación lógica y la retórica y oratoria. Y estas técnicas son distintas si de lo que se trata es de formar un consenso que si de lo que se trata es de convencer a la mayoría de que tu posición es preferible a la contraria.
Las discusiones consensuadas evitan refutar abiertamente al oponente; eso sería francamente insultante, es decir, contraproducente, si se quiere lograr el consenso. En la controversia, en cambio, la prioridad es dejar sin efecto el discurso del adversario, es decir, refutarlo. Uno quiere ganar la mayoría, para lo cual la buena voluntad del adversario es superflua; por el contrario, uno busca asegurarse de que su opción sea derrotada en la votación. La refutación sólo es posible anulando las premisas lógicas del oponente. Y en la polémica se aprende a distinguir la premisa lógica de la conclusión. En lenguaje llano: el consenso se las arregla sin argumentación real; la controversia, en cambio, presiona a favor de una técnica explícita de argumentación.
A mi juicio, la diferencia entre la adopción de una decisión por consenso y por mayoría, en lo que a la deliberación previa se refiere, se concentra en los destinatarios del discurso que se formula en la discusión. Si se trata de lograr el consenso, el discurso va dirigido al contradictor. Si se trata de convencer a la mayoría, el discurso va dirigido a la audiencia. Los consensos se forman con la participación de todos en la discusión. Las mayorías se obtienen presentando ante el órgano que decide – mediante votación – las propuestas contradictorias entre las que hay que elegir. En las decisiones por consenso, la ‘propuesta’ de acción colectiva no está predefinida al inicio de la discusión. Se construye mediante las aportaciones de los miembros del grupo. Por eso, la formación de consensos rápidos sólo es posible – pero muy fácil de lograr – en grupos pequeños. En grupos más grandes, requiere mucho tiempo porque el asentimiento de todos no se logra mediante una reunión pública de todo el grupo, sino mediante negociaciones sucesivas con individuos o grupos de individuos concretos.
La elección racional y la teoría de juegos presuponen que los participantes en una decisión entran en el proceso colectivo a través del que se tomará la decisión con preferencias fijas, invariables. Pero esto es exactamente lo que no ocurre con la asamblea popular ateniense, ni con las contiones romanas, ni con las asambleas de los cantones suizos. ¿Por qué no? Porque al debatir, los presentes cambian el orden de sus preferencias. Y no sólo eso. Abandonan por completo algunas preferencias y adoptan la opción ajena ¿Por qué? Porque les convencen los contraargumentos. Todos los modelos de elección racional pretenden que la deliberación no existe. Sin embargo, cualquiera que observe los procesos de toma de decisiones en un cantón suizo durante tres horas dejará de lado, aburrido, todos los modelos matemáticos para calcular las posibilidades de coalición sobre la base de preferencias preexistentes. En algunas culturas, la deliberación es la fase más importante de la toma de decisiones. Por eso los griegos veneraban a Peito, el discurso persuasivo.
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