El primer ministro de Irlanda dijo en un discurso pronunciado el año pasado:
Nos permite vender bienes y servicios irlandeses en cualquier lugar de la Unión Europea a más de 500 millones de personas sin restricciones.
Nos da la oportunidad de comprar productos de alta calidad, con la seguridad que proporcionan los estándares adecuados.
Nos permite hacer negocios libremente a la vez que proporciona una elevada protección de los derechos de los consumidores y la propiedad intelectual de nuestros artistas, científicos y empresas.
Nos da pleno acceso a los acuerdos comerciales de la UE con otros mercados importantes, y una capacidad de participar en el libre comercio mundial que no podríamos tener por nuestra cuenta.
Permite a nuestros ciudadanos viajar, trabajar y vivir libremente en todos los Estados miembros si así lo desean.
La UE también ha sido la piedra angular de gran parte del progreso social que Irlanda ha experimentado en la última generación. La dimensión social de la UE -respeto de los derechos humanos, derechos de los trabajadores e igualdad- refleja un conjunto de valores claramente europeos que compartimos aquí en Irlanda.
La pertenencia a la Unión también nos permite abordar problemas comunes -como la paz y la seguridad internacionales, el cambio climático, el terrorismo y la migración- de forma integrada.
Como miembros de una Unión con otras democracias de ideas afines que comparten nuestros valores e intereses, tenemos una voz mucho más poderosa en la escena mundial. Y nuestros intereses se sirven absolutamente mejor desde dentro de la Unión, ayudando a dar forma y a influir en los tiempos venideros. Rechazo totalmente cualquier sugerencia de que abandonemos la Unión Europea.
En las discusiones sobre el Brexit y sobre la actitud que debería mostrar la Unión Europea en relación con gobiernos de países miembros que se comportan autoritariamente como Polonia o Hungría, los europeos no deberían olvidar nunca que es un auténtico milagro institucional haber creado un mercado único de 500 millones de consumidores sin haber procedido a la supresión de las instituciones que articulan la soberanía nacional de cada uno de los Estados miembro y sin haber procedido siquiera a la unificación de los Derechos nacionales mas que en una medida – casi – ridícula. Es un logro que tiene pocos precedentes históricos porque se ha conseguido sin coacciones o violencia. Se ha logrado mediante pactos, uno tras otro, uno sobre otro.
Es de lamentar que los ciudadanos y, sobre todo, los políticos no se den cuenta del inmenso valor económico – y, por tanto, lo decisivo que es para el bienestar social – que tiene el acceso a un mercado interior que abarca no sólo las mercancías y los capitales sino la prestación de servicios, la posibilidad de establecerse en otro país europeo y la libre circulación de personas y, por tanto, de trabajadores. Un acceso irrestricto a los propios mercados es el precio pagado por cada miembro para obtener el acceso irrestricto a los mercados de los demás. Y es un juego de suma positiva, obviamente.
¿Cómo ha podido funcionar casi “automáticamente” el mercado interior en los últimos treinta años (desde la Comisión Delors)? ¿Cómo es que no se ha derrumbado o fragmentado de nuevo? ¿Cómo se ha logrado preservar e intensificar los intercambios – incluso de material genético – hasta el punto de que los Estados miembros realizan la mayor parte de sus intercambios con otros Estados miembros y son decenas de millones los europeos que no viven en el país que les vio nacer, sino que lo hacen preferentemente en otro país europeo?
La respuesta (no económica) se encuentra en el excelente diseño del mercado interior y en los eficaces mecanismos puestos en marcha por los europeos para proteger su integridad.
El mercado interior se basa en unas reglas muy sencillas: todos los europeos tienen derecho a acceder a los mercados nacionales de los demás países miembros. Tienen derecho a vender sus mercancías igual que los nacionales o residentes en el otro país; tienen derecho a prestar servicios en las mismas condiciones que los nacionales o residentes en el otro país; tienen derecho a invertir y a la protección de sus inversiones en los mismos términos que los nacionales o residentes en el otro país y tienen derecho a establecer – a trasladarse a vivir y a trabajar – su residencia o su negocio en cualquier otro país miembro en las mismas condiciones que cualquier ciudadano o residente de ese otro país. Los Estados miembro sólo pueden limitar estos derechos (rectius, libertades de circulación) de forma no discriminatoria (¡cabe la Inländerdiskriminierung!) cuando la limitación sea necesaria por razones imperiosas de interés general.
Es decir, Europa recurrió al Derecho Privado y a la libertad contractual para dotar de un armazón jurídico a uno de los mayores mercados interiores. La libertad de competencia hizo el resto pero los europeos, siempre tan confiados al Derecho, atribuyeron a la Comisión Europea la función de asegurar que el mercado interior sería y seguiría siendo un mercado libremente competitivo. El mutuo reconocimiento de las regulaciones de productos y servicios evitó tener que armonizar todas ellas.
Sobre este armazón jurídico (producción libre – libertad de empresa – e intercambios libres – libertad contractual –, mutuo reconocimiento de las normas promulgadas por cada Estado), los europeos crearon la infraestructura mínima imprescindible para asegurar la integridad del mercado interior frente a los que – en cada momento – podían ponerlo en peligro con más probabilidad: los Estados miembros. Para conjurar ese riesgo, se creó un órgano – la Comisión Europea – con la misión de ejecutar la legislación europea y vigilar su cumplimiento por parte de los Estados y un órgano judicial dotado con el monopolio interpretativo de los tratados (un tribunal constitucional) y de la legislación europea (un tribunal supremo). El TJUE ha construido un ordenamiento con los materiales proporcionados por los Estados en los sucesivos tratados y por las instituciones legislativas europeas a través de Directivas y Reglamentos. Pero en la base del mismo, apenas unas pocas reglas tan simples como acertadas: libertades de circulación, libertad de competencia y reconocimiento mutuo.
Pero esto sólo fue posible porque la Unión Europea, desde el comienzo, fue algo más que una organización internacional puesta en funcionamiento por un tratado internacional. Como he explicado en otro lugar, lo revolucionario de la Unión Europea es que incluía entre sus “instituciones” un órgano legislativo (el Consejo Europeo primero y luego, además, el Parlamento europeo) y los Estados miembros reconocieron – humildemente – la superioridad del Derecho europeo sobre el Derecho nacional. No en vano los alemanes dicen que la UE es una Rechtsgemeinschaft. Una comunidad jurídica. Lo que ha sido Europa desde que la caída del Imperio Romano de Occidente la fragmentó para siempre. Sin clanes ni tribus, sin Imperios, con familias nucleares, sólo el Derecho – a través de la Iglesia – permitió a los europeos cooperar a gran escala.
Cuando el Reino Unido ha decidido en referéndum abandonar la Unión Europea y cuando los gobiernos polaco y húngaro se atreven a desafiar a la Unión saltándose las reglas políticas más fundamentales la Unión Europea debería, simplemente, recordar que los beneficios de tener acceso al mercado interior son tan extraordinariamente elevados que los Estados díscolos harían bien en pensárselo dos veces. El Reino Unido quiere un acuerdo comercial con la UE que imite lo más posible a seguir formando parte del mercado interior pero sin formar parte del mercado interior y de la unión aduanera. La respuesta europea es que no se puede tener lo uno sin lo otro y no se puede desintegrar el mercado interior manteniendo la libre circulación de mercancías pero no la libre circulación de personas y la libertad de establecimiento. Si Brexit es Brexit, el mercado interior es el mercado interior y no se puede estar fuera y dentro a la vez. El especial valor del mercado interior europeo es su integridad (los juristas comenzaron hablando de “mercado único” para acabar haciéndolo de “mercado interior”).
Los polacos y los húngaros quieren tener gobiernos autoritarios y seguir formando parte del mercado interior que les ha hecho ricos. Europa debe amenazar a estos gobiernos como lo ha hecho, con la apertura de procedimientos jurídicos que acaben en sanciones. Pero, sobre todo, debe recordar a estos nuevos miembros que el acceso al mercado interior tiene un precio: respetar las reglas que definen a un Estado como un Estado de Derecho liberal. Hay otros mercados interiores en el mundo – el Comecon era uno de ellos – pero ninguno ha generado tanta riqueza y bienestar para los ciudadanos como el milagroso mercado interior europeo.